El Capitán Frederick Marryat nació en Westminster, el 10 de julio de 1792 y murió en Langham, el 9 de agosto de 1848. Marryat fue un novelista y marino inglés, contemporáneo y amigo de Charles Dickens, destacado por ser uno de los primeros autores de novelas sobre la vida marinera. Se le conoce en particular por su novela autobiográfica, Mr. Midshipman Easy y su novela para niños, Los Cautivos del Bosque (The Children of the New Forest).
Era hijo de un “príncipe comerciante” y miembro del Parlamento. Después de escaparse varias veces para ir al mar, le permitieron entrar en la Royal Navy en 1806, como un guardiamarina a bordo del barco de guerra HMS Imperieuse, una fragata comandada por Lord Thomas Cochrane, décimo Conde de Dundonald, quien más tarde serviría de inspiración tanto a Marryat como a otros autores.
El tiempo de Marryat a bordo del Imperieuse incluyó acción en las costas del departamento francés de la Gironda, en rescate de otro guardamarina que se había caído por la borda. También la captura de muchos barcos en la costa mediterránea de España y la toma del castillo de Montgat. Cuando el Imperieuse cambió para operar en Río Escalda, en 1809, Marryat contrajo la malaria, y regresó a Inglaterra a bordo del barco de guerra HMS Victorious.
Después de recuperarse, Marryat regresó al Mediterráneo en el HMS Centaur, y de nuevo salvó a un compañero lanzándose al mar tras él. Entonces viajó como pasajero a las Bermudas en el barco de guerra HMS Atlas, y de allí fue a Halifax, Nova Scotia en la goleta Chubb, para unirse a la fragata HMS Aeolus el 27 de abril de 1811.
Meses después, Marryat se distinguió de nuevo intentando salvar a la fragata HMS Aeolus, durante una tormenta, y, siguiendo la costumbre, salvó a uno de los hombres caídos en el mar. Poco después, pasó a la fragata HMS Spartan, participando en la captura de varios barcos estadounidenses (la Guerra de 1812 entre los EE. UU. y el Reino Unido ya había empezado para entonces), y el 26 de diciembre de 1812 fue ascendido a teniente.
Como teniente, Marryat sirvió en la corbeta Espiegle y en el Newcastle, y fue ascendido a comandante el 13 de junio de 1815, justo a tiempo para la llegada de la paz. Entonces Marryat se dedicó a estudios científicos. Marryat inventó un bote salvavidas, ganándose así tanto una medalla de oro de la Royal Humane Society como el sobrenombre de el "Bote salvavidas." En 1819, Marryat se casó con Catherine Shairp, con quien tuvo cuatro hijos y siete hijas.
En 1820, Marryat comandó la corbeta Beaver y temporalmente la Rosario con el propósito de llevar a Inglaterra los despachos que anunciaban la muerte de Napoleón I en la isla Santa Helena.
Aprovechó la oportunidad para hacer un bosquejo del cuerpo de Napoleón en su lecho de muerte, que más tarde se publicó como una litografía. Las habilidades artísticas de Marryat eran modestas, pero sus bosquejos de la vida a bordo de un barco, tanto en cubierta como bajo cubierta tienen un considerable encanto que se sobrepone a su crudeza.
Aprovechó la oportunidad para hacer un bosquejo del cuerpo de Napoleón en su lecho de muerte, que más tarde se publicó como una litografía. Las habilidades artísticas de Marryat eran modestas, pero sus bosquejos de la vida a bordo de un barco, tanto en cubierta como bajo cubierta tienen un considerable encanto que se sobrepone a su crudeza.
En 1823, fue designado para el barco de guerra HMS Larne, e intervino en la expedición a Birmania en 1824. Durante esta expedición, de la que resultaron grandes pérdidas debido a las enfermedades, fue promovido para comandar el HMS Tees, lo que le dio el rango de capitán.
Marryat regresó a Inglaterra en 1826. En 1829, comandó la fragata HMS Ariadne en la búsqueda de bancos de peces en las Madeira y las Canarias. Este era un ejercicio no muy inspirador. Entre esta misión y la reciente publicación de su primera novela, El Oficial de Marina, Marryat decidió abandonar este encargo en noviembre de 1830 y dedicarse plenamente a escribir.
Marryat regresó a Inglaterra en 1826. En 1829, comandó la fragata HMS Ariadne en la búsqueda de bancos de peces en las Madeira y las Canarias. Este era un ejercicio no muy inspirador. Entre esta misión y la reciente publicación de su primera novela, El Oficial de Marina, Marryat decidió abandonar este encargo en noviembre de 1830 y dedicarse plenamente a escribir.
Enseguida siguió una producción literaria regular, con gran éxito, Mr Midshipman Easy, la cual apareció en 1836. Marryat vivió en Bruselas durante un año. También viajó por Canadá y los Estados Unidos. Luego Marryat se trasladó a Londres en 1839, donde formó parte del círculo literario de Charles Dickens. Estaba en Norteamérica en 1837 cuando estalló la Rebelión en el Bajo
Canadá, y sirvió con las fuerzas británicas para reprimirla.
Canadá, y sirvió con las fuerzas británicas para reprimirla.
Fue nombrado miembro de la Royal Society en reconocimiento a su invento y otros logros. En 1843 se trasladó a una pequeña granja en Langham Manor en Norfolk, donde murió en1848. Su hija Florence Marryat más tarde se hizo muy conocida como escritora y actriz.
Las novelas de Marryat son propias de su época, con las preocupaciones por las conexiones familiares y el estatus social a menudo eclipsando la acción naval, pero son interesantes como el producto de una ficción basada en los veinticinco años del autor, de una verdadera experiencia en el mar. Estas novelas, muy admiradas por Joseph Conrad y Ernest Hemingway, están entre las primeras novelas de aventura marineras. Fueron modelos para obras posteriores escritas por C. S. Forester y Patrick O'Brian que también se enmarcan en la época de Nelson y narran historias de jóvenes que van ascendiendo en el rango, a través de sus éxitos como oficiales navales.
Sus últimas novelas se dirigieron principalmente a los niños, incluyendo la novela que era más famosa entre sus contemporáneos, The Children of the New Forest, que se publicó en 1847. (Wikipedia)
La Loba Blanca de las Montañas Harz
de Frederick Marryat
Nuestra extraña historia comienza en el mar de Java, entre Sumatra y Borneo, en el año de 18...
Durante dos días no se había visto el sol en el cielo. Y el gran huracán había golpeado inmisericórdemente al gran velero europeo. Las horas y los días se habían sucedido como una eternidad en las entrañas del mismo infierno. Los marinos que no enloquecían, iban cayendo al mar víctimas de la furia de los elementos.
Dos jóvenes amigos se habían atado el uno al otro para no perecer en la tormenta. ¡Aprieta más! le dijo uno de ellos al otro. El rubio holandés se llamaba Felipe Vermeer y el otro, de origen húngaro, era Herman Krantz. Mientras la tormenta caía, en cubierta ambos se resguardaban bajo el bote salvavidas que pendia boca-abajo sostenido por un sistema de poleas.
Una vez amarrados ambos, Vermeer dijo,"Descansemos un momento." Entonces Krantz dijo, "Creo que no tendremos salvación." Vermeer le dijo, "No seas pesimista. Yo salí de un huracán igual en el Japón." Vermeer le mostró una bolsa diciendo, "Mira, preparé esto por si llega lo peor. Tenemos brújula, medicinas, algo de comida, mapas..." Vermeer agregó, "Por ahora, ¡Toca nuestro turno al timón!" Ya instalado en le timón, Vermeer decia, "¡No cesa este maldito huracán!"
Y al fín, durante la tercera noche, sobrevino la catastrofe. Vermeer sorprendido dijo, "¡Se tronó el mástil mayor!" De proa a popa, el barco comenzó a crujir horrendamente. Uno de los marineros dijo lleno de terror, "¡Ah! El mar se viene dentro!" Tal parecia que el cielo habia dictado sentencia de muerte contra todos en aquella nave de condenados. Ya solo quedaba una consigna. Vermeer y Krantz, aún amarrados, subieron al bote salvavidas, y soltaron las amarras para descender al mar.
Vermeer gritaba, “Sálvese quien pueda!” Krantz soltaba las amarras diciendo, “Dios tenga piedad de nosotros…” Mientras remaban, Vermeer decía, “Alejate o nos arrastrara al fondo el buque.” En cosa de minutos, por fín, el velero halló la paz en el abismo, llegando al fondo del mar.
Pateando con desesperación, lograron mantenerse en la superficie. Vermeer gritó, “¡Herman!” Krantz contestó, “¡E-estoy bien!” Vermeer dijo, “¡Ánimo que si te hundes me hundiré yo también!” Fueron interminables horas de angustia, de terror en la obscuridad. Lleno de cansancio, Vermeer exclamó, "Ya no puedo con la mochila..." Krantz le dijo, "Déjala hundirse..." Ambos sintieron que la muerte llegaba. Durante dos días no se había visto el sol en el cielo. Y el gran huracán había golpeado inmisericórdemente al gran velero europeo. Las horas y los días se habían sucedido como una eternidad en las entrañas del mismo infierno. Los marinos que no enloquecían, iban cayendo al mar víctimas de la furia de los elementos.
Dos jóvenes amigos se habían atado el uno al otro para no perecer en la tormenta. ¡Aprieta más! le dijo uno de ellos al otro. El rubio holandés se llamaba Felipe Vermeer y el otro, de origen húngaro, era Herman Krantz. Mientras la tormenta caía, en cubierta ambos se resguardaban bajo el bote salvavidas que pendia boca-abajo sostenido por un sistema de poleas.
Una vez amarrados ambos, Vermeer dijo,"Descansemos un momento." Entonces Krantz dijo, "Creo que no tendremos salvación." Vermeer le dijo, "No seas pesimista. Yo salí de un huracán igual en el Japón." Vermeer le mostró una bolsa diciendo, "Mira, preparé esto por si llega lo peor. Tenemos brújula, medicinas, algo de comida, mapas..." Vermeer agregó, "Por ahora, ¡Toca nuestro turno al timón!" Ya instalado en le timón, Vermeer decia, "¡No cesa este maldito huracán!"
Y al fín, durante la tercera noche, sobrevino la catastrofe. Vermeer sorprendido dijo, "¡Se tronó el mástil mayor!" De proa a popa, el barco comenzó a crujir horrendamente. Uno de los marineros dijo lleno de terror, "¡Ah! El mar se viene dentro!" Tal parecia que el cielo habia dictado sentencia de muerte contra todos en aquella nave de condenados. Ya solo quedaba una consigna. Vermeer y Krantz, aún amarrados, subieron al bote salvavidas, y soltaron las amarras para descender al mar.
Vermeer gritaba, “Sálvese quien pueda!” Krantz soltaba las amarras diciendo, “Dios tenga piedad de nosotros…” Mientras remaban, Vermeer decía, “Alejate o nos arrastrara al fondo el buque.” En cosa de minutos, por fín, el velero halló la paz en el abismo, llegando al fondo del mar.
Buscando sobrevivientes, Kratz gritó, “¿Ves a alguien?” Vermeer dijo, “¡Nadie, parece que el mar se los tragó a todos!” De repente, Kratz dijo, “Creo que ya hemos muerto y estamos en el infierno.” Vermeer le dijo, “¡Cállate y rema!” Como hombres, como fieras lucharon contra las fauces hambrientas del mar. Con angustia Vermeer decía, “Tarde o temprano la tormenta tiene que amainar.” ¡Pero no! Las olas parecían empecinadas a acabar con todo ser viviente.
Frantz fatigado dijo, “Quiero dormir…no puedo más…” Sin embargo, en ese momento sintieron que algo duro chocaba contra los dos. Frantz exclamó, “¡Dios! ¿U-un tiburón…?” Tras unos momentos, Frantz corrigió, “¡No! E-es un pedazo de mástil…” Vermeer exclamó, “¡Gracias señor!”
Con sus últimas fuerzas se aseguraron al madero, y poco a poco fueron perdiendo el conocimiento. Ya nunca supieron cuanto más duró el huracán, y cuando por fin Herman Krantz volvió a abrir los ojos, dijo, “¡Felipe, despierta, mira el sol!” Poco después estaban comiendo de los víveres que habían llevado en la bolsa de Vermeer. Al comer, Vermeer dijo, “El pan se mojó, pero…” Krantz dijo, “¡Sabe a gloria! Solo nos falta agua…” Vermeer dijo, “Ten fe…quizás avistemos alguna isla…”
Pero al paso de uno, dos, y tres días, su existencia se volvió más infernal que nunca. Entonces, Krantz con desesperación exclamó, “¡La…sed! No puedo más…¡Dame el cuchillo!” Vermeer desconcertado exclamó, “¿E-eh…?” Con la mirada perdida Krantz arrebató el cuchillo, diciendo, “¡Sí! Me cortaré las venas y beberé mi propia sangre…Así saciaré mi sed…después, ¡Ya no importa si muero!” Vermeer lo tomó de la mano y le dijo, “¡Estás loco, dame el cuchillo!” Ambos forcejearon. Krantz dijo, “¡No, déjame Felipe! ¡NO PUEDO MÁS!” Vermeer pensó, “Si, está loco…” Después gritó, “¡Reacciona Herman, ya te heriste!” Krantz gritaba, “¡Quiero morir!” Pero, entonces Vermeer divisó algo en el horizonte, “Espera Herman, ¡Dios sigue de nuestro lado!” Krantz voletó y dijo, “¡Es un bote! ¡Es imposible!” Vermeer dijo, “Y parece abandonado…pero…¡Ahí está!”
Momentos después, milagrosamente ambos estaban en el queche. Vermeer se dirigió a un barril diciendo, “¡Agua, Dios mío, esto parece ser agua!” Felipe dejó que el desesperado Herman bebiera primero, pensando mientras lo veía, “Pobre diablo, no sé qué hubiera pasado…”
Por la tarde todo había cambiado para los dos náufragos, quienes gritaban, “¡Viento en popa!” Ambos vestían ya unos turbantes en sus cabezas. Vermeer le dijo a Krantz, “Seguramente los musulmanes, dueños de este queche perecieron en el huracán…” Krantz le dijo, “Pero dejaron todo.” Vermeer dijo, “Además de los turbantes, tenemos agua y comida para unos diez días. Y en diez días, sabiendo a donde vamos, podemos llegar bastante lejos. Abandonaremos el Mar de Java, por el Estrecho de Malaca entraremos al Golfo de Bengala…y de allí ¡A Ceilán y a la India! Allí hallaremos otros buques de nuestra compañía. En cosa de meses estaremos nuevamente en Europa.”
Pero extrañamente, las palabras optimistas de Felipe no parecieron alegrar a Herman Krantz, quien solo dijo lleno de temor, “Ojalá…y así sea…” Felipe pensó, “¿Qué le pasará?” Felipe siguió meditando “Siempre lo he notado preocupado, como si escondiera una pena enorme, o algún secreto impronunciable…¿Qué será?”
Por la tarde todo había cambiado para los dos náufragos, quienes gritaban, “¡Viento en popa!” Ambos vestían ya unos turbantes en sus cabezas. Vermeer le dijo a Krantz, “Seguramente los musulmanes, dueños de este queche perecieron en el huracán…” Krantz le dijo, “Pero dejaron todo.” Vermeer dijo, “Además de los turbantes, tenemos agua y comida para unos diez días. Y en diez días, sabiendo a donde vamos, podemos llegar bastante lejos. Abandonaremos el Mar de Java, por el Estrecho de Malaca entraremos al Golfo de Bengala…y de allí ¡A Ceilán y a la India! Allí hallaremos otros buques de nuestra compañía. En cosa de meses estaremos nuevamente en Europa.”
Pero extrañamente, las palabras optimistas de Felipe no parecieron alegrar a Herman Krantz, quien solo dijo lleno de temor, “Ojalá…y así sea…” Felipe pensó, “¿Qué le pasará?” Felipe siguió meditando “Siempre lo he notado preocupado, como si escondiera una pena enorme, o algún secreto impronunciable…¿Qué será?”
Pero, al fin y al cabo, fueron haciendo ruta hacia el norte, sin que el horizonte volviera a nublarse con los fatales presagios de una tormenta. Aunque pasaba gran parte del tiempo en silencio, Herman Krantz hacia su parte de las labores como el buen marino que era. De pronto, cierta mañana, ambos divisaron algo en el horizonte. Pronto se escuchó el sonido de un cañonazo. Vermeer gritó, “¡Piratas Malayos!” Herman dijo, “¡Estamos Perdidos!” Vermeer se animó diciendo, “¡Vamos, les llevamos ventaja!” Pero Herman dijo, “Pero tienen más velamen que nosotros.” De repente una bala cortó una soga de la vela. Herman gritó, “¡Cuidado! ¡Nos van a alcanzar!” Pero después de algunas salvas más, Krantz gritó, “¡Los piratas se desvían!” Vermeer dijo, “Si…lo pensaron bien y se dieron cuenta de que no valemos nada.” Krantz dijo, “Tuvimos suerte…”
Sin embargo, de nuevo, a pesar que habían vuelto a salir del peligro, Herman no pareció alegrarse y cayó en un profundo mutismo, en una insondable melancolía…Felipe ya no resistió la tentación de conocer el problema de su amigo. Felipe se acercó a su amigo quien estaba de espaldas, y le puso su mano en el hombro, diciendo, “Herman, siento que algo te tortura, que escondes algún terrible secreto…”
Herman le dijo, “Ah…es que con cada hora que pasa siento que se avecina la muerte…” Desconcertado, Vermeer le dijo, “¿Cómo puedes decir eso, si hemos salido de un trance tras otro?” Krantz dijo, “Es…una historia muy larga, que quizá no puedas o no quieras creer…” Después de dudarlo un poco, Krantz continuó, “Pero….si…como mi muerte se avecina, quizá sea mejor que te lo cuente todo…Por lo menos alguien conocerá mi terrible historia.” Hubo un profundo silencio, y la mirada de Herman pareció perderse en sus recuerdos. Finalmente suspiró… “Escucha amigo…”
Herman le dijo, “Ah…es que con cada hora que pasa siento que se avecina la muerte…” Desconcertado, Vermeer le dijo, “¿Cómo puedes decir eso, si hemos salido de un trance tras otro?” Krantz dijo, “Es…una historia muy larga, que quizá no puedas o no quieras creer…” Después de dudarlo un poco, Krantz continuó, “Pero….si…como mi muerte se avecina, quizá sea mejor que te lo cuente todo…Por lo menos alguien conocerá mi terrible historia.” Hubo un profundo silencio, y la mirada de Herman pareció perderse en sus recuerdos. Finalmente suspiró… “Escucha amigo…”
“Todo comenzó hace muchos años en aquella Europa que se…jamás volveré a ver…” Felipe le dijo, “No hables así hermano.” Herman comenzó, “La maldición…tuvo su origen en las montañas Harz…”
Mi padre había sido siervo de un gran señor en Hungría. Mi padre no era en realidad pobre o ignorante a pesar de ser siervo, y hacia trabajos de cierta importancia en vez de labrar la tierra como los demás. De hecho, él era rico, y su inteligencia y respeto eran tales que había sido educado para la administración. Sin embargo, no importa lo que suceda a un siervo, siempre permanecerá siervo a pesar de que llegue a ser un hombre rico. Tal era la condición de mi padre. Mi padre había sido casado cinco años antes y tenía tres hijos por su matrimonio: mi hermano mayor Cesar, yo (Herman) y una hermana llamada Marcela. Tu sabes Felipe, que el latín es aún el lenguaje hablado en ese país, y eso explica lo altisonante de nuestros nombres.
Mi madre era una mujer muy hermosa, desafortunadamente más hermosa que virtuosa. Mi madre fue vista y admirada por el señor terrateniente. Mi padre fue enviado lejos a una misión, y durante su ausencia, mi madre, halagada por atenciones, y ganada por asiduidades, por este noble, se rindió a sus deseos. Sucedió que mi padre regreso muy inesperadamente, y descubrió la intriga. La evidencia de la vergüenza de mi madre, era positiva: ¡Él la sorprendió en compañía de su seductor!
Arrebatado por la impetuosidad de sus sentimientos, esperó la oportunidad de que se llevara a cabo un encuentro entre ellos, y asesinó a ambos, su esposa y su seductor. Consciente de que como siervo, a pesar de la provocación, difícilmente se tomaría como justificación de su conducta, él rápidamente reunió todo el dinero que pudo y, estando en lo más profundo del invierno, ató sus caballos a un trineo, y tomando a sus hijos consigo, se puso en camino en medio de la noche.
Mientras huía, mi padre pensaba, ‘Ningún motivo justifica que un siervo mate a su señor, ni siquiera el que haya seducido a su esposa. Si me atrapan moriríamos todos. La venganza de los nobles seria total, brutal, ¡Absoluta! ¡No puedo permitir que pasen cuchillo a mis hijos!’ Deteniéndose exclusivamente para dar el mínimo descanso a sus animales, mi padre huyó sin jamás volver la vista atrás.
Logró dejar atrás Rumania, Bulgaria, Austria…y al fin se detuvo al llegar a las montañas Harz de Alemania. Allí, antes de la llegada del invierno, tuvo tiempo para construir una rústica pero sólida cabaña. Mi padre jamás explicó el motivo de la huída a nosotros sus hijos. Y ante el silencio y la severidad de mi padre, poco a poco mis hermanos y yo nos fuimos acostumbrando a nuestra nueva y solitaria existencia. Trabajando de sol a sol, mi padre logró buenas cosechas y quedó listo para el primer invierno en las montañas Harz.
En invierno, mi padre se ocupaba a sí mismo en la cacería. Cada día nos dejaba, y a menudo encerraba la puerta para que no abandonáramos la cabaña. No tenía a nadie quien lo asistiera, o que nos cuidára. De hecho, no era fácil encontrar una domestica que viviera en tal soledad. Podría haber encontrado una, pero mi padre no la hubiera recibido, porque estaba incrustado en el horror del sexo, lo que se manifestaba en la diferencia en su conducta hacia nosotros, sus dos hijos, y mi pobre pequeña hermana Marcela. Podrás suponer que éramos negligentemente abandonados. De hecho, sufríamos mucho, porque mi padre, temeroso de que nos pudiera venir una desgracia, no nos dejaba leña cuando nos abandonaba en la cabaña. Éramos obligados, por lo tanto, a reptar bajo las pieles de oso, y allí a mantenernos entre nosotros calientes como pudiéramos hasta que él regresara en la madrugada, cuando una llama de fuego era nuestra delicia.
Que mi padre eligiese esta turbulenta clase de vida pudiera parecer extraño, pero el hecho era, que él no podía permanecer tranquilo; ya sea por el remordimiento de haber cometido asesinato, o por la miserable consecuencia del cámbio de su situación, o por ambas combinadas, nunca estaba contento a menos que estuviera en un estado de actividad. Los hijos, sin embargo, se dejaron mucho a sí mismos, adquiriendo una seriedad poco común a sus edades. Así era con nosotros; y durante los cortos y fríos días de invierno, nos sentábamos en silencio, anhelando las horas felices cuando la nieve se derretiría, y las hojas saldrían, y las aves comenzarían sus cantos, y cuando nosotros nuevamente nos estableceríamos en libertad.
Esa era nuestra peculiar y salvaje forma de vida, hasta que mi hermano Cesar tenía nueve, yo siete, y mi hermana cinco años de edad, cuando se dieron las circunstancias ocurridas sobre las que se basa esta historia que estoy a punto de contarte.
Mi padre traía menudo conejos para la cena. Una noche cuando la cena aún no estaba lista, se escuchó un aullido de lobo que nos aterró. Mi padre tomó su escopeta y dijo, “Es solo un lobo…¡Y voy a cazarlo, atranquen la puerta!”
De nuevo, iniciándose una caída de nieve, el hombre dejó solos a los niños. Los copos de nieve fueron descendiendo y con ellos fue cayendo la obscuridad sobre las montañas Harz. Mientras tanto, el cazador se iba internando en lo más profundo del bosque. Inesperadamente, el hombre avistó un enorme lobo blanco como a 50 metros. El hombre pensó, “Es rarísimo ver un lobo blanco. Su piel valdrá una fortuna.”
Esperanzado, pensando en el dinero que le aportaría la piel de la fiera, comenzó a seguir al animal, pensando, “No te me escaparás…” Aunque ya era de noche la visibilidad era buena gracias a la blanquísima luna llena. El cazador pensaba, “La nieve es poca. ¡No perderé la pista! Solo puedo disparar una bala a la vez y no puedo fallar. Tengo que estar cerca.” No parecía haber peligro de que el animal se perdiera de vista.
El lobo corría un poco pero siempre se detenía, y volviéndose hacia el perseguidor, gruñía y lanzaba dentelladas al aire, como desafiándolo a seguir tras él. Y así, hora tras hora, el hombre siguió tras la bestia, subiendo cada vez más hacia las cumbres nevadas.
Y entonces al acercarse la noche, el cazador sintió algo extraño y dijo, “¡Dios! ¿A dónde he llegado? Otros cazadores y leñadores me han dicho que no venga a esta región. Dicen que está poblada de espíritus malignos. Nadie, pero nadie se acerca aquí.” Inesperadamente el lobo apareció ante él. El hombre pensó, “¡Ah! Ahora si…El lobo se acercó. Casi podría tocarlo. Desde aquí no puedo fallar.”
Por primera vez reconoció que se trataba de una loba. “¡Es hembra…mmm! Pues no me importa…” Se escuchó una detonación. El hombre asombrado dijo, “¡No…no puede ser! ¡La loba desapareció…! Pero ¿Se la tragó la tierra?”
Con rapidéz, tratando de controlar su nerviosísmo, volvió a cargar su fusil, pensando, “Creo que es hora de partir inmediatamente.” Mientras caminaba con su fusil en las manos, pensaba, “Esto no puede ser. Vi claramente a la loba a unos pasos. ¡Jamás he fallado a esa distancia!” De pronto, se quedó paralizado al escuchar el sonido de un cuerno. Reponiéndose avanzó con cautela en dirección al sonido, pensado, “¿Quién puede andar a estas horas en un paraje tan desolado?” Al llegar a un claro, vio a lo lejos algo que se movía, y pensó exaltado, “¡Señor, protégeme!”
Entre la nieve y las sombras, vio dos figuras a caballo que se acercaban lentamente a él. De inmediato el cazador pensó en los seres sobrenaturales que, se suponía, habitaban aquella región apartada de las montañas. Al verlos acercarse, pensó, “¿Son demonios?... ¿Fantasmas?...No, no, ¿Qué me pasa? El que trae la rienda es un hombre común y corriente, y en grupas viene una joven mujer… ¡Son meros mortales igual que yo!”
Finalmente, mientras el corazón de Krantz dejaba de latir como tambor, el hombre a caballo dijo, “Amigo cazador, ¡Que fortuna la nuestra!” Krantz dudó, “¿Fo-fortuna?” El hombre dijo, “Si…venimos huyendo, tratando de salvar nuestras vidas, ¡En estas montañas hemos eludido a nuestros perseguidores! Pero si no hallamos pronto abrigo…algo de comida, el frío acabará con nosotros…y mi pobre hija…ya viene mas muerta que viva…” El cazador dijo, “Mi cabaña no queda demasiado lejos de aquí, es humilde pero se las ofrezco…¿De dónde vienen?” El hombre dijo, “¿Para qué guardarlo en secreto? Huimos de Transilvania, donde el honor de mi hija…y nuestras vidas, estaban en peligro mortal.” Krantz recordó entonces su huida, el honor que había mancillado su propia esposa, y la tragedia que se desatára. Entonces pensó, “Ayudare a este hombre…debe haber sufrido como yo…”
Krantz dijo, “Por fortuna nos encontramos. Yo perseguía a una enorme loba blanca.” La mujer habló y dijo, “Ah…nosotros la vimos pasar poco antes de toparnos contigo.” La mujer agregó, “Qué bueno que…saliste a cazarla. Gracias a la loba nos has salvado la vida…” Y así, todavía de noche, volvieron a la cabaña del cazador.
Poco después que Krantz dejara el caballo en un pequeño granero, entró a su cabaña diciendo a los asustado pequeños, “Hijos, he traído vistas.” Después se acercó a la chimenea y dijo, “Afortunadamente mis hijos dejaron algo de comer…” El extraño aceptó gustoso el alimento, diciendo, “Gracias buen hombre…”
Mientras tanto, los niños contemplaban a la joven como si se tratara de una aparición celestial. La miraban como si, quizás al quitarse el abrigo esperaran verle alas de ángel. Ella les dijo, “Buenas noches criaturas.” A decir verdad, era extraordinariamente hermosa y su cabello rubio brillaba como un espejo. Sin embargo, algo en su mirada inquietaba a los niños, sin poder precisar que era.
Con miedo e intranquilidad los tres niños se acurrucaron en una sola cama. La bella joven se acostó en la cama de Krantz mientras éste y el padre de la mujer charlaban ante la chimenea. Afuera la tormenta había arreciado. Esa noche los niños mal durmieron sobresaltados por la presencia de extraños en casa. Aunque acostados, los niños aguzaban el oído para escuchar la conversación de los dos hombres.
Krantz le preguntó, “¿Dices pues que vienes de Transilvania?” El huésped contestó, “Así es. Yo era siervo en casa de un gran señor.” El anfitrión le dijo, “Yo también hui de Transilvania, mi nombre es Krantz y…” El hombre lo interrumpió diciendo, “¿Krantz…? No hables más. Conozco tu historia, y además, esto me llena de regocijo.” Krantz preguntó, “¿Regocijo?” El hombre se explicó, “Si, yo soy Wilfredo de Bransdorf, somos parientes primos lejanos…” Krantz dijo, “¡Bransdorf! Ah…es cierto…” Krantz rara vez tomaba pero sintió que esa era una ocasión especial. Vertió un pequeño barril de licor en un recipiente y dijo, “¡Brindemos por este felíz encuentro.” El pequeño Herman aún en cama le dijo a Marcela, “¿Oíste hermanita…? Ese señor viene siendo como una especie de tío…” Marcela dijo, “Sí, pero no me importa. No me gusta y su hija tampoco. ¡Me da miedo su mirada!”
Poco después que Krantz dejara el caballo en un pequeño granero, entró a su cabaña diciendo a los asustado pequeños, “Hijos, he traído vistas.” Después se acercó a la chimenea y dijo, “Afortunadamente mis hijos dejaron algo de comer…” El extraño aceptó gustoso el alimento, diciendo, “Gracias buen hombre…”
Mientras tanto, los niños contemplaban a la joven como si se tratara de una aparición celestial. La miraban como si, quizás al quitarse el abrigo esperaran verle alas de ángel. Ella les dijo, “Buenas noches criaturas.” A decir verdad, era extraordinariamente hermosa y su cabello rubio brillaba como un espejo. Sin embargo, algo en su mirada inquietaba a los niños, sin poder precisar que era.
Con miedo e intranquilidad los tres niños se acurrucaron en una sola cama. La bella joven se acostó en la cama de Krantz mientras éste y el padre de la mujer charlaban ante la chimenea. Afuera la tormenta había arreciado. Esa noche los niños mal durmieron sobresaltados por la presencia de extraños en casa. Aunque acostados, los niños aguzaban el oído para escuchar la conversación de los dos hombres.
Krantz le preguntó, “¿Dices pues que vienes de Transilvania?” El huésped contestó, “Así es. Yo era siervo en casa de un gran señor.” El anfitrión le dijo, “Yo también hui de Transilvania, mi nombre es Krantz y…” El hombre lo interrumpió diciendo, “¿Krantz…? No hables más. Conozco tu historia, y además, esto me llena de regocijo.” Krantz preguntó, “¿Regocijo?” El hombre se explicó, “Si, yo soy Wilfredo de Bransdorf, somos parientes primos lejanos…” Krantz dijo, “¡Bransdorf! Ah…es cierto…” Krantz rara vez tomaba pero sintió que esa era una ocasión especial. Vertió un pequeño barril de licor en un recipiente y dijo, “¡Brindemos por este felíz encuentro.” El pequeño Herman aún en cama le dijo a Marcela, “¿Oíste hermanita…? Ese señor viene siendo como una especie de tío…” Marcela dijo, “Sí, pero no me importa. No me gusta y su hija tampoco. ¡Me da miedo su mirada!”
Así, pasó aquella noche hasta que el alba clareó sobre el solitario paisaje, pero para los niños la inquietud no había cesado. Aún a la luz del día la presencia de la hermosa mujer siguió consternando a las criaturas. Al despertar, Cristina la hermosa mujer saludó a Marcela, diciendo, “¡Hola, linda!” pero ésta empezó a llorar. La mujer consternada le dijo, “¿Por qué lloras preciosa?” Marcela le dijo, “Déjame…¡Déjame sola!” A pesar de la desconfianza de los niños; como era de esperarse, Wilfrido y su hija Cristina se quedaron a vivir en la solitaria cabaña. Mientras los hombres partían a la caza, ella se quedaba con los hijos de Krantz. Con el transcurso de los días y las semanas, Krantz pareció perder su odio y desconfianza hacia las mujeres. La belleza de Cristina era subyugante y mostraba una extraordinaria dulzura.
Cierta noche, al cabo de un mes sucedió lo esperado. Krantz se dirigió a Wilfrido, “Quisiera… pedirte la mano de Cristina…” Wilfrido dijo, “¿Y tú estás de acuerdo hija mía?” Cristina miró a Krantz y dijo, “Sí, padre, creo que mis sentimientos corresponden en todo a los de Krantz…” Wilfrido dijo, “Pero solo hay un problema. No hay quien los case en decenas de kilómetros a la redonda, sin embargo, ante mí, el esposo debe cumplirse ante algún tipo de ceremonia. ¿Estarías dispuesto a casarte por un rito mío? ¿Hacerme un solemne juramento?” Krantz sin pensarlo o dudarlo dijo, “¡Si! Lo hago…lo juro…” Wilfrido dijo, “Esta bien…escucha entonces…Repite: ‘Por todos los espíritus de las montañas Harz…’ Krantz se detuvo y dijo, “Espera, ¿Porqué no jurar por los espíritus del cielo?” Wilfrido dijo enérgicamente, “Consentiste a seguir mi juramento…¡De otra manera no habrá boda!”
Krantz aceptó. Wilfredo continuó, “Repite pues: ‘Juro por los espíritus de las montañas Harz, por su poder para el bien y para el mal, que tomaré a Cristina como mi esposa, que la protegeré y la amaré, y que jamás alzaré una mano en contra de ella…” Lentamente Krantz fue repitiendo aquel caprichoso juramento…William continuó ante la aterrada mirada de los niños, quienes a escondidas eran testigos de la ceremonia. “Y si no cumplo mi juramento, que la venganza de los espíritus caiga sobre mi y sobre mis hijos…que perezcan bajo las garras del buitre, del lobo, o de otras bestias de la floresta…” Wilfrido continuó ante el asombro de Krantz y la tranquilidad de Cristina, “Que sus carnes sean arrancadas de sus cuerpos, y que sus huesos se blanqueen en el bosque…¡Lo Juro!”
Al escuchar aquella parte final de la promesa, Krantz titubeó. Pero al fin repitió el extraño juramento, y al escuchar el final, Marcela no pudo evitar el llanto, mientras Krantz decía, “¡…lo juro!” Los hermanos reconfortaron a la aterrada niña. El pequeño Herman decía, “No te preocupes…” Cesar le dijo, “Si, solo son palabras…” Marcela dijo, “Papá no nos quiere…” Así tuvo lugar la segunda boda de Krantz, en la soledad de las montañas Harz.
Después de un beso de los recién esposados, Wilfrido dijo, “Bien Krantz, asegurado el futuro de Cristina, yo partiré…” Krantz le dijo, “Pero no hace falta.” Pero al día siguiente, Wilfredo montó en su caballo, muy de madrugada, y se despidió diciendo, “¡Adiós! ¡No olvides tu juramento! ¡Queda en tus manos la vida de mi hija!”
Pero mientras Krantz parecía más feliz que en mucho tiempo, la presencia de Cristina seguía molestando a los hijos del cazador perdidamente enamorado. Mientras la pareja dormía, la pequeña Marcela los espiaba, pensado, “¡No la quiero! ¡Me da miedo!” Además, cuando Krantz se ausentaba, ahora la hermosa rubia maltrataba a las criaturas. Víctimas de maltrato infantil, temerosos jamás confesaban aquellos abusos a su padre, pensando que también él los maltrataría.
Entonces, cierta noche, Marcela despertó y con su sobresalto, también despertó a Herman y Cesar, diciendo, “Cristina salió de la cabaña.” Cesar le dijo, “¿Cómo, si hace mucho frío?” Marcela le dijo, “Salió sin hacer ruido, lo juro.” Herman se levantó de la cama donde los tres dormían, y al mover la cortina que separaba ambos recintos, advirtió que, efectivamente, Cristina no estaba en su cama. Krantz dormía solo. Pasó algún tiempo sin que las criaturas decidieran que hacer. Al cabo de dos horas, se escuchó el aullido de un lobo. Marcela se llenó de terror y dijo, “¡U-un lobo! ¡Hay un lobo fuera de la casa!” Herman no dudó en decir, “Hay que despertar a papá. Cristina está afuera y peligra…”
Pero instantes después la puerta se abrió silenciosamente, y los niños quedaron paralizados en la cama. Marcela dijo, “¡Es ella!” Cesar dijo, “Pero…¿Cómo resistió el frío vestida así?” Enseguida, Cristina tomó un recipiente con agua. Marcela escondida se preguntaba, “¿Por qué se lava las manos?” Herman decía, “No sé. No entiendo.”
A la noche siguiente la mujer volvió a salir como si el terrible frio no existiera. La inquietud de los niños iba en constante aumento, pues cada noche la espiaban. Y cada noche, ya cerca del alba, justo antes de que Cristina volviera, solía escucharse afuera, cerca de la casa, el aullido o el gruñido de un lobo. Por otra parte, la mujer raramente compartía los alimentos con el resto de la familia. Sin embargo, cuando creía que nadie la veía, devoraba ávidamente pedazos de carne cruda.
Una noche Cesar decidió seguir a Cristina. Marcela asustada le dijo, “Me-mejor no vayas…” Cesar le dijo, “Llevo el fusil conmigo. No pasará nada.” Mostrando gran valor, el mayor de los hermanos se perdió entre el viento y la nieve. Pasaron minutos de horrenda angustia, hasta que una hora después, se escuchó la detonación de un disparo. Llenos de angustia, Marcela y Herman sabían que Cesar había disparado. Cuando ambos estaban a punto de despertar a Krantz, debido al miedo que sentían y a la preocupación, inesperadamente la puerta se abrió y los niños corrieron a ocultarse. Era Cristina que volvía con paso tambaleante. Sin volver a su lecho, Cristina avivó la chimenea mientras los niños la espiaban preocupados. La mujer echó su ropa al fuego y rápidamente se vendo una herida que sangraba profusamente. Luego permaneció en silencio ante el fuego de la chimenea sin darse cuenta que era vista por los hermanitos.
Al alba Krantz notó tanto la ausencia de Cesar como del fusil, y dijo, “¿Dónde está Cesar?” Cristina dijo, “No lo sé. Solo escuché que alguien salió anoche, pero no le di importancia.” Krantz tomó una hacha y abandonó inmediatamente la cabaña, gritando, “¡Cesar! ¡Cesar!” Krantz no tardó mucho y cuando volvió entró a la cabaña llorando, diciendo, “No entiendo que pudo haber pasado!” Cargaba el cuerpo destrozado de Cesar. Cristina contuvo a los niños, diciendo, “¡Atrás, niños atrás!” Marcela y Herman se abrazaron. Cristina fue con Krantz y le dijo, “Seguramente Cesar escuchó anoche algún lobo, salió a cazarlo peligrosamente, y la bestia lo atacó.” Krantz apesadumbrado dijo, “El fusil fue disparado.”
Poco después, ante el dolor de la familia, el pequeño Cesar era sepultado. Al terminar la sepultura, Krantz dijo, “Descansa en paz, hijo mío. He protegido tu tumba para que los lobos no puedan tocarte.” Pasados algunos días los niños se dieron cuenta que la mujer volvía a sus andanzas nocturnas. Y una mañana, Krantz entró a la cabaña lleno de cólera, diciendo, “¡No puede ser! ¡Los lobos han desenterrado a Cesar! ¡Lograron destruir la tumba y de mi pobre hijo solo dejaron huesos!” Herman dijo con temor, “To-todas la noches escuchamos a un lobo aullar fuera de la casa.” Krantz dijo desesperado, “¡Me lo hubieran dicho antes! Desde ahora estaré alerta…” Ese mismo día Frantz volvió a reconstruir la tumba para proteger mejor lo que habían dejado los lobos de su desdichado hijo.
Poco después llegó por fin la primavera. Las nieves se fueron derritiendo. Los arroyos cantaron. Las flores brotaron a lo largo y ancho de las montañas Harz. Los horrores del invierno parecieron olvidarse y los Krantz se dedicaron al trabajo, a la siembra. Entonces una hermosa mañana Cristina se dirigió a la más pequeña de los Krantz, diciendo, “Marcela, ve a la casa a cuidar la cocina mientras voy por hierbas al bosque.” Marcela dijo, “E-está bien.” Cristina caminó rumbo al bosque. La naturaleza y todos sus habitantes parecían disfrutar la dicha y la paz.
Pero una hora después se escuchó un grito en la cabaña. Herman gritó, “¡Es Marcelina!” Herman y Krantz corrieron hacia la cabaña, mientras Krantz decía, “Seguramente se quemó con algo.” Sin embargo, aquella no era la causa de aquel grito de pavor que habían escuchado. Al abrir la puerta de la cabaña, ambos vieron con terror como una gran loba blanca salía de la cabaña. Allí en un charco de sangre, yacía la desdichada Marcela. Se arrodillaron a su lado, y Marcela trató de decir algo, pero jamás supieron qué quiso decir. En ese momento llegó Cristina quien mostró gran consternación, aunque no pareció impresionarse con la sangre que cubría gran parte de la sala. Krantz le dijo, “¡Fue una loba!” Cristina le dijo, “¡Sí! ¡Vi a una fiera huyendo cuando venia hacia la cabaña!”
Krantz parecía loco de dolor, pero logro reunir suficientes fuerzas para darle cristiana sepultura por la tarde de aquel aciago día. Esa noche Krantz cayó rendido, pero Herman no pudo dormir. Cerca de la medianoche algo lo sobresaltó. Herman notó que alguien salía de la casa. Al mirar por la ventana de la cabaña, notó que era Cristina, quien caminaba hacia las tumbas. Entonces entre la penumbra Herman vio algo que no pudo creer. Al mirarlo Herman pensó, “¡Cómo! ¡Estoy soñando! Cristina se transforma en Loba…” Herman continuó asombrado pensando, “No puede ser…¡No!”
Aterrado Herman vio que ahora la loba blanca se transformaba en Cristina, pensado, “No entiendo. Ahora es Cristina quien profana la tumba.” Espiando ahora desde la puerta, Herman había quedado paralizado, pero al ver que al fin las ávidas manos de su madrastra sacaban el cuerpo envuelto de su hermanita, pudo reaccionar, pensando, “¡Tengo que despertar a papá!” Solo la insistencia de Herman y la alarma de su voz, lograron despertar a Krantz. Mientras Krantz tomaba el fusil, Herman le decía, “¡Mi-mira…!” Krantz decía, “¿Qué…llegaron otra vez los lobos?” Pero no eran los lobos. Era su propia esposa quien ahora desenvolvía el cadáver de su hija. Al mirarlo, Krantz pensó, “¡Dios!¿Qué está pasando?”
Su aliento se cortó en seco. Sin siquiera darse cuenta soltó el fusil. Aún dentro de la cabaña, el horror lo tenía paralizado y no reaccionó ni siquiera al ver que la infernal mujer se disponía a un acto aberrante. Fue Herman quien temblando de pies a cabeza recogió el fusil y animó a su aterrado padre, diciendo, “No, no dejes que lo haga ¡Por favor!” Sin darse cuenta, Krantz al fin disparó. La carga del fusil dio en el cuerpo de la mujer, quien dio un alarido espantoso. La mujer lanzó hacia Krantz y su hijo una centellante mirada llena de un salvaje odio animal, y cayó junto al cadáver de la que fuera inocente victima de su locura. Tambaleantes, a punto de desmayarse de la impresión, padre e hijo caminaron hacia los cuerpos.
Conforme se iban acercando, Krantz ocultó la vista diciendo, “Dios en el cielo…” Herman dijo, “¡Mira papá…!” Krantz dijo, “Dios, ten piedad de nosotros…” Sobre los restos mortales de Marcela estaba una enorme loba blanca. Sin saber de dónde sacó fuerzas, Krantz volvió a sepultar a su hija. Ya sin fuerzas, padre e hijo permanecieron ahí toda la noche. No se dieron cuenta que clareaba el día hasta que una voz de reclámo, los sobresaltó: “¡Krantz! ¡Maldito!”
Era Wilfredo presa de una furia negra, quien dijo, “¡Mi hija…han matado a Cristina!” Krantz le dijo, “Cristina…era un ser infernal…¡Volvió al infierno!” Wilfrido lleno de cólera le dijo, “Hiciste un juramento a los espíritus y ahora lo pagaras…” Krantz le dijo, “¡Nunca!” Wilfredo le dijo, “Sí, juraste cuando te case con Cristina…Por matar a mi hija, tu hijo perecerá bajo las garras del buitre, del lobo o de otras bestias…y sus huesos se blanquearán en el bosque. ¡Así será!” En ese momento Krantz tomo el hacha diciendo, “Veras, ¡tú también iras al infierno!” Pero el hacha atravesó a Wilfredo como si fuera un ente de aire, y lentamente empezó a desaparecer, diciendo, “Tu hijo perecerá.” Al ver esto, Krantz solo dijo, “Señor, ten piedad de nosotros.”
Tal fue la historia que Herman Krantz narró a su amigo Felipe a lo largo de aquella tranquila noche sobre el mar de Java: “Así fue…poco después, mi padre me llevó a Holanda y algunos años después murió de una extraña fiebre…Yo ya había llegado a la adolescencia y, desde entonces me embarqué y he trabajado de marino…y ahora, se que pronto se cumplirá la maldición de aquellos espíritus…”
Poco después al bordear una isla, decidieron tocar tierra para proveerse de agua y frutos. Cuando el barco iba llegando cerca de la playa, Felipe dijo, “Herman olvida todo. Estamos tan lejos de las montañas Harz. Es imposible que algo ocurra aquí.” Herman le dijo, “Gracias Felipe, pero siento que mi hora se acerca…” Poco después hallaron una hermosa laguna que invitaba a refrescarse. Al ir entrando a la laguna, Felipe le dijo, “Vamos amigo. Olvidemos tu problema.”
Ambos empezaron a chapotear, y durante algún tiempo pareció que se hallaban en el paraíso. Felipe le dijo, “¿Te acuerdas la sed que tuvimos sobre el mástil?” Estuvieron varias horas en el agua. Pero al acercarse la tarde, Herman le dijo as Felipe, quien aun estaba dentro del agua: “Amigo, aquí traigo algo que estaba en mis bolsas desde el naufragio.” Felipe le dijo, “¿Qué es?” Herman saco unas monedas de una bolsa y las mostro en sus manos, diciendo “Oro…una pequeña fortuna que quiero que sea tuya.” Felipe le dijo, “¡Por favor hermano, ya lo gastaremos juntos en Ceilán!” Herman le dijo, “No Felipe. Sé que nunca veré Ceilán.”
Durante unos minutos se hizo un profundo silencio entre los dos, apenas interrumpido por el murmullo de las aves selváticas. Y entonces sucedió algo que Felipe no olvidaría jamás. Tanto en el rostro de Felipe como en el rostro de Herman se dibujo una expresión del más absoluto terror. Como una aparición infernal, brotó silenciosamente de la espesura, un tigre de enormes proporciones. Fue un ataque absolutamente sorpresivo, y Herman nada pudo hacer. Ningún hombre en la tierra hubieras podido hacer algo contra semejante fiera. En cuestión de segundos había reclamado la vida del infeliz. Si Herman murió de susto o del zarpazo, Felipe jamás lo supo. Estando en el agua, solo pudo contemplar impotente, como el carnívoro gigante cargo el cuerpo inanimado del que fuera su mejor amigo. Y así, saltando con prodigiosa fuerza, el tigre se perdió en la espesura.
Semanas después, tras la más solitaria de las travesías, Felipe avistó al fin, el gran puerto de Ceilán. Por fin, Felipe volvía a la civilización, a la compañía de sus semejantes. Un año después, habría vuelto a Europa, a su adorada Holanda. Pocos hombres habían sufrido lo que él y vivido para contarlo. Durante el resto de su vida habría de relatar casi todas sus aventuras. Pero jamás relataría aquella muerte de su amigo Herman, aunque en el fondo de su alma, ya nunca dudo de la verdad de la maldición de los espíritus malignos de las montañas Harz.
Tomado de: Joyas de la Literatura, Año IV, No 37. Julio de 1986. Adaptación: R. Bastien, Guión: M. Arce. Segunda adaptación y traducción de un fragmento del texto original: José Escobar.