Luis Gonzaga Inclán nació en el Rancho de
Carrsaco, Tlalpán, en 1816, y murió en la Ciudad de México, en 1875. Escritor mexicano. Estudió latín y filosofía en el
Seminario Conciliar de México. Administró varias haciendas, las plazas de toros
de Puebla, México y Michoacán. A partir de 1856 se dedicó al negocio de la
imprenta. De su taller salieron libros y periódicos satíricos como La Orquesta, El Látigo y La Jarana.
Fue autor de la novela, Astucia, el Jefe de los Hermanos de la Hoja o los
Charros Contrabandistas de la Rama (1865); De unas Reglas con las que un Colegial Puede Colear y Lazar (1860)
y Una Ley de Gallos (1872). Escribió
obras en verso: Regalo Delicioso Para el
que Fuera Asqueroso, Don Pascacio Romero (1874), El Capadero de la Hacienda de Ayala (1872) y Recuerdos de Chamberín
(1860).
Poseedor de una imprenta, editó El Jarabe, de Niceto
Zamacois, en 1860, y el Diario de un Testigo de la Guerra de África, de Pedro Antonio de Alarcón, en 1861, y la séptima
edición de El Periquillo
Sarniento. Inclán es autor de Astucia, el Jefe de los Hermanos de la Hoja o los Charros Contrabandistas
de la Rama (1865), una de
las primeras novelas realistas mejicanas, que presenta un amplio cuadro de
costumbres del México rural del siglo XIX. Además de ésta obra, publicó otras,
consideradas menores, entre las que destacan, Reglas con que un Colegial Puede Colear y Lazar, y Recuerdos de Chamberín (1890).
Inclán fue un
hombre de campo, versado en la charrería. Impresor. La producción de este autor
se refiere principalmente a temas campiranos. Novelista y poeta. Como impresor,
de sus talleres salieron los periódicos La Cucaracha, El Cucharón, La
Orquesta, El Látigo, La Patria, La Borrasca, La Justicia, El Instructor del
Pueblo, La Sociedad, Doña Clara, La Tos de Mi Mamá y Hojarana. Publicó
en La Jarama.
Ver Luis Inclán, el Desconocido (1969) de Hugo Aranda. Se
consideran perdidas las obras los Tres Pepes y Pepita
la Planchadora. Astucia de Inclán y Los Bandidos
de Río Frío de Manuel Payno, se consideran las dos mejores novelas mexicanas
del siglo XIX.
Astucia
de Luis G. Inclán
de Luis G. Inclán
Había en el pequeño rancho de
Las Anomas, cerca de la Villa de San Juan en Zitácuaro Michoacán, allá por el
año de 1834, un muchacho rebelde y travieso que, a sus escasos doce años, sabía
ya jinetear becerros, lanzar potros, manganear en campo abierto y hacer toda
clase de suertes, como un charro curtido y audaz. Aunque eso sí, apenas sabía
leer. Su hermana mayor le decía, “¿No te
da vergüenza Lorenzo Cabello? Todos los muchachos de tu edad saben ya el
alfabeto, hacen cuentas y conocen bien la doctrina. Dime ahora, ¿Quién fue el
rey Salomón?” Lorenzo dijo, “¿Salomón?
¡Ah! Pos, un charro muy bragado de la villa esa de Israel, que ¡Sepa Dios onde
queda!” Su hermana le dijo, “¡Basta
ya no voy a esforzarme más contigo! Le diré a mi papá que no quieres aprender.
A ver si con él te valen tus chistecitos.”
La hermana mayor del muchacho
que lo cuidaba desde que la madre de ambos había fallecido, salió indignada al
patio, diciendo, “Oye, Tacho, ¿Onde anda
mi papá? Quiero darle la queja de ese Lencho; porque ya no lo aguanto.” En
ese momento una reata silbó por los aires. Y la joven quedo lazada. Lencho rió,
mientras la joven dijo, “¡No
Lencho!¡No!¡No me jales!¡Me vas a tirar mocoso!¡Voy a acusarte con mi papá!”
El canijo no paró hasta verla atada en un poste. Lencho le dijo, “¡Júrame que no vas con el chisme y te
suelto!” Y como ella se negaba a jurar, comenzó a torturarla, pero
haciéndole cosquillas. Ella decía, “¡Ay!¡No!¡Ji,
Ji, Ji, Ji!¡Ja, Ja, Ja, Ja!¡Cosquillas no Lencho!” Hasta que ella dijo, “¡Bueno!¡Juro no decir!¡Ya!”
Poco después llegaba Don Juan
Cabello, diciendo, “¿Qué tal se ha
portado Lencho Lupita?¿Aprendió bien su lección?” Ella le dijo, “Eh…sí, sí papá. Se puso a estudiar luego de
que usted salió. Y solo hasta hace ratito se fue con los peones a jinetear.” Pero
don Juan Cabello conocía bien a su vástago, y poco después le decía al cura, “¡Ay, señor cura!¡En realidad ya no hallo
qué hacer con él! No obedece a mi Lupe. Se aprovecha de que yo ando todo el día
en la faena. Y hace solamente lo que le gusta. Eso sí, ha echado buenos
músculos en la charrería. Y está por dar el estirón. Me temo que pronto tenga
más fuerza que yo y se me enfrente. La verdad es que la difuntita, su mamá,
hizo muy mal en consentirlo tanto.” El cura le dijo, “Bueno, yo creo que Lencho tiene buena madera, y lo quiere mucho a
usted solo le va haciendo falta algo de rigor. Una mano firme, aunque suave,
que le jale la rienda. Creo que tengo la solución. Si usted está dispuesto a
desprenderse del muchacho y mandarlo interno para Zitácuaro, donde viviría con
un maestro amigo mío.”
Al día siguiente, Don Juan
Cabello acompañado por el propio señor cura, hablaba en Zitácuaro con el
mencionado profesor. El cura lo presentó, “¡Aquí
Don Primitivo Cisneros ha enderezado a más de cuatro potrillos rejegos como el
Lencho!” El profesor le dijo, “Mire
señor Cabello, yo comienzo por dominar a los muchachitos de dentro pa’ fuera.
Antes que nada exploro sus sentimientos. Me doy cuenta de que es lo que puede llegar
a emocionarlos de verdad. Y luego me aprovecho de esa misma emoción, de sus
mismos sentimientos, algunos de los cuales ni el mismo muchacho conoce, para
hacerles actuar en su propio bien.”
Una semana después, vestido
con su ropa nueva, Lorenzo Cabello cabalgaba junto a su padre por el camino
hacia la sierra, tras la cual se hallaba Zitácuaro. Lencho dijo, “¿A dónde vamos papá?” Su padre le dijo,
“Tú no preguntes y sígueme, que si vas
por donde yo te guíe te irá bien.” De pronto, Juan señaló, “¿Recuerdas esa iglesia al pie del cerro?”
Lencho se persignó, diciendo, “Es la de
Jungapeo, señor padre, justo donde está enterrada mi difunta madre.” Su
padre le dijo, “Pues quiero que por ella
me jures que te harás un hombre de bien. He decidido llevarte con alguien que
te enseñará todo lo que sabe, de buen grado. Pero, tienes que decirme desde
ahora, si tu estas dispuesto a aprender, dejando de lado por ahora tus juegos y
tus diabluras, porque si no es así, solo perderíamos tiempo y dinero.” Para
dejar reflexionar a Lencho, don Juan se apartó unos metros del camino. Entonces, el
muchacho creyó escuchar de pronto la voz dulce de su madre, susurrándole al
oído, “Lenchito, hijo mío. No defraudes a
tu padre, ¡Obedécelo!” Y entonces, decidido, el muchacho exclamó, “¡Haga usted lo que guste, señor padre!¡Pero
nunca me desprecie!”
Fue así como Lorenzo Cabello,
se quedó a vivir un tiempo en Zitacuaro, con Don Primitivo, para quien llegó a
ser como un hijo, pues le decía, “Debes
estudiar duro, Lencho. Para que no te avergüence que los demás muchachos te
aventajen.” Sin embargo, a pesar de que la señora de la casa lo mimaba, “Tóma un taquito de tuétano, Lenchito; Pa’
que hagas estomago mientras sirvo de comer.” Lencho decía, “¡Gracias señora!” Y el maestro
primitivo lo trataba con afecto, diciendo, “Bueno,
muchacho, ¡Está bien ya de libros por hoy! Te llevaré a dar un paseo.” Ya
en el rodeo, viendo el jaripeo, Lencho pensaba, “¡Cómo me gustaría lazar esa res brava!” Así que un día se halló en el mercado a unos
vecinos de Jungapeo. Uno de ellos dijo, “¡Mira,
pero si es Lencho!” El otro le dijo a Lorenzo, “¡Oye!¿Qué
haces tan lejos de tu casa chiquillo?” Y se les unió con engaños, “Me perdí en el pueblo. Y los amigo con los
que vine, se han de haber regresado ya!” Uno de los vecinos lo tomó de los
hombros y le dijo, “Pos, no hay quite,
muchacho. ¡Te vienes con nosotros!”
Así que como a las ocho de la
noche, en casa de papá Lupe, se escuchó un tocar de puerta. La hermana mayor de
Lencho dijo, “Alguien toca el portón
papá.” Papá Lupe dijo, “¿Quién será a
esta hora inoportuna?” La sorpresa fue tan grande como Lorenzo lo esperaba,
quien dijo, “¡Papá Lupe!” Pero, lo
que no se imaginó fue la reprimenda que estaba a punto de recibir. Su padre le
dijo, “¿Qué has venido a hacer aquí
caballerito?¿Así cumples tus promesas de dedicarte al trabajo y al estudio?” Lencho
dijo, “¡Oh, señor…yo! ¡Soñé que usted
estaba enfermo! Y pues…” Su padre le dijo, “Además de fálto de palabra, se ha vuelto usted mentiroso! Y yo no
quiero hijos así. De manera que se vuelve por donde vino. ¡Y, cuando tóque de
nuevo esa puerta que sea con la licencia de su maestro!”
Lencho tuvo que regresar,
cabizbajo y arrepentido, a Zitácuaro. Y ya no pensó más en fugarse, sino que,
se dedicó con ahínco al trabajo y al estudio. Al grado que, en solo tres años,
no solo igualó, sino que sobrepasó en conocimientos a los demás alumnos de don
Primitivo. Un día, don Primitivo le dijo, “¡Muy bien
Lencho!¡Ahora serás mi ayudante!” Por
entonces llegó a Zitácuaro, Refugio. Ella era una jovencita que había sido alguna vez
compañera de juegos de Lorenzo, en San Juan, y que se había convertido de
pronto en una linda muchacha. La muchacha se presentó, “¡Hola Lencho Cabello! ¿Ya no te acuerdas de mí?” Lencho dijo, “¡Oh, sí!¡Claro que me acuerdo, Refugito!”
Ella se hospedó también en casa de Don Primitivo y pronto los dos muchachos fueron inseparables. Lorenzo parecía entregarse, cada vez con más frecuencia, a dulces ensoñaciones, pensando, “¡Ella será la madre de mis hijos! ¡Qué linda!” Y le era muy difícil concentrarse en sus estudios. Una vez el profesor le revisó su cuaderno de apuntes, y dijo, “¡Vaya contigo muchacho!¡Mira qué garabatos! Y ¿Qué es esto?” El enamorado enrojeció hasta la raíz del cabello: Era el dibujo de un corazón cruzado por una flecha, con la leyenda, “Lorenzo y Refugio.” El profesor puso su mano en la nuca del joven y le dijo, “No te apures hijo, nada más natural a tu edad, que enamorarse. ¡Y Refugio es una linda niña! Solo que hazme favor de no gastar el cuaderno dibujando corazones. Y ponte a hacer ejercicios de caligrafía para mejorar la letra, que buena falta te hace. Y cuando te propongas una cosa sigue esforzándote hasta conseguirla. ¡No des un paso atrás!¡Y si se te presentan dificultades supéralas!”
Ella se hospedó también en casa de Don Primitivo y pronto los dos muchachos fueron inseparables. Lorenzo parecía entregarse, cada vez con más frecuencia, a dulces ensoñaciones, pensando, “¡Ella será la madre de mis hijos! ¡Qué linda!” Y le era muy difícil concentrarse en sus estudios. Una vez el profesor le revisó su cuaderno de apuntes, y dijo, “¡Vaya contigo muchacho!¡Mira qué garabatos! Y ¿Qué es esto?” El enamorado enrojeció hasta la raíz del cabello: Era el dibujo de un corazón cruzado por una flecha, con la leyenda, “Lorenzo y Refugio.” El profesor puso su mano en la nuca del joven y le dijo, “No te apures hijo, nada más natural a tu edad, que enamorarse. ¡Y Refugio es una linda niña! Solo que hazme favor de no gastar el cuaderno dibujando corazones. Y ponte a hacer ejercicios de caligrafía para mejorar la letra, que buena falta te hace. Y cuando te propongas una cosa sigue esforzándote hasta conseguirla. ¡No des un paso atrás!¡Y si se te presentan dificultades supéralas!”
Entre tanto, es San Juan, Don
Epitacio, tío de Refugio, y quien había quedado al cargo de la muchacha al
morir los padres de ella, se hacía de palabras con el padre de Lorenzo Cabello,
diciéndole, “Es qué, no entiendo cómo en el testamento de mi hermano puede
figurar usted, que no es de la familia, como custodio de los bienes de mi
sobrina.” Don Juan Cabello le dijo, “Pues,
está escrito. Y lo ha dicho bien claro el albacea, Don Epitacio, por lo que me
he limitado a cumplir.” Don Epitacio dijo, “¡Qué!¿Me cree usted capaz de disponer de Refugito?¡Ande!¡Dígalo!”
Don Juan le dijo, “Yo no sé nada señor.
Solo que, ni la casa donde ella vivió con sus padres, ni la cuadra de caballo
finos que le dejaron, pueden ser vendidos sin mi consentimiento.” Don
Epitacio dijo, “Pues, ¡Se necesita dinero
para la educación de la niña! Tengo que pagar a Don Primitivo por su
manutención.” Don Juan dijo, “Yo le
envío todos los meses su pensión, de lo que producen las cabezas de ganado y el
ranchito de Las Águilas.” Don Epitacio se encolerizó y dijo, “¡Esta usted dejándome al margen, y evitando
que me meta! ¿No es así, naco majadero?” Don Juan dijo, “¡Oiga, yo!” Y el codicioso señor
propinó entonces una sonora bofetada a Don Juan Cabello, cuyo reumatismo y
avanzada edad no le permitían responder a la ofensa. Don Epitacio le dijo, “¡Así aprenderá no meterse en lo que no le
importa!”
La noticia no tardó en llegar a oídos del Lorenzo: “Y el pobre Don Juan
tuvo que aguantarse, porque ya ves que está muy enfermo.” Lorenzo dijo, “¡Maldito viejo! ¡Ya me las pagará!” Enseguida
Lorenzo fue con su maestro y le dijo,
“Maestro, ¿Me da permiso de dar una vuelta por los alrededores en el caballo
Rosillo que me envió de regalo mi papá?” Don Primitivo dijo, “¡Claro!¡Claro hijo!¡Ve!” Esa noche Don
Epitacio cerró su tienda a lo hora de costumbre. Y se encaminó a su casa,
tarareando una cancioncilla: “♫Adiós mamá
Carlota ♪ Narices de pelota♫” Entonces sintió que el Diablo se le aparecía,
asustándolo de muerte, en la oscuridad de la callejuela. Era Lorenzo, quien le
dijo, “¡Buenas noches viejo abusivo!”
Don Epitacio se volteó sorprendido y dijo, “Ay,
mamá Carlota. ¡Ah, pero si eres tú, Lorenzo!¡Qué susto me has dado muchacho!”
Lorenzo le dijo, “Pues hace bien en
espantarse, Don Epitacio. Porque vengo a responder por el bofetón que le
acomodó a mi padre. Ya que, si sus manos ya no le obedecen, para defenderse de
gentes como usted, aquí tienes las mías, que para el caso es lo mismo.” Don
Epitacio le dijo, “Oye, Lencho…¡Esas son
cosas de hombres! Además, el pleito es entre tu padre y yo. Tú eres muy joven.”
Lorenzo le dijo, “¡De hombres! Pues, por
eso…” La mano delgada y dura del muchacho golpeó como una masa el rostro
del tendero. Lorenzo dijo, “¡Ahora
estamos a mano, Don Epitacio! Aunque todavía no se me va el coraje.” Y al
pobre señor le cayó tal lluvia de golpes, como nunca había recibido. Y aunque
era hombre robusto, trató de defenderse. Quedó al fin tirado en el lodo, con
una que otra costilla rota, y varias muelas campaneando. Lorenzo se retiró,
pero antes le dijo, “Pa’ otra vez que
quiera algo con los Cabello, ya sabe dónde encontrarme.” Ya de madrugada, y
tan silenciosamente como había salido, Lorenzo volvió a Zitácuaro, pensando, “Menos mal que el maestro se duerme
temprano. Así no se enterará del tiempo que estuve fuera.”
Una semana después, en
vacaciones, Lorenzo llegó a su casa. Su padre al verlo le dijo, “¡Mira en que muchachote te has
convertido!¡Me alegra mucho tenerte de vuelta!” Lorenzo le dijo, después de
darle un abrazo, “Oiga, Padre, ¿Qué es
ese moretón que le veo en la mejilla?” Don Juan mintió, creyendo que así
evitaría enojos y preocupaciones a su hijo:
“¡Ah, pues nada mijo! ¡Me descuidé cuando bajaba, y montado en el tortuguillo,
por allá por Tepangareo! Y una rama de árbol me azotó la cara.” Lorenzo
siguió le juego a su inocente progenitor, y dijo, “¡Vaya! Pues sí que es peligrosa esa cuesta, señor Padre! Porque a Don
Epitacio, lo arrastró el caballo hace unos días calle abajo, de tal suerte que
por poco y estaca la zalea.” Una apenas disimulada sonrisa de satisfacción
se dibujó en los labios de Don Juan Cabello, quien dijo, “¡Vaya pues con ese Don Epitafio! ¿Ya ves, hijo?¡Tan soberbio que es!
Pero ¡Dios castiga sin palo ni cuarta!”
Por la noche, algún tiempo
después, Lorenzo y Refugio platicaban tras la tapia de la casa de ella. Ella le
dijo, “Mi tío acaba de salir a dar la
vuelta como todas las noches.” Él le
dijo, “Entonces tenemos tiempo de darnos
un beso!” Ella dijo, “¡Ay, no
Lencho!¡Qué beso ni qué nada!¡Eso es pa’ cuando estemos casados!” Don
Epitacio iba acercándose al casino cuando sintió goterones que caían en el al
de su sombrero de fieltro, diciendo, “¡Vaya!¡Comienza
a llover!” Decidió regresar a su casa y acostarse temprano, pensando, “¡No sea que vaya a agarrar un resfriado!”
Entretanto los novios continuaban en secreta conversación. Lorenzo decía, “Pero un besito madamas no te quita nada, mi
chula.” Ella le dijo, “¡Te digo que
no!” De pronto oyeron pasos. Ella dijo, “¡Es
mi tío!¡Viene para acá!¡Ay, Diosito santo!¡Si me ve contigo me encierra en un
convento!” Se escondieron tras una pila de ladrillos. Lorenzo dijo, “¡Aquí no nos verá! Está muy oscuro.”
Apenas a tiempo lograron meterse en la penumbra. En ese instante Don Epitacio
iba llegando, cantando, “¡Ay, Doña
Inés!♫¡Ay Doña Inés!♪” En eso se oyó un trueno espantoso. Y un relámpago
enorme iluminó la escena. Refugio dijo,
“¡Ay, benditas ánimas del purgatorio!¡Creo que me vió!” Lorenzo le dijo, “¡Shshshshsh!” Don Epitacio solo dijo, “¡Hum!¡Una pareja de tórtolos que se
escinden detrás de la tapia!¡Estos muchachos de hoy!¡Cerca de las diez de la
noche y haciéndose arrumacos fuera de su casa!” Y, rezongando se metió en
la casa, pensando, “Menos mal que mi
sobrina Refugito no es de ésas! Ella, a las ocho en la cama. ¡Así es como se
debe educar a los jóvenes!” Y cerró tras de sí, sin imaginar que dejaba
afuera justo a su amada sobrina. Refugio dijo, “¡Ay, virgen purísima, Lenchito!¿Cómo entro ahora a la casa? ¡Mi tío
cerró el portón!” Lorenzo le dijo, “¡Tú
no te apures, mi reina! Nomás hay que esperar un rato, para estar seguro que
Don Epitacio se fue a dormir. Entonces te ayudaré a saltar la tapia.” Otro
relámpago iluminó la calle, donde Refugio y Lencho, empapados por la lluvia
hasta los huesos, esperaban que pasara la tormenta. Ella le dijo, “Si alguien nos ve, me muero!”
Al fin amainó el aguacero.
Lorenzo colocó el caballo junto a una pila de ladrillos. Lorenzo se trepó en la
silla del caballo pero de pie. Extendió su mano y dijo, “Pon un pie en el estribo, Refugio.” El pie de ella quedó sobre el
de él, pisándolo. Lorenzo dijo, “Vamos a
atar tu banda a mi ceñidor, así, cuando yo este sobre el muro, podré jalarte.”
Pero en el momento en que Refugio llegaba al borde de la tapia, ésta cedió al
peso, y se desplomó en gran parte, lanzando a los dos jóvenes hacia la acera
con gran estruendo, donde recibieron, además, una tremenda lluvia de adobes
despedazados. Estando ambos en el suelo, Lorenzo ayudó a Refugio y le dijo, “¡Vidita, mía! ¡Háblame!¿Te has
lastimado?” Refugio trató de levantarse, pero dijo, “¡Ay Lencho! ¡Creo que me he lastimado un pie!¡Me duele mucho!¡Ay!”
No quedaba otro remedio que alejarse de allí. Lorenzo la tomó, y ella dijo, “Pero, ¿A dónde me llevas Lorenzo?”
Lorenzo la subió a la silla del caballo y le dijo, “Puede venir tu tío, atraído por el estruendo y descubrirnos.” Ella
le dijo, “¡Ay, y creo que entonces si nos agarraría a balazos!” Lorenzo se
subió al caballo también y dijo, “Por
eso, mi vida. Te voy a esconder en un lugar seguro, mientras hallo cómo
cuidarte y cómo resolver la situación.” Ella le dijo, “¡Pues vámonos para Zitácuaro, con el maestro Primitivo!” Él le
dijo, “Eso no es posible, porque la noche
esta lluviosa y oscura. Rodaríamos fácilmente por cualquier desfiladero de la
sierra, con todo y cabalgadura.” Llegaron a la boca de una cueva, Refugio
dijo, “¡Ay, Lorenzo, qué lugar tan
horrible! ¿Y aquí me vas a dejar?” Él le dijo, “Solamente mientras voy por Don Cleofas, el curandero, para que te
vende el pie.” Lorenzo la bajó del caballo y la recostó en el piso de
tierra, dentro de la cueva. Entonces le dijo,
“Aquí te dejo mi navaja, por si tuvieras que defenderte de algún merodeador o
animal del bosque.”
Amanecía cuando, ya Lorenzo,
provisto de un cobertor y una almohada, se disponía a salir del rancho Anonas,
pero…su padre le salió al encuentro, “¿A
dónde vas tan temprano, m’ijo?” Él le dijo, “Eh…¡A cúrame las reumas , señor padre, si usté me da licencia!
Porque no han dejado de molestarme. Quiero pasar a ver a Cleofas, para que me
dé un ungüento, y luego seguirme a Purúa para tomar unos baños medicinales.”
Su padre le dijo, “Pues anda con mi
bendición hijo. Y cuídate mucho porque te veo mala cara.” Minutos después,
don Cleofas examinaba el pie dislocado de Refugito, diciendo, “Voy a necesitar lienzos y aguardiente, para
darle unas friegas.” El curandero decidió regresar al pueblo. Y, poco antes
de llegar a su casa, se encontró de manos a boca con don Juan Cabello, quien le
dijo, “¡Anda usté muy apurado, don
Cleofas! ¿Ya vio uste a m’ijo Lencho?” Don Cleofas supuso que, si le
preguntaba por el muchacho era porque Don Juan estaba enterado de todo, y le
dijo, “Sí, sí, señor. Y ya le examiné su
piecito a la muchacha. Precisamente vine en un galope por vendas y aguardiente
para curarla.” Don Juan le dijo,
“Bueno, pos no lo entretengo, ¡Vaya usté con Dios, amigo!” Don Juan se fue
pensando, “¡Así que no era por las reumas
que Lencho consultó a Cleofas! Sino que se trata de una pollita en apuros.”
A prudente distancia, Don Juan siguió al curandero en su caballo, y le vió
entrar en la cueva, pensando, “¡Así que
allí la esconde!” Un rato después observó que Lorenzo se despedía de Don
Cleofas, diciendo, “Gracias por todo y,
por favor, no diga a nadie que Refugio está aquí.” Don Cleofas subió a su
caballo y dijo, “Descuida muchacho, ¡Por
mí no lo sabrán!” Aquello preocupó a Don Juan, que lo había escuchado todo,
pensando, “¡Refugio!¡Caramba!¡Ahora sí
que Lencho se encuentra en un aprieto! Ese soberbio de Don Epitacio va a armar
un escándalo de los mil demonios si se entera…”
Don Juan decidió ir en busca
de un consejo a casa de un coronel, viejo amigo, y compañero suyo de armas
durante la guerra de independencia. Su amigo coronel le dijo, “Pues, sí que esa niña y su hijo de uste
se hallan en un predicamento. Pero yo le puedo ayudar si me lo permite.”
Don Juan le dijo, “¿Cómo? En realidad, no
se me ocurre…” El coronel lo interrumpió,
“Muy sencillo, me encargo de la muchacha y la llevo a vivir a un convento. Como
uste sabe, no tengo hijos. Y, para mi seria un gusto contar con una chiquilla
cuya educación yo pueda sostener. Así evitaríamos un encuentro sangriento,
entre ese meco de Don Epitacio y el muchacho de usted.” Don Juan aceptó.
Sacaron a Refugito de la cueva, aprovechando la ausencia de Lencho. Cuando
llegaron con el carruaje, ella les dijo, “¿A
dónde me llevan?” Don Juan le dijo, “Cálmate chiquilla. Todo es por tu bien.”
Y cuando el muchacho regresó, encontró solamente una cobija y una almohada en
la tierra, y dijo, “¡La cueva está vacía!
¿Qué puede haber pasado?” Lorenzo anduvo varios días en la incertidumbre,
sin saber qué hacer, e imposibilitado de preguntar a nadie, pensando, “¿Sería Don Epitacio quien la encontró? ¡No,
no lo creo! Pues no hay nadie ni en su casa ni en la tienda. ¡Tal vez la hallan
raptado los bandidos!”
Pasó bastante tiempo, y ni
Don Juan quiso hablar con su hijo del molesto asunto. Ni éste se imaginó que su
padre sabia de la suerte que corriera Refugio. Al verlo decaído, Don Juan
pensaba, “¡Pobre hijo mío! Pero ha sido
mejor así, ¡Ya lo olvidará!” Cerca de un año después de la desaparición de
la muchacha, Lorenzo decidió su vida, y estando desayunando con su padre le dijo,
“Señor padre, me voy a dedicar al
comercio de aguardiente. Yo no sirvo para el trabajo del campo ni para servir a
un patrón. Bien me acuerdo que me decía el maestro Primitivo que, 'Servir es
ser vil.'” Su padre le dijo, “Pero,
hijo, ¿A dónde va el buey que no ara?¡No hay atajo sin trabajo!” Él le
dijo, “Bueno, yo quiero trabajar pero
independientemente, señor padre. Y, si me habilita usted con dos mulas viejas,
un carrito, y la yegua mora Lunanca, me iré por esos caminos de Dios a buscarme
la suerte.” Y Lorenzo cumplió su promesa pues, al cabo de dos años ya tenía
ocho buenas mulas propias, un buen macho de silla; cargaba unos dieciséis
barriles se aguardiente y se había hecho de un capitalito que ascendía a más de
seiscientos pesos.
Entretanto, Refugio salía del
convento, tomada del brazo de su mentor, convertida en una hermosa señorita. El
coronel le decía, “Aquí, lejos de San
Juan, podrás comenzar a asistir a fiestas y saraos, sin cuidado alguno
muchacha. ¡Es justo que después de tantos desasosiegos, te diviertas un poco
jovencita!” No tardó mucho en aparecer un pretendiente, quien dijo, “Señor coronel, vengo a solicitar a usted en
matrimonio a la señorita Refugio.” Antes de dar una respuesta, el coronel
hizo un viaje especial a San Juan para hablar con Lorenzo Cabello. El coronel
le dijo, “Voy a contarte algo que ocurrió
hace varios años Lencho, cuando Refugio se hallaba oculta en aquella cueva.”
Lencho dijo, “¿Cómo? ¡Entonces usted!”
El coronel puso al tanto al muchacho de
todo lo ocurrido, y concluyó, “De esa
manera tu padre y yo evitamos un enfrentamiento entre la familia de ella y tú.”
Lorenzo dijo, “¡Caramba! Así que Refugio
continúa en ese convento.” El coronel le dijo, “No, ella se encuentra lejos de aquí, haciendo una vida normal de
sociedad. Y, precisamente hace unos días alguien me la pidió en matrimonio.
Ahora, Lencho, fíjate bien lo que voy a decirte.” Puso el coronel su
sombrero en un extremo de la mesa, y en el otro extremo un cofre. Y señalando
al cofre dijo, “Mira muchacho, esta es
Refugio. Son las joyas que le entregaron sus padres. O sea, de menos unos
quince mil cuatrocientos pesos de renta. Además, una niña chulísima y
encantadora, que te haría muy feliz, estoy seguro de ello.” Enseguida el
coronel tocó el ala de su sombrero, y dijo, “Pero
aquí se halla un hombre viejo y cansado que lo espera todo de ti: tu padre.
Tienes que escoger entre una vida regalada con la hermosa Refugito, y la
compañía y viril ternura que encierran los últimos años de la vida de tu
viejo.” Lorenzo Cabello no lo pensó mucho, “Coronel prefiero a mi padre. Él es más importante para mí que
cualquier otra persona. ¡Renuncio a esa señorita!”
Lorenzo, pues, continuó con
su comercio de aguardiente y se olvidó, poco a poco, de Refugito. Prosperaba
pero no sin esfuerzo, pues además de hacer continuamente penosos y largos
recorridos, tenía que lidiar con aduaneros, que en ese entonces eran una
verdadera plaga. Pues el gobierno gravaba con impuestos todas las mercancías, y ya había abierto para el cobro numerosas “garitas”
donde los viajeros tenias que hacer sus pagos. Lorenzo solía “regalar” a los aduaneros algunas
cantidades de su mercancía para que le dejaran en paz, diciendo, “Tome esta ánfora, mi comandante, ¡Y brinde
usted a mi salud!” Pero una dia, un oficial a caballo lo detuvo, “¡Eh tú!¡Alto ahí! ¿Qué llevas en esos
barriles?” Lorenzo le dijo, “Ya tiene
el sello oficial, señor, y yo…”
El oficial destapó uno de los barriles y dijo, “¡Vaya!¡Pero si es contrabando de aguardiente!¡Y del mero bueno!” Media hora después, Lorenzo maldecía su suerte en el interior de una celda, pensando, “Son unos ladrones. Me quitaron todo mi cargamento, mis mulas, mi caballo y hasta mi traje de charro.”
Un mes después, Lorenzo volvía a su casa derrotado y furioso, acompañado de don Alejo, un paisano de San Juan, que se había encontrado por el camino. Mientras ambos platicaban a caballo, Lorenzo decía, “¡Mi padre luchó por años contra el gobierno virreinal para hacer de éste un país libre. Y resulta que el gobierno que surgió de las guerras de independencia conserva aún las injustas leyes que autorizan los monopolios y hacen impunes a todos esos funcionarios bandoleros de las aduanas, quienes amparados por tales leyes, desvalijan a los modestos y honrados comerciantes.” Alejo le dijo, “Te veo como me vi hace algún tiempo, Lorenzo. Y, porque sé que eres un hombre valiente y entero. Te invito a unirte a mi grupo. Somos contrabandistas de tabaco, y nos llaman los hermanos de la hoja.”
El oficial destapó uno de los barriles y dijo, “¡Vaya!¡Pero si es contrabando de aguardiente!¡Y del mero bueno!” Media hora después, Lorenzo maldecía su suerte en el interior de una celda, pensando, “Son unos ladrones. Me quitaron todo mi cargamento, mis mulas, mi caballo y hasta mi traje de charro.”
Un mes después, Lorenzo volvía a su casa derrotado y furioso, acompañado de don Alejo, un paisano de San Juan, que se había encontrado por el camino. Mientras ambos platicaban a caballo, Lorenzo decía, “¡Mi padre luchó por años contra el gobierno virreinal para hacer de éste un país libre. Y resulta que el gobierno que surgió de las guerras de independencia conserva aún las injustas leyes que autorizan los monopolios y hacen impunes a todos esos funcionarios bandoleros de las aduanas, quienes amparados por tales leyes, desvalijan a los modestos y honrados comerciantes.” Alejo le dijo, “Te veo como me vi hace algún tiempo, Lorenzo. Y, porque sé que eres un hombre valiente y entero. Te invito a unirte a mi grupo. Somos contrabandistas de tabaco, y nos llaman los hermanos de la hoja.”
Algunos días después Lorenzo
se confiaba a su padre, “No quiero ya
trabajar solo. Porque así estaría de nuevo a merced de los del resguardo de
aduanas. Me uniré a los hermanos de la Hoja. Juntos no podrán hacernos victimas
de sus pillerías.” Don Juan guardó silencio triste. Lorenzo le dijo, “¡Oh, padre! ¡Perdóneme! Si lo que le he
dicho le causa pesar, olvídelo. Me quedaré en el rancho a su lado.” Pero no
era eso lo que Don Juan Cabello esperaba de su hijo, y le dijo, “¡No! ¡Irás a reunirte con esa gente, tal
como prometiste a Alejo! No quiero que faltes a tu palabra.” Don Juan le
proporcionó un caballo, un rifle, dos pistolas, y un mastín llamado sultán, con
los cuales Lorenzo emprendió una nueva vida. Su padre le dijo, “Recuerda hijo, ‘Con astucia y reflexión se
aprovecha la ocasión’” Lorenzo subió a su caballo y dijo, “¡No lo olvidaré,
padre mío!”
Unos días más tarde, Lorenzo
se hallaba en la guarida de los temidos Hermanos de la Hoja, diciendo, “¡Aquí
estoy para lo que gusten mandar señores!” Alejo dijo, “Tenemos por costumbre someter a una prueba de iniciación la valentía y
habilidad de los recién llegados. ¿Estás listo Lencho?” Lorenzo dijo, “¡Claro que sí!¡He venido dispuesto a lo que
sea!” No había terminado de hablar cuando todos se abalanzaron a él, como
lobos hambrientos. Uno de los hermanos gritó, “¡A quitarle las pistolas!” Lorenzo dijo, “¡Epa!¡No va a ser tan fácil canijos!” Pepe, uno de los hermanos
gritó, “¡Basta!¡Es suficiente!” Lorenzo
tenía la ropa rasgada, algunos moretones y rasguños, estaba despeinado y
sudoroso. ¡Pero nadie había podido arrebatarle las dos pistolas. Que su padre
le regalara, en San Juan antes de partir.”
Pepe le dijo, “Has probado ser un charro completo. Toma mi sombrero a cambio del tuyo, que hemos pisoteado.” Alejo le dijo, “Yo te regalo mi chaqueta, pues hace girones la tuya.” El otro hermano le dijo, “Y yo la camisa le lino que me bordó mi novia.” Enseguida Pepe dijo, “Ahora, Lorenzo Cabello, ¿Juras, por lo que sea para ti más sagrado, que tus intereses serán los nuestros, que nuestras familias serán tu familia, y que defenderás con tu vida si es preciso, la de cada uno de los hermanos de la Hoja?” Lorenzo levantó su mano y dijo, “¡Lo juro!” Pepe le dijo, “Cada uno de nosotros tiene un nombre especia como miembro de nuestro grupo, para que nadie sepa el verdadero. ¿Cuál será el tuyo?” Lorenzo dijo, “¡Me llamaré Astucia¡” En ese momento, Lorenzo recordó las palabras de su padre: “Con astucia y reflexión se aprovecha la ocasión.”
Pepe le dijo, “Has probado ser un charro completo. Toma mi sombrero a cambio del tuyo, que hemos pisoteado.” Alejo le dijo, “Yo te regalo mi chaqueta, pues hace girones la tuya.” El otro hermano le dijo, “Y yo la camisa le lino que me bordó mi novia.” Enseguida Pepe dijo, “Ahora, Lorenzo Cabello, ¿Juras, por lo que sea para ti más sagrado, que tus intereses serán los nuestros, que nuestras familias serán tu familia, y que defenderás con tu vida si es preciso, la de cada uno de los hermanos de la Hoja?” Lorenzo levantó su mano y dijo, “¡Lo juro!” Pepe le dijo, “Cada uno de nosotros tiene un nombre especia como miembro de nuestro grupo, para que nadie sepa el verdadero. ¿Cuál será el tuyo?” Lorenzo dijo, “¡Me llamaré Astucia¡” En ese momento, Lorenzo recordó las palabras de su padre: “Con astucia y reflexión se aprovecha la ocasión.”
Con jaripeos, coleadas, barbacoa
y bailes campiranos se celebro el ingreso de Lorenzo a la asociación de los
Hermanos de la Hoja. Y algunos días después el grupo se reunía para hacer
planes. Pepe dijo, “Creo que ya es hora,
señores, de que nombremos un jefe. Yo propongo a Chepe Botas.” El otro
hermano dijo, “Pues yo voto por Alejo. Lo
mejor es que nos rifemos el puesto. Al que le toque se amuela.” Todos
escribieron su nombre en una papeleta. Cuando leyeron la papeleta escogida se
dieron cuenta que el elegido era Astucia. Lorenzo dijo, “¡Oh, no! Yo acabo de ingresar. No tengo experiencia. Volvamos a hacer
el sorteo.” Uno de los integrantes del grupo se acercó, y le dijo, “¡Nada de eso!¡La suerte ha hablado!¡Tú
serás nuestro guía! Entre todos te iremos poniendo al tanto de cómo operamos.
Lo demás quedará a tu criterio.” Otro del grupo gritó, “¡Viva el jefe Astucia!” Y otro gritó, “¡Muera el monopolio tabacalero!”
Poco tiempo después, Lorenzo
conocía ya todos los trucos, señales y precauciones de que tenían que valerse
Los Hermanos de la Hoja para sobrevivir. Mientras cabalgaba junto con Pepe,
éste le decía, “Como ya te habrás dado
cuenta, Astucia, tenemos que mantener a raya a los bandidos de esta zona de los
que ya hemos colgado uno que otro por desobedecer nuestras ordenes” Una mañana
llegaron a Tochimilco cuando se celebraba la fiesta del pueblo. Pepe dijo a
Lorenzo, “¡Vaya! Pues se encuentra aquí,
por lo visto, la flor innata de los mañosos. Allá veo a Paco el Curro, con su
gente por acá, al Garabato y a los Río Frío. ¡Ujuy!¡También Don Polo ha venido
a los gallos! Ten cuidado manito. Y no les des la mano. Te advierto o te dejara
medio manco.” Don Polo, jefe de los Charros de Tierra Caliente, se acercó,
diciendo, “¿Qué hay Pepe?¿Qué milagro que
se te ve por aquí?¿Quién es este charro tan ajuareado que te acompaña?”
Pepe dijo, “Es Astucia, nuestro jefe, y
tengo el gusto de presentártelo, Don Polo.” Don Polo dijo, “¡Vaya, pues considéreme su criado, señor
Astucia!¡Soy Apolinar Reyes pa’servir a usté!” Lorenzo extendió la mano, y
Don Polo la estrechó. De pronto, varios curiosos los rodearon. Uno de los
curiosos dijo, “¡Ya cayó otro incauto con
ese Don Polo!” Otro curioso dijo,
“¡Se va arrepentir de haberle tendido la mano! Porque a ese charro le encanta
probar su fuerza apachurrando los dedos de los demás.” Mientras le apretaba
la mano, Don Polo le dijo a Lorenzo,
“¿Qué me dice, señor Astucia? ¿Aguantará usted un apretón de los míos?” Lorenzo
le dijo, “Apriete usted lo que quiera,
amigo.” Don Polo creyó que sería fácil triturar aquella mano. Pero la
sintió tan dura como si fuera de hierro. Hizo su mayor esfuerzo, sin lograr que
Lorenzo mostrara ningún dolor. De pronto, fue Astucia quien comenzó a tensar el
brazo. Una vena le inchó en la frente, por el esfuerzo. Apretó, y la mano de
Polo comenzó a ponerse morada. Hasta que Don Polo dijo, “¡Basta!¡Basta!¡Lo declaro Rey, mi amigo Astucia!” Don Polo se
masajeó la mano, diciendo, “¡Je!¡Qué
bárbaro!¡Me dejó dormido el brazo!” Enseguida, don Polo se entusiasmó, y
dijo, “¡Toquen la Diana, muchachos! ¡Este
charro es un campeón!” Pepe gritó, “¡Viva Astucia!¡Vivan los Hermanos de la
Hoja!”
Un poco más tarde, cuando
Pepe, Don Polo, y Astucia tomaban unas cervezas, Pepe dijo, “¡Uf!¡Miren quién está por allí!¡Es ese
rastreo del Buldog, que después de haber traicionado a varios bandoleros con
los que anduvo!¡Ahora está de segundo en el resguardo del tabaco!” El
Buldog entretanto, contaba sus tribulaciones a un amigo: “Como le decía, compadre, ¡Esos charros malditos que se hacen llamar
Los de la Hoja me tienen frito! Mis jefes exigen que los detenga, pero no me
dan el suficiente bastimento para poder hacerles frente. Así que, yo mejor le
saco al bulto.”
Poco después, comenzaba el
jaripeo, y el toro salía del corral, bufando amenazador. El Buldog lo esperaba
con la reata en la mano, diciendo, “¡Ehhh,
toooro!” Pero le falló la lazada y se enredó. Y el cuerpo del animal paso
quemado el anca de su caballo y rozándole a él mismo las posaderas. Asustado,
el caballo se encabritó. Y el Buldog fue a dar al suelo, provocando las risas y
los chiflidos de todos los asistentes. El toro iba a embestir de nuevo, cuando
un giro maestro de la reata de Astucia, lo atrapó, quien dijo, “¡Quieto, toritoooo!” Y la gente
prorrumpió en aplausos, gritando uno, “¡Viva
el charro!” Y otro, “¡Viva! ¡Así se
hace!”
Algunos meses después, los
Hermanos de la Hoja bajaban con su cargamento por la cuesta de las lajas,
gritando uno de ellos, “¡Arreee, mulaaa!”
En eso, un campesino de la zona los detuvo, diciendo, “¡Eh, señor Astucia! Los del resguardo vienen por la loma, para caerles
en la hondonada! Son como veinticinco y los comanda un tal Buldog.” Lorenzo
dijo, “¡Pronto!¡Pongan unas cinco o seis
estacas y amárrenles cuerdas delgadas que atraviesen el camino!” El Buldog
daba instrucciones entretanto: “Vamos a
bajar ahora para sorprenderlos a media cuesta y que no se nos escapen. Ellos y
sus mulas rodarán por el desfiladero y desde éste momento les digo que, lo que
cada uno agarre será parte de su paga.” Y dio la orden, “¡Sobre ellos muchachos!¡Viva el
resguardo!¡Avancen!” Y arrancó seguido de sus hombres en una loca carrera.
Diciendo, “¡A la cargaaa!” Pero
cobarde como era, antes de estar demasiado cerca del enemigo, jaló las riendas,
y dejó pasar a su batallón por delante, gritando, “¡Vamos!¡Vamos!¡De prisa!” Así que fueron los incautos que le
siguieron, quienes, al tropezar sus caballos con las cuerdas, cayeron al
precipicio. Algunos quedaron colgando. Otros no pararon hasta tocar el fondo.
Al ver esto, el Buldog se dispuso a huir en su caballo, pero Lorenzo le salió
al encuentro, diciendo, “¿A dónde va
comandante?” Los de la Hoja le pusieron una cuerda al cuello para colgarlo.
Pepe le dijo, “¡Así aprenderás a no
pasarte de listo, amiguito!” Y el Buldog se asustó tanto que cayó
inconsciente del caballo, antes de que lo colgaran. Pepe dijo, “¡Vaya!¡No aguanta nada!”
Cuando despertó, el Buldog
aún tenía la reata alrededor del cuello, pero nadie le había hecho daño. El
Buldog dijo, “¡Estoy vivo!” Y con la
reata había un pañuelo con un solo nombre escrito: “Astucia.” El Buldog aventó la reata con el pañuelo amarrado,
diciendo, “¡Maldito charro ese! Ya me
humilló en el jaripeo. Ahora, me hizo perder a mis hombres y casi me mata pero,
¡Ya me las pagará!”
El Buldog puso innumerables
trampas a los de la Hoja, pero, siempre salió perdiendo. Hasta cuando decidió
emboscarlos en el Pinal del Paso del Muerto. Y se apostó allí con sus hombres
mientras un tal silvestre hacía pasar por el lugar con engaños a Astucia,
diciendo, “¡Adió, aquí estaban mis mulas,
jefecito! Se han de haber desperdigado. Voy a buscarlas.” No bien el
supuesto vendedor de tabaco hubo desaparecido, y una bala rozó el ala del
sombrero de Lorenzo. Pepe, que vigilaba desde la loma, vio que un hombre se
alejaba a galope, pensando, “¡Seguro que
ese fue el que hizo el disparo!” Pepe tomó su carabina e hizo fuego. El
hombre que era uno de los del Buldog, cayó muerto. Y de todos puntos del cerro
surgieron hombres armados de ambos bandos. Uno de un bando gritaba, “¡Mueran los traidores!” Otro de otro
bando gritaba, “¡Viva el resguardo!¡A la
carga!” Comenzó la balacera. Y el Buldog iba a disparar con su pistola,
cuando una bala de Tacho, el más joven de los charros, le voló el arma de la
mano. Entonces el comandante Buldog corrió hacia su caballo, pero un gran perro
mastín le salió al encuentro obstaculizando su paso. El comandante le lanzó una
piedra al perro. Entonces, el comandante alcanzó su pistola que traía en la
alforja, y le disparó a Astucia en una pierna, diciendo, “¡Muere!¡Charro maldito!” Pero en el momento, el perro Sultán,
repuesto de la pedrada, se lanzó al cuello del comandante.
Y mientras los charros
atendían a su jefe herido, Pepe le dijo, “¿Dónde
te dio, hermano?” Lorenzo dijo, “¡Fue solo un rozón en el muslo, no se
preocupen!” Mientras tanto, el mastín ponía fin a la infame carrera del Buldog,
con otra terrible tarascada. Alejo dijo, “¡Caramba!¡Lo
mató!” Pepe dijo, “¡Ya estas vengado
Lorenzo!” Tras la muerte del que creían su peor enemigo, Los de la Hoja
creyeron que podrían por tiempo indefinido, continuar su comercio en paz. Pero
los monopolistas del tabaco no se habían dado por vencidos. Uno de ellos, el
señor Higueras, dijo, “Tenemos que acabar
con esos viles contrabandistas, que reducen nuestras ganancias abarcando gran
parte del mercado interno.” El general, presente con ellos, dijo, “No se preocupe, señor Higueras. Con el
dinero que usted y sus asociados destinaron para el resguardo. Aumentaremos el
número de recluta, y les daremos la batalla definitiva.”
Fue asi que una noche, en la
Barranca de la Viuda, cercana a Tlaxcala, setenta hombres del resguardo,
auxiliados por cien soldados de seguridad pública de Puebla, tendían una
emboscada a los contrabandistas. Uno de los soldados, escondido tras unos
matorrales le decía a otro, “Según
nuestro soplón por aquí han de pasar, con un rico cargamento.” El primero
en caer fue un arriero al que llamaban el Fandango. Enseguida, Astucia y Pepe,
se dieron cuenta que estaban rodeados. Lorenzo dijo a Alejo, “¡Maldición!¡Hay dragones y capotes amarillos por todas partes!
Nuestra única salvación está en la barranca. Si bajamos con reatas, tal vez
salvemos la vida. Aunque eso si…perderíamos todo el cargamento.” Alejo dijo, “¡Juramos defender a riesgo de lo que
fuera, nuestros intereses!” Pepe dijo,
“¡Y no dejarnos despojar por esos malditos ladrones del resguardo!” Otro de
los charros levanto su arma y dijo, “¡Si
sucumbimos, que sea sin dar un paso atrás!” Otro gritó, “¡A pelear como los hombres!” Alejo gritó, “¡Uno para todos y todos para uno!” Lorenzo levantó su rifle y
dijo, “Bien mis valientes, pues ¡A dar la
batalla!”
La lucha era a muerte, y une
verdadera lluvia de balas lleno de ecos terribles la barranca. Chepe Botas fuer
alcanzado en el pecho. El tapatío corrió hacia él. Pero fue tocado en la cabeza
por una bala. Y ambos quedaron allí muertos, uno junto al otro. Fueron cayendo
así los de la Hoja, uno a uno sin remedio. Alejo se tocó el pecho y dijo, “¡Diosito!” cayendo herido en el
suelo. Astucia se acercó, arrastrándose hasta donde Alejo agonizaba. Y aún le
oyó decir, “Lencho, solo quedas tú para
velar por nuestras familias ¡vive!” Y en el momento en que Alejo expiraba,
el machete de un dragón cayó sobre la espalda de charro Astucia. Y varias
pistolas vomitaban, ejecutando vilmente a Lorenzo Cabello. Poco después la
Barranca de la Viuda se llenaba de zopilotes. Y los soldados cabalgaban hacia
Huamantla, después de haber masacrado a los Hermanos de la Hoja. Llevaban el
cuerpo tasajeado de Lorenzo sobre una mula. Una de los soldados a caballo dijo,
“¡Lo colgaremos en la plaza para
escarmiento de aquellos que quieran hacerse contrabandistas!” Pero cuando
llegaron, un tremendo aguacero bañaba la ciudad. Dejaron los animales a la
intemperie y se metieron al primer alberge que vieron. El cuerpo del charro
Astucia resbaló, sin que nadie lo advirtiera, y cayó. De manera que, al pasar
por allí, el doctor y su ayudante vieron el bulto. El doctor dijo, “¡Vaya que hay heridos en el cuartel!¡La
balacera debe haber sido tremenda!” El ayudante dijo, “¡Mire doctor!¡Allí hay un hombre tirado!” El doctor dijo, “¡Válgame!¡Con todas estas heridas tiene que
estar muerto!”
Lo llevaron a la casa del
facultativo, y cuando lo pusieron sobre un sofá, Astucia abrió los ojos y
murmuró, “¡A-Agua!” El doctor dijo, “¡Dios mío!¡Es increíble!¡Esta vivo!” Y
pasaron los años y el gobierno fue derrocado, comenzó a regir entonces el
sistema federal en el país. Fue entonces que llego al Valle de Quencio cercano
a Morelia, un funcionario de la naciente republica, que presentó a los
hacendados del lugar sus credenciales:
“Coronel Astucia, Jefe de Seguridad Pública.” Uno de los hacendados le
dijo, “Hemos solicitado al gobernador,
durante años, que nos enviara efectivos para combatir a las bandas de ladrones
que pululan por la zona.” Otro hacendado le dijo, “¡Esperamos que sea usted capaz de cumplir con esta misión!”
Lorenzo dijo, “No tenga cuidado, señor,
lo haré. ¡Como que me llamo Astucia!”
Y en efecto, posteriormente Astucia hablaba con los bandidos, negociando, “¡Muy bien señores bandidos!¡Mis hombres y yo les daremos a escoger! Se van del valle y se olvidan de que existe, o los colgamos aquí mismo en este bosque.” Muy pronto hubo paz y sosiego en aquel lugar. Tres escuadrones de infantería y doscientos hombres a caballo formaban la fuerza de la seguridad pública. Y los hacendados, por primera vez, pagaban gustosos sus impuestos. Uno de ellos decía, “¡Lo ha logrado coronel Astucia!¡Aquí está mi aportación!” Otro le dijo, “¡Usted y sus muchachos bien lo valen!” Pero tales impuestos no llegaban a las arcas del estado y esto termino por inquietar a los funcionarios de Morelia, uno de los cuales, el gobernador mismo, dijo, “¡Hace más de un año que no recibimos nada del valle de Quencio! Que una comisión vaya a investigar por qué.”
Y en efecto, posteriormente Astucia hablaba con los bandidos, negociando, “¡Muy bien señores bandidos!¡Mis hombres y yo les daremos a escoger! Se van del valle y se olvidan de que existe, o los colgamos aquí mismo en este bosque.” Muy pronto hubo paz y sosiego en aquel lugar. Tres escuadrones de infantería y doscientos hombres a caballo formaban la fuerza de la seguridad pública. Y los hacendados, por primera vez, pagaban gustosos sus impuestos. Uno de ellos decía, “¡Lo ha logrado coronel Astucia!¡Aquí está mi aportación!” Otro le dijo, “¡Usted y sus muchachos bien lo valen!” Pero tales impuestos no llegaban a las arcas del estado y esto termino por inquietar a los funcionarios de Morelia, uno de los cuales, el gobernador mismo, dijo, “¡Hace más de un año que no recibimos nada del valle de Quencio! Que una comisión vaya a investigar por qué.”
Pronto, la comisión
investigadora estuvo de regreso. El informante dijo, “Un tal coronel Astucia, al que usted nombró jefe de seguridad pública,
es el responsable, señor gobernador.” El gobernador dijo, “¿Coronel Astucia?¿Jefe de seguridad? Pero,
¡Yo no le nombré tal cosa! Ya que, ¡Ni siquiera lo conozco!” Aunque, la
indignación del gobernador amainó al enterarse de la benéfica labor de Astucia,
cuando el informante le dijo, “Ha
construido un cuartel, dos fuentes. Y ahora destina lo de los impuestos al
levantamiento de una pequeña escuela.” El gobernador dijo, “¡Caramba! Pues al parecer se trata de un
hombre hábil y honrado. Yo que creí que se trataba de un ladrón.” El
funcionario le dijo, “Las gentes de esa
zona están contentas. Y le felicitan a usted por haberles enviado al primer
funcionario hábil y honesto que han tenido, según dicen. Además, se me ha dicho
que el tal coronel Astucia podrá su nombre de usted a la escuelita.” El
gobernador dijo, “¿Mi nombre? ¡Je!¡Sí que
es astuto ese Astucia!”
Algunos meses después, se
celebraba una gran fiesta en el valle de Quencio. Había jaripeo. Había tacos,
baile, música y cohetes. El invitado de honor era el gobernador del estado de
Michoacán, quien cortó el listón inaugural de la escuela recién terminada, la
cual en efecto llevaba su nombre. Enseguida, en su momento, el gobernador
susurró al oído de Lorenzo Cabello, “Deme
ese nombramiento falso que se fabricó, compadre.” Lorenzo creyó que ese era
el fin, pensando, “¡De nada valió la
fiesta!¡Seguro va a fusilarme!” Pero no tenía más opción que entregar el
documento. Pero entonces, el gobernador sacó un pliego de su bolsillo y se lo
entrego, diciendo, “Aquí tiene usted.
Ahora su nombramiento es legal y auténtico, firmado de mi puño y letra como jefe
de seguridad, amigo mío. Hombres audaces, hábiles y con las agallas de usted,
son los que necesita nuestro gobierno. ¡Enhorabuena!” Y las gentes del
Valle de Quencio, sin sospechar siquiera que aquel falso jefe de seguridad acababa de ser ratificado en su puesto,
continuaron la fiesta, coleando reses, lazando caballos, haciendo figuras con
las reatas y lanzando al cielo luces de bengala.
Tomado de Joyas
de la Literatura, Año 1, No. 9, 15 de marzo de 1984. Adaptación: R.
Bastien. Guión: Dolores Plaza. Segunda adaptación: José Escobar.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuy buena sinopsis de la formidable novela de Luis G. Inclán, y excelentes las ilustraciones elegidas.
ResponderEliminarOjalá que a quienes la lean (la sinopsis) se les antoje y se animen a leerla (la novela) y a disfrutar del lenguaje campirano de mediados del siglo XIX mexicano.
Gracias, José Escobar.
Ojalá Osverol. Saludos fraternales. Felicidades!
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMI NOMBRE ES ANTONIO CABELLO BARRAZA ME CONTO UN TIO QUE EL ABUELO DE MI PADRE, LLEBO POR NOMBRE LORENZO CABELLO LLEGO A UN PUEBLITO MUNICIPIO DE SANTIAGO PAPASQUIARO DGO,AHI EN SAN ANDRES ATOTONILCO DGO TUBO A ANTONIO CABELLO LOPEZ BASILIO, DANIEL. MARIA DEL REFUGIO CABELLO LOPEZ ESTE SEÑOR ESTRAÑO TUBO OTRA HIJA Y REPITO EL NOMBRE DE MA. DEL REFUGIO Y LO ESTRAÑO ES QUE EL GOBIERNO LE QUEMO SU BIBLIOTECA PERSONAL QUE CONTABA EN SU CASA.
ResponderEliminares un excelente libro este de Astucia. yo he leído dos veces el tomo uno y estoy por la mitad del segundo tomo que solo logré encontrar en version digital en Amazon.
ResponderEliminarles recomiendo la edición de Manuel Sol del FCE son dos tomos, pues es la edición que mas respeta el lenguaje campirano. Atte. Beatríz Inclan P. una descendiente de él.
ResponderEliminar