jueves, 14 de diciembre de 2017

Historia de la Vida del Buscón Don Pablos de Quevedo


Historia de la Vida del Buscón Don Pablos
de Quevedo
     ¡Ah, Segovia, mi querida ciudad natal! Ninguna como ella. Mis padres también nacieron aquí. Él se llamaba Clemente Pablo, de oficio barbero. Y ella, Aldonza de San Pedro, mujer que hechizaba a cuantos la trataban. Pero no solo por sus múltiples atributos, sino que además tenía fama de…bruja. Gracias a sus pócimas, que yo en ocasiones le ayudaba a preparar, logaba resucitar cabellos y encubrir canas, lo cual le redituaba excelentes ganancias. Al llegar a este mundo, me nombraron Pablos, y creo que tanto mi padre como mi madre, me quisieron bien.
     Un día, mi madre me dijo, “Hijo, solo a ti te enseñaré mi aposento secreto.” Yo exclamé, “¡Pe-pero, si está lleno de calaveras!¿Pa-paraqué las quieres, madre?” Ella me dijo, “Son para recordar vivamente a la muerte…aunque la gente mala diga que las ocupo para desentrañar las voluntades de la vida. Pero no lo dudes chiquito mío, soy cristiana. ¡Ja, Ja!” Yo exclamé alivio, diciendo, “¡Ah!”
     Como ya les había dicho antes, mi padre se dedicaba a rapar barbas…y de paso también bolsillos. Aunque a los dos los quería igual, ellos discutían siempre sobre a quién debería imitar en el oficio. Recuerdo que mi padre me decía, estando ambos comiendo a la mesa, “Hijo, recuerda que quien no hurta en el mundo no vive. Los alguaciles y los jueces nos destierran, azotan, o cuelgan, porque no quieren que haya más ladrones que ellos y sus ministros. Pero de todos los castigos, nos libra la astucia. Pues aunque he estado preso varias veces, nunca me hicieron confesar nada, ni aún en el mismo potro. El hecho es que, practicando el dos de bastos y mi oficio, los he sostenido a ti y a tu madre.” Ella le contestó enojada, “¿Qué a mí me has mantenido? Yo soy quien lo ha hecho, y a ti te he sacado de las cárceles con mi dinero. ¡Y si no has confesado nada, ha sido por los bebedizos que te doy!” Tras discutir sobre mi petición, mi madre entró a su aposento, a ensartar un collar de muelas, y mi padre, salió de casa, y se dirigió a pelar pelos y monedas. Al verlo partir, pensé, “No puedo quejarme de no ser hijo de padres tan hábiles y celosos de mi bien.”
     Al día siguiente, ya estaba comprada la cartilla y me presenté ante el maestro, quien me dijo al llegar, “Bien llegado seas Pablos. Tienes cara de muchacho agudo y de buen entendimiento.” Yo le dije, “¿Así lo cree usted?” Así que para no desmentir al profesor, me esmeré en dar bien todas mis lecciones. También me acomedía a hacer mandados a la esposa de mi maestro. Recuerdo que cuando llegaba a su puerta, con un canasto de despensa sobre mi cabeza, ella me decía, “¡Pero qué lindo chiquillo eres tú! Siempre puntual…pasa…” Debido a esto, el profesor me favorecía demasiado y esto provocaba la envidia de los demás niños, pues en plena clase, el profesor me decía, delante de todos, “Pablos, mi esposa te manda esta roja manzana.”
     Sin embargo logré hacer amistad con todos los hijos de los caballeros, y particularmente con el hijo de Don Alonso Coronez de Zúñiga, quien me invitaba a su casa para participar en las fiestas, y sentarme a la mesa, para compartir los alimentos con ellos. Cuando el hijo de Don Alonso me invitaba a sentarme a la mesa, yo dudaba, y de decía, “Será lo correcto, niño Diego?” Pero en la escuela, los niños como yo, no me hablaban y si se burlaban de mi. Y me gritaban, “¡Qué tal, Don Navaja!” “Apenas ayer tu papá fue a limpiar mi casa de ratones, ¡Miau!” “Don ventosa, anoche tu madre fue a chupar a mis dos hermanitas. ¡Esa maldita bruja!” Yo asombrado reaccionaba, diciendo, “¿Quéee?” Recuerdo que tomé una piedra y se la lancé a uno de ellos, pegándole en la cabeza, diciendo, “¡Esto no se quedará así, bellacos!”
     Como es de esperarse, debí entregar cuentas. Mientras mi victima lloraba, el maestro me dijo, “¿Cómo fuiste capaz de herir a un compañerito tuyo? Eres un malvado, un zorrastra.” Yo le dije, “Lo hice porque…me dijo que era yo hijo de una hechicera…” El profesor me dijo, “Co-considero entonces que tuviste razón.” Entonces, el profesor miró a mi víctima, y dijo, “¡Y quién recibirá un castigo serás tú, granuja!” Llegue a mi casa ansioso de ser mimado por mi madre, quien después de relatarle todo, me dijo, “¡Pero vaya que eres un bobo! Hiciste bien en quebrarle la cabeza, que esas cosas, aunque es verdad, no se han de decir. ¡Ja, Ja!”
     Así, entre rencores y regocijos, continué mis estudios, y por las tardes solía ir a jugar con Dieguito Coronel. Jugábamos a los toros, yo era el toro, y Dieguito me toreaba, con una tela roja. El padre del caballerito, al ver cuánto se regocijaba su pequeño con mi compañía, pedía a mis padres que me permitieran ir a jugar, comer, cenar y hasta dormir en su casa en numerosas ocasiones. Cuando el carruaje me dejaba en casa, mi padre me recibía, diciendo, “¡Gracias Don Alonso, por traer de regreso a mi crío!” Así, la rutina escolar continuó. Cuando salíamos de la escuela, y veíamos pasar a Don Poncio de Aguirre, Dieguito me decía al oído, “Ahí viene Don Poncio de Aguirre. ¡Grítale Poncio Pilatos, y échate a correr después!” Yo le decía, “Esta bien, amigo.” Entonces yo le gritaba, “¡QUE TAL DON PONCIO PILATOS!” Solo que Don Poncio, que tenía fama de ser un cristiano ejemplar, se convertía en un verdadero endemoniado armado, y me perseguía con su daga, gritando, “¡Te he de alcanzar, sinvergüenza!” Mi refugio salvador seria la casa del profesor. Yo llegaba corriendo y entraba gritando, “¡Ayúdeme señora, que me matan!” Ella dijo al verme, “¡Pa-Pablillos!”
     Pero hasta allí llegaría mi iracundo perseguidor, gritando, y con una daga en mano, “¡Ahora terminaré contigo, bribón!” Yo me escondía detrás de la esposa del profesor, quien decía, “¡Deténgase, es tan solo una creatura!” El maestro logró apaciguarlo, con la promesa de que me castigaría duramente. ¡Y vaya si lo hizo! Fueron duros esos 20 azotes durante los cuales, las preguntas y las respuestas fueron, “¿Dirás más, Poncio Pilatos?” “¡Jamás Señor!” Al día siguiente, antes de iniciar las lecciones, rezamos varias oraciones, pero al llegar al credo, yo recité, “Padeció bajo el poder de Poncio de Aguirre.” Y las risas no se hicieron esperar. “¡Ja, Ja!” El profesor se me acercó riendo, y dijo, “¡Ja, Ja! Pero qué simple eres, y como veo que has escarmentado, te perdonaré los azotes, las dos primeras veces que los merezcas.”  
     Tiempo después, el profesor nos decía en el aula, “En pocos días será el carnaval, y para que todos ustedes se diviertan, quiero que elijan al ‘Rey de Gallos’ que alegrará aún mas tan esperados festejos.” Todos gritaron, “¡Sí, Sí!” De una reñida votación, yo resulté ganador. Todos gritaron, “¡Pablos será el Rey de Gallos, Viva!” El día de la carnestolenda llegó, y mi madre se encargó de vestirme y arreglarme para tan gran ocasión. Una vez que terminó, me dijo, “¡Qué guapo te veras con tu elegante traje!” Cuando me puso la corona, yo le pregunté, “¿Pudo conseguir mi padre el caballo?” Mi madre me dijo, “Por supuesto. ¡Está afuera esperado su gallardo jinete!” Pero si gallardo era el jinete, el rocíٌn parecía un espectro, un cúmulo de huesos forrado de pellejo. Cuando mi padre me subió al caballo, me dijo, “Anda, no importa la percha de la cabalgadura, sino de quien lo trepa.” Yo pensé, “¡Qué más puedo decir!”

     El flamante Rey de Gallos inició su heráldico paseo, ante el aplauso y la algarabía de todos, gritando, “¡VAMOS, VAMOS, PABLILLOS!” Cuando mi comitiva real pasaba por la plaza, ante las mesas de las verduleras, mi caballo, que venía en ayunas, devoró una verde y fresca lechuga. Una de las verduleras dijo, “¡Hey, Chiquillo, detente!” Entonces se inició un ataque “Nabal” pues me aventaron una lluvia de nabos, papas, y demás verduras. Uno de los que arrojaban verduras gritó, “¡Démosle su justo merecido!” Yo pensé, “¡Esta guerra no es a caballo, así que…!” En ese momento le asestaron un golpe al caballo en la cabeza con un palo. Tal golpe le asestaron a mi jamelgo que ambos fuimos a dar, cuan largos éramos, sobre un lodazal…Sí, toda mi digna majestad cayó al lodo…la tremenda riña sería suspendida por la justicia. Una de las verduleras me señaló, ante los soldados, diciendo, “¡La culpa fue de ese niño!” Uno de los soldados dijo, “¿Cuál de todos?” Enseguida el soldado se acercó a mí, y me dijo, “¿Así que tu originaste la trifulca? En la cárcel me contarás todo…¡Andando!”  Yo solo dije, “E-Espere señor…soy inocente!”
     El alguacil se compadeció de mi situación, y tras llevarse a prisión a mi caballo, me dejó ir a mi casa. Mis padres se enojaron por los sucedido, y así esa noche, después de arruinar la fiesta y escandalizar al pueblo, me entregué al merecido descanso.
Pasó el tiempo, y a la vez que crecimos físicamente, creció también la amistad entre diego y yo. Un día, que estábamos en su casa, su padre le dijo, “Diego, he decidido enviarte a Sevilla con un clérigo que cría hijos de caballeros.” Diego dijo, “¡Acataré tus ordenes, padre mío!” Enseguida, su padre se dirigió a mí, y me dijo, “Pablos, quisiera que acompañáras a mi hijo allá, y le sirvas en todo.” Yo le dije, “Daré inmediatamente aviso a mis padres, señor.” El primer domingo, después de cuaresma, llegamos al pupilaje, en Sevilla. Después de recibirnos, un clérigo nos dijo, “Y este será su aposento, jovencitos. ¡Exijo buena conducta!” Yo pensé, cuando lo vi, “Este clérigo me da desconfianza.” Cuando llegó la hora de la comida, el clérigo del monasterio dijo, “¡Coman, que me alegra verlos hartarse! Criados, sirvan a estos caballeros de este nutritivo caldo.”
     Cuando me sirvieron en mi plato, yo pensé, “Éste caldo está más cristalino que el agua de una fuente. ¡Puagh!” El padre seguía diciendo, “¡Todo esto es salud, claro que sí!” Cuando lo vi repartiendo, pensé, “Más carne se queda entre sus uñas que la que reparte…” Al terminar, Cabra, que así se llamaba el Padre, les echó la bendición, “Ahora demos lugar a la gentecilla que se repapile, no queramos todo para nosotros, en la olla quedan os pellejos y huesos. Mientras tanto, vaya a hacer ejercicio, no les vaya a hacer mal lo que han comido.” Yo no lo pude evitar, y solté una sonora carcajada, “¡Ja, Ja, Ja!” Enseguida, el Padre Cabra me señaló, diciendo, “¿De qué se burla usted? Ya aprenderá a ser modesto, mocito. Coman si reñir, que para todos hay.” Cuando vi a uno de los monjes oliendo un pedazo de pellejo, pensé, “Éste hombre parece haber olvidado por donde se come. ¿A dónde hemos venido a caer?¡Santo Dios!”
     Más tarde, mi amo y yo pudimos platicar. Diego me dijo, “¿Cómo podré hacer para que mis tripas olviden que tienen hambre?” Yo le dije, “A mí también me están gruñendo.” A la hora de la cena, cenamos todos, y no cenó ninguno. El padre dijo, “Es sano y provechoso cenar poco, para tener el estomago desocupado. ¡Ya se llenarán soñando que comen cantidad!” Cuando nos fuimos del comedor, pensé, “¡Ah, que dieta tan infernal!” Ya en nuestro aposento, Don Dieguito y yo, no podíamos conciliar el sueño. Entonces le dije, “Señor, ¿No seremos ya almas del purgatorio, y lo único que nos puede sacar de aquí, sea una misa y muchas oraciones?” Dieguito me dijo, “Le escribiré a mi padre para que nos sáque de aquí…” Al día siguiente, después de la lección me dirigí a la cocina donde hervía una olla y un pedazo de tocino pendía sobre ella. Pregunté al cocinero por aquello, a lo que me contestó, “El padre Cabra dice que así no se gasta tanto dinero…” Yo junté mis manos y dije, “¡Dios mío, moriremos en este lugar!”
     Pasando un mes de ésta vida miserable, mi ámo y yo apenas si teníamos ánimos para platicar. Entonces llegó la respuesta a nuestras quejas, por parte de Don Alonso. Pero después que Dieguito leyó la carta, me dijo, “Cabra le hizo creer a mi padre que mentimos para no asistir al estudio.” Entonces se me ocurrió algo y le dije, “¿Qué le parece mi señor, si nos comemos ésta carta?” Dieguito me dijo, “Y como postre nos quedan nuestras plegarias. ¡Bah!” Viviendo miles de angustias, pasó un año, y un día, un hidalgo, mientras comía, dijo, “¡Ah! Este caldo está espeso por…¡Estopa!¡Ugh!” Posteriormente el joven hidalgo enfermó, y hasta mucho después, y por no gastar, Cabra hizo venir a un practicante de medicina. Diego yo nos reunimos con otros monjes para comentar aquello. Dieguito dijo, “A estas alturas Zúñiga solo necesita confesión.” Yo comenté, “Ese clérigo, nos matará a todos de hambre.”
     Con los días, el caballerito murió feliz de partir del infierno, y tan atroz suceso sería divulgado en todo el pueblo. Al bajar el féretro al hoyo, hecho en tierra, Cabra dijo, “Descanza en paz, hermano…” El hecho llegó a oídos de Don Alonso Coronel, quien enseguida se presentó en el pupilaje. Y cuando lo recibimos, Don Alonso dijo, sin reconocernos, “¡Buena Tarde Señores! Busco a Don Diego Coronel, y a su servidor Pablos…” Dieguito le dijo, “¡Estas sombras que ves, somos ellos, padre!” Ambos se abrazaron, y Don Alonso dijo, “¡No puede ser, hijo mío! ¡Ah, como me pesa haber hecho caso de los embustes de Cabra!” Cuando partimos en el carruaje, nuestros compañeros de infortunio nos miraron partir con la más profunda de las tristezas.
     Pasamos cuarenta días en reposo y comiendo a reventar en casa de Don Alonso. Dieguito dijo, “¡Ah, Padre, gracias Dios que nos rescataste de tan cruel pupilaje!” Yo dije, “Si llegaban ahí dos percherones, dos días después salían como caballos voladores de tan ligeros; y los  gordos mastines tres horas después eran unos galgos.” Don Alonso solo rió. Tres meses después, Don Alonso envió a su hijo, y a mí, como su servidor, a completar nuestra educación a Alcalá de Henares. Antes de subir al carruaje, o diligencia que nos llevaría nuestro destino, Don Alonso nos dijo, “¡Vayan con Dios!” A la media noche llegamos a la posada de viveros. Aquello era una taberna con caballeros y damas. Cuando entramos, el portero nos dijo, “¡Pasen señores, pasen!” Enseguida, Diego dijo al posadero, “¡Sirva lo que tenga para mí, y dos criados!” Pero, entonces, Diego y yo nos confundimos, cuando uno de los desconocidos parroquianos presentes dijo, “Todos somos sus servidores, así que, señor posadero, vacíe su despensa.” Enseguida el parroquiano quitó la capa de Diego, para guardarla, mientras una de las damiselas decía, “¡Qué talle de caballero!¿Y va a estudiar?” Yo me adelanté, diciendo, “Sí, mi señor es Don Diego Coronel, y vamos de paso a Alcalá de Henares.”
     Enseguida, el desconocido parroquiano abrazó a Diego diciendo, “¡Oh, mi señor Don Diego!¡Después de más de diez años, lo vuelvo a ver convertido en hombre!” Yo pensé, cuando vi eso, “¡Juraría que no hemos visto antes a ese tipo!” Otro parroquiano se levantó, diciendo, “¿Acaso es éste el hijo del caballero de quien me contaste tantas cosas agradables?” El primer parroquiano agregó, ante el asombro de nosotros, “¡Gran dicha me invade!¡Dios le guarde!” Aun no salíamos de la sorpresa cuando el posadero sirvió la mesa, ante la cual se acercaron todos los ahí presentes. El posadero trajo un lechón, y dijo, “¡La cena esta lista, caballero!” Hombres y mujeres se repartieron todo entre ellos, dejándonos a mi ámo y a mí, hambrientos. Mientras aquellos engullían, uno de ellos dijo, “¡Comamos y bebamos que Don Diego nos hace merced a todos!” Y otros decían, mientras comían, “¡Viva Don Diego!¡Ja, Ja, Ja!” Al día siguiente, mi ámo tuvo que pagar 60 reales. Sus convidados de la noche anterior, se alejaron burlándose de su inocencia. “¡Ja, Ja, Ja!¡A pocas estrenas como  esta envejecerás!”
     Al anochecer llegamos a Alcalá, y enseguida nos acomodamos en la casa de Estudiantes, donde Don Alonso nos había alquilado un cuarto…Mientras yo ayudaba a bajar el equipaje del carruaje, el posadero recibió a Diego, diciendo, “Señor Coronel, descanse. Su siervo debe ir al cuarto destinado para él.” Don Diego dijo, “¡De acuerdo!” No hubo más remedio que mudarme. Y después, dormí como un lirón, en una habitación sola, separado de mi ámo. Por la mañana me despertaron varios gritos, “¡Viva el nuevo compañero y sea admitido en nuestra amistad!” Cuando me asomé por la ventana, pensé, “¡Salen del aposento de mi señor!”
     Inmediatamente fui a su habitación. Y al llegar a ella, le pregunté, “¿Le sucedió algo, amito?” Él me dijo, “No Pablos, solo vinieron a pedirme dinero por ser nuevo.” Más tarde nos dirigimos a nuestros respectivos colegios. A Don Diego le apadrinarían dos conocidos de su padre, y a mí, solo mi conciencia. Uno de los padrinos, dijo, “Lo esperábamos jovencito. ¡Vamos adentro!”
     Apenas puse pie en el patio de mi escuela, un grupillo de chicuelos me rodeo. Uno de ellos me dijo, “¡Así que eres nuevito!¡Jaa!” Yo le contesté sin miedo, “¡Sí!¡Ja…!” Mi sonrisa fue apagada por una lluvia de golpes, patadas, y salivazos…Hecho una piltrafa, llegué a la casa. El posadero me dijo al verme. “¿Tan pronto te hicieron volver por aquí?¡Ja, Ja, Ja!” Tan pronto me tendí en mi cama, me quedé dormido, cansado por el maltrato recibido, por lo que no sentí la llegada de mi ámo, quien al abrir la puerta, me dijo en voz alta, “¿Qué modo de servir es éste, Pablos?” Al incorporarme, el dolor me hizo llorar. Le dije, “Dispense si llóro, pero es que tengo los huesos molidos…” Él me dijo, “¿Pues qué te pasó?” Después de contarle mis penurias, Diego me abrazó, y me dijo, “Pablos, tanto tú como yo, debemos tener abierto el ojo y mirar por nosotros mismos, porque aquí no tenemos padre ni madre.”
     Por la noche, mis compañeros y yo nos dispusimos a descansar, varios en una habitación común. Una posadera me dijo, antes de irse, con un candelabro, “Descansa, Pablos, y olvida la maldad que hoy te hicieron.” Mi compañero de un lado, me dijo, “De esas novatadas tiene la culpa el rector, por no poner remedio.” Confrontado por la camaradería de mis compañeros, me dormí sintiéndome que estaba con mi padre y mis hermanos. Enseguida, la campana de una iglesia dio las doce campanadas nocturnas. De pronto, el cuarto se llenó de gritos, “¡AY ME MATAN!¡LADRONES!” Sobresaltado, cuando quise pararme a investigar qué sucedía, un látigo me regresó dolorosamente, yo exclamé, “¿Qué pa…?¡AYYY!” Mis compañeros gritaban, a la vez que los latigazos menudeaban. Entonces pensé, “¡Justicia Divina!¿Quien nos ataca tan impúnemente?” No encontrando salvación, me cubrí con las cobijas, y casi enseguida, escuché a mis compañeros salir en persecución de los verdugos: “Deténganse, pagarán ésta bellaquería.” Las luces de los candelabros se encendieron y escuché a mis compañeros decir, “¿No alcanzaron a ver quienes fueron?” “No, pero mañana sabremos y esos canallas lo pagarán…¡A fe mía que sí!”
     Al día siguiente, y no podía levantarme por mis heridas, entonces apareció mi ámo más molesto que nunca. “¡Pablo, ya no puedo contigo! Son las ocho y tú sigues acostado!” Yo dije, sobresaltado, “Mi señor…” Sin embargo, mis compañeros llegaron y hablaron con mi ámo, “Señor, acompáñenos, nosotros le contaremos todo.” Era el mediodía cuando logré salir del cuarto, solo para escuchar las burlas de mis compañeros, “¡Ahí viene por fin nuestra inocente victima!” “¡Sí, Ja, Ja, Ja!¡Nosotros somos los bellacos!” Después de todos estos hechos, mi ámo y yo vivimos tranquilos, y yo decidí comenzar una nueva vida. Cuando empecé a ver hermosas damitas cruzar por mi camino, pensé, “¡El refrán dice: ‘Haz lo que vieres’ y ya me resolví a ser bellaco con los bellacos, y aún más si puedo!”
     Una tarde, entraron en la casa dos marranos. Yo dije al verlos, “¡Vaya atrevimiento el de éstos de venir  gruñir a casa ajena!” Un compañero dijo, “Tienes razón” Pero afuera de casa estaban nuestros compañeros acorralando a ambos puercos para que no se fueran y volvieran a entrar a casa, “¡Adentro, gorditos, adentro!” Decidimos sacrificarlos, y para que no se oyera el ruido que hacían, todos a la par dábamos de gritos como si cantáramos. Esa noche, amos y criaos tendríamos una opípara cena. Mientras comíamos, uno reía, “¡Ja, Ja, Ja!” Y otro, “¡Estamos roncos de tanto gritar!¡Ja!” Don Diego y el dueño de la casa llegaron al comedor, con el disgusto reflejado en la cara, “¡Pablos!” Don Diego continuó, “Estoy enterado de todo. ¿No pensaste en que puede venir a aprehenderte la justicia?” Yo le dije, “¿Sí lo pensé, mi señor!” Y continué con mi argumento, “Si vinieran por mi, les diré que esos animales entraron sin tocar, y que se acurrucaron en mi cama, por lo que mi buen entendimiento me convenció de que eran míos.” Nuestros compañeros dejaron escapar una sonora carcajada, “¡Ja, Ja, Ja!” Yo continué, “Y el hambre, que es compañera eterna de los estudiantes, convenció a todos de paladear el menú porcino.” Don Diego me interrumpió, diciendo, “¡A fe mía, Pablos, que te estás haciendo a la horca!”
     Era digna de verse la quietud y religiosidad de mi ámo, y mi desvergüenza. Mientras uno exageraba la virtud, el otro ponderaba el vicio. Pero todos en la casa ignoraban el acuerdo que teníamos la cocinera de la casa y su servidor, para robar parte del gasto y la despensa. Cuando llegaba con mi canasta de verduras a la concina, decía, “¡Ya estoy aquí, Ciprianita!” Y ella me decía, “Pronto, escondamos la mitad de todo, Pablos.” Y para tener engañada a la casa, ella solía decir, cuando servía el guisado, “Señor Diego, no hay mejor criado que Pablicos. Consérvelo a su lado, que lo travieso se olvida por lo fiel que es.” Y Don Diego decía, “Lo sé, mujer.” Y después cuando servía a todos, Ciprianita decía, “Por cierto, a lo comprado le han dado fin muy pronto y tendremos que comprar mañana mas carbón y comestibles.” Uno de los compañeros decía, “Mañana todos le daremos dinero a Pablicos. No te aflijas.”
     Entonces, una vez que me habían dado dinero y se habían ido, Ciprianita decía, “Bien, ahora saquemos la mitad que escondimos.” Al cabo de un año habíamos logrado reunir una suma increíble de dinero. Así estuvimos chupando a todos como sanguijuelas, y nos las ingeniábamos para que creyeran en nuestra lealtad. Pero un día, sobresaltado, dije a mi ámo, “Mi señor, la ama de casa dice que me quedé con parte del gasto…” Don Diego me dijo, “Eso es imposible.”
     Ciprianita se daba tiempo para criar gallinas en un corral que yo le ayudé a construir en el traspatio de la casa, cuando un día la oí decir, mientras alimentaba a las gallinas, “¡Vengan acá!¡Pío Pío! ¡Coman!¡Pío, Pío!” Yo tenía hambre, y pensé, “Tengo ganas de comerme una de esas aves.” Inmediatamente yo le dije, sobresaltado, “¡Oh, cuerpo de Dios!¡Ciprianita, más te habría valido haber hurtado al mismo rey o matado a alguien, que este delito que acabas de cometer!” Ella le dijo extrañada, “¿Eh?” Yo le dije desesperado, “¡Cualquier cosa pude haber callado, menos esto!¡La desgracia nos ha caído a ambos!” Ella me dijo, “¿Pero qué he cometido, Pablos?¿Es una burla?” Yo le dije, “¿Crees que sea una burla el verme obligado a acusarte a la inquisición?” Ella me dijo, “¿La Inquisición? ¡Pero si no he actuado nunca en contra de la fe!” Yo le dije, “Ante los inquisidores más te valdrá desdecirte, pues si niegas tu blasfemia y desacato…¡Te castigarán!” Ella me tomó del hombro, preocupada, y me dijo, “¡Me desdeciré, pero dime ya de qué…!” Yo le dije, “¿Es posible Cipriana que finjas no saber tu infamia? ¿Acaso no dijiste a tus pollos, ‘Pío, Pío?’” Cipriana dijo, “Sí, siempre les digo así al darles su alimento…”  Entonces yo le dije con energía a Cipriana, “¿Y no es cierto que Pio es el nombre del Papa, vicario de Dios y cabeza de la iglesia?¡Ese es tu pecado!” Ciprianita dijo, “¡Ayyy!”
     Y asustada se arrodilló, gritando, “¡Ayúdame Pablos, no quiero morir en la inquisición!” Yo le dije, “Deberás jurar en lugar sagrado que no lo hiciste con malicia, eso me librará a mí de tener que acusarte. Pero también será necesario que me des esos dos pollos que comieron cuando los llamaste con el santo nombre del pontífice, para que los inquisidores los quemen.” Ciprianita, aún incada dijo, “¡Llévatelos ahora mismo, Pablos!” Enseguida se levantó a corretear a las dos gallinas, diciendo, “Mientras los llevas yo iré a jurar!” Yo le dije, “¡Será mejor que tú los lleves, pues esos hombres pueden creer que yo fui el blasfemo pecador!” Hice que Cipriana me rogara mucho, que yo entregára las aves, para dejar libre cualquier sospecha. Mientras llevaba a las aves, pensé, “Las llevaré a mi cuarto, y fingiré que salgo con ellas.”
     Después de dar una vuelta por la ciudad, regresé a la casa. Al verme llegar, Ciprianita me dijo, “¿Estoy perdonada, Pablos?” Yo le dije, “Sí, lo cual me costó mucho trabajo, pues los inquisidores no querían creerme.” Ciprianita me abrazó, diciendo, “¡Gracias por todo! Como muestra de mi agradecimiento, te regalaré una de mis mejores gallinas.” Yo le dije, “La cual compartiré con mis compañeros criados.” Tras mi festín de pollos, busqué nuevas ocasiones de entretenerme. Un día, me acerqué a la puerta de una tienda de abarrotes, y pensé, “¡Entraré a arrebatar esa gran caja llena de pasas!¡Hum!” Tomé vuelo, entré, agarré y huí, pensando, “¡Esto pesa mucho, y el confitero me alcanzará!” Detrás de mí, escuchaba los pasos de mis perseguidores, y una voz que gritaba, “¡Detente ladrón!” Pero al dar vuelta en una esquina, rápidamente, me senté en la caja de pasas y la cubrí con mi capa, haciéndome pasar por un indigente. Cuando me vieron, el que iba al frente de ellos, exclamó, “¿Ehhh?” Yo dije inmediatamente, “¡Oh, señor, cómo me duele mi pierna!” El hombre me preguntó, “¿No viste pasar por aquí, hermano, a un hombre que huía?” Yo hice como si estuviera enojado y les dije, “¡Ahí adelante va un hombre que me pisó, loado sea el señor!” Uno de ellos, dijo, “¡Vamos pronto!” Y se retiraron. Cuando quedé solo, en la calle, me levanté para dirigirme a casa. Entonces pensé al ver la caja de pasas, “Convidare a todos de estas delicias. ¡Ja, Ja!”
     Mis compañeros y mis amos festejaban mi ingenio, lo cual me inspiró a nuevas y peligrosas aventuras. Tras concluir la explicación de mi plan, dije a mis compañeros, “Ustedes dos irán conmigo, y otros dos esperaran en el lugar convenido.” Uno de ellos dijo, “De acuerdo.” Cuando partimos, Don Diego nos observaba, con una expresión tal que imaginé que me decía en su pensamiento, “¡Ah Pablos, te has convertido en un buscón!” Esa noche iba en pos de las espadas de los alguaciles de la guardia nocturna. Cuando llegue a ellos, dije, “¡Señor corregidor!¡Exijo justicia!” El corregidor, con varios de sus guardias a un lado, dijo, “¿Qué le sucede?” Yo le dije, arrodillándome, “Vengo desde Sevilla persiguiendo a seis ladrones y asesinos.” El corregidor me dijo, “¡Pero levántese, hombre!” Yo le dije, “¡Señor, entre ellos viene uno que mato a mi madre y a mi hermano, lo cual en mi ciudad quedó completamente comprobado.” El corregidor me dijo, “¿Y en donde están?” Yo le dije, “En una casa pública. ¡Ayúdeme que las animas de mi madre y mi hermano se lo pagaran en oraciones, y el rey le recompensará.” Así, llegamos a un mesón de estudiantes y pícaros, y entonces yo les dije, “Señor, es importante que entren sin espadas, pues si los ven con ellas, les pueden herir con sus pistoletes.” El corregidor dijo, “Entonces solo llevaremos nuestras dagas. ¡Pongan sus espadas en esas yerbas!” El corregidor y sus hombres entraron en busca de los matones, y nosotros corrimos como galgos rumbo a casa. Al entrar al mesón el corregidor y sus guardias, dijo, “¡Solo veo aquí a estudiantes conocidos!”
     El representante de la justicia al no encontrar nada sospechoso y notar mi  ausencia y la de sus espadas, comprendió enseguida que lo había burlado, y salió del mesón, diciendo, “¡Les júro que ese canalla no escapará!” Entonces el corregidor en compañía del estricto rector y de los alguaciles comenzó mi búsqueda por todas las casa de la ciudad. El corregidor dijo, mientras comenzaban la búsqueda, “¡Vamos adelante!” Y cuando se acercaron a la ventana de nuestra casa, el corregidor dijo, “Solo nos falta revisar ese cuarto, en el que parecen estar reunidos todos los que habitan esta casa.” Un guardia dijo, “Y no es para menos, su señoría.” Cuando la justicia entro al cuarto de mi amo Don Diego, yo ya estaba en cama haciéndome el enfermo. Cuando el corregidor me vio, dijo, “¡Santo Dios!¿Esta muy mal?” Uno de mis compañeros contestó,
“Ya ha perdido el habla y ni siquiera pudo confesarse.” Un compañero vestido como sacerdote hizo un ademan de cruz, y dijo, “In nomine patter…” Entonces, el corregidor dijo, “¡Que al altísimo acoja a este hombre en su santo seno!” Uno de los soldados dijo, “¡Amén!” A continuación, el corregidor y sus soldados procedieron a ponerse sus cascos y salieron de la habitación y casa. Al salir a la calle, el corregidor dijo, “¡Sigamos la búsqueda, y juro que aunque el bellaco resulte un hijo de noble, será ahorcado!” Un soldado dijo, “¡A fe mía que sí!” Apenas habían salido el rector y el corregidor, cuando yo ‘reviví’ en medio de risas de todos, y saqué las espadas de debajo de la cama de mi amo, las cuales habían sido recogidas por los otros dos de mis compañeros criados. Esas y muchísimas andanzas más me dieron fama de pícaro, además, los otros caballeros de la casa me requerían tanto, que apenas me quedaba tiempo para atender a mi amo. Pero yo seguía robando cajas de plátanos en el mercado, y cuando llegaba a casa, don Diego me decía, “¡Ya llegas Pablos! Has sido capaz de mantener la casa por más de un año.” Yo le dije, “¡Bah!¡No me cuesta nada!¡Ja, Ja!”
     Una mañana llegaron dos cartas de Segovia: Una para Don Diego, de su padre, y la otra para mí, de parte de mi tío Ramón Jiménez. En mi carta se leía lo siguiente, “Y tu padre murió en la horca, en págo a sus múltiples robos. Tu madre vive pero esta presa en la inquisición de Toledo , debido a su oficio, que sé que tu ya conoces…” Enseguida, Diego terminó su carta y dijo, “Pablos, mi padre me pide que regrese a Segovia…pero sin tu compañía, pues se ha enterado de tus acciones…” Yo arrugué mi carta y le dije, “Mi señor, no se preocupe…” Después, él me dijo, “Me dolerá dejarte, pero antes de acomodare como servidor de un caballero amigo mío.” Enseguida yo le dije, “A usted puedo decirle sin pena alguna lo que se me dice en esta carta…” Y cuando terminé de decirle, Don Diego me abrazó, y le dijo, “¡Lo siento tanto, Pablos!” Yo le dije, “¡Lo sé! También yo regresaré a Segovia a cobrar la hacienda de 400 ducados que menciona mi tío, pero lo hare a parte de usted.”
     Al día siguiente, vi partir con dolor, en su carruaje, a Don Diego Coronel. Algunos días después, también yo me despedí de Alcalá de Henares, y al andar en mi caballo, pensé, “Cuento con 600 reales, y eso que me vine sin pagar mis deudas a casi media ciudad.” En el camino a Segovia, me tope con un anciano clérigo, quien también iba en su caballo. Le dije, “¡Buen día, señor cura!” Él me dijo, “¿De dónde viene caballero?” Le dije, “De Alcalá…¿Y usted?” Él me dijo, “También vengo de esa ciudad habitada por las peor gente.” Mientras emparejamos nuestros caballos, yo le dije, “¿Por qué dice eso, si en Alcalá existen muchísimos hombres doctos?” Él me dijo, “¡Doctos! Durante catorce años en los que me he dedicado a la composición poética, sin razón alguna jamás me premiaron nada.” Entonces detuvimos nuestro camino, para que el anciano me leyera unos cantarcicos dedicados al corpus: “Pastores, ¿No es lindo chiste que hoy es día del señor San Corpus Cristi? Hoy es el día de las danzas; en el que el cordero sin mancilla visita nuestras panzas.”
     Yo exclame una carcajada y dije, “¡Ja, Ja!¡Cosa tan admirable! Pero Corpus Cristi no es santo, sino el día del santo sacramento.” Él me dijo, “¡Pues qué lindo es eso! Pero apuesto mi cabeza a que lo verá canonizado en cualquier calendario.” Yo dije, “¡Ja, Ja! Está bien, olvídelo…” Él me dijo, “Ahora le leeré las cincuenta octavas que he compuesto a cada una de las once mil vírgenes.” Logré convencerlo de que guardara sus escritos, y continuamos el viaje, durante el cual, el anciano clérigo fue mostrándome su terrible ignorancia: “En mi escrito del Arca de Noé, inventé un genero novedoso en el que los animales hablan y lo pienso representar en teatro. ¡Lo único que me falta es encontrar animales que hablen…con toda propiedad!”
     El anciano se quedó en Madrid, y yo continué mi camino hacia Segovia. Antes pasé por Sevilla donde un amargo recuerdo me recibió, y pensé, “¡Dios, la Casa de Cabra!” Logré enterarme que hacía poco el tacaño clérigo había muerto, la causa estoy seguro que todos ustedes la podrán adivinar. Por fin llegue a mi añorada Segovia, y enseguida me encaminé a la casa de mi tío, quien debo confesarles, era el verdugo de la ciudad, y por consiguiente, fue quien ‘acompañó’ a mi padre en sus últimos momentos. Cuando el tío me vio, se lanzó a mis brazos y dijo, “¡Hijo, Pablos…! Regresas de Alcalá convertido en todo un maestro!” Yo le dije, “Así es tío. ¿Tendrás algo de comer?” Al otro día me despedí de mi tío, pues supe que mi madre había sido quemada y no resistí seguir en Segovia. Para despedirme, mi tío me dijo, “Pablos, mucha culpa tendrás si no actúas bien, pues de sobra tienes a quien parecerte. Cuida tu dinero y trata de multiplicarlo.” Yo le dije, “¡Gracias tío!”
    Decidí entonces ir a Zaragoza, donde antes de entrar me topé con un noble caballero que al parecer esperaba su coche. Al llegar en mi caballo, le dije, “¿En algo puedo servirle, caballero?” Él me dijo, “Soy Don Toribio Rodríguez Vallejo de Ampuero y Jordán.” Jamás había escuchado nombre tan campanudo, porque empezaba en ‘Don’ y terminaba en ‘Dan’ como son de Badajo. El hombre me dijo, “¿Viene a vivir a Zaragoza?” Yo le dije, “Así he pensado hacer, caballero.” El caballero me pidió que lo llevára hasta su casa. Él se montó en su caballo, y dijo, “¿Acaso olvidaron pasar por usted, su cochero, y criados?” Yo le dije, “Usted suele creer en lo que ve, amigo, pero recuerde que no todo lo que brilla es oro.” Al llegar, Don Toribio me invitó a pasar a su casa, y ahí recibí una verdadera sorpresa. Don Toribio me dijo, “Aquí vivimos varios amigos, y entre todos buscamos nuestro alimento y vestuario, a costa de otros, fingiendo que somos prósperos hombres.”
     Fácilmente aquel bellaco me convenció de quedarme a vivir con ellos, y todos los días salíamos a buscar a algún inocente caballero, que nos invitára a comer a su casa. Mientras caminábamos por la ciudad, Don Toribio me decía, “Con tu dinero podremos alquilar dos caballicos, y le caeremos al licenciado Flechilla.” Durante los banquetes, nunca dábamos la espalda y jamás nos quitábamos la capa, todo por ocultar los remiendos de nuestros ‘elegantes’ trajes.
     Un día quiso el Diablo, quien nunca está de ocioso, que una vecina nos acusára con la justicia, la cual llegó por todos los que ahí habitábamos. Mientras los solados nos sacaban a la fuerza, uno de ellos gritó, “¡Fuera, caballeros de rapiña!” Como todos éramos ladrones, lo único que nos diferenciaba era el estilo de hurtar, fuimos a parar al calabozo. Pero mientras nos llevaban, yo pensé, “Con los cien reales que traigo en mi faltriquera, recorreré las manos que me abrirán la puerta de la cárcel.” Y con ello no solo logré la libertad, sino que el propio alcalde, me ofreció su casa, desde donde pude ver cómo mis compañeros sacados a la vergüenza, iban hacia el destierro, o hacia la horca. Algunos días después, me despedí del alcalde y de su coqueta hija, para no enfadar, y sobre todo, para no comprometerme más con tan linda moza. Al estrechar su mano, le dije, “¡Agradecido quédo de por vida, señor!” El alcalde me dijo, “¡Suerte, generoso amigo!”
     Salido de la cárcel y sin amigos, decidí hospedarme en una posada de la ciudad, pues a pesar de todo pensé seguir viviendo en Zaragoza. A la posadera le dije que yo era un hombre de dinero, y que por el momento aparentaba ser pobre, por convenir así a mis intereses. Pero cuando la vi, pensé, “No está nada mal esa jovencita.” De inmediato busqué la forma de convencer a la dueña de la posada de mi riqueza. Me puse de acuerdo con un caballero y le dije, “Y preguntarás a la mujer por Don Ramiro Guzmán, dándole mis señas y diciéndole que vas a entregarle un pago de nueve mil escudos.” El caballero me dijo, “Me has pagado y te obedeceré.” Por la noche me puse a contar cincuenta escudos, tantas veces, que se pudieron oír caer más de seis mil. ¡TLING! Fuera de mi habitación, junto a la puerta, dos mujeres conversaban, “¿Escuchaste?” “Don Ramiro no te mintió. Es riquísimo.” Al día siguiente, salí y alquilé una mula, y me dirigí a la posada bien cubierto, pensando, “Fingiré mi voz para que la dueña no me reconozca.” Tras tocar la puerta de la posada, las dos mujeres me recibieron, y dije, “Vengo en busca de Don Ramiro de Guzmán, señor de Vancerrado y Vellorete.” La posadera dijo, “N-No se encuentra…” Codiciosa de atrapar a hombre tan poderoso, la jovencita aceptó pasar la noche en mi aposento. Aún no amanecía cuando salí huyendo de la posada, pensado, “¡Ah, Berenguela, no te olvidaré pronto!”
     Durante el día, busqué hospedaje con otros picaros, que tal clase de hombres abundan por doquier, y por la tarde alquilé un caballo. Cuando divisé a dos caballeros, pensé, “¡Ahí vienen dos nobles caballeros!” Les hice platica a aquellos hidalgos, quienes creyéndome su igual me invitaron a pasear junto con ellos.
     Uno de los caballeros dijo, “Bien, iremos al Prado, pero antes dejaré con un mercader un mensaje, a mis pajes y lacayos.” Enseguida, se dirigió a mí, y dijo, “Dígame, Don Felipe Tristán, en qué tiempo llegó a la ciudad, que hasta hoy no le había visto.” Le dije, “Ayer llegué, pues vengo huyendo de mis padres, que quieren casarme sin mi consentimiento con una mujer rica, pero fea.” Al final de ese día, ya contaba con la amistad de los caballeros de Ocaña y de Talavera. Andando los cuatro en nuestros caballos, cuando me despedí de ellos, pensé, “Alquilaré buena ropa para la cena a que me invitaron.” La cena se llevaría a cabo en casa de Don Evaristo de Ocaña. Cuando llegué a la cena, dejé mi caballo con un guardia, a quien dije, “Lacayo, deberás llamarme siempre Don Felipe Tristán.” Él asintió, diciéndome, “Sí señor.” Una vez adentro, fui recibido por nuestro anfitrión, “Mi buen amigo, Don Felipe Tristán, páse, páse, conocerá a mis sobrinas.” Yo mostré encanto y agrado y dije, “No esperaba encontrarme con tan hermosas damas.”
     Durante la velada, puse todo mi interés en Doña Ana, mujercita bella y recatada, pues su hermanita aunque linda y desenvuelta, me dio sospecha de ligera. Sentados en la mesa, una vez cenando, nuestro anfitrión exclamó, “¡Qué agradable noche en compañía de mis hermanas, sobrinas y amigos!” Después de haber cenado, Doña Ana y yo salimos a pasear por el jardín. Mi enamorada contemplación fue interrumpida por la llegada de un caballero. Doña Ana exclamó, “¡Querido Primo!” Un caballero besó su mano y dijo, “¡Aunque tarde, pero he llegado, prima!” Ella dijo, “Nos acompaña el señor Felipe Tristán, caballero muy honrado y noble.” El primo no era otro que mi buen Don Diego Coronel, quien desde ese momento no me despegó su vista. Doña Ana dijo, “Mi madre y mi tía te esperaban con ansia, Diego.” Cuando Don Diego se me acercó, sentí también que se acercaba mi fin, cuando me dijo, “Disculpe caballero, pero es increíble su parecido con un criado que tuve en Segovia, cuya madre era hechicera, su padre un ladrón, su tío un verdugo, y él mismo, un sinvergüenza.” Yo le dije, “¡Vaya pícaro tan bajo hombre!” Herido en mi vanidad, y para no ser reconocido, me despedí de los ahí reunidos; afuera me esperaba el lacayo para que le pagára lo convenido. Así las cosas, llegó el domingo, y planeando conseguir prestado un buen caballo, me acerqué a la iglesia y hablé con un lacayo, quien me dijo, “Sí, mi señor está en misa.” Entonces le dije, “Te daré cuatro reales, si me dejas dar una vuelta en el caballo, mientras tu ámo está en misa.”
      Montado en el corcel, pasé frente a la casa de Doña Ana. Y al verla en la ventana, le dije, “¡Buen día, criatura angelical!” Ella me dijo, “Don Felipe Tristán, gusto de verlo!” Entonces para halagarla, quise hacer galantería con el caballo. Pero mi inexperiencia como jinete, me hizo caer cuan largo. Varios parroquianos que me vieron, exclamaron sendas carcajadas. Al oír el escándalo, Don Diego, que vivía con sus primas, se asomó, y pudo ver como el lacayo me pedía le entregára el animal: “¡Mi ámo está por salir de misa, y me urge su caballo!” En ese momento llegó el señor del caballo, y dijo, “¡Par de bellacos, devuélvanme mi rocín!” El señor tomó su caballo y se retiró con su lacayo. Intentando ocultar mi vergüenza y humillación, me levanté, y expliqué a quienes me veían, “Éste letrado me rogó que probára su animal, y por poco y me máto.”
    Don Diego y Doña Ana, insistieron en asistirme. Mientras me curaba, Doña Inés me dijo, “Pobre de usted, mire como le quedó la cara.” Sin embargo, logré obtener una cita con Anita esa misma noche. Las citas se repitieron noche a noche, y en una ocasión que volvía de estar en sus brazos y en su lecho, recibí un ataque sorpresivo a palos de tres individuos. Pero antes escuché la voz de un cuarto individuo, diciendo, “¡Pagarás, pícaro embustero y mal nacido!” Cuando quedé tirado en el suelo, reconocí la voz y pensé, “¡L-La voz e-era de Don Diego…!” El ataque sorpresivo había sido ordenado por Don Diego Coronel, quien finalmente había descubierto mis intrigas. La justicia vino a levantarme, pues debido a la feroz golpiza ni siquiera sentía las piernas. Uno de los tres soldados dijo, mientras me cargaban, “Lo dejaremos en un posada para que lo curen.” A la mañana siguiente desperté teniendo ante mí a la anciana dueña de la posada. Recuerdo que me dijo, “Vaya si te tundieron, hijo. He sabido que has despreciado tu hacienda, y que te han visto aquí como estudiante, como pícaro y como caballero, y todo por las malas compañías. ¡Qué lindo Buscón!” Ocho días después, me despedí de aquella señora, pensando, “Tendré que pedir ayuda pues no tengo ni en qué caer muerto.”
     Iniciaría entonces mi oficio de pordiosero, y mientras me instalaba con unas muletas, pensé, “También me desgarraré la ropa y conseguiré además un rosario.” Y empecé a ganar mucho dinero colocándome con mis muletas afuera de la iglesia, diciendo, “Por el buen Jesú, una limosna al pobre tullido.” Después conseguí, en el colmo de la desvergüenza, que tres chiquillos robáran y pidiéran limosna para mi provecho. Un día conté doscientos reales en menos de un mes. Con una regular fortuna decidí viajar hacia Toledo, y lo hice acompañado de un licenciado que iba hacia allá por cuestión de negocios. En Toledo me sostuve como fullero. A menudo mis rivales en las cartas, me trataban de sorprender, diciendo, “¡Quítese la capa que ahí puede esconder la capa!” Pero cada vez que yo ganaba, invitaba a mis adversarios a beber en mi honra, la cual hasta que la vi beber, supe cuanta era.
     Cuando brindábamos, uno de ellos decía, “¡Viva el buen Pablos!” El resultado era que siempre terminaba como una uva, al igual que los demás. Una de aquellas noches nos topamos con la ronda, y nos enfrentamos a ella a espadazos. Aún envueltos por la espuma del vino, corrimos a refugiarnos en la iglesia, de la cual tendríamos que salir disfrazados un a uno más tarde. Por enésima vez fui a dar a una posada, en la cual me encontré con la mujer más sensual y atrevida de toda España. Recuerdo que le decía, “Contigo navegaría hasta el fin de mis días, Grajal.”
     Con la Grajal me aficioné como ningún otra. Recuerdo que al tenerla en mis brazos, le decía, “Ve has vestido de nuevo con tus colores.” Como la justicia seguía en mi busca, decidí embarcarme hacia las Indias, cansado, aunque no escarmentado, de la vida que llevaba. Mientras hacíamos nuestras maletas, recuerdo que le dije a la Grajal, “Mudando mundo y tierra, mejorará mi suerte.” Pero ella, pensaba de seguro en ese momento, “Y yo tal vez mude de…hombre.” En las Indias me iría aún peor, pues nunca mejora su estado quien cambia solamente de lugar y no de vida y costumbres.
Tomado de, Novelas Inmortales, Año XVI. No. 818, Junio 21 de 1993.  Guión de: Víctor M. Yañez. Adaptación: Remy Bastien. Segunda Adaptación: José Escobar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario