jueves, 14 de julio de 2016

El Quijote de la Mancha de Cervantes Saavedra

Don Quijote de la Mancha
de Miguel de Cervantes Saavedra
    En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un Hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Frisaba la edad de los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Los ratos que estaba ocioso, (que eran los más del año), se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó de casi todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatíno, que vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería. De todos ellos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, muchos de cuyos párrafos repetía. “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace; de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quéjo de vuestra hermosura…” Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelávase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacára ni las entendiéra el mismo Aristóteles si resucitára.
     Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Pero era con el cura del lugar (hombre docto, graduado en Sigüenza) con quien tuvo muchas veces competencia, sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Inglaterra, o Amador de Gaula. Pero maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno le llegaba al caballero del Febo, “Y si alguno se le puede comparar es D. Galaor, hermano de Amadis, porque no es caballero melindroso, ni tan llorón como éste, y en lo de valentía tampoco le va en zaga.”
     Se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentóselo de tal modo en la imaginación, que era verdad todo aquello, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. En efecto, rematado en su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco alguno en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras.
     Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trebisonda. Y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio prisa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, largos siglos hacían que estaban olvidadas en un rincón. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, le pareció que ni el “Bucéfalo” de Alejandro, ni “Babieca” del Cid, con él se comparaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque no era razón que caballo de caballero tan famoso, estuviese sin nombre conocido. Al fin le vino a llamar “Rocinante,” nombre, a su parecer, alto sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que era ahora. Puesto nombre y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo, y al cabo que se vino a llamar Don Quijote, derivado de su apellido Quijada. Pero acordándose que el poderosos Amadis, no solo se había contentado en llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su patria, por hacerla famosa. Así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse…Don Quijote de la Mancha. 
     Entonces se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse. Y fue a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer. Llamábase Aldonza Lorenza. Y le pareció bien darle el título de Señora de sus Pensamientos: Y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase al de princesa y gran señora, vino a llamarla…Dulcinea del Toboso.
     Según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, abusos que mejorar, y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna, y sin que nadie le viese, una mañana, del caluroso Julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, y por la puerta falsa de un corral salió al campo. Mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero y que, conforme a la ley de caballería, no podía ni debía tomar armas con ninguno. Pero pudiendo mas su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron según había leído en los libros. Y con esto se aquietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. “Dichosa edad y siglo. Dichoso aquel donde saldrán a luz las famosas hazañas mías. ¡Oh, tú, quien quiera que seas, quien ha de tocar ser el cronista de ésta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y mis carreras.”    
     Anduvo todo aquel día, y al atardecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y mirando a todas partes vio, no lejos del camino por donde iba, una venta. Estaban a la puerta dos mozas, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada. Fuese llegando a la venta, que al él parecía castillo, y a poco trecho detuvo las riendas de Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero. Entonces vio a las dos distraídas mozas que allí estaban, que le parecieron dos graciosas damas que delante del castillo estaba solazando.  “No teman vuestras mercedes desaguisado alguno, que la orden de caballería que proféso no hace daño a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestras.”
     Mirábanle las mozas, buscándole el rostro; mas como se oyeron llamar doncellas no pudieron detener la risa. El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle del caballero acrecentaban en ellas la risa, y en él el enojo. Y pasára muy adelante si en aquel punto no saliéra el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era pacifico. El hombre dijo, “Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho, (porque en ésta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.” El Quijote le dijo, “Para mí, señor castellano, cualquier cosa basta, porque mis arreos son las armas, y mi descanso el pelear.” Pensó el ventero que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de castilla, aunque él era andaluz, de la playa de San Lúcar, no menos ladrón que caco, ni menos maleante que estudiante o paje. El ventero fue a detener el estribo a Don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad, como aquel que en todo el día no se había desayunado. Dijo luego al ventero que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero no le pareció tan bueno, ni aún la mitad; pero lo acomodó en la caballeriza. 
     Vio a ver lo que su huésped mandaba, al cual, estaban desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él. Le habían quitado el peto y el espaldar, pero no pudieron ni supieron desencajarle la gola, ni la contrahecha celada, y por esto quedó con ésta última puesta. Se imaginaba que aquellas damas que lo desarmaban, eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo. Nunca fuera caballero de damas tan bien servido, como fuera Don Quijote cuando de su aldea vino; doncellas cuidaban de él; princesas de su rocino. El Quijote dijo, “…o Rocinante, que es nombre de mi caballo, y Don Quijote de la Mancha el mío.” Las mozas que no estaban hechas a oír semejantes retoricas, solo se preguntaron si quería comer alguna cosa. El Quijote dijo, “Cualquiera comería yo, porque a lo que entiendo, me haría mucho al caso.” Acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y bacalao, en Andalucía. Pusiéronle la mesa a la puerta, por el fresco, y trájole el ventero una porción de mal remojado y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas. No pudiendo comer, al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadára una caña, y puesto un extremo en la boca, por el otro le iba echando el vino, por el casco de la armadura que no le pudieron quitar de la cabeza.
     Pero lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la orden de caballería. Más tarde llamó al ventero y encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas. El Quijote dijo, “No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, hasta que vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero.” El ventero porfiaba con el que se levantase, y no quiso, hasta que le hubo dicho que se lo otorgaba. El Quijote dijo, “No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío. El don que os he pedido es que mañana me habréis de armar caballero, y esta noche en la capilla del castillo  velaré mis armas.” El ventero que era un poco socarrón, ya barruntaba la falta de juicio de su huésped, por tener que reír aquella noche, determinó seguirle el humor, y dijo, “Capilla no hay, porque ha sido derribada para hacerla de nuevo. Pero podéis velar vuestras armas en el patio del castillo. ¿Traéis dineros?” El Quijote le dijo, “No traigo blanca, porque nunca he leído de caballero andante que los llevase.” El ventero dijo, “Os engañáis, y si no se escribe en las historias es porque se sobreentiende que siempre hay que llevar dinero y camisas limpias.” El ventero también le aconsejó que en lo sucesivo se aprovisionaría de hilas, ungüentos y demás aditamentos imprescindibles en todo caballero andante. El Quijote dijo, “Os prometo hacerlo la próxima vez, tal como me estáis diciendo.” El ventero le dijo, “Venid, pues, al corral grande que está al lado de la ventana. A la mañana, si Dios quiere, se harán las debidas ceremonias para que vuestra merced quede armado caballero.” Las armas fueron recogidas sobre una pila que había junto al pozo de agua. El ventero dijo, “Y tan caballero que no lo haya mejor en el mundo.” El Quijote dijo, “Y yo os prometo cumplir fielmente cuanto me ordenéis.”
     Despidióse de él, y Don Quijote, embrazada su adarga y la lanza firmemente asida, se dispuso a realizar su vela de armas. La noche había cerrado, pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con la luz del sol que se la prestaba. Contó el ventero  todos cuanto estaban en la venta, sobre la locura de su huésped, la vela de las armas, y las armazón de caballería que esperaba. Todos se admiraron y rieron de tan extraño género de locura, y fueron a mirarle desde lejos.
     Con sosegado ademán, Don Quijote unas veces se paseaba ante sus armas; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en la pila, sin quitarlos por un buen espacio de tiempo. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta, ir a dar agua a su recua, y para ello no tenía más remedio que quitar las armas que estaban sobre la pila. Entonces, el Quijote dijo, “¡Oh, tú, quien quiera que seas atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del mas valeroso andante que jamás se ciñó espada. Mira lo que haces, y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.” No se curó el arriero de estas razones, y hubiera sido mejor que lo hiciese, porque se habría curado en salud. El Quijote dijo, “Socorrédme, señora mía, en esta primera afrenta que a éste vuestro avasallado pecho se le ofrece: No me neguéis en este primer trance vuestro favor y amparo.”
     Después de aquella imploración a la dama de sus pensamientos soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y…CROOC dio un golpe al arriero en la cabeza con la lanza. Sin saber lo que había pasado, llegó otro arriero con la misma intensión de dar agua a sus mulos y…el Quijote lo recibió con intentos de golpearlo con la lanza. El arriero huyó gritando “¡A mí!¡Socorro!¡Ayudadme!” El Quijote dijo, “¡Oh, señora de la hermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero que tamaña aventura está atendiendo.” Varios hombre comenzaron a arrojarle piedras. El ventero dijo, “¡Dejadle os dijo, se trata de un loco!” El Quijote dijo, “¡Alevosos!¡Traidores!” Con esto cobró, a su parecer tanto animo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no daría un paso atrás. Lejos de arredrarse los compañeros de los heridos comenzaron desde lejos a tirar piedras sobre el caballero, diciendo uno de ellos, “¡Pues, volvámosle cuerdo a pedradas!”
     Las piedras pegaban en su adarga o escudo. El Quijote dijo, “¡El señor de éste castillo es un cobarde y mal nacido, pues de tal manera consiente que se trate a los andantes caballeros! Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno’ tirad, llegad, venid y ofendedme, que ya veréis el págo que lleváis de vuestra sandez y demasía.” Decía esto con tanto brío y denuedo que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por esto y por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar. Uno de los hombres dijo, “Dejadle…¡Aquí ya nada tenemos que hacer!”  Por su parte, Don Quijote dejo retirar al herido, y tornó a la vela de sus armas, con la misma quietud y sosiego que antes de la pelea. No le parecieron bien al ventero los actos de su huésped, y determinó abreviar y darle la orden de caballería, antes que otra desgracia sucediese. El ventero dijo, “Ruego a vuestra merced me disculpe por lo que ha hecho esta gente baja. Aunque creo que bien castigados quedan por su insolencia. Y como ha llegado el momento de armaros caballero, puesto que en caso de necesidad bastan dos horas y vos lleváis ya cuatro, empezaremos la ceremonia que exige la orden. Ya os dije que la capilla está destruida. Pero como lo esencial es la pescozada y el espaldarazo, en mitad del campo se puede hacer.” Don Quijote le dijo, “Hágase como decís y concluid cuanto antes, pues yo estoy pronto para obedeceros…” Todo se lo creyó Don Quijote, y dijo, “¡Pero si soy otra vez acometido, no pienso dejar persona viva en el castillo, excepto aquellas que indicaseis y que por respeto hacia vos dejaría!”
     Advertido y medroso el ventero trajo un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y se dispuso a llevar a cabo un simulacro de aquella ceremonia. Ordenó al caballero hincarse de rodillas y leyendo en su manual como si rezase alguna devota oración, en mitad de la lectura alzó la mano y dióle sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su misma espada, un gentil espaldarázo, todo ello sin interrumpir su rezo, ante las risas de las mozas. Hecho esto, el ventero mandó a una de aquellas damas que le ciñése la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, esforzándose por no reventar de risa. La dama dijo, “Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.” El Quijote le tomó la mano y le dijo, “¿Cómo os llamáis, señora? Necesito saber a quién quedo obligado por la merced recibida.” Ella contestó, “Me llaman ‘La Tolosa,’ y soy hija de un remendón natural de Toledo.” El Quijote dijo, “Pues yo os ruego, por mi amor que de aquí en adelante os llaméis Doña Tolosa. Y vuestro nombre ¿Cuál es?”
     La dama dijo, “Me llaman molinera, porque soy hija de un honrado molinero de Antequera, mi señor.” Y como su compañera también hubo de prometerle que, a partir de ese momento, antepondría el Don a su nombre como él especialmente deseaba. El ventero dijo, “Terminada está la ceremonia, noble caballero.” El Quijote dijo, “Gracias os doy noble castellano, por la merced que me habéis dispensado, y admito que deseando estoy de salir en busca de aventuras.”

      La del alba seria cuando Don Quijote salió de la venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero que, el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole a la memoria los consejos del ventero acerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, en especial dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo. Con estos pensamientos guió a Rocinante hacia su aldea, el cual, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo. No había andado mucho, cuando le pareció que de la espesura del bosque, salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba. El Quijote dijo para sí, “Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso, o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda.” Y volviendo las cuerdas, encaminó a Rocinante al bosque, hacia donde le parecía que las voces salían. El Quijote encontró a un niño amarrado a un árbol y a un hombre queriéndolo azotar con un fuete.
     El hombre dijo, “Atiende bien Andrés; la lengua quieta y los ojos listos.” El muchacho dijo, “¡Por la pasión de Dios, que no lo haré más señor mío! Y prometo de tener de aquí en adelante más cuidado con el hato…” El Quijote entró en acción, “¡Mal parece tomaros con quien defender no se puede! Subid sobre vuestro caballo, y tomad vuestra lanza, que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.” El hombre era un poco gordo, de bigote y como de cuarenta años, y dijo, “Este muchacho que estoy castigando es mi criado, que guarda una manada de ovejas que tengo en estos contornos…pero es tan descuidado, que cada día me falta una. Y porque castigo su bellaquería, dice que soy un miserable que no le paga a soldada que le debe…en Dios y en mi ánima que miente.” El Quijote dijo, “¿ ‘Miente’ delante de mí, ruín villano? Por el sol que nos alumbra que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle sin más replica. Si no, por el Dios que nos rige que os concluiré y aniquilaré en este punto. Desatadlo luego.”
     El hombre comenzó a desatarlo. El Quijote dijo, “¿Cuánto os debe vuestro ámo?” El muchacho dijo, “Nueve meses, mi señor, a razón de siete reales cada mes.” Hizo la cuenta Don Quijote y halló que subía a sesenta y tres reales por lo que dijo al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello. El hombre dijo, “Pero habré de descontarle tres pares de zapatos y un real de sangrías que le hicieron cuando estuvo enfermo.” El Quijote dijo, “Bien está todo. Pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado. Que si él rompió el cuero de los zapatos que pagasteis, vos le habéis roto el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado…así que no os debe nada.” El hombre dijo, “El daño está señor caballero, en que no tengo aquí dineros; vengase Andrés conmigo a mi casa que yo se los pagaré un real sobre otro.” Andrés dijo, “¿Irme yo con él más? No, señor, ni por pienso. Porque en viéndose solo, me desollará como a un Bartolomé.”
     El Quijote dijo, “No hará tal. Basta con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recibido y le dejaré ir libre, y aseguraré la paga.” Andrés dijo, “Mire vuestra merced, señor lo que dice, que mi ámo no es caballero ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo, el rico vecino de Quintanar.” El Quijote dijo, “Importa poco eso, que Haldudos puede haber caballeros, cuanto más que cada uno es hijo de sus obras.” Andrés dijo, “Así es verdad. Pero mi ámo, ¿De qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y mi trabajo?” Juan dijo, “No niego, hermano Andrés, pero hacedme placer de venir conmigo que júro por todas ordenes que de caballería hay en el mundo pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro.” El Quijote dijo, “Mirad que cumplirlo como habéis dicho y jurado; si no por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os hallaré aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quien os manda esto…sabed que soy el valeroso Don Quijote de la Mancha.”
     Y diciendo esto picó a su Rocinante apartándose de ellos y abandonando el bosque. Juan dijo, “Id con Dios caballero.” Siguióle el labrador con los ojos y cuando vio que había salido del bosque, Juan dijo, “Venid acá, hijo mío; que os quiero pagar lo que os debo.” Andrés trató de huir, pero Juan lo detuvo y le dijo, “Pero…por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda, por acrecentar la paga.” Entonces lo amarró de nuevo al árbol y lo azotó, diciendo, “Llamad señor Andrés, ahora al deshacedor de agravios y veréis, como no deshace este…” Después que lo azotó, le dijo, “Aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene en gana desollaros vivo, como temíais.” Al fin, cansado de azotarle, le libró de sus ligaduras… Juan subió a su caballo y dijo, “Y ahora os doy licencia para que busquéis a vuestro juez…así podrá ejecutar la pronunciada sentencia.” Andrés dijo, “¡Os juro que traeré a Don Quijote de la Mancha y él os hará pagar lo que me habéis hecho…!” Pero con todo esto, Andrés se quedó llorando y su amo se quedó riendo.
     De esta manera deshizo el agravio el valeroso caballero, el cual contentísimo de lo sucedido parecíale haber dado feliz y alto principio a sus caballerías. Quijote dijo, “Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven sobre la tierra ¡O, sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso…! Pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será Don Quijote de la Mancha. El cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de caballería, y hoy a deshecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: Hoy quitó de la mano al despiadado enemigo que tan sin ocasión vapuleaba al delicado infante…”
    En esto, el Quijote llegó a un camino que en cuatro se dividía y recordó las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cual camino tomarían; y por imitarlos estuvo un rato quédo. Al fin soltó la rienda a Rocinante el cual siguió su primer instinto, que fue el irse camino de su caballeriza. Y habiendo andado como dos millas, descubrió un gran tropel de gente que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Apenas los divisó, Don Quijote imaginó cosa de nueva aventura, por lo que puesto en mitad del camino, esperó a que llegasen. El Quijote los detuvo desde su caballo y les dijo, “Párese todo el mundo, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso…” Detuviéronse los mercaderes al son de estas razones y al comprobar la extraña figura del que las decía comprendieron que habían topado con un loco. El jefe de los mercaderes, un hombre bajo de estatura quien llevaba una sombrilla, arriba de un burro dijo, “Señor caballero, no conocemos a esa buena señora, pero mostrádnosla y si es tan hermosa como decís, de buena gana seremos los primeros en proclamar su belleza.”
     El Quijote dijo, “Y si os la mostrara, ¿Qué merito tendría confesar una verdad tan notoria? Lo que importa es que sin verla, lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender, porque si no es así, gente descomunal y soberbia…peleareis conmigo, ya sea uno a uno como pide la orden de caballería, o todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de nuestra ralea.”  El mercader dijo, “Pero…Señor caballero, os suplico en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos y para no perjudicar a las emperatrices y reinas de la alcarria y de Extremadura, que nos muestre algún retrato de esa señora, aunque sea del tamaño de un grano de trigo, que por el hilo se sacara el ovillo, y tan de su parte estamos, que aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mane bermellón y piedra de azufre, por complacer a vuestra merced diremos todo lo que quiere.” Al oír aquellas palabras, Don Quijote se encendió de cólera y dijo, “¡No le mana, canalla infame, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcovada, sino mas derecha que un huso de Guadarrama! ¡Pero vosotros pagareis la gran blasfemia que habéis dicho contra tanta beldad como es la de mi señora!” Y diciendo esto arremetió con la lanza baja contra el que había hablado con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, mal lo hubiera pasado el atrevido mercader.
     Ya en el suelo, el Quijote dijo, “¡No huyáis gente cobarde, gente vil y miserable! Escuchad, que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.” Uno de los mozos de mulas, oyendo las arrogancias del pobre caído, llegó hasta él y tomó su lanza. Después de romperla y quedarse con un palo, dijo, “¡Yo le daré la respuesta que merecen las costillas!” Con uno de los pedazos de la lanza, comenzó a dar al caballero tantos palos, que a despecho y pesar de sus armas, le molió como harina. A pesar de toda aquella tempestad de golpes que sobre él caían, don Quijote no cerraba la boca, amenazando al cielo y la tierra. “¡Pagareis cara vuestra insolencia, malandrines…!” Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, divertidos con la desventura del Quijote y dando por terminado el incidente. Cuando se vio solo, volvió a probar si podía levantarse, pero si no lo pudo hacer cuando bueno y sano estaba, ¿Cómo lo haría molido y casi deshecho? Viendo que no podía menearse acordó acogerse a un ordinario, que era pensar en algún pasaje de sus libros. Y recordó aquel de Valdovinos y del Marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montaña, así, con gran sentimiento y debilitado aliento repitió la historia del caballero herido. El Quijote dijo, “¿Dónde estás, señora mía, que no te duele mi mal? O no lo sabes, señora, o eres falsa y desleal.” Quiso la suerte que al llegar a este verso, acertara a pasar por allí, un labrador de su mismo pueblo, que venía de llevar una carga de trigo al molino. El Quijote dijo, “¡Oh, noble Marques de Mantua, mi tío y señor carnal!”
     El labrador viendo al hombre tendido allí, se acercó a él, y dijo, “¿Quién sois?¿Qué mal sufrís, señor caballero, que tan tristemente os quejáis?” Pero Don Quijote creyó que se trataba del Marqués de Mantua , su tío, y no le respondió más que con el romance que estaba recitando. El labrador, habiéndolo reconocido, escuchó admirado aquellos disparates, y dijo, cargando al Quijote, “Señor Quijana, ¿Quién ha puesto a vuestra merced de esta suerte?” Pero Don Quijote seguía con su romance a cuanto le preguntaba. El labrador dijo, “Pero por Dios vivo, mi señor, ¿Os encontráis bien?” Don Quijote dijo, “¿Cómo no, mi Don Rodrigo de Narváez?”  Viendo esto el buen hombre, le quito el peto y el espaldar, para ver si tenía herida, pero no encontró sangre ni señal alguna. Le subió luego a su jumento, por parecerle caballería más sosegada, recogió las armas hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al que tomó de la rienda y del cabestro al asno. Y se encaminó al pueblo bien pensativo de oir los disparates que Don Quijote decía. Don Quijote decía, “Yo sé quién soy, y sé qué puedo ser, no solo los que he dicho, sino los doce pares de Francia, pues a todas sus hazañas se aventuran las mías.” El labrador dijo, “…que yo n o soy Don Rodrigo de Narváez, ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino. Ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarraez, sino el honrado Hidalgo del Señor Quijana.”
     Con estas pláticas y otras semejantes llegaron al lugar, a la hora en que anochecía. El labriego dijo, “Callad ahora, mi señor, que es preciso que nadie os vea en tal estado.” La casa de Don Quijote se hallaba alborotada, pues en ella estaban el cura licenciado y el barbero del lugar, maese Nicolás, que eran grandes amigos suyos. Una de las damas dijo al cura, “¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado pero Pérez la desgracia de mi señor? Tres días hace ya que no aparece …¡Desventurada de mi, que estos libros de caballería le han vuelto el juicio!” La otra dama dijo, “Sepan que muchas veces le aconteció estarse leyéndolos dos días con sus noches…¡Y luego andaba a cuchilladas con las paredes! Pero yo tengo la culpa de todo, que no avise a vuestras mercedes de sus disparates.”
     La otra señora dijo, “Y mía, que ahora me acuerdo de haberle oído decir que quería hacerse caballero andante e irse las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha.” La otra dama dijo, “Mejor hubiera sido quemarlos, que tiene muchos que bien merecen ser abrazados como si fueran herejes.” El cura dijo, “Eso digo yo también, y a fe que no pase el día de mañana sin que sean condenados al fuego.” Después que el labrador hubo aguardado a que fuese más de noche, entró en el pueblo y se llegó ante la casa del caballero. Y para que sirviera de aviso a los que estuvieron dentro, comenzó a dar grandes voces. “¡Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos, y al señor Marqués de Mantua, que viene mal herido, y al señor Abindarraez, que trae cautivo, al valeroso Rodrigo de Narváez, alcalde de Antequera!” A estas voces salieron todos. La señora salió llena de júbilo, diciendo, “¡A dios sean dadas que es mi señor…!” El Quijote dijo, “Ténganse todos, que vengo malherido, por culpa de mi caballo…Llévenme  mi lecho, y llámese, si fuera posible, a la sabia Urganda, que busque y cure mis heridas.” Y como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aun no se había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle.
     La dama lo ayudó a subir las escaleras. La señora dijo, “Suba vuestra merced en buena hora, que sin que venga esa Urganda le sabremos curar…¡Malditos sean cien veces esos libros de caballerías que así le han puesto!” Llevárosle luego a la cama y, buscándole las heridas no le hallaron ninguna. El Quijote dijo, “Todo lo que pasa es que estoy molido por haberme caído de Rocinante cuando combatía con diez jayanes, los mas desaforados y atrevidos que puedan hallarse sobre la tierra.” El cura le dijo, “¿Así que hay jayanes en la danza? Para mi tranquilidad que yo los que me mañana antes que llegue la noche.”
     Hicieron a Don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder. Solo dijo, “Y ahora os ruego me deis de comer y me dejéis dormir, que es lo que más me importa.” Hízose así, y el cura se informó muy a la larga por el labrador del modo que había hallado a Don Quijote. El labrador dijo, “…y le encontré tirado en el campo, diciendo disparates.” El cura le dijo, “Conveniente creo hacer ahora con sus libros lo que habíamos pensado anteriormente. ¡Para lo cual me daréis las llaves del aposento donde están los libros autores del daño!” La señora dijo, “De muy buena gana lo haré, señor licenciado Pero Pérez.” Entraron todos y el ama con ellos , y hallaron mas de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados. La mujer dio al cura una taza de agua bendita con un dispositivo para rociar y dijo, “Tome, vuestra merced, rocíe este aposento, no esté aquí un encantador de los muchos que tienen estos libros y nos encanten, en pena de la que les queremos dar echándoles del mundo.” Causo risa al licenciado al simplicidad del ama. Entonces, el cura dijo, “Dadme uno a uno esos libros, maese Nicolás, pues quiero ver de qué tratan, ya que puede hallarse alguno que no merezca castigo del fuego.” La señora dijo al ama, quien revisaba un libro, “No hay que perdonar ninguno, pues todos han sido causantes del mal. Mejor será tirarlos por las ventanas y pegarles fuego en el patio, o en el corral, donde no ofenda el humo.” Lo mismo dijo el ama, tal era las ganas que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes. Mas el cura no quiso sin siquiera leer primero los títulos, y el primer libro que Maese Nicolás le dio en las manos fue el de “Amadis de Gaula.” Maese Nicolás dijo, “Como he oído decir que éste es el mejor de todos los que de su género se han compuesto, creo que le debemos perdonar del fuego.” El licenciado dijo, “Es verdad, y por esa razón se le otorga la vida por ahora.”
     Maese Nicolás dio otro libro al licenciado, diciendo, “Este es ‘Las Segas de Espladian’ hijo legitimo de Amadis de Gaula.” El licenciado dijo, “Pues, en verdad que no le ha de valer al hijo la bondad del padre.” Enseguida la dio a la ama y dijo, “Tomad señora ama; abrid ese balcón y echadle al corral, para que de principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.” Con gran diligencia y contento, la dos mujeres fueron arrojando al corral los libros que no eran favorecidos con el indulto del señor cura. Maese Nicolás le trajo un grupo de libros diciendo, “Este que viene es ‘Amadis de Grecia’ y los demás, a lo que creo, de su mismo linaje.” El cura dijo, “Pues vayan todos al corral.” La ama dijo, “Vengan al corral con ellos.” Poco a poco fueron amontonándose en el patio, en espera del fuego a que habían sido condenados. El cura dijo, “Cansado estoy de ver más libros…quemádlos todos y concluyamos pronto.” El ama tomó un grupo de libros y dijo, “Tomád, aún quedan estos…” Y así, de ésta manera, asisitieron con gran contento a la quema de aquellos libros, que por su disparatado contenido habían hecho perder el juicio del bueno de Don Alonso Quijano.
     Estando en esto, comenzó a dar voces Don Quijote, por lo que todos corrieron presurosos, dejando que las llamas terminasen su obra. El ama dijo, “¡Dios santo…!¡El señor ha despertado!” El cura dijo, “¡Corramos!” Don Quijote luchaba contra nadie en su recamara, diciendo, “¡Aquí, aquí, valerosos caballeros! Aquí es menester mostrar las fuerzas de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan la mejor parte en el torneo!” Cuando llegaron a Don Quijote, proseguía dando cuchilladas y reveses a todas partes. Maese Nicolás y el cura se abrazaron de él y por fuerza le volvieron al lecho. El Quijote dijo, “Por Dios, señor Arzobispo Turpín, que es gran deshonor de los que nos llamamos doce pares, dejadnos vencer sin más ni más por los caballeros cortesanos.” El cura dijo, “Calle vuestra merced, que Dios querrá que la suerte cambie y que lo que hoy se pierde se gane mañana. Pero atienda vuestra merced su salud ahora, que me parece muy cansado y aún herido.” El Quijote le dijo, “Herido no, pero molido y quebrantado no hay duda en ello, porque ese bastardo de Don Roldan me ha molida a palos. Y todo por envidia porque ve que soy el opuesto de sus valentías…mas no me llamaría yo Reinaldos de Monteaban si en levantándome a pesar de todos sus encantamientos.” El cura licenciado le dijo, “Calmaos ahora, amigo y descansad.” El Quijote dijo, “Sí, tráiganme de comer, que yo sé lo que más me conviene, y quédese lo del vengarme para luego.”
     Hízolo así el ama quien le trajo un apetitoso guisado, confiando en que la buena comida disiparía las nieblas de la mente de su señor. La mujer le dijo, “Coma vuestra merced, que segura estoy de que además de ayudaros a olvidar vuestras penas mitigareis con ello la fatiga.” Don Quijote siempre comedido y parco en el comerse apresuró en esta ocasión a poner fin al sabroso guisado. Luego, quedóse otra vez dormido, y todos ellos admirados de su locura. Maese Nicolás dijo al cura, “Bueno será sui queremos poner remedio a su mal, tapiar incluso el aposento de sus libros…” El cura completó, “…para que cuando se levante no pueda hallarlos, que quizá quitando la causa, sea fácil que cese el efecto.” El ama llegó y dijo, “¿Y qué deberé decir, para que no recele?” El cura le dijo, “Cuando os pregunte, limitaros a explicarle que un encantador se los ha llevado, con aposento y todo.”
      Y así fue hecho, con gran presteza, aprovechando que el caballero estuvo dos días con sus noches entregado al descanso al cabo de los cuales se levantó Don Quijote, y lo primero que hizo fue a ver sus libros. Y como no hallaba el lugar donde los había dejado, andaba de una a otra parte buscándolo. Llegaba a donde debía estar la estantería y tentaba la pared con las manos, diciendo, “¿Seguiré en mi sueño? Porque de otro modo, ¿Qué clase de hechizo es el que ahora estoy padeciendo?” Y volvía y revolvía la mirada a todas partes, sin decir palabra. Al fin, cansado de buscar sin resultado, llamó al ama a su despacho a grandes voces. “Decidme, ¿Dónde están los libros y el mueble que los albergaba?” El ama le dijo, “¿Qué mueble o qué nada busca vuestra merced?¡Ya nada queda, ni libros en esta casa, porque todo se lo llevo el mismo diablo!” El Quijote replicó, “¿El mismo Diablo?” La ama dijo, “¿Y quién si no? Decidme, de no ser él, ¿Quién osaría cometer tal atropello con vuestros libros?”
     La sobrina llegó y dijo, “No era Diablo, sino un encantador que vino sobre una nube, después de que vuestra merced se marchara. Y apeándose de la serpiente en que venía montado entró en vuestro despacho. Y no sé lo que hizo dentro, pero al cabo de poco rato, salió volando por el tejado, y dejo la casa llena de humo. Cuando quisimos mirar que había hecho, no vimos libro ni mueble alguno, solo recordamos el ama y yo, que al tiempo de marcharse aquel mal viejo, dijo en alta voz que por enemistad secreta al dueño de aquellos libros, deba ahecho el daño que se veía. Dijo también que se llamaba Sabio Muñatón.” El Quijote dijo, “Frestón diría.” El ama agregó, “No sé si se llamaba Frestón o Fritón, solo sé que acabó en ‘tón’ su nombre.” El Quijote dijo, “Sí, es un sabio encantador, gran enemigo mío, que me tiene ojeriza porque sabe que andando el tiempo, tengo que vencer a un caballero a quien él favorece, sin que pueda hacer nada por evitarlo.” La sobrina le dijo, “¿Quién duda de eso? Pero, ¿Quién le mete a vuestra merced, señor tío, esas pendencias?¿No será mejor estarse tranquilo? En casa y no ir por el mundo en busca de peleas, por aquello que muchos van por lana y vuelven trasquilados?” El Quijote le dijo, “¡Oh, sobrina mía, qué poco sabes de esto! Antes de que a mí me trasquilasen tendré peladas y quitadas de barba de cuantos imaginen tocarme la punta de un solo cabello…!” No quisieron las dos repicarle mas porque vieron que se le encendía la cólera.
     Durante quince días, Don Quijote estuvo en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer secundar sus primeras andanzas aventureras. Pero no olvidó su tema favorito en las reuniones que tuvo con sus dos compadres, el cura y el barbero. El cura le dijo, “Pienso que exageráis en vuestras cuitas, amigo mío.” El Quijote le dijo, “Pues yo aseguro a vuestras mercedes que no es así, que la cosa de que mas necesidad tiene el mundo, es de caballeros andantes y de que en mi se resucite la orden de caballería.” El cura algunas veces le contradecía, y otras concedía, porque si no guardaba este artificio, no había forma de avenirse con él. En este tiempo, solicitó Don Quijote hablar con un labrador vecino suyo, hombre de bien, pero de muy poca salud en la mollera, debido al encierro del caballero, a Sancho Panza que así se llamaba el labrador…no se le vino otra solución para verle que escalar hasta la ventana de su despacho. El Quijote tomando la cuerda desde su ventana en lo alto, decía, “Animo mi buen Sancho, que ya poco te falta…” De este modo, establecieron estrechos lazos que les conducirían a formar una de las parejas más famosas que en el mundo hayan existido. Tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano determinó irse con él, y servirle de escudero.

     El Quijote le dijo, “Y si vienes conmigo de buena gana, amigo Sancho, puede suceder que en cualquier aventura gane una isla y te deje a ti por gobernador de ella.” Las entrevistas se fueron sucediendo, y entonces la ambición, por un lado, y por otro, el poco seso de Sancho, fueron animándole cada vez más a la aventura. Sancho dijo, “Mire, vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide la isla que me ha prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea.” El Quijote le dijo, “Has de saber que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las islas o reinos que ganaban. Y yo tengo determinado hacer lo mismo contigo y aún más, porque ellos esperaban, algunas veces, a que sus escuderos fuesen viejos para darles algún título de conde o, por lo mucho de marqués, de algún valle o provincia de poca importancia. Pero si tu vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo un reino, que tuviese a él otros adheridos para coronarte rey de alguno de ellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aun más de lo que prometo.”
    Pero Sancho dijo, “De esa manera, si yo fuese rey, Juana Gutiérrez, mi esposa, vendría a ser reina, y mis hijos infantes.” El Quijote le dijo, “Pues, ¿Quién lo duda?” Sancho dijo, “Yo lo dudo, porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno sentaría bien sobre su cabeza. Sepa, señor, que Juana Gutiérrez no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aún eso me parece mucho.” El Quijote dijo, “Encomiéndalo tú a Dios, Sancho que él te dará lo que más le convenga, pero no apoques tu ánimo tanto que te vayas a contentar con demasiado poco.” Sancho dijo, “No lo haré, señor mío, y más tendiendo un amo tan principal como vuestra merced, que me sabrá dar todo lo que me esté bien y no pueda llevar.” El Quijote dijo, “Y no olvides llevar unas buenas alforjas.” Sancho dijo, “Así lo haré señor, e irán provistas de todo lo necesario. Y también llevaré un asno muy bueno que tengo, porque no estoy acostumbrado a ir mucho a pie.”
     En lo del asno reparó un poco Don Quijote, pues no recordaba haber leído que ningún caballero andante hubiese llevado escudero montado sobre pollino. El Quijote dijo, “Lleva el asno de momento, que ya tendrás caballo en cuanto se lo quite al primer caballero descortés con quien topemos.” Decidido el uno, convencido el otro, fijaron la fecha e incluso la hora de la partida. Pensando Don Quijote en la gloria que había de conquistar y el otro, en el provecho que iba a sacar de ella, se despidieron como viejos amigos. Sancho escaló de nuevo con la soga por la ventana bajando y dijo, “Con Dios dejo a vuestra merced.” El Quijote le dijo desde su ventana, “Cuidaos, mi buen Sancho…”
     Aprovechando que en la casa todos dormían, el Quijote se proveyó de camisas y de demás cosas que pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado. Y volvió a revisar sus maltrechas armas, arreglándolas lo mejor que pudo. Una vez todo écho esto y cumplido, sin despedirse del ama y de la sobrina, Quijote se levantó de su cama y pensó, “Es la hora…” Ni Sancho Panza se despidió de su mujer y de sus hijos, y salió de su casa bostezando y pensando, “Es la hora…” Y así, en el mayor de los silencios, como dos malechores, salieron de noche del lugar, sin que persona alguna les viera partir. Tanto caminaron, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los buscasen.
Acertó Don Quijote a seguir el mismo camino que había tomado en su anterior viaje, que fue por Campo de Montiel, por el que ahora iba con menos pesadumbre que la vez pasada, ya que por ser tan temprano los rayos del sol, no les molestaban. Iba Sancho sobre su jumento como un patriarca con sus alforjas y bota, con mucho deseo de verse ya de gobernador de la isla que su amo le había prometido. Y en esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo. Pero lo que Don Quijote vio fue algo muy distinto. El Quijote dijo a Sancho panza, “La ventura va guiando nuestros pasos, allí hay, amigo Sancho, treinta o mas desaforados gigantes con quienes pienso hacer batalla y quitarles a todos la vida, pues seguro estoy de que con sus despojos empezaremos a enriquecernos.” Sancho dijo, “¿Qué gigantes?” El Quijote dijo, “Aquellos que allí ves, los de los brazos largos que los suelen tener algunos de casi dos leguas.”
A medida que se acercaban, más se convencía Sancho de que eran molinos y no gigantes como decía su amo. Sancho dijo, contrariado, “Mire vuestra merced que aquellos no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas que, volteadas por el viento, hacen andar la piedra del molino.” Pero el Quijote se enojó, y dijo, “Bien se que no estás versado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo, quítate de ahí y ponte a rezar, que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.” Y diciendo esto, picó espuelas a Rocinante, sin atender a las voces de su escudero, quien le gritaba, “¡Regresad señor!¡Volved! ¡Que son molinos de viento y no gigantes esos que deseáis acometer!”

     Pero Don Quijote estaba tan convencido de que eran gigantes que no quiso oír las voces de Sancho, y yendo en su caballo contra los molino gritó, “¡No huyáis cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete!” Tampoco quiso ver siquiera lo que eran, aunque ya estaban muy cerca de ellos. Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo que contribuyó a excitar más todavía al caballero. El Quijote dijo, “¡Aunque mováis mas brazos que lo del gigante Briareo, de quién dicen tenia mas de cien, me lo habéis de pagar!”
     Los dos molinos aumentaron el movimiento de sus aspas y  el ruido que producían al girar le pareció los gritos de los furiosos gigantes. El Quijote dijo, “A vos, mi señora Dulcinea, pido me socorráis en este difícil trance…” Bien cubierto por la rodela, con la lanza enristre, como mandan las ordenes de caballería, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió contra el molino, dándole una lanzada en el aspa con toda la furia de que era capaz. Sancho dijo, “¡Santo Dios!¡Va a destrozarle!” Desde la distancia, Sancho contempló aterrado la escena, asustándose al pensar en las consecuencias. Su lanza se atoró en una de las aspas en movimiento.
     El viento movió el aspa con tanta fuerza que hizo la lanza pedazos, llevándose tras si al caballo y al caballero. Don Quijote salió al fin despedido y fue rodando maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo correr, temiendo no encontrarle con vida. Pero el caballero había quedado muy cerca de las aspas del molino, por lo que Sancho hubo de acercarse tomando toda clase de cuidados, para no ser golpeado por el aspa. Sancho Panza dijo, “Y qué difícil me las tengo que ver siempre.”
     Se acercó al Quijote yaciendo en el suelo y dijo, “¡Válgame Dios!¿No le dije a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?” El Quijote dijo, “Calla, amigo Sancho, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza. Creo que aquel sabio frestón que me robó los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos para quitarme la gloria de vencerlos.” Con gran esfuerzo Sancho logró al fin ponerle en pie y que diese unos pasos hacia donde pastaba el medio respaldado Rocinante. El Quijote se apoyaba en Sancho, y dijo, “Pero yo te aseguro que han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi España.” Sancho dijo , “Dios lo haga como puede.” Se escuchaba al andar el rechinar de la armadura de el Quijote. Por último, Sancho logró montarle sobre el rocín.
     Hablando de la pasada aventura, siguieron el camino de Puerto Lápice. Sancho, andando en su jumento dijo, “…pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe ser del movimiento de la caída.” El Quijote dijo, “Es la verdad. Y si no me quejo del dolor es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna,. Aunque se les salgan las tripas por ella.” Sancho dijo, “Si es así, no tengo que replicar, aunque preferiría que vuestra merced se quejára cuando cosa alguna le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, a no ser que los escuderos de los caballeros andantes tampoco puedan quejarse.” El Quijote dijo, “Puedes muy bien quejarte cómo y cuando quieras, sin gana o con ella, pues nada he leído en la orden de caballería que te lo impida.” Sancho dijo, “Me quitáis un gran peso de encima, pero mirad que ya es hora de comer algo.”
     El Quijote dijo, “Puedes comer cuanto se te antoje, Sancho, pues a mí no me hace menester ahora.” Sancho sacó una bota llena de vino y tomó un poco. Durante el resto del día, continuaron su camino sin apenas cambiar palabras. El Quijote dijo, “Hemos andado mucho y sin descanso. Se me hace que será mejor pasar la noche allí.” Sancho dijo, “Es lo que con mas agrado he oído decir a vuestra merced.” Ambos desmontaron y acamparon dentro de una pequeña arboleda. Mientras don Quijote aprovechaba para arreglar su lanza, dijo, “Y de este modo, podre componer mi astillada lanza.” Sancho dijo, “Y yo descabezaré un sueño, pues falta me hace después de lo que he comido.”
      Pero Don Quijote no pudo dormir, pensado en su señora Dulcinea. Por acomodarse a lo leído en sus libros, de que cuando los caballeros andantes pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, se entretenían recordando a sus señoras.
A la mañana siguiente, no quiso desayunarse Don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse en sabrosos recuerdos. Reanudaron el camino, y a eso de las tres del día, descubrieron Puerto Lápice. El Quijote dijo, “Aquí podremos hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas debo advertirte que, aunque me veáis en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme.” Sancho dijo, “Descuide, señor, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto.” El Quijote dijo, “Solo si viereis que los que me ofenden son gente baja y canalla, que en tal caso bien puedes ayudarme…” Sancho dijo, “Ya sabéis que yo, de mío, soy enemigo de meterme en ruidos y pendencias.” El Quijote dijo, “Mejor así, porque si fuesen caballeros mis enemigos, en ninguna manera te es lícito, ni concedido por las leyes de la caballería que me ayudes hasta que seas armado caballero.” Sancho dijo, “Ahora, en lo que toca defender mi persona, no tendré muy en cuenta esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien lo agravie.” El Quijote dijo, “No digo yo menos, buen Sancho.”
     Estando en esta conversación, un grupo de gente asomó por el camino. Al toparlos, Don Quijote dijo, “O yo me engáño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto.” Sancho preguntó, “¿Que dice vuestra merced?” El Quijote dijo, “Aquellos bultos negros deben ser, sin duda, dos encantadores que llevan hurtada a una princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto con todo mi poderío.” Sancho dijo, “Peor será esto que los molinos de viento, señor, que son frailes de San Benito, y el coche debe ser de gente pasajera.” Don Quijote se encolerizó, y dijo, “Ya te he dicho, que sabes poco de aventuras: Lo que yo digo es verdad, y ahora lo veras.” Enseguida, el Quijote gritó, “¡Gente endiablada y descomunal, dejad en libertad a las princesas que en ese coche lleváis forzadas, o preparaos a recibir rápida muerte, en castigo a vuestras malas obras!” 
Se detuvieron los frailes, quedando tan admirados de la figura de Don Quijote como de sus razones. Uno de los dos frailes que encabezaban la travesía en caballo dijo, “Señor caballero, nosotros no somos ni endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito. Y no sabemos si en ese coche vienen, o no, princesas prisioneras.” Aquellas palabras, lejos de aplacarle, aumentaron su ira. Entonces, el Quijote enristrando su lanza dijo, “¡Para conmigo no hay palabras blandas, que ya os conozco, fementida canalla.” Sin esperar mas respuesta picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primer fraile tumbándolo. El otro fraile dijo, “¡Ave María Purísima!” Pero este se dejó caer de la mula, evitando asi caer malherido al golpe de Don Quijote. El segundo religioso, cuando vio el modo que trataban a su compañero, golpeó a su mula y comenzó a correr por aquel campo, más ligero que el viento. El fraile dijo, “¡De seguro que se ha vuelto loco…!” Dos señoras viajaban en el coche: una dama vizcaína que iba a Sevilla, donde estaba su marido, destinado a las Indias con muy honroso cargo, y su criada.
Después de contemplar la escena, las damas dentro del coche comprobaron con temor que aquella estrafalaria figura se dirigía hacia ellas. La señora dijo, “¡Dios santo!¿Qué pretenderá ahora!?”La puerta del carruaje se abrió y el Quijote dijo, “Vuestra hermosura, señora mía, puede hacer lo que más le venga en gana, porque ya la soberbia de vuestros raptores yace por el suelo, derribada por mi fuerte brazo." Las damas salieron del carruaje. El Quijote dijo, “Y para que no penéis por conocer el nombre de vuestro libertador, sabed que soy Don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa Doña Dulcinea del Toboso. Y en pago del beneficio que de mi habéis recibido, os pido que volváis al Toboso y que de mi parte os presentéis a ella, diciéndole lo que por vuestra libertad he hecho.” El escudero, que era vizcaíno, viendo que Don Quijote, no dejaba pasar el coche e insistía en que habían de dar la vuelta para ir al Toboso, se acercó a él de mal talante, y dijo, “Anda, caballero, que mal andes, que si no nos dejas pasar, morirás ahí mismo, como yo soy vizcaíno.” El Quijote dijo, “Si fueras caballero, que no eres, ya hubiera castigado tu sandez y atrevimiento.” El escudero se encolerizó y dijo, “¿Qué no soy caballero dices? ¡Juro a Dios que mientes! Y si lanza arrojas y espada sacas, ¡Veras quien se lleva el gato al agua! Que vizcaíno por tierra soy, hidalgo por mar, e hidalgo por el mismísimo Diablo…” Don Quijote tiró su lanza y empuñó su espada, diciendo, “¡Pues ahora lo veras!” Y arrojando la lanza al suelo, sacó su espada, embrazó su rodela y arremetió al escudero, con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno pudo tomar una almohada del coche, que le sirviera de escudo, y luego se fueron el uno al otro, como si fueran dos mortales enemigos. Como los demás intentáran ponerles en paz, el escudero amenazó con matar a todos, si no le dejaban acabar su batalla.
     El acero de las espadas sonó, “CLANG” El Quijote dijo, “¡Nadie me impedirá acabar contigo!” Las señoras admiradas y temerosas de lo que veían, pidieron al cochero que se retirase un poco para, desde lejos, observar la rigurosa contienda. La criada dijo, “¡Santo Dios!¡Terminarán matándose!” Mientras, el escudero acertó a dar en el hombro de su enemigo una cuchillada tan grande, que si no hubiese sido por la defensa metálica, le habría abierto hasta la cintura. Don Quijote, que sintió el dolor de aquel desaforado golpe, quedó apenas con aliento para exhalar un gemido, y dijo, “¡O, señora de mi alma, Dulcinea flor de la hermosura. Socorred a vuestro caballero que en este riguroso trance se halla!” Dicho esto, apretó la espada y arremetió contra su enemigo, dispuesto a terminar con él, de un solo golpe. Cuando le vio atacar con tanto denuedo y coraje, el vizcaíno se cubrió con la almohada en una mano como escudo, dispuesto a hacer lo mismo que pensaba Don Quijote. El Quijote le dijo, “¡Deja las palabras y acomete, malvado Frestón, que de nada han de servirte ahora tus encantamientos!” El vizcaíno dijo, “¡Os mataré, aunque sea lo último que tenga que hacer en este mundo!” La señora y su criada, entre tanto, estaban haciéndose mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas, de aquel tan gran peligro en que se hallaban. La criada dijo, “¡Ave María Purísima!¡Y en qué hora!” El fin de la pelea se aproximaba. Entonces, Sancho Panza gritó, “¡Cuidado, mi señor!¡Protegéos…!” El aviso de Sancho llegó tarde, pues el primero en descargar el golpe fue el colércio vizcaíno, sobre el casco de la armadura del Quijote. ¡Válame Dios, y quien será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró a nuestro manchego, viéndose para de aquélla manera! No se diga mas sino que fue de manera que Don Quijote se alzó en los estribos y, apretando la espada con las dos manos dijo, “¡Acabaré contigo Frestón!” Descargó con tal furia un mandoble sobre su enemigo, que éste cayó a tierra, con el rostro ensangrentado, como si una montaña se hubiera desplomado sobre él. El Quijote dijo, “¡Ya sois mío, Frestón!” Su rival estaba en el suelo, y el Quijote le dijo, “¡Ríndete ahora, si no quieres que te corte la cabeza!” Estaba el vizcaíno tan turbado que no pudo responder palabra, “…yo…yo, no…” Y mal lo hubiera pasado, si las señoras del coche no hubieran intercedido por su vida.
     La señora salió del carruaje y dijo, “Ruego a vuestra merced tenga a bien de perdonar a mi escudero…” El Quijote dijo, “Con agrado haré lo que me pedís, señora mía. Mas ha de ser con una condición…que éste caballero me prometa ir al Toboso y presentarse en mi parte ante la sin par Dulcinea, para que ella haga con él lo que mejor sea su voluntad.” Las temerosas y desconsoladas señoras, sin entrar en cuenta de lo que pedía, optaron por no preguntarle de qué Dulcinea se trataba. La señora dijo, “En su nombre, caballero, prometo que así lo hará, en el momento en que esté en condiciones para ello.” Don Quijote dijo, “Pues en fe de esa palabra, no le haré más daño, aunque se lo tenía bien merecido.” La criada fue con el vizcaíno herido y le dijo, ayudándolo a levantarse, “Venid conmigo, Don Sancho de Azpeitia.” Pero fue precisa la ayuda del cochero, pues el vizcaíno apenas podía tenerse en pie. Mientras ayudaban a subirlo al carruaje, Don Quijote permaneció inmóvil, sin abandonar su arrogante y marcial continente, presenciando como colocaban entre todos al herido en el interior del coche. Complacido por el resultado de la pendencia, Sancho Panza se acercó a su amo. Cuando el carruaje arrancó, la señora dijo, “¡Vamos, partid de prisa, antes de que ese loco vuelva a hacernos víctimas de sus desvaríos!” Se alejó el carruaje y el caballero le vio partir, satisfecho del final de aquella aventura y seguro del mal que había causado al sabio Frestón, su irreconciliable enemigo.
     Ambos avanzaron, y entonces, Sancho Panza dijo, “Y digo que podéis darme el gobierno de la isla que en ésta rigurosa pendencia se ha ganado. Que por grande que sea, me siento con fuerzas de gobernarla, tan bien como cualquiera que haya gobernado islas del mundo.” El Quijote le dijo, “Advertid, hermano Sancho, que esta no ha sido aventura de islas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos. Pero tened paciencia, que aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino algo mas importante.” Entonces Sancho dijo, “Paréceme sin embargo, señor, que sería acertado buscar amparo en una iglesia.” El Quijote dijo, “¿Por qué dices eso Sancho?” Sancho le dijo, “Porque según quedó maltrecho aquel con quien combatisteis, no será raro, de noticia del caso a la santa hermandad, y nos prendan.” El Quijote dijo, “Calla…¿Dónde has visto o leído, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por mas homicidios que hubiera cometido?” Sancho dijo, “Nada sé yo de homicidios, ni en mi vida le caté a ninguno. Solo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en los campos.” El Quijote dijo, “Pues no tengas pena, que yo te sacaré de todos los apuros amigo mío. Pues dime, Sancho, por tu vida, ¿Has visto caballero más valeroso que yo?” Sancho se mostró contrariado. El Quijote insitió, “¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido mas brío en acometer, mas aliento en perseverar, mas destreza en el herir, ni más maña en el derribar?” Sancho dijo, “La verdad sea, que no he leído ninguna historia jamás, porque no sé leer ni escribir. Pero puedo apostar que más atrevido amo que vuestra meced no he servido nunca, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que ruego a vuestra merced es que se cure con las hilas y el ungüento blanco que traigo en las alforjas, pues pierde mucha sangre de esa oreja.” El Quijote dijo, “No necesitaría de hilas ni de ungüentos si me acordára de hacer el bálsamo de fieras, que con una gota basta para curarlo todo.” Sancho sacó una botellita de su alforja y dijo, “Si ese bálsamo es tal como decís, renúncio desde ahora al gobierno de la prometida isla. Y no quiero otra cosa, en pago de mis buenos servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese maravilloso licor.” Pero el Quijote dijo, “Calla, amigo, que mayores secretos pienso enseñarte y mayores mercedes hacerte; pero, ahora cúrame, que la oreja me duele bastante.” Y mientras Sancho le curaba, satisfecho con aquellas promesas, el caballero Quijote reparó en su rota celada, o casco, y dijo, “¡Juro ante Dios que no descansaré hasta vengarme del que hizo esto a mi celada! Y no pararé hasta tanto que no quite por fuerza otra celada tan buena como ésta a algún otro caballero.” Sancho dijo, “Dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío. Mire bien que por estos caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros que no solo no traen celadas, sino que tampoco las han oído nombrar en todos los días de su vida.” El Quijote se alteró y dijo, “Te engañas Sancho, pues no habremos estado dos horas aquí, cuando veamos mas caballeros armados que los que tomaron albraca.” Sancho dijo, “Ojalá sea así y llegue pronto por el momento de ganar esa isla que tan cara me cuesta.”
     El Quijote dijo, “Ya te he dicho que no te de eso cuidado alguno, que si falta la isla, ahí tenemos el reino de Dinamarca, que te vendrá como anillo al dedo…Pero dejemos esto para su tiempo y mira si traes en esas alforjas algo que podemos comer.” Sancho Panza dijo, “Aquí traigo una cebolla, un poco de queso y no sé qué tantos mendrugos de pan, pero no creo que sean manjares propios de tan valiente caballero como vuestra merced.” El Quijote le dijo, “¡Qué mal lo entiendes! Hágote saber, Sancho, que es honra de caballeros andantes no comer en un mes y, cuando lo hacen, es de aquello que hallan más a mano.” Sancho le dijo, “Perdóneme vuestra merced que no haya caído en las reglas de la profesión caballeresca…” El Quijote le dijo, “No te acongojes, amigo mío, lo que a mí me da gusto, ni quieras hacer nuevo el mundo, ni sacar la caballería andante de sus quicios.” Sacando Sancho lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compañía. Entonces Sancho montó su burro y así mismo el Quijote su caballo y dijo, “Démonos prisa por llegar al poblado antes de que anochezca.” Sancho dijo, “Sí, que bueno será descansar nuestra fatiga bajo techo.”
     La noche avanzo mientras cabalgaban, pero faltóles el sol y también la esperanza de alcanzar lo que deseaban, cerca de las chozas de unos cabreros. El Quijote dijo, “Pasaremos allí la noche, si somos bien recibidos.” Sancho dijo, “Quiera Dios que tal no suceda, mi señor, pues cambiar el techo de una venta por el de las estrellas, apenas es de gente honorable.” Al acercarse vieron a los cabreros calentando una olla en una fogata. Uno de los cabreros dijo, “Acercaos en buena hora. Llegáis a tiempo de acompañarnos.” El Quijote dijo, “¿Qué te decía Sancho? Acomoda a los animales lo mejor que puedas, y ven conmigo. Porque veas el bien que en sí encierra la andante caballería, quiero que aquí a mi lado y en compañía de esta buena gente, te sientes, y que comas en mi plato y bebas de donde yo lo haga…” Sancho le dijo, “Pero debo deciros que como tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mi solas como sentado a par de un emperador. Así que estas honras que vuestra merced quiere darme por ser su escudero, conviértalas en cosas que me sean de mayor comodidad y provecho.” El Quijote dijo, “Con todo, te has de sentar; porque a quien se humilla, Dios lo ensalza.”
     Terminado el servicio de carne, los cabreros tendieron sobre las pieles sin esquilar, gran cantidad de bellotas avellanadas, juntamente con medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. Satisfechos los estómagos, se soltaron las lenguas de todos los comensales en agradable sobremesa. El jefe de los cabreros dijo, “Para que con mas veras pueda decir vuestra merced que le agasajamos con buena voluntad, queremos darle solaz y contento, haciendo que os cante un compañero nuestro, el romance de sus amores…” Y sin hacerse de rogar, uno de aquellos zagales, después de templar su rabel, comenzó a cantar con muy buena gana. Cuando terminó, Don Quijote le rogó que continuase, pero no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir, que para oír canciones. Sancho dijo, “Recuerde vuestra merced que el trabajo que estos hombres tienen todo el día, no permite que pasen las noches cantando.” El Quijote dijo, “Ya te entiendo, Sancho, que bien se me trasluce que los tragos de vino piden más recompensa de sueño que de música.” Sancho dijo, “A todos nos sabe bien, bendito sea Dios.” El Quijote dijo, “No lo niego, pero acomódate tú donde quieras, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo pero con todo esto, sería bien que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester.” El jefe de los cabreros se acercó y revisando la oreja dijo, “Dejadme ver vuestra herida caballero. Quizá tenga yo el remedio que os sea más conveniente.” El jefe de los cabreros tomó algunas hojas de romero, las mascó, las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, y dijo, “Vuestra merced puede ahora estar seguro de que no habrá menester de otra medicina.” El Quijote le dijo, “A fe mía que os estoy muy agradecido.”
     En ese momento llegó un mozo de los que les traían de la aldea las provisiones. El mozo dijo, contrariado, “¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañero?” El jefe de los cabrero dijo, “¿Cómo lo podemos saber?” El mozo dijo, “Pues sabed que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se dice de amores de Marcela.” El jefe de los cabrero dijo, “¿La hija de Guillermo, el rico, la que anda en hábito de pastores por estos andurriales?” El hombre dijo, “Por esa digo, y le entierran mañana en el campo, como si fuera moro, al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque.” El jefe de los cabreros dijo, “Tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver. ¿Y porque en este lugar?” El hombre dijo, “Porque así lo pidió, pues en él fue a donde la vio por vez primera.” Intrigado Don Quijote les rogó que le dijesen qué muerto y qué pastora eran aquellos de que hablaban. El jefe de los cabreros dijo, “Sabed que era un hijodalgo rico, estudiante de Salamanca, que se había prendado de la hermosura de la sin par Marcela. Hija de un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, que se llamaba Guillermo, une a su gran fortuna, una belleza que ninguna mujer de la comarca iguala. Muchos mancebos, y no solo del lugar, fueron los que por mujer la propusieron, pero a todos respondió que, por ser tan muchacha, no se sentía hábil para llevar la carga del matrimonio.” El Quijote dijo, “De todo esto intúyo que también Grisóstomo se prendó de ella.” El jefe de los cabreros dijo, “Así es, señor, y con el mismo resultado. Por eso, todos los que la conocemos estamos esperando en qué va a acabar su altivez, y quien ha de ser el afortunado que ha de venir a gozar de hermosura tan extremada.” El jefe de los caberos dijo, “Y así os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros, mañana en su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos amigos.” El Quijote le dijo, “En cuidado me lo tengo, y agradézcoos el gusto que me habéis dado con la narración de tan sabroso cuento.” El jefe de los cabreros dijo, “En tal caso, bueno será que os vayáis a dormir bajo techado, porque el sereno os podría dañar la herida, pues es tal la medicina que os he puesto, que no hay que temer otro accidente.”
     Hízolo así el caballero, y todo el resto de la noche se la pasó en memorias de su señora Dulcinea, a imitación de los enamorados de Marcela. Sancho Panza se acomodó entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido, sino como hombre molido a coces. Mas apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones de oriente, cuando los cabreros se levantaron y fueron a despertar al caballero. El jefe de los cabreros dijo, “Si estáis todavía con propósito de ver el entierro de Grisóstomo, os haremos compañía.” El Quijote dijo, “¿Qué esperamos pues, amigos míos? No hay otra cosa que mas desee.” Con mucha diligencia, se pusieron en camino. Pero no habían andado un cuarto de legua cuando, al cruzar una senda, vieron venir hacia ellos, a unos pastores, a quienes acompañaban dos gentiles hombres de a caballo. Con natural sorpresa del encuentro de aquellos parajes, habitados solamente por los pastores y algún conejo que otro, Don Quijote, andando en su caballo, se aproximó a los dos personajes para informarse. El Quijote les dijo, “¡Con Dios caballeros! Por acaso os habéis extraviado o es otro el motivo que justifica vuestra presencia en estos remotos parajes.” Uno de los caballeros dijo, “Nos dirigimos al entierro de un joven llamado Grisóstomo, que según dicen murió de amor.”
     Preguntóles Don Quijote qué sabían de Marcela y de Grisóstomo, a lo que el gentilhombre, que se llamaba Vivaldo, contó lo que nuestro caballero ya conocía. Vivaldo dijo, “Pero ahora que reparo, ¿Qué os mueve a andar armado de ésta manera en tierra tan pacifica?” El Quijote le contestó, “La profesión de mi ejercicio. La que el mundo llama de caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.” Aunque pensó que se las veía con un loco, Vivaldo quiso averiguar qué género de locura era el suyo, y le preguntó, “¿Qué quiere decir eso de caballeros andantes?” El Quijote le dijo, “¿Es que no habéis leído las famosas hazañas del rey Arturo y de sus caballeros de la tabla redonda?” Vivaldo dijo, “Naturalmente que sí.” El Quijote le dijo, “Pues sabed que soy como ellos, que voy por estas soledades buscando aventuras y ofreciendo mi brazo y mi persona en ayuda de los flacos y menesterosos.” Vivaldo le dijo, “Paréceme, señor caballero andante, que profesáis una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra.” El Quijote le dijo, “Estrecha si es, en efecto, pero tan necesaria en el mundo que nadie lo duda.”
En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaba un numeroso grupo de gente en silencio. Enseguida, el jefe de los cabreros dijo, “Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde el mandó que le enterrasen.”
     Poco después, llegaban al lugar señalado. Algunos pastores habían empezado a abrir la sepultura, mientras los demás guardaban un maravilloso silencio. Cargaban a un hombre en su lecho. El jefe de los cabreros dijo, “Mira bien Ambrosio, si es este el sitio que Grisóstomo dijo.” Ambos veían a dos hombres escarbando una sepultura. El jefe de los cabreros dijo, “Es decir, si es que sigues pensando en cumplir puntualmente lo que en su testamento dejo mandado.” Ambrosio, amigo del difunto dijo, observando el lugar donde los hombres escarbaban, “Este es, que muchas veces aquí me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Aquí vio por primera vez a esa enemiga de linaje humano, y aquí fue también donde le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado, y donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar. Y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido. Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Quiso bien, fue aborrecido; rogó a una fiera, sirvió a la ingratitud y alcanzó por premio ser despojo de la muerte en la mitad de su vida, a la cual dio fin una pastora…”
     Improvisadamente, una maravillosa visión se les ofreció a los ojos. Encima de la peña donde se cavaba la sepultura apareció la pastora Marcela, tan hermosa, que pasaba a su fama su hermosura. Uno de los excavadores dijo, “¡Santo Dios!¡Es Marcela…!” Lleno de cólera, Ambrosio le dijo, “¿Vienes a ver desde esa altura, ¡Oh, fiero Basilisco de estas montañas! Como otro despiadado Nerón, el incendio de su abrasada Roma? ¿O acaso deseáis comprobar tu triunfo con la visión de éste desdichado cadáver, de aquel que te amó tanto?” Marcela le dijo, “No vengo, Ambrosio, a nada de lo que has dicho…Pero quiero daros a entender, cuan fuera de razón están todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan. Hízome el cielo hermosa, según decís, de tal manera que al amor os mueve mi hermosura, y por él queréis que esté yo obligada a corresponderos. Conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable, pero no comprendo que, por ésta razón, esté obligada a amar a quien por hermosa me ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: ‘Quiérote por hermosa y debes amarme aunque sea feo.’ Siendo así, ¿Por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza obligada porque decís quererme bien? Pues el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Si no, decidme: Si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿Sería justo que me quejára de vosotros porque no me amabáis? Además, habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo: que tal, cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedirla ni escogerla. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado la naturaleza, tampoco yo debo ser reprendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales, el cuerpo, aunque lo sea, no debe parecer hermoso.
     Y si la honestidad es una de las virtudes que mas adornan, ¿Por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por solo su gusto, con todas sus fuerzas procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos; los arboles de estas montañas son mi compañía, las aguas de estos claros arroyos mis espejos. Fuego soy apartado, y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista, he desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo dado yo alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me dice que eran honestos sus pensamientos y que por eso estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando aquí mismo me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y que solo la tierra gozaría el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura. Si con todo éste desengáño, quiso él navegar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿Qué culpa tengo yo de que naufragase en la mitad del golfo de su desatíno?” Ambrosio dijo, “Pero…” Marcela continuó, “Por eso, os digo: Quéjese el engañado, desespere aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamáre, ufánese el que yo admitiére. ¡Pero no me llame cruel ni homicida a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito! Este general desengáño sirva a cada uno de los que me solicitan, y entiéndase que si de aquí en adelante alguno más muriera, no muere de celos ni de desdicha, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de tener en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y Basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que ingrata, que no me sirva; quien cruel, que no me siga, que ésta fiera, éste Basilisco, ésta ingrata y ésta cruel, ni los buscará, servirá, ni seguirá en ninguna manera.”
Y sin esperar respuesta, volvió las espaldas y se adentró por lo mas cerrado de un monte cercano, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban. Y como algunos dieran muestras de querer seguirla, Don Quijote consideró que venía bien usar de su caballería, y dijo, “¡Alto!¡Que ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en mi furiosa indignación! Ella ha demostrado con claras razones, la poca o ninguna culpa que ha tenido por la muerte de Grisóstomo cuya causa es justo que en lugar de ser perseguida sea honrada y estimada por todos.” Ya fuese por sus amenazas o porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los presentes se movió de allí. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio, pensaba mandar hacer. Ambrosio dijo, “Y con un epitafio que dirá de ésta manera, ‘Murió a manos del rigor de una esquiva hermosa ingrata, con quien su imperio dilata la tiranía de amor.’” Vivaldo dijo a Don Quijote, “Y ahora que ya nos hemos despedido, ¿Qué piensa haced vuestra merced?” El Quijote le dijo, “Lo que hasta aquí me trajo; seguir el ejercicio de mi profesión.” Vivaldo le dijo, “Se me ocurre que podríais acompañarnos a Sevilla, donde seguro estoy que aventuras no habrían de faltaros.” Otro hombre rió, diciendo, “Habéis pensado bien, Vivaldo.” El  Quijote dijo, “Mucho os lo agradezco, señores. Pero hasta que no haya despojado estas sierras de ladrones malandrines, ni pensar puedo en alejarme de aquí.”
     Viendo su buena determinación, no quisieron importunarle más, sino que, tornándose a despedir, le dejaron para seguir su camino. Entonces, Sancho Panza dijo, “¿Y ahora, mi señor?” El Quijote dijo, “Iremos en pos de Marcela y pondré a sus servicio todo lo que en mis manos está.” Y de nuevo sobre sus monturas, se adentraron en el monte por donde había desaparecido la hermosa pastora. Después de andar de más de dos horas por el monte, sin hallar rastro de Marcela, vinieron a parar a un prado, junto al cual corría un arroyo apacible y fresco. El Quijote dijo, “Descansemos aquí estas horas de la sienta, mi buen Sancho, que se me hace que la pastora está ya muy lejos.” Sancho dijo, “A Dios sean dadas, pues con razón me avisaba el estómago, de que se nos pasaba la hora del almuerzo.” El Quijote dijo, “Trae lo que tengas y comamos, que necesario es también darle al cuerpo lo que necesita.” Y sin ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron cuanto en las alforjas hallaron. Andaban por aquel valle paciendo una manada de jacas gallegas de unos arrieros yagüenses, en los cuales es costumbre sestear con la recua en lugares de hierba y agua. Y quiso la suerte y el Diablo, que no siempre duerme, que Rocinante las viera y olfateára su presencia con agrado. Sucedió, pues, que a Rocinante le dieron ganas de pastar junto a ellas y, sin pedir licencia a su dueño, tomó un trote algo picadillo y se fue hacia donde estaban. Uno de los hombres arrieros dijo a sus compañeros, “¡Eh, vosotros!¿De dónde ha salido ese famélico Rocín?” Alertados los arrieros por el grito de su compañero, se acercaron con las estacas preparadas. Los arrieros se levantaron con palos y uno de ellos gritó, “¡Más parece su espíritu que otra cosa!” Otro gritó, “¡Démosle unos palos y no volverá a molestarnos!” Y, en efecto, tantos palos le dieron, que le derribaron mal parado en el suelo, al pobre de Rocinante, y lo golpearon con sus palos.
     Ya en esto, Don Quijote y Sancho, que lo habían visto todo, llegaban corriendo hasta ellos. El Quijote dijo, “A lo que veo, amigo mío, estos no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea.” Sancho dijo, “¿Qué quiere decir vuestra merced?” El Quijote, acercándose con Sancho a los agresores, dijo, “Que bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio que, ante nuestros ojos, se le está haciendo a Rocinante.” Sancho se detuvo y dijo, “¿Qué diablos de venganza podemos tomar, si ellos son varios y nosotros solamente dos?” El Quijote le dijo, “Calla y no digas más disparates, Sancho, que yo valgo por ciento, no lo olvides.” Y sin mediar más palabras, arremetió a los yangüenses, seguido por Sancho Panza, incitado y movido por el ejemplo de su amo. El Quijote gritó, “¡Ya os enseñaré yo a no maltratar a mi caballo, malandrines!” El Quijote tiró una estocada a uno de los arrieros quien dijo, “¡A mi socorredme!¡Éste hombre está loco!” Sancho dio un garrotazo a otro, quien dijo, “Pero, ¿Qué es esto que pretendéis?” Al comprobar que sus atacantes eran dos, los yangüenses se volvieron a ellos con sus estacas. Uno de los arrieros dijo, “¡Vamos por ellos y démosles el escarmiento que se merecen!” Otro arriero dijo, “¡Solo son dos y uno no va armado!” Sancho dijo, “Dios nos coja confesados, mi señor…¡Estamos perdidos!”
     Animados por sus propios gritos, comenzaron a golpearles con gran ahínco y vehemencia. Sancho decía, “¡Piedad!¡Tened piedad!” Verdad es que al segundo toque, dieron con Sancho en el suelo, y los mismo le avino a Don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo. El jefe de los arrieros dijo, “¡Vamos, dejadles ya!¡Ya sabéis que la santa hermandad suele aparecer en el momento menos oportuno…!” Viendo los arrieros el mal recado que habían hecho, con la mayor presteza que pudieron cargaron su recua y siguieron su camino, dejando a los dos aventureros de mala traza y peor talante.
      Ya en la soledad, lastimados, Sancho dijo, “Señor Don Quijote…¡Ah, señor Don Quijote!” El Quijote, estando lastimado dijo, “¿Qué quieres hermano Sancho?” Sancho dijo, “Querría, si fuese posible, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que vuestra merced la tiene ahí a mano. Quizá será de provecho para los quebrantamientos de huesos, como lo es para las heridas.” El Quijote dijo, “Pues a tenerla yo aquí, desgraciado de mi, ¿Qué nos faltará? Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes que pasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo que tener en mi poder. Soy yo quien tiene la culpa de todo; que no había de poner mano a la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros como yo. Pero veamos cómo está Rocinante que, a lo que me parece, no le ha cabido al pobre la menor parte de ésta desgracia.” Sancho, viendo también a Rocinante, dijo, “No hay que maravillarse de eso, siendo él también caballero andante.” Enseguida, Sancho revisó su burro y dijo, “De lo que yo me maravillo es de que mi jumento haya quedado libre y sin costas donde nosotros salimos sin costillas.” El Quijote dijo, “Esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome a algún castillo donde sea curado de mis heridas.” Sancho dijo, “¿En mi jumento, decís? Mas eso no será ir de caballero…” El Quijote dijo, “Las heridas que se reciben en las batallas, antes dan honra que la quitan. Así que, Panza amigo, no me repliques más y ponme de la manera que más te agrade encima de tu jumento, y vamos de aquí, antes que la noche venga y nos saltee en este despoblado.”

 Sancho acomodó a su amo sobre el asno, y puso en fila a Rocinante. Y llevando al asno de cabestro, se encaminó hacia donde le pareció que podía estar el camino real. No habían caminado una pequeña legua, cuando su suerte quiso que topasen con una venta, que al borde del camino estaba. Al llegar a la aldea, el Quijote dijo, “Ahí tenemos el castillo que andábamos buscando.” Sancho dijo, “Perdone vuestra merced, pero es una venta y no muy buena.” Tanto duró la porfía de si era castillo o si venta, que sin acabarla llegaron a ella, en la cual Sancho entró; sin más averiguaciones con toda su recua. El ventero los recibió contrariado, diciendo, “¡Dios santo…!¿Qué mal trae vuestro señor?” Sancho dijo, “No es nada: Se ha caído de una peña abajo y tiene lastimadas las costillas.” Con sumo cuidado, porque a Don Quijote, cualquier contacto le arrancaba un lamento, le ayudaron a bajar del asno. Sancho dijo, “Despacio…muy despacio…” la ventera dijo al ver la situación, “¡Dios mío!¿Acaso el caballero viene herido?” Acudió la ventera que, cosa rara en su condición, era muy caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos. La ventera ayudó a caminar al Quijote diciendo, “De prisa, conducidle adentro, donde podamos curarle pronto…que buena falta le hace.”
     La ventera y una criada llamada Maritornes, se hicieron cargo de Don Quijote, quien al verse tan bien atendido, volvió a creerse en un magnifico castillo. Y aunque aceptó la ayuda que le prestaban aquellas para él damas, olvidóse del dolor y procuró caminar lo mas erguido que pudo. Y sin perder momento, la ventera y su hija le emplastaron de arriba abajo, alumbrando Maritornes su quehacer. Una vez en su lecho el Quijote, la ventera dijo, “Por los cardenales de su cuerpo, más parecen golpes que caída.” Sancho dijo, “No fueron golpes, sino que la peña tenía muchos picos y cada una habrá dejado su huella. Haga vuestra merced, señora, que queden algunas estopas, que también a mi me duelen un poco los lomos.” La ventera dijo, “Entonces…también vos caísteis…” Sancho dijo, “No caí, sino que del sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me duele el cuerpo, que me parece que me han dado mil palos.”
     Entonces una joven señorita le dijo, “Bien podrá ser eso, que a mí me ha sucedido muchas veces soñar que caía de una torre abajo, y cuando despertaba, hallarme tan molida y quebrantada, como si verdaderamente hubiera caído.” Sancho le dijo, “Ahí está el toque, señora: que yo, sin soñar nada, sino estando mas despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi señor.” Maritornes dijo, “¿Cómo se llama éste caballero?” Sancho dijo, “Don Quijote de la Mancha, y es caballero aventurero de los mejores.” Maritornes preguntó, “¿Qué es caballero aventurero?” Sancho extrañado le dijo, “¿Tan nueva sois en el mundo que no sabéis? Pues sabed que es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador: hoy es la más menesterosa criatura del mundo y mañana tendrá dos o tres reinos que dar a su escudero.” La ventera dijo, “Pues, ¿Cómo vos siéndolo de tan buen señor, no tenéis siquiera algún condado?” Sancho le dijo, “Aún es pronto, pues poco llevamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea.”
     Al oír aquellas palabras, Don Quijote se sentó en el lecho como pudo. Y dijo, “Podéis estar contenta, hermosa señora, por haberme alojado en vuestro castillo, pues soy tal, que si no me alabo es porque la alabanza propia envilece. Pero mi escudero podrá deciros quien soy.” A pesar de sus dolores, a Don Quijote no le había pasado desapercibida la belleza de la hija de los venteros, y dijo, “Y ojalá los cielos no hubieran hecho que mi amor me tuviera tan rendido y tan sujeto, porque, de no ser así, los ojos de esta doncella serian señores de mi libertad. Solo os diré que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habéis hecho, para agradecéroslo mientras viva.” Confusas estaban las mujeres oyendo aquellas palabras que así las entendían como si hablara en griego, aunque bien comprendieron que eran de agradecimiento y agrado. Y agradeciéndoles con venteriles razones sus ofrecimientos se retiraron, pensando que aquel era un hombre distinto de los que por allí pasaban. Una vez que hubo terminado de curar al escudero, Maritornes, que era moza de cargos ligeros, se retiró, encontrándose en la escalera al arriero que también se alojaba en el desván y que sin duda la estaba esperando. Al verlo, ella le dijo, “¿Ya de vuelta?” El arriero dijo, “Sí, y tengo mucho de qué hablarte.” Maritornes siguió su camino, y el ventero le dijo, “¿Vendrás luego?”  Maritornes dijo, “Sí, descuida. Pero cuando todos duerman.” Al fin, toda la venta estuvo en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara, que colgada en medio del portal ardía.
     Mientras tanto, en su pobre jergón, el caballero imaginaba que la hija de los dueños de aquél castillo, enamorada de él, acudía a hacerle compañía y en las razones que había de darle, para no traicionar su amor por Dulcinea. Algo más lejos, en un lecho mas mísero todavía, el escudero se limitaba a roncar ruidosamente. Por último, con los ojos cerrados, el arriero se recreaba esperando la llegada de la doncella de la venta. Maritornes, que tenia gala de no haber faltado nunca a su palabra, entró al fin en el desván donde los tres hombres se alojaban, en busca de su arriero. Pero apenas llegó a la puerta, cuando Don Quijote, que continuaba despierto, la sintió., y dijo, “Ella ha venido…”
     Sentándose en la cama, a pesar de sus emplastos y del dolor de sus costillas, tendió los brazos para recibir a su hermosa doncella que, aunque sorprendida, no osó pronunciar palabra. Aunque la camisa de la criada era de arpillera, se le antojó de hilo finísimo, y el aliento, que le olía a ensalada trasnochada, le pareció un aroma suave y perfumado. El Quijote le dijo, “Quisiera, hermosa señora, poderos pagar tamaña merced que me hacéis al visitarme en mi lecho de dolor. Pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lastimoso estado, que aunque mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, sería imposible. A esta imposibilidad se añade otra mayor: La fe que tengo jurada a la sin par dulcinea del Toboso, única señora de mis mas escondidos pensamientos.” Maritornes estaba agotadísima de verse tan asida de Don Quijote y, sin entender ni estar atenta a sus razones, procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El arriero, a quien sus malos deseos tenia despierto, escuchó atentamente todo lo que el caballero decía.
     Pero como vio, cuando se acercó a ellos, que la moza forcejeaba por desasirse y el caballero trataba de impedírselo, no pudo contener por más tiempo la ira que le dominaba y, sin esperar a más, enarbolando el brazo, se abalanzó sobre él. Y descargó un terrible puñetazo sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero. Con la boca bañada en sangre, Don Quijote cayó hacia atrás, pensando en quien podía ser el gigante enemigo suyo que de aquel modo le atacaba. No contento con esto, el arriero se le subió encima de las costillas, y con los pies al trote, se las paseo de cabo a cabo, diciendo, “¡Así no volveréis a importunar a Maritornes caballero!”
     En ese momento, el amo de la venta se despertó y dijo, “¡Santo Dios!¿Ha oído ese estrépito?” La ventera dijo, “Los demonios andan sueltos esta noche, esposo mío.” El amo se levantó con una vela en mano y dijo, “¡Qué demonios y que ocho cuartos! Este jaleo debe ser por cuenta de Maritornes…¡Yo le enseñaré a esa!” Al oír los pasos de su amo, la moza se acurrucó junto a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, tratando de pasar desapercibida. El amo dijo, “¿Dónde estás Maritornes? Porque a buen seguro todo esto es obra tuya.” Entonces despertó Sancho, y creyendo que tenía una pesadilla, comenzó a dar golpes a diestro y siniestro. Como es de suponer, Maritornes replicó al escudero de la misma forma, hasta el punto de que le quitó el sueño, y advirtiendo el arriero en que nuevo lio estaba su dama, acudió a darle el socorro necesario, y dijo, “Voy contigo, Maritornes…” Y lo mismo hizo el ventero, pero para castigar a la moza, considerando que era culpable de todo aquel embrollo. El ventero gritó, “¡Teneos quietos…!¿Es que no me habéis oído?”  Y fue lo bueno que se apago el candil, por lo que daba el arriero a Sancho, éste a la moza, la moza a él, y el ventero a todos, sin darse ninguno un punto de reposo.
     Quiso la suerte que aquella noche se alojase en la venta un cuadrillero de la Santa Hermandad, quien despertó y dijo, “¿Qué significa este escándalo?” Entonces, el cuadrillero, al oír el estruendo, asió la media vara, símbolo de su autoridad, y de una caja de lata los títulos que le acreditaban. Y decidido a poner fin a la contienda, penetró en la estancia a oscuras, gritando, “¡Alto a la Justicia! ¡Alto a la Santa Hermandad!” Con el primero que topó fue con el apaleado Don Quijote, que seguía en el suelo sin sentido alguno. Al acercarse a Don Quijote, el hombre dijo, “¡Por Dios vivo, este hombre no respira…!” Inmediatamente el cuadrillero gritó, “¡Ciérrese la puerta de la venta!¡Que no se vaya nadie, que aquí han matado un hombre!” A los gritos de autoridad huyeron todos corriendo, aprovechándose de la oscuridad que reinaba, dejando solos a los desventurados Don Quijote y Sancho que no se podían mover de donde estaban. El cuadrillero gritó, “¡Una luz!¡¡Ventero!!¡Quiero una luz!”
Y mientras el cuadrillero salía a buscar de la luz que tanto necesitaba, el Quijote recobró la conciencia y dijo, “Sancho, amigo, ¿Duermes?¿Duermes amigo Sancho?” Sancho le dijo, “¡Qué voy a dormir, desgraciado de mi, si parece que todos los diablos han andado conmigo esta noche!” Don Quijote dijo, “Puedes creer que así ha sido, porque, o yo sé poco, o este castillo está encantado. Pues has de saber. Mas esto que voy a decirte, debes jurarme que lo tendrás secreto hasta después de mi muerte, pues soy enemigo de que se quite la honra a nadie.” Sancho dijo, “Sí, juro.” Quijote explicó, “Pues sabe que esta noche vino a verme la hija del dueño de este castillo, que es la más apuesta y hermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. Pero al tiempo que estaba con ella, entregándonos a dulcísimos y amorosos coloquios sin que la viese ni sus pies por donde venia, llegó la mano de un descomunal gigante y asestóme tal puñetazo en las quijadas, que las tengo bañadas de sangre. De donde conjeturo que este tesoro de hermosura lo debe guardar algún encantado moro, y no ha de ser para mí.” Sancho dijo, “Ni para mí tampoco, que más de cuatrocientos moros me han aporreado. Aún vuestra merced tuvo el consuelo de tener en sus brazos a la bella dama, pero yo, ¿Qué tuve sino los mayores porrazos que he tenido en mi vida?” El Quijote dijo, “Luego, ¿Tú también has sido aporreado?” Sancho dijo, “¿No le he dicho que si?¡Desdichado de mi, que ni soy caballero andante, ni lo pienso ser jamás, y de todas las desventuras me cabe la mayor parte!”
     Había logrado el cuadrillero traer una luz y regresaba para ver al que creía muerto. Pero su aparición en camisa, con aquel gorro en la cabeza y el candil en la mano, sobresaltó al caballero y, sobre todo, a Sancho. El Quijote dijo, “No tengas pena, amigo, que yo haré ahora el bálsamo precioso con el que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.” Cuando Sancho vio llegar al cuadrillero con una vela en mano, dijo, “Señor, ¿Sera este moro encantado que vuelve para castigarnos, por parecerle poco lo de antes?” El Quijote se asustó y dijo a Sancho, “No puede ser el moro, porque los encantados no se dejan ver de nadie.” Sancho dijo, “Si no se dejan ver, déjanse sentir; si no, díganlo mis espaldas.” El Quijote dijo, “También lo podrían decir las mías, pero eso no es bastante indicio para creer que sea el moro encantado.” El cuadrillero dijo, “Os hacia muerto…¿Cómo le va, buen hombre?” El Quijote dijo, “Hablaría yo más educado, si estuviera en vuestro lugar…¿Es así como se trata en esta tierra a los caballeros andantes, majadero?” El cuadrillero dio un varazo a el Quijote y dijo, “¡Habrase visto tamaña desfachatez!¡La culpa es mía, por preocuparme de aquellos que no lo merecen!” Y molesto por aquella falta que juzgó de desacáto, abandonó la estancia dejándole de nuevo a oscuras. El Quijote dijo, confundido y mareado, “Señor Santo, ¿Qué ha sucedido?” Sancho dijo, “Ya no hay duda, señor, que éste es el moro encantado que guarda el tesoro para otros, y para nosotros los puñetazos y candilazos.”  El Quijote dijo, “Así es, y no hay que hacer caso de estas cosas de encantamientos, que como son invisibles y fantásticas, no hallaríamos de quien vengarnos, aunque ese fuera nuestro deseo.” Sancho dijo, “Nunca creí que las cosas invisibles hicieran daño.” El Quijote dijo, “Levántate, Sancho, si puedes, y procúrate un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el bálsamo que nos cure de nuestras heridas.” Sancho dijo, “¡Ganas tenía ya de que me lo pidiera vuestra merced!” El ventero le proveyó de cuanto quiso a Don Quijote, incluso de un hornillo encendido para que pudiese prepararlo, y Sancho se lo llevó a Don Quijote, que empezaba ya a impacientarse por su demora. Después de que hubo preparado la poción, puso parte en una alcuza, y empinándola se tomó más de la mitad de su contenido. Pero apenas hubo ingerido aquel compuesto, vomitó todo lo que tenía en el estómago, invadiéndole un sudor copiosísimo. El Quijote se acostó en su lecho. Enseguida Sancho dijo, “¿Puedo yo también probar, mi señor?” El Quijote le dijo, “Haz lo que quieras amigo Sancho, pero arrópame cuanto puedas.”
     Así lo hizo Sancho, y enseguida, olió la bebida y la tomó, pero el estomago del escudero no debía ser delicado como el de su amo, pues le empezaron a dar unos terribles retortijones. Creyendo llegada su última hora y maldiciendo la ocurrencia que había tenido de imitar al caballero, corrió como pudo hacia las cuadras. Tres horas más tarde, entrada la mañana, despertó el caballero de su beatifico sueño, diciendo, “¿Qué te sucede, mi buen Sancho, que tienes tan mal aspecto?” Sancho le dijo, “¡Que más me hubiera valido cortarme una mano que beber una sola gota de esa maldita pócima del diablo!” Y pasó Sancho a referirle todo lo ocurrido y los espantosos dolores que habían sacudido sus entrañas. El Quijote dijo, “Creo, Sancho, que todo esto te ha pasado por no ser caballero andante como yo, porque tengo para mí que este licor no aprovecha a quienes no lo son.” Sancho dijo enojado, “Si eso sabía vuestra merced ¡Maldita sea y mi parentela! ¿Porqué consintió que lo bebiese?” Sin saber que responderle, Don Quijote le contempló asombrado por el extraño efecto que el bálsamo de Fierabrás había obrado en él. Por su parte, se encontraba aliviado y sano, deseando partir en busca de aventuras más prometedoras que las pasadas, y dijo, “Sancho, ha llegado el momento de partir de nuevo. Yo ensillaré a Rocinante y pondré la albarda a tu pollino.” Sancho le dijo, “Señor, yo no puedo moverme. Ese brebaje me ha envenenado.” Sin prestar oído a las lamentaciones de su escudero, Don Quijote puso en práctica su pensamiento. Y ante la curiosa mirada de todos los que estaban en la venta, se dispuso a emprender la marcha. Pero antes como cumplido caballero que era, arriba ya de su caballo, quiso despedirse de todos, entre los que se encontraba también la hija de los dueños de la venta, y dijo, “Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en vuestro castillo he recibido, y por ello os quedo obligadísimo para todos los días de mi vida. Si os las puedo pagar vengándoos de alguno que os haya ofendido, sabed que mi oficio es ayudar a los que lo necesitan, vengar a los agraviados y castigar traiciones.” El ventero dijo, “Pero…” Don Quijote continuó, “Buscad en vuestra memoria, y si halláis una cosa que encomendarme, no vaciléis en decírmelo. Yo os prometo, por la orden de caballería que profeso, dejaros pagado en vuestro deseo.” El ventero dijo, “Yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún agravio. Solo deseo que me pague el gasto hecho en la venta, así de paja y cebada como de cena y camas.”
     Don Quijote quedó profundamente sorprendido por aquellas palabras, y dijo, “Luego, ¿Esto es una venta?” El ventero dijo, “Y muy honrada.” El Quijote dijo, “Engañado he vivido hasta ahora, porque en verdad pensé que era castillo, y no malo. Pero puesto que es venta, lo que se puede hacer por ahora es que perdonéis el pago, ya que no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los cuales se cierto que jamás pagaron posada.” El ventero dijo molesto, “Nada tengo yo que ver con eso. Págueme lo que me debe y dejémonos de cuentos y caballerías, que yo no tengo otro interés que cobrar mi dinero.” Aquella para él absurda pretensión, logró encolerizarle y el Quijote dijo, “¡Vos sois un sandio y mal hostelero!” Y espoleando a Rocinante y torciendo su lanzón salió de la venta, sin que nadie intentase detenerle. El ventero dijo, “¡Escuchad escudero!¡Aguardad un momento!” Sancho le dijo, “¿Qué queréis de mi?” El ventero lo detuvo y dijo, “¡Si vuestro amo no me paga, lo haréis vos por él!” Sancho dijo, “¡Eh!¡Soltadme!” Dos ayudantes sostuvieron a Sancho, quien dijo, “Si mi señor no ha pagado, tampoco lo haré yo, pues soy escudero de caballero andante y sigo la misma orden…¡Por la ley de caballería de mi señor que no he de pagar un solo cornado, aunque en ello me vaya la vida!” El ventero dijo, “Pues si no pagáis yo os aseguro que habrá de pesaros!” Sancho dijo, “¡Así que dejadme, pues no pagaré nada!” El ventero dijo, “¡Pues yo repito que me cobraré por buenas o por malas!” Sancho advirtió, “Pero ¿Es que ignoráis lo que son los caballeros andantes?” El ventero dijo, “Ni lo sé, ni me importa. Yo solo quiero mi dinero.” Sancho le dijo, “Pues en lo que a mí se refiere, estad seguro de que no os lo daré.” Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que los que estaban en la venta fueran gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona, amante de la juerga. Uno de ellos, Jimeno, entró por la manta de la cama de su huésped. Entonces, uno de sus compañeros le dijo, “¿Qué quieres hacer con eso?” Y al ellos adivinar su intención, todos se dispusieron a secundarle en sus propósitos. El compañero le dijo, “¡Bien pensado, Jimeno!¡Nos divertiremos con él, como con perro por carnestolendas!”
     Entretanto, Sancho continuaba discutiendo, ajeno a lo que en torno suyo se tramaba. Sancho dijo, “¡Os he dicho que no pagaré!” El ventero le dijo, “¡Y yo os repito que s ha de pesar!” Sin que de nada sirvieran sus protestas y amenazas, el pobre Sancho subió por los aires una y otra vez, entre las fuertes risotadas de aquella chusma, que lo elevaba con una manta que los resorteaba lanzándolo por los aires. Sancho decía en los aires, “¿Eh?¿Qué pretendéis ahora?¡Señor, señor socorredme!” Uno de los que los levantaba por los aires con la manta decía, “¡Mas alto!” y Otro, “¡¡Arriba!!” Y otro, “¿Veis como ya estáis pagando?” Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oídos de su amo, el cual, deteniéndose a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura se le venía encima, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su escudero. Entonces, el Quijote dijo, “Esas voces…diríase que…¡Santo Dios es Sancho!” Por lo que volvió, sin perder momento, las riendas de su caballo. El Quijote dijo, “¡Voy en tu ayuda, mi fiel escudero!” Con un penoso galope llegó a la venta y hallándola cerrada, la rodeó por ver si encontraba por donde entrar. Pero no hubo llegado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego que se le hacía a su escudero.
    Viole bajar y subir por el aire, con tanta gracia y presteza, que de no ser por la cólera que le embargaba, se hubiera reído de buena gana. Trepado en la barda el Quijote gritó, “¡Gente ruin!¡Canalla!¡Yo os juro que pagareis cara esta afrenta!” Pero ni las amenazas e insultos de Don Quijote, ni las maldiciones y ruegos de Sancho lograron hacerles desistir del manteo, que solo interrumpieron cuando agotaron sus fuerzas. Allí quedó tirado el pobre Sancho, mientras los manteadores se alejaban, saciados sus deseos de jolgorio. A la compasiva de Maritornes, viéndole tan apaleado y dolorido, le pareció ser bien socorrerle con un jarro de agua del pozo. Pero Don Quijote le gritó, “Hijo Sancho, no bebas agua, que te matará. ¿Ves? Aquí tengo el santísimo bálsamo, con el que sanaras con dos gotas que bebas.” Sancho le dijo, “¿Ha olvidado vuestra merced que yo no soy caballero o quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche?¡Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí!” Enseguida, Sancho tomó el jarro de agua y dijo, “Bella dama, ¿No podríais traerme un poco de vino?” Maritornes dijo, “Esperad, creo que podre conseguíroslo.” Poco tardó Maritornes, que en el fondo era buena y cristiana, de traerle lo pedido, y dijo, “Aquí tenéis. Lo he pagado yo, de mis jornales.” Sancho dijo, “Os doy las gracias, que bueno es ya que alguien pague algo en esta venta.”
    Reconfortado con el vino, muy contento de no haber pagado y de haber salido con su intención, aunque hubiera sido a costa de sus acostumbrados fiadores que eran sus espaldas, montó en su jumento y corrió a reunirse con Don Quijote, quien le dijo, “Ahora estoy convencido, Sancho bueno, que aquel castillo o venta está encantado sin duda. Porque aquellos que tan atrozmente se divirtieron contigo, ¿Qué otra cosa podrían ser sino fantasmas y gente de otro mundo?” Sancho le dijo, “¿Porqué porfía vuestra meced con tanta seguridad?”
     El Quijote le dijo, “Porque me fue imposible subir la tapia del corral para ayudarte, pues yo te juro que, de haber podido, aquellos malandrines se hubieran acordado de su burla durante toda su vida.” Sancho le dijo, “También me vengaría yo si pudiera aunque no fuera armado caballero…pero estoy seguro de que los que conmigo se divirtieron eran hombres de carne y hueso.” El Quijote le dijo, “¿Acaso te fijaste bien en ellos?” Sancho le dijo, “Y hasta los oí nombrarse cuando me volteaban, como nosotros hacemos, con nombres de pila y apellidos. Por eso creo que sería mejor y más acertado, según mi poco entendimiento, volvernos a nuestro pueblo, ahora que es tiempo de la siega.” El Quijote le dijo, “¡Que poco sabes de cosas de caballería! Calla y ten paciencia, porque no hay mayor contento que vencer en una batalla o triunfar sobre un enemigo.” Sancho le dijo, “Así debe ser, puesto que yo no lo sé. Pero en limpio, hasta la fecha, solo hemos sacado palos y puñetazos, llevando yo en todo ello, la ventaja del manetamiento.”
En este coloquio iban Don Quijote y su escudero, cuando vieron que por el camino venia hacia ellos una grande y espesa polvadera. Don Quijote dijo, “Hoy es el día, Sancho, en que se ha de ver el valor de mi brazo. ¿Ves aquella polvareda? Pues se trata de un gran ejercito que viene hacia nosotros.” Sancho dijo, “Pues de esa cuenta, dos deben ser, porque del otro lado viene otra polvadera, tan grande o más que la primera.”
    Al ver que era verdad lo que decía su escudero, Don Quijote se alegró, imaginando que eran dos ejércitos que iban a enfrentarse en aquella espaciosa llanura. Tenía el hidalgo tan llena la cabeza con todos los desatinos que había leído, que era incapaz de comprender que aquellos aguerridos ejércitos no eran sino dos rebaños de ovejas. Incluso Sancho, que solo veía el polvo, llegó a creer en las afirmaciones de su amo. Sancho le dijo, “Señor, ¿Qué hemos de hacer nosotros?” Don Quijote le dijo, “¡Qué preguntas haces Sancho…!¡Favorecer y ayudar a los desvalidos!” Y siguiendo los dictados de la imaginación desbocada, fue enterando a su escudero de quienes eran y porque iba a celebrarse aquel combate. Sancho dijo, “Señor, debo estar yo también encantado, porque nada veo de cuanto decís.” El Quijote le dijo, “¿Cómo dices eso?¿No oyes el relinchar de los caballos, el toque de los clarines, y el ruido de los tambores?” Sancho dijo, “Lo que yo oigo son muchos balidos de ovejas y carneros.”  Y así era la verdad, porque ya estaban cerca los rebaños. El Quijote dijo, “El miedo que tienes, Sancho, te hace que ni veas ni oigas a derechas, porque uno de sus efectos es turbar los sentidos y hacer que la cosas no parezcan lo que son.” Sancho le dijo, “¿Qué pensáis hacer, señor?” Don Quijote dijo, “Déjame solo, amigo mío, que me basto para dar la victoria al bando que yo ayude.” Diciendo esto picó espuelas a Rocinante y, con la lanza en ristre, bajó la ladera como un rayo. Sancho gritaba, “¡Vuélvase vuestra merced, que voto a Dios que son carneros y ovejas lo que va a embestir!” Y con toda la velocidad de que era capaz su caballo, se dirigió directamente hacia uno de los rebaños, diciendo, “¡A mí, caballeros que seguís al emperador Pentapolín del Brazo Arremangado, seguidme todos!¡Ya veréis con qué facilidad logramos la victoria!” Los pastores trataron de contener aquella acometida con sus voces y ademanes, pero todo fue inútil.
     El caballero había entrado por medio del escuadrón de ovejas y había comenzado a alancearlas, con tanto denuedo y coraje como si verdaderamente fueran sus más mortales enemigos, diciendo, “¿Dónde estás, soberbio alifanfarón?” Seguía el caballero buscando a su mortal enemigo sin encontrarlo. Uno de los pastores dijo, “¡Dios mío!¡Nos va a dejar sin ovejas!” Desde su prudente retiro, Sancho contemplaba, tan asustado como las mismas ovejas, los estragos que estaba haciendo el caballero, pensado, “¿Qué locura es esta? Por mis pecados, ¿Qué es lo que esta haciendo?”  Don Quijote gritaba, “¡No te ocultes, cobarde, porque al fin daré contigo!” Las pobres ovejas corrían de un lado para otro, cruelmente perseguidas por Don Quijote, que no se daba punto de reposo ensartando a los pobres animales.