miércoles, 6 de enero de 2021

24 Horas en la Vida de Una Mujer, de Stefan Zweig

     Stefan Zweig nació el 28 Noviembre de1881, y falleció el 22 de Febrero de1942. Fue un novelista, dramaturgo, periodista y biógrafo austriaco. En el apogeo de su carrera literaria, en las décadas de 1920 y 1930, fue uno de los escritores más traducidos y populares del mundo.

     Zweig se crió en Viena, Austria-Hungría. Escribió estudios históricos de figuras literarias famosas, tales como Honoré de Balzac, Charles Dickens, y Fyodor Dostoevsky, en su libro de 1920, Drei Meister (Tres Maestros),
y eventos históricos decisivos en su libro de 1928, Sternstunden der Menschheit (publicado en inglés en 1940 como La Marea de la Fortuna: Doce Miniaturas Históricas).
Escribió las biografías de,
Joseph Fouché (1929), Mary Stuart (1935), y Marie Antoinette (1932), entre otras.
La ficción más conocida de Zweig incluye,
Carta de una Mujer Desconocida (1922),
Amok (1922),
Miedo (1925),
Confusión de Sentimientos (1927),
Veinticuatro Horas en la Vida de una Mujer (1927),
la novela psicológica,
Ungeduld des Herzens (Cuidado con la Piedad, 1939)
y
El Juego Real (1941).

    En 1934, como resultado del ascenso del Partido Nazi en Alemania, Zweig emigró a Inglaterra y luego, en 1940, se mudó brevemente a Nueva York y luego a Brasil, donde se instaló.
    En sus últimos años, se declararía enamorado del país, escribiendo sobre él, en el libro Brasil, Tierra del Futuro. Sin embargo, a medida que pasaban los años, Zweig se desilusionó, y desesperaba cada vez más por el futuro de Europa.
     Él y su esposa, Lotte, fueron encontrados muertos de una sobredosis de barbitúricos en su casa de Petrópolis, la ciudad brasileña, el 23 de febrero de 1942; habían muerto el día anterior. Sus obras literarias han sido la base de varias adaptaciones cinematográficas.
     Las memorias de Zweig, Die Welt von Gestern (El Mundo del Ayer, 1942), se destacan por su descripción de la vida durante los últimos años del Imperio austrohúngaro bajo Franz Joseph I, y ha sido llamado el libro más famoso sobre el Imperio Habsburgo.

Biografía

     Zweig nació en Viena, hijo de Moritz Zweig (1845-1926), un rico fabricante de textiles judío, e Ida Brettauer (1854-1938), hija de una familia de banqueros judíos. Estaba emparentado con el escritor checo, Egon Hostovský, quien lo describió como, "un pariente muy lejano", algunas fuentes los describen como primos.

     Zweig estudió filosofía en la Universidad de Viena, y en 1904, obtuvo un doctorado con una tesis sobre, "La filosofía de Hippolyte Taine". La religión no jugó un papel central en su educación. "Mi madre y mi padre eran judíos, sólo por accidente de nacimiento", dijo Zweig más tarde en una entrevista. Sin embargo, no renunció a su fe judía y escribió repetidamente sobre judíos y temas judíos, como en su historia Buchmendel, o Mendel, El de los Libros.

      Zweig tenía una cálida relación con Theodor Herzl, el fundador del sionismo, a quien conoció cuando Herzl todavía era editor literario de la Neue Freie Presse, entonces el principal periódico de Viena; Herzl aceptó para su publicación algunos de los primeros ensayos de Zweig.
     Zweig, un cosmopolita comprometido, creía en el internacionalismo y en el europeísmo, como deja claro en, El Mundo de Ayer, su autobiografía: "Estaba seguro en mi corazón desde el principio de mi identidad como ciudadano del mundo". Según el autor, Amos Elon, Zweig llamó al libro de Herzl, Der Judenstaat un, "texto obtuso, [una] tontería".
     Zweig sirvió en los Archivos del Ministerio de Guerra, y adoptó una postura pacifista como su amigo Romain Rolland, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1915.
     Zweig se casó con Friderike Maria von Winternitz, nacida en Burger, en 1920; se divorciaron en 1938. Con el nombre de, Friderike Zweig,  su esposa publicó un libro sobre su ex marido después de su muerte. Más tarde también publicó un libro de imágenes sobre Zweig.
     A finales del verano de 1939, Zweig se casó con su secretaria Elisabeth Charlotte, "Lotte," Altmann, en Bath, Inglaterra. La secretaria de Zweig en Salzburgo, desde noviembre de 1919 hasta marzo de 1938, fue Anna Meingast (13 de mayo de 1881, Viena - 17 de noviembre de 1953, Salzburgo).

     Como judío, el alto perfil de Zweig no lo protegió de la amenaza de persecución. En 1934, tras el ascenso al poder de Hitler en Alemania, Zweig se fue de Austria a Inglaterra, y vivió primero en Londres y, a partir de 1939, en Bath.
     Debido al rápido avance de las tropas de Hitler hacia el oeste y la amenaza de arresto o algo peor, como parte de los preparativos para la Operación Seelöwe, pues se había elaborado una lista de personas que serían detenidas inmediatamente después de la conquista de las Islas Británicas, el llamado, Libro Negro. y Zweig estaba en la página 231, con su dirección en Londres completamente mencionada:
Zweig y su segunda esposa cruzaron el Atlántico hacia los Estados Unidos, instalándose en 1940 en la ciudad de Nueva York; vivieron durante dos meses como invitados de la Universidad de Yale, en New Haven, Connecticut, luego alquilaron una casa en Ossining, Nueva York.

     El 22 de agosto de 1940, se trasladaron de nuevo a Petrópolis, un pueblo montañoso colonizado por Alemania a 68 kilómetros al norte de Río de Janeiro. Zweig, cada vez más deprimido por la situación en Europa y el futuro de la humanidad, escribió en una carta al autor Jules Romains:
"Mi crisis interior consiste en que no soy capaz de identificarme con el yo del pasaporte, el yo del exilio."
     El 23 de febrero de 1942, los Zweig fueron encontrados muertos de una sobredosis de barbitúricos, en su casa de la ciudad de Petrópolis, tomados de la mano. Había estado desesperado por el futuro de Europa y su cultura. "Creo que es mejor concluir en el momento oportuno y en el porte erguido una vida en la que el trabajo intelectual significó la más pura alegría y la libertad personal el mayor bien de la Tierra", escribió.

     La casa de los Zweig, en Brasil, se convirtió más tarde en un centro cultural, y ahora se conoce como, Casa Stefan Zweig.

Obra Literaria 

     Zweig fue un destacado escritor en las décadas de 1920 y 1930, y se hizo amigo de Arthur Schnitzler, y Sigmund Freud. Fue extremadamente popular en los Estados Unidos, América del Sur y Europa, y lo sigue siendo en Europa continental; sin embargo, fue ignorado en gran medida por el público británico.

Su fama en Estados Unidos había disminuido hasta la década de 1990, cuando varios editores (en particular, Pushkin Press, Hesperus Press y The New York Review of Books) comenzaron a hacer un esfuerzo para que Zweig se volviera a imprimir en inglés.
Plunkett Lake Press ha reeditado versiones electrónicas de sus obras de no ficción. Desde entonces ha habido un marcado resurgimiento y una serie de libros de Zweig han vuelto a imprimirse.

     La opinión crítica de su obra está fuertemente dividida, entre quienes elogian su humanismo, sencillez y estilo efectivo, y quienes critican su estilo literario como pobre, ligero y superficial. Michael Hofmann ataca mordazmente el trabajo de Zweig. Hofmann usa el término, "vibración vermicular" para referirse a un pasaje atribuido a Zweig, y citado en 1972, aunque el pasaje no aparece en la obra publicada de Zweig.
    Hofmann agrega que, en su opinión, que, "Zweig simplemente sabe a falso. Él es la Pepsi de la escritura austriaca." Incluso la nota de suicidio del autor, sugiere Hofmann, hace que uno sienta, "el irritable aumento del aburrimiento a mitad de camino, y la sensación de que no lo dice en serio, su corazón no está en eso (ni siquiera en su suicidio)".

Zweig es mejor conocido por sus novelas, en particular, El Juego Real, Amok, y Carta de Un Mujer Desconocida, que fue filmada en 1948, por Max Ophüls, además de sus novelas, Cuidado con la Piedad, Confusión de Sentimientos, y la publicación póstuma, La Chica de la Oficina de Correos) y biografías, en particular, de Erasmo de Rotterdam, Fernando de Magallanes y María, reina de Escocia, y también la publicada póstumamente sobre Balzac.
    En un momento, sus obras fueron publicadas sin su consentimiento en inglés bajo el seudónimo de "Stephen Branch," una traducción de su nombre real, cuando el sentimiento anti-alemán estaba en auge. Su biografía de 1932 de la reina María Antonieta, fue adaptada por Metro-Goldwyn-Mayer como una película de 1938, protagonizada por Norma Shearer.

    Las memorias de Zweig, El Mundo de Ayer, se completaron en 1942, un día antes de que se suicidára. El libro se ha discutido ampliamente, como un registro de, "lo que significó estar vivo entre 1881 y 1942," en Europa central; el libro ha atraído, tanto elogios de la crítica, como un recházo hostil.

    Zweig reconoció su deuda con el psicoanálisis. En una carta fechada el 8 de septiembre de 1926, le escribió a Freud: "La psicología es el gran negocio de mi vida". Continuó explicando que Freud, tuvo una influencia considerable en varios escritores como, Marcel Proust, D.H. Lawrence, y James Joyce, dándoles una lección de "coraje" y ayudándoles a superar sus inhibiciones. "Gracias a ti, vemos muchas cosas. Gracias a ti decimos muchas cosas que de otra manera no hubiéramos visto ni dicho". La autobiografía, en particular, se había vuelto, "más lúcida y audaz".

     Zweig disfrutó de una estrecha asociación con Richard Strauss y proporcionó el libreto para, Die Schweigsame Frau (La Mujer Silenciosa). Strauss desafió al régimen nazi al negarse a aprobar la eliminación del nombre de Zweig del programa para el estreno de la obra, el 24 de junio de 1935, en Dresde. Como resultado, Goebbels se negó a asistir como estaba previsto, y la ópera fue prohibida después de tres funciones. Zweig colaboró ​​más tarde con Joseph Gregor, para proporcionarle a Strauss el libreto de otra ópera, Daphne, en 1937.
     Al menos otra obra de Zweig recibió un escenario musical: el pianista y compositor Henry Jolles, quien como Zweig había huido a Brasil para escapar de los nazis, compuso una canción, "Último Poema de Stefan Zweig", basada en "Letztes Gedicht", o El Ultimo Poema, que Zweig escribió con motivo de su 60 cumpleaños en noviembre de 1941. Durante su estancia en Brasil, Zweig escribió, Brasilien, Ein Land der Zukunft (Brasil, Una Tierra del Futuro) que consistió en una colección de ensayos sobre la historia y la cultura de su país recién adoptado.

      Zweig era un apasionado coleccionista de manuscritos. Hay importantes colecciones de Zweig en la Biblioteca Británica, en la Universidad Estatal de Nueva York, en Fredonia, y en la Biblioteca Nacional de Israel. La colección Stefan Zweig de la Biblioteca Británica fue donada a la biblioteca por sus herederos, en mayo de 1986. Se especializa en manuscritos musicales autógrafos, incluyendo obras de Bach, Haydn, Wagner y Mahler.
Se ha descrito como, "una de las mayores colecciones de manuscritos autógrafos del mundo". Un artículo particularmente valioso es el "Verzeichnüß aller meiner Werke" de Mozart, es decir, el catálogo temático manuscrito del propio compositor de sus obras.

     El año académico 1993-1994 en el, College of Europe, fue nombrado en su honor. (Wikipedia en Ingles)

     Veinticuatro Horas en la Vida de una Mujer, es una novela publicada por primera vez en 1924, en una colección titulada, Verwirrung der Gefühle: Drei Novellen, o Confusión de Sentimientos: Tres Cuentos, por Stefan Zweig.
La novela fue llevada a la pantalla en 1931, 1944, 1952, 1968, y 2002.
     Traza a una mujer durante un solo día, pero ese día es a la vez, el más vívidamente maravilloso y, en última instancia, terrible de su vida. Es una viuda inglesa que queda hipnotizada por el juego casi suicida y temerario de un diplomático polaco fracasado, una noche en Montecarlo.  Desde esta primera chispa de interés, ella se ve envuelta en su vida turbulenta e inestable. (Wikipedia en ingles)

24 Horas en la Vida de Una Mujer

de Stefan Zweig

     Era el verano de 1926, y la rivera francesa se encontraba plétora, rica de animación. En  una de las tantas pensiones del lugar, se había reunido un heterogéneo grupo de personas. Entre ellas estaban dos matrimonios: Los Kruger, alemanes, y los Bonelli, italianos. Un acaudalado comerciante de Lyon, Paul Gousard, su esposa Henriette y sus dos hijas. La señora Emily Charmichael, dama inglesa, distinguida, siempre amable, a quien todos demostraban gran deferencia. El señor Edward Robinson, quien por su agradable trato se había ganado el aprecio de todos los huéspedes. Y un caballero danés, cuya pasión era la pesca. Todos se reunían a la hora de comer, llevando una agradable y pacifica relación.

    Habían trascurrido quince días de convivencia, cuando algo inesperado sucedió. Un atractivo joven llegaría al grupo. Entonces la señora Henriette le comentó a la señora Charmichael, “Acaba de llegar un nuevo huésped. Es un joven francés. Alquiló la habitación que quedaba desocupada.” La señora Charmichael dijo, “Ese joven tuvo suerte, esa pensión es magnífica. Mucho más cómoda que un hotel.” El joven francés no solo era elegante, sino también buen mozo y distinguido. El primer dia de su estancia, el joven se presentó en la comida, y dijo, “Buenas tardes. Soy Rene Couvair.” Entre los huéspedes, su presencia causó una excelente impresión. Henriette comentó a la señora Carmichael, “¡Qué joven tan encantador!” A su vez, la señora Carmichael comentó, “Es todo un caballero, tan amable y simpático.” Y asi, como si fuera un milagro, el joven llenó de un nuevo ánimo el lugar. Despues de comer y platicar, uno de los huéspedes reía al escuchar a Couvair, diciendo, “¡Ja, Ja, Ja…! Es muy divertido lo que me ha contado.” Durante las siguientes horas, con todos tuvo algún detalle, incluso acompañó a Henriette en su habitual paseo nocturno por la playa, antes de cenar.

     A la mañana siguiente, muy temprano, el joven Couvair fue de pesca con el caballero danés. A mediodía, cuando regresaron, el señor Kruger dijo, “¿Qué tal la pesca?” El caballero danés dijo, “No tuvimos suerte, pero éste joven me relató algunas anécdotas con tanta gracia, que me mantuvo muy entretenido.” Henriette agregó, “Nunca había conocido a alguien como ese joven. Simpático, ingenioso, bien educado, buen mozo…” El señor Paul Gousard dijo, “Hay personas en las cuales el Señor vuelca todos sus dones.”
     Después de la comida, el joven Couvair se dirigió a la terraza con la señora Henriette Gousard, con quien platicó largamente, mientras el marido dormía la siesta. Ya eran las seis, cuando el señor Robinson quien se encontraba en la estación, a donde había ido a dejar unas cartas, llegó, e interrumpiendo la conversación dijo, “¿Se marcha señor Couvard?” El joven Couvard dijo, “Sí, recibí una llamada urgente. Debo estar en París, hoy mismo, pero regresaré en un par de días.” El señor Robinson dijo, “¡Qué lástima! Le deseo buen viaje, y ojalá pueda volver pronto.” El joven dijo, “Así lo espero. Adiós.”

     Cuando Edward Robinson regresó a la pensión, ya era hora de cenar. La señora Carmichael dijo, “Aunque estuvo muy poco tiempo con nosotros, se le extráña, ¿verdad?” La señora Henriette dijo, “Así es. Qué hombre tan simpático y alegre. Su presencia fue muy agradable. ¡Cómo me reí de sus chistes!” la señora Carmichael dijo, “Es increíble que haya dejado un vacío tan notorio.” La señora Henriette dijo, “¿Y cómo no? El día de ayer fue tan encantador, gracias a él.” Esa noche la plática decayó más pronto que de costumbre, y uno a uno empezaron a retirarse. El señor Bonelli dijo, “Leeré un poco. Aún no tengo sueño.”
     Se embebió de tal forma en la lectura, que no se dio cuenta como pasaba el tiempo, y a media noche dijo, “Algo sucede. Se escuchan voces alteradas y gente que va y viene.” Sorprendido por la desusada agitación, bajó al vestíbulo y encontró a varios de los huéspedes, y dijo, “¿Qué paso?” El señor Robinson dijo, “¡La señora Gousard ha desaparecido! Después de cenar decidió dar un paseo por las playa y aun no regresa.” La señora Carmichael dijo, “Su esposo teme que le haya sucedido algo. Dice que la notó algo pálida y nerviosa en la tarde.” La señora Kruger dijo, “Quizás se desmayó y el mar la arrastró…¿Qué horror!”

    Entre tanto el señor Gousard, siempre tan reposado, parecía la viva imagen de la desesperación, diciendo, “¡Henriette!¿Dónde está mi Henriette? ¿Qué le habrá sucedido?” El señor Paul tomó a la señora Carmichael de los hombros y dijo, “¡Mi esposa, mi adorada esposa!” El señor Robinson dijo, “¡Cálmese! Ya se llamó a la policía, ellos la encontraran.” El señor Paul dijo, “Temo que algo terrible le ha sucedido. Si la pierdo, jamás podré conformarme. ¡Mi Henriette, la mujer más maravillosa!” El bullicio despertó a las hijas del angustiado hombre. “¡Papá!¿Dónde está mi mami?” El señor Paul les dijo, “¡Hijitas regresen a la cama! Oh, mis pobres niñas, yo las llevaré.” El señor Bonelli dijo, “Pobre hombre, está a punto de volverse loco.”
     El señor Robinson dijo, “No es para menos. Esperemos que a la señora no le haya sucedido una tragedia.” La señora Bonelli dijo, “¿Y si la raptaron? Quizá quieran una gran suma por su rescate y…” El señor Robinson dijo, “¡No diga tonterías, mujer…! Yo creo que ha sufrido un accidente.” Hacían todo tipo de especulaciones, cuando Paul bajó, llegando de la escalera al vestíbulo y dijo, “Ya no es necesario buscar a mi esposa…ella…me ha abandonado.” Mientras Paul se sentaba en un escalón, todos se quedaron petrificados, como negándose a aceptar lo que habían escuchado. Robinson dijo, “¡No puede ser!” La señora Carmichael dijo, “¡Es imposible!” El pobre hombre, en forma patética, dejó escapar su desesperación. “¡NOOOO…HENRIETTE…NOOO! ¡REGRESA…REGRESA…!” Los allí presentes no supieron qué hacer, ante esa explosión de dolor, y optaron por retirarse. Paul decía, “¡No puede ser…no puede ser…!”

     Al día siguiente, el señor Robinson comentó en el desayuno, “El señor Gousard se marchó muy temprano con sus hijas.” La señora Carmichael dijo, “Una de las camareras leyó la carta que le dejó su mujer. Resulta que ella no se marchó sola.” La señora Kruger dijo, “¡Cómo!¿Acaso se fue con otro hombre?” El señor Robinson dijo, “Así es. Y nada menos que con el joven francés.” La señora Bonelli dijo, “Eso no es posible. Ese joven estuvo dos días aquí, y no platicó con ella más de una hora.” La señora Carmichael dijo, “No puedo creer que una mujer abandone a su esposo e hijas por un desconocido.” La señora Kruger dijo, “Quizá para ella no lo era tanto, y hacía tiempo que tenían relaciones secretas. Seguramente él solo vino a buscarla.” La señora Carmichael dijo, “Sí, así debe ser. Es absurdo pensar que una mujer tras unas horas de galanteo, se fugue tan descaradamente.”
     Sin embargo, el señor Robinson comentó, “Yo no lo veo tan imposible. Una señora tras años de matrimonio, decepcionada, hastiada, puede estar dispuesta a una aventura así.” La opinión del señor Robinson encendió los ánimos de los presentes más que la huída misma. El señor Bonelli dijo, “¿Está insinuando que la dama se sintió flechada por el apuesto jovenzuelo?” Robertson dijo, “Podría ser, ¿Por qué no?” El señor Bonelli dijo, “Pues permítame aclararle que es un desatino creer en los flechazos. Son solo fantasías de novelas de pésimo gusto.” El señor Krueger dijo, “Estoy de acuerdo. Me extraña que un caballero defienda la actitud casquivana de una mujer que ha perdido el respeto de la gente bien.” El señor Bonelli dijo, “Tiene razón. Existen las mujeres honestas y las de temperamento ligero. Esa Henriette pertenecía al segundo grupo.” Sin embargo, Robinson dijo, “Señores, me parece muy poco caritativo expresarse así de alguien que no puede defenderse. ¡Eso no es digno de caballeros!”

    La discusión rápidamente se fue tornando agresiva y aunque velados, se lanzaban insultos y ofensas. El señor Bonelli, ya de pie en la mesa, decía a Robinson, “Usted, como soltero acostumbrado a las conquistas fáciles, juzga con mucha ligereza las actitudes de cierto tipo de mujeres.” Robinson se puso de pie, y dijo, “Lo que júzgo es la forma como se crucifica a una mujer, sin pensar que cualquiera puede caer en un momento de debilidad.” Robinson continuó, “Muchas personas experimentan gran satisfacción al sentirse más fuertes, morales y puras, que las que resultan ‘fáciles de seducir.’ Yo, por mi parte, encuentro más digno que una mujer ceda al impulso en forma libre y apasionada, a que, como por lo general ocurre, engáñe a su esposo en sus propios brazos y a ojos cerrados.” El señor Bonelli dijo, “¡Es inaudito lo que dice! Jamás podría yo defender a una mujer que actuára como esa…esa…” La señora Bonelli dijo, “¡Cálmate Enrico! Te puede dar un sincope, tranquilízate.” El señor Bonelli dijo, “¡Es que es imposible aceptar…!” El señor Kruger intervino, diciendo, “Es inmoral su actitud. Las mujeres decentes como mi esposa y las señoras aquí presentes, no quieren escuchar sus palabras.” Robinson dijo, “Esa es una opinión puritana y de una persona de criterio estrecho.” Impetuósamente el señor Kruger se puso de pie y dijo, molesto, “¡Le voy a hacer tragar sus palabras!” Hasta que la señora Carmichael dijo, “Señores, por favor, un poco de calma.” La voz de la dama inglesa, delicada y armoniosa, los hizo reaccionar. Robinson dijo, “Por favor, disculpe este incidente, señora.” El señor Kruger dijo, levantando a su esposa, “Gerda, vamos…con permiso, es mejor que me retíre.”

    Molésto el alemán se marchó. No tardaron en seguirlo los italianos, dejando tras ellos un tenso silencio. Entonces ya solos, la señora Carmichael dijo a Robinson, “Señor Robinson, me parece haber entendido que usted cree que una mujer, sin habérselo propuesto, puede lanzarse a una aventura. Eso significa que hay acciones que, una hora antes de cometerse, se juzgarían imposibles, y de las cuales, no se es responsable.” Robinson dijo, “Estoy completamente seguro de ello, señora.” La señora Carmichael continuó, “Entonces, ¿no encuentra odioso y desagradable, que una mujer abandone a su marido y a sus hijas, para ir tras un desconocido? Un hombre cualquiera del que no sabe nada, ¿ni siquiera si es digno de su amor? ¿Excusa la conducta de una mujer que, no siendo ya una jovencita, por amor a sus hijas debió preocuparse de su dignidad?”
    Robinson dijo, “Señora, yo no júzgo ni condéno. Solo creo que la pobre señora Henriette, es una mujer débil, en ningún caso una heroína. Pero merece respeto por haber tenido el valor de obrar de acuerdo con su voluntad; también me inspira una gran lástima, por que indudablemente mañana, sino hoy, se sentirá profundamente desgraciada, y no es justo menospreciar a esa pobre mujer.” Carmichael dijo, “Entonces, ¿Siente por ella el respeto y consideración que le tenía, antes de que se marchára?” Robinson dijo, “Por supuesto. Para mí continúa siendo una dama respetable.” Carmichael dijo, “Si se topára con ella, mañana o pasado, tomada del brazo de éste joven, ¿La saludaría?” Robinson dijo, “Naturalmente.”  Carmichael dijo, “Yo…no sé…quizá lo haría también…” Carmichael se quedó unos instantes pensativos, y luego, “Con su permiso de ustedes. Iré a caminar un poco.”

     Desde ese día, quedó entre los matrimonios, un sentido de hostilidad hacia Edwards Robinson. Solo la señora Carmichael parecía buscar su compañía, no perdiendo oportunidad de hablar con él. “Definitivamente, señor Robinson, no deja de sorprenderme que usted defienda a la señora Henriette.” Invariablemente la dama llevaba la plática a ese tema. “Yo creo que una mujer casada, no puede tener tan poca energía moral, y olvidar tan fácilmente sus deberes.”  Así transcurrieron seis días, y al séptimo, una mañana, Robinson preparaba su maletas para irse. Después de dejar todo listo, bajó al vestíbulo, y al encontrar a la señora Carmichael, le dijo, “Oh, me alegro de encontrarla. Mañana temprano me márcho, pues antes del fin de semana, debo estar en Italia.” La señora Carmichael se sorprendió, y dijo, “¿Se va?...Lo vamos a extrañar…” Pero Robinson le explicó, “Quizás usted, señora Carmichael, pero los demás se sentirán felices con mi ausencia.”
    Carmichael dijo, nerviosa, “Me agrada platicar con usted, yo… hay algo que quería contarle, un episodio de mi vida…sucedió hace tantos años…” La señora continuó, “Es algo que me ha turbado terriblemente, y siempre he pensado que si pudiera desahogarme con alguien…sería un gran alivio a mi alma…no sé si usted aceptaría oírme…” Robinson le dijo, “Señora, para mí será un honor que me otorgue su confianza…” Carmichael dijo, “Entonces lo espéro en mi habitación, después de cenar. A mi edad me considero a salvo de toda maledicencia.”

     Esa noche, a la hora convenida, Carmichael recibió a Robinson en su habitación y dijo, “Pase, gracias por venir.” Se sentaron y después, de unos minutos de silencio, Carmichael rompió el silencio, “Únicamente la primera palabra es difícil.  Quiero ser clara y franca. Espero conseguirlo. Seguramente le extrañará que lo haya elegido como mi confidente, pero es que no pasa un día, y apenas unas horas sin que deje de pensar en aquel suceso. Crea a esta mujer de edad avanzada cuando le dice que…no hay nada más insoportable que pasar toda una vida con la obsesión de un solo día de existencia. Porque todo cuanto voy a narrarle, abarcó solo un breve espacio de 24 horas en una vida de 67 años. Lo he elegido a usted para esta confidencia porque creo que me comprenderá. Hasta los 42 años, mi vida no tuvo nada de extraordinario. Mis padres eran ricos terratenientes. A los 18 años, conocí en un baile a mi esposo.
    Nos casamos y llevamos la existencia de la gente de dinero: viajes, fiestas, reuniones, etc. Tuvimos dos hijos, y llegue a imaginar que nuestra felicidad seria eterna. Ninguna nube enturbiaba nuestra vida. Pero dos días después de cumplir 40 años, mi mundo se derrumbó. Mi esposo dejo de existir. Mis hijos ya eran jóvenes, y me encontré de pronto sola, sin la solicitud y apoyo de mi amado compañero. Recuerdo que una de mis mejores amigas me dijo, ‘Emily, debes tratar de reponerte. Sé que es terrible lo que te ha sucedido, pero la vida sigue. Piensa en tus hijos. Ello no podrán estar tranquilos, hacer su vida, si te ven tan triste, tan desesperada.’
    Yo le dije, ‘Tienes razón. No debo amargarlos, ni preocuparlos con mis pesares. Pero no puedo evitar llorar, estar triste. Fueron 22 años de total felicidad.  Es tan difícil de pronto quedar sola.’ Ella me dijo, ‘Lo comprendo. Yo pasé por eso cuando murió mi esposo. Creí que jamás volvería a sonreír, y ya vez.’ ¿Por qué no viajas? Aquí estas rodeada de recuerdos y eso aumenta tu tristeza.’ Yo le dije, ‘Quizá tienes razón. Mis hijos no me necesitan. Son tan independientes. Sera un alivio para ellos mi ausencia.’
     Decidida partí. Estuve en Francia, Alemania, Italia, Austria y Grecia. Al cabo de dos años de luto, había recorrido toda Europa, y me encontré celebrando mi cumpleaños 42 en Montecarlo. Nada había logrado llenar el terrible vacío en mi corazón e iba de un lugar a otro en forma mecánica y sin gran interés, pensando, ‘Aquí pase momentos tan dichosos con Rogers. Cómo se rio de mi la primera vez que jugué al casino.’ En Montecarlo tenia algunos amigos y parientes, y decidí quedarme un tiempo, y pensé, ‘Jamás lo había hecho antes. Él me enseñó, siempre fue mi maestro, mi guía.’ Por la noche, me agradaba ir al casino y mirar a los jugadores, y pensaba, ‘Rogers siempre decía que es toda una experiencia ver a los hombres ganar y perder dinero.’
     Pasaba allí algunas horas y entre el bullicio y la emoción de las apuestas que llenaba el ambiente, me distraía. Me detuve en una de las mesas y me disponía a apostar, cuando, miré algo, y pensé, ‘¡Qué manos! Jamás he viso otras como ellas. Son perfectas. Parecen talladas por un artista’ En ese instante, un hombre dijo, ‘¡Siete negro!’ A la voz del crupier se separaron y quedaron como dos bestias, alcanzadas por un mismo tiro. Levanté la vista para ver a quien pertenecían esas manos que hablaban en cada movimiento. Pensé, ‘Es muy joven, no tiene más de 24 años. Al igual que sus manos, su rostro es extraordinario.’ Permanecí rígida, atraída por ese desconocido, tal como él lo estaba por la bolita de la ruleta. Olvidada de la gente que me rodeaba, observé durante más de una hora a aquel hombre ganar y perder.
     Me era imposible separar la vista de él, de sus gestos. En aquel instante las dos manos empezaron a buscar desesperadamente una moneda en los bolsillos. Al no encontrarla, vi que se retiró desesperado hacia una terraza. Yo pensé, ‘Parece enloquecido…¿Qué va a hacer? Se suicidará, lo presiento…va a quitarse la vida…’ Casi sin darme cuenta, mis pies echaron a andar. Seguirlo fue un arrebato independiente de mi voluntad. Una fuerza superior a mí me guiaba, y fui tras él. Al alcanzarlo, vi que estaba llorando, y pensé, ‘Allí está. Es la viva imagen de la desesperación. Y yo, ¿Qué puedo hacer? Es una locura haberle seguido. Mi situación es insensata y ridícula. ¿Qué voy a decirle si le hablo?’ ¿Qué hacer? No puedo irme tranquilamente, sabiendo que ese joven va a quitarse la vida, pues no hay duda que lo hará.’
Largo tiempo me quedé contemplándolo indecisa y de pronto…una lluvia se desató, y pensé, ‘¡Oh, encima de todo empieza a llover!’ Con gran furia se desató, en pocos segundos, un verdadero temporal. Yo pensé, ‘Parece insensible a todo lo que sucede a su alrededor. Si alguien no lo ayuda, permanecerá allí, sin buscar el menor refugio.’ No pude soportarlo más, y le dije, ‘¡Venga!’ ‘Qué…qué quiere?’ me dijo. Prácticamente lo arrastré hasta cubrirnos bajo una marquesina. Le dije, ‘¿Dónde vive? Debe ir a su casa.’ Me dijo, ‘Llegué ésta noche a Montecarlo. No podemos ir a mi casa, si eso es lo que quieres.’ Yo le dije, ‘No, no quiero eso. Busque un hotel donde pasar la noche. No debe quedarse aquí.’ Me dijo, ‘¡Déjame tranquilo! Nada sacarás de mí. No tengo un céntimo.’ Yo pensé, ‘Me ha tomado por una mujerzuela…pobre, está demasiado aturdido y confundido. Ya comprenderá su error.’ Yo estaba tan impresionada por su indiferencia a todo, que no tuve tipo de sentirme ofendida, y le dije,
‘No se preocupe por el dinero. Venga, no debe permanecer ahí ni un momento más, o pescará una pulmonía. Yo le ayudaré. Buscaremos un lugar donde pasar la noche.’ Él dijo, ‘Como quieras. A mí, todo me es indiferente. Si quieres que vaya contigo, lo haré.’

Cuando cesó la lluvia, hice detener un coche. Y cuando el chofer nos preguntó, ‘¿A dónde los llevo?’ El hombre dijo, ‘A…este…a cualquier hotel.’ Poco después nos encontramos en la entrada de un pequeño hotel. Yo pensé al verlo, ‘Parece no darse cuenta de nada. Su actitud es de total anonadamiento. Le daré algo de dinero y me marcharé. No puedo hacer nada más por él.’ Le dije, ‘Tome, son cien francos. Alquile una habitación y mañana márchese de Montecarlo. Lo vi en la sala de juego. Sé que ha perdido todo, y temí que intentára un disparate. No es vergüenza aceptar una ayuda. ¡Tome!’ El hombre me dijo, ‘Eres buena, pero no tires tu dinero. Mañana todo habrá concluido para mí.’ Yo le dije, ‘No hable así. Mañana pensará de otro modo. Ahora entre, acuéstese, necesita descansar. Reciba este dinero, le servirá.’ Me dijo, ‘¡Déjame! Cien francos no significan para mí. Ni mil ni dos mil.
Mañana regresaría a la sala de juego. Y no me iría hasta haberlo perdido todo. ¿Para qué empezar de nuevo? Ya tengo  suficiente.’ Su tenebrosa manera de hablar me oprimía el corazón, y no pude resistirlo, le dije, ‘¡Basta de tonterías! Usted va a entrar y pedirá una habitación. Mañana vendré a buscarlo, para llevarlo a la estación.’ Y agregué, ‘Tiene que salir de aquí. No me quedaré tranquila hasta no verlo en el tren, Montecarlo no es bueno para usted. Cuando se es joven, no se desperdicia la vida, solo por haber perdido unos cientos o miles de francos. Mañana me dará la razón.’ Me dijo, ‘¡Mañana…! Mejor vete a tu casa. No te preocupes por mí. No botes tu dinero.’ Pero no podía dejarlo. Era como si una obsesión por salvarlo me acometiera. Le dije, ‘Tiene que tomar el dinero y entrar. He tocado la puerta. No tardarán en abrir. Pida algo de comer, acuéstese y olvídese de todo. Solo debe descansar. Mañana a las nueve vendré a buscarlo.’ En ese momento, un hombre abrió la puerta, y dijo, ‘Buenas noches, pasen.’ Pero mi acompañante me tomó del brazo y me dijo, ‘Ven, conmigo.’ Yo me resistí, y le dije, ‘Pero, no…’ Me dijo, ‘Acompáñame, no quiero estar solo. Ven…’ Quise apartarme…pero no tuve voluntad. Me avergonzaba luchar con él, ante el portero. Y pensé, ‘¿Qué hago aquí…? Esto es una locura... debo irme…’ Y de pronto sentí los brazos y los labios de aquel desconocido, en esa pieza del hotel cuyo nombre aún ignóro.”

     La mujer regresó de su relato, y dijo a Robinson, “Ya le he dicho lo más difícil. Le júro que hasta ese momento, no había imaginado la posibilidad de lo que estaba sucediendo. Y que si llegue a caer, fue en forma totalmente inconsciente, sin que interviniera en absoluto mi voluntad. Jamás olvidaré cuanto ocurrió en esa habitación. Cuando a la mañana siguiente desperté, pensé, ‘¿Dónde estoy? ¿Aún sueño?...Esta no es mi habitación… Cuando volteé y lo miré, pensé, ‘¡Oh, no…! ¿Quién es este hombre?...¿Qué hago aquí?’
En ese instante recordé todo, y pensé, ‘Cómo es posible que yo…¡Oh, no, no puede ser! ¡Qué vergüenza!¡He dormido con un extraño!’ Durante largo rato permanecí como petrificada y de pronto... pensé, ‘Debo irme. Si él despierta antes de que me vaya…no. No podría soportarlo.’ Rápidamente salí de la cama, tratando de hacer el menor ruido, y pensé, ‘Tomare el primer tren. No quiero volver a verlo. Nadie nunca debe saber esto.’ Al recoger mi capa, no pude resistir la tentación de mirarlo, y pensé, ‘No parece el mismo de anoche.
     Los rasgos crispados, exaltados que tenía anoche en el casino, han desaparecido. Ahora su rostro refleja serenidad. Tiene una actitud infantil, noble y bondadosa.’ Y ante esa cara llena de paz, deje de sentirme avergonzada, y pensé, ‘Yo lo salvé. Es joven, hermoso. Y yo impedí que muriera. Si no intervengo, ahora sería un cadáver.’ Lo contemplé maternalmente. Le había dado la vida como a mis propios hijos. Finalmente pensé, ‘Ha despertado. Parece no recordar lo sucedido anoche. No podría soportar que dijera algo al respecto.’
Entonces dije, ‘Debo marcharme. A las doce me reuniré con usted en la puerta del casino. Yo me ocupare de todo.’ Antes de que
pudiera responder, Salí., y pensé, ‘Por primera vez, desde que murió mi esposo, siento mi alma libre de opresión por primera vez. Tengo una misión que cumplir. Mis hijos no me necesitan. Mi vida había perdido sentido. Hace tanto que no sentía esta sensación de plenitud.’ Llegue al hotel experimentando un bienestar y una alegría, que hacían correr vivamente la sangre por mis venas. Ya en mi habitación pensé, ‘Me cambiaré y luego iré al banco por dinero. Tengo muchas cosas que hacer, antes de reunirme con él.’
    Casi sin darme cuenta, me arregle con un esmero que hacía mucho no ponía en mí, pensando mientras me ponía el vestido, ‘Cuanta vida da a mi cara este color. Desde que quedé viuda, no lo había usado.’ Estaba eufórica, pero de pronto me di cuenta que debía enfrentarme a un desconocido. Pensé, ‘Todo lo que sucedió anoche transcurrió en la oscuridad. Hoy me vio en la penumbra. Quizá ni siquiera me reconozca. Ayer todo fue causa del azar, fue una embriaguez, un arrebato de locura de dos seres que desvarían. En cambio hoy, debo presentarme a la luz del día, y mirarle  a los ojos a pesar de todo lo ocurrido.’ Temerosa, avergonzada llegue al casino. Pensé, ‘Es él. Me reconoció y sonríe en forma tan espontánea y llena de felicidad. Él se acercó a mí, como quien acude al lado de alguien muy querido. Me dijo, ‘Tengo tanto que agradecerle. Usted es un hada buena. Me salvó la vida.’ Le dije, ‘Vamos, tenemos mucho de qué hablar. Iremos al restaurante a almorzar.’ Cuando estuvimos ahí instalados, me contó su trágica historia.
    ‘Mi familia es de la nobleza de Polonia Austriaca. Yo estudiaba la carrera diplomática en Viena. Allí viva en casa de un tío. Un día me invitó a las carreras de caballos. Recuerdo que le decía, ‘¡Qué suerte tienes tío! Has ganado en todas las apuestas.’ Él me dijo, ‘Para celebrar, te invito al mejor restaurante de Viena. Vamos a brindar por la diosa  fortuna.’ Al día siguiente, me llegó el dinero que mi padre me enviaba todos los meses. Y me dije a mi mismo, ‘Es una cantidad ridícula comparada con lo que ganó ayer mi tío. Pues la voy a doblar…o tal vez a triplicar.’ Decidido a ello, fui ese mismo día a las carreras. Recuerdo que al terminar la carrear de mi primer apuesta, grité, ‘¡Gané, nuevamente gané! ¡Esto es fantástico!’ Quiso la suerte, o la mala suerte, que triplicára mi dinero, entonces se apoderó de mí la locura del juego. Juagaba en casinos, garitos, donde fuera.
     Deje de estudiar, consumiendo tiempo, nervios, y sobre todo, dinero. Los usureros siempre estaban dispuestos a concederme crédito, pues sabían que pertenecía a una familia rica. Yo le decía, ‘Le pagaré el préstamo la próxima semana.’ Y él, ‘¡Oh, no se preocupe! Firme este recibo. Es solo cuestión de rutina.’ A veces la suerte me sonreía, pero luego perdía por largas temporadas. Hasta llegue a perder un reloj de oro. Cuando no me quedó de dónde echar mano, sucedió lo inevitable. Abría el cajón de la recamara de mi tío, y pensaba, ‘Mi tía no se dará cuenta de la falta de estos aretes de brillantes. Nunca los usa.’ Vendí uno y aposté todo el dinero. Entonces pensé, ‘¡Perdí todo…todo!’ Entonces decidí venir a Montecarlo. Vendí el otro arete, y anoche perdí el dinero. ¡Es espantoso! No comprendo cómo me he podido dejar llevar así por tan infausta pasión. Me siento avergonzado, arrepentido.’ Le dije, ‘Usted debe alejarse del vicio. Tiene que irse de aquí, donde la tentación es más peligrosa. Yo le daré dinero para el viaje y para que recupere los aretes. Lo haré con una condición. Partirá ésta misma tarde y jurará por su honor que no volverá a arriesgar un centavo en juegos de azar.’ Me dijo, ‘¡Se lo prometo! No quiero volver a pasar esto nunca más.

    Habíamos terminado de almorzar y cuando salimos, le dije, ‘Tomemos un coche y demos un paseo. Es temprano.’ Me dijo, ‘¡Oh, sí! No he visto nada de Montecarlo. Llegue anoche y de inmediato me fui al casino.’ Mientras avanzábamos por la carretera, yo me sentía llena de dicha. Pensaba, ‘Qué hermosas casas. No las había notado antes…podría vivir en una de ellas el resto de mi existencia.’ Creo que en toda mi vida no había sido tan feliz como en aquella hora. Mi acompañante dijo, ‘¡Mire qué lugar tan hermoso!’ Dije, ‘¡Cochero, deténgase!’ Nos bajamos del carruaje y le dije, ‘¡Venga, sígame!’ Me dijo, ‘¿A dónde vamos?’ Le dije, ‘¿Es usted creyente?’
    Me dijo, ‘Sí, mi familia es muy católica, y yo he sido criado dentro de la fe cristiana.’ Entonces lo tomé del brazo, y lo lleve al interior de la capilla. Le dije, ‘Arrodíllese ante el altar y formule el juramento que me hizo cuando estábamos en el restaurante.’ Titubeó y me dijo, ‘Pero…’ Le dije, ‘Hágalo. Así jamás podrá faltar a él. Nunca volverá a jugar, si lo jura ante Dios.’ Me dijo, ‘Sí…tiene razón.’ Se arrodilló. ‘Juro que nunca más volveré a jugar. Juro que nuca volveré a sacrificar mi vida ni mi honor a la pasión del juego.’ Luego se puso de pie, y estrechó su mano con la mía, diciendo, ‘Dios la envió a mi lado. Gracias.’ Pensé, ‘¡Señor, está salvado!’

    Salimos de la capilla. Al mirar el paisaje, jamás la vida me pareció más bella. Mientras me ayudaba a subir al carruaje, dijo, ‘Nunca olvidare éste paseo…ni a usted.’ A eso de las cinco fuimos al hotel donde yo me hospedaba. Al darle el dinero le dije, ‘Tome el dinero para el viaje, y para rescatar las joyas. Yo tengo que ir a tomar el té con unos parientes. Entre tanto usted comprará el pasaje a Viena. A las siete me reuniré con usted en la estación. Allí le diré adiós.’ Fijó en mí sus ojos, profundamente emocionado. Me quede en suspenso, sintiendo mi corazón latir alocadamente. Pensé, ‘Va a abrazarme…a decirme algo…’ Pero solo se inclinó profundamente y se marchó. Pensé, ‘Se ha ido…y yo siento un dolor profundo…terrible…’”

     La señora Carmichael regresó de su relato y dijo a Robinson, “En ese instante no sabía, o no quería saber, el motivo de ese dolor. Ahora lo comprendo claramente. Lo que me lastimó fue el desencanto…de que ese joven hubiera partido con tanta facilidad. Sin demostrar el menor deseo de permanecer a mi lado. Se había ido en lugar de llevarme consigo. No había visto en mí a la mujer, toda emoción y deseo. Si aquel hombre me hubiera abrazado en ese momento y pedido que lo siguiera, no habría vacilado un segundo en destruir mi nombre y el de mis hijos. Habría partido con él, indiferente a la opinión del mundo. Lo habría hecho, tal como la señora Henriette, con el joven francés a quien un día antes no conocía. Mi fortuna, mi honor, mi reputación, todo lo habría sacrificado por aquel hombre. A tal punto me sentía seducido por él.”

     La señora Carmichael, continuó con su relato. “Tuve que hacer un enorme esfuerzo para acudir a la reunión de mis parientes. Y estando ahí, pensaba, ‘Dentro de dos horas se marchará para siempre de mi vida, y yo…yo quedaré destrozada…’ Una de mis parientes me dijo, ‘¿Qué te sucede? Estas muy pálida. ¿Te sientes bien?’ Le dije, ‘No…creo que…me duele la cabeza…es mejor que me vaya…discúlpame.’ Me fui al hotel y al llegar a mi habitación, me dije a mí misma, ‘¡No puedo soportar esta sensación de soledad de abandóno! ¡Es superior a mis fuerzas!’ Y de pronto comprendí, ‘¡Debo estar con él! No dejaré que se marche solo. Nos iremos juntos…sí, juntos.’ La decisión fue tomada en un segundo, y de inmediato puse manos a la obra.’ Fui al mostrador del hotel y dije al encargado, ‘Por favor, prepare mi cuenta. Me marcho en el tren de esta noche.’ Mientras la recamarera arreglaba mis cosas, yo pensaba, ‘Qué sorpresa le voy a dar.
Le acompañaré hasta el tren y en el último momento cuando estire la mano para despedirse, subiré al vagón y pasare la noche con él, y las siguientes. Todas las que él quiera.’ En mi desvarío, me veía junto a él, gozando una dicha nunca antes experimentada. Estaba a punto de marcharme, cuando, llegó mi prima y me dijo, ‘¡Querida Emily, me quedé tan preocupada por ti! ¿Qué haces aquí’? Deberías estar en cama.’  Le dije, titubeante, ‘Yo…yo ya me siento mejor…’ Ella me dijo, ‘Pero estás pálida, nerviosa, ven, vamos a sentarnos. A ti te sucede algo. Normalmente eres tan calmada y ahora…’ Le dije, ‘No tengo nada, te lo aseguro.’
     Desesperada veía transcurrir los minutos, mientras ella no paraba de hablar, hasta que no pude soportar más, y le dije, ‘¡Antonieta perdóname, tengo que salir!’ Sin ocuparme de su asombro, Salí corriendo del hotel, y jadeante llegué a la estación. Ya estando ahí, al querer abordar, el portero me dijo, ‘¿Su pasaje?’ Le dije, ‘¡Oh, no tengo! Pero necesito pasar, por favor, debo irme en ese tren.’ El portero me dijo, ‘Lo siento, pero debe comprar su pasaje, y…’ Yo dije, ‘¡Se va! ¡Mire! ¡Permítame pasar, aún podría alcanzarlo!’ El hombre fue implacable y yo llena de estupor vi pasar los vagones cada vez con mayor rapidez, pensando, ‘¡Oh, no…se va…se va!’”

    “Durante varios minutos me quedé como una estatua. Un maletero me dijo, ‘Señora, ¿Qué hago con su pasaje?’ Le dije, ‘Mi equipaje…¡Oh, sí! Lléveselo…Déjelo en el depósito de la estación.’ Con el corazón sangrante, me fui al casino. Necesitaba ver nuevamente el lugar donde lo había conocido. Pensé, ‘Será cómo revivir cada momento, como visitar la tumba del ser amado.’ Cuando entré a la sala de juego, mire hacia la mesa de apuestas, y pensé, ‘¡No puede ser! Debo estar loca, no puede ser él! Partió hace media hora en el tren.’ Pero no soñaba, y entonces pensé, ‘Me engañó…el dinero que le di lo está jugando. ¡Rompió su juramento!’ Traté de controlarme pero me fue imposible, y le dije, ‘¡Oiga!’
     El volteó, y dijo al verme, ‘¡Oh, es usted! Todo va bien. Lo adiviné en cuanto entre y vi que estaba aquí.’ Yo le dije, ‘¿A qué se refiere?’ Me dijo, ‘A ese conde ruso, gana siempre. Yo sigo su juego. Ayer ganó en todas las jugadas. Debí retirarme cuando él lo hizo y…’ Se interrumpió al escuchar el Crupier, quien dijo, ‘¡Hagan juego, señores!’ Y él dijo, ‘¡El cinco…el cinco negro!’ Pensé, ‘Ya no se acuerda que esto aquí. Solo el juego le importa. No significo nada para él, y yo habría sacrificado mi vida.’ Ese pensamiento me llenó de furor, y le dije, ‘¡Levántese enseguida! Recuerde lo que prometió en la iglesia. ¡Usted es un miserable, un perjuro!’ Él dijo, ‘¿Qué…qué dice?’
     Me miró como si no me viera y de pronto pareció recordar, diciendo, ‘Sí, usted…¡Oh, dios! Ya recuerdo…voy ahora mismo…perdóneme.’ Recogió su dinero e iba a marcharse conmigo, pero al mirar al conde, dijo, ‘Un momento…solo ésta última vez, se lo júro. Iré con usted inmediatamente. Solo una vez más y será la última. El crupier gritó, ‘¡Dos rojo!’ Lo tomé del brazo y le dije, ‘¡Perdió! ¡Vamos, salgamos de aquí! Dijo que sería la última jugada.’ Pero él se zafó, y tomándome del brazo, dijo, ‘¡Déjeme en paz!¡Márchese!¡Usted es la causa de mi mala suerte!’ Por un instante me quedé petrificada, y de pronto estalló toda mi cólera, y dije, ‘¡Yo le traigo la mala suerte? Mentiroso, ladrón, usted me había jurado…’ Me dijo, ‘¡Déjeme tranquilo!¡No estoy bajo su tutela! ¡Tome su dinero, ahora váyase y no me moleste!’ Roja de vergüenza salí de la sala, en medio de los comentaros y las miradas socarronas de los que allí se encontraban.”

     La señora Carmichael terminó su relato, y dijo, “Desde entonces han transcurrido 25 años. Y aún tiemblo al recordar la forma en que fui humillada. Esa misma noche partí a París, y de allí a Londres, donde me encerré con mi vergüenza y dolor. Años más tarde, encontré en una fiesta a un joven polaco, secretario de la embajada austriaca. Le pregunté por la familia del muchacho jugador. Me dijo que hacía cinco años que se les había suicidado su hijo en Montecarlo. El recuerdo no me causó ya dolor alguno. Y sentí gran alivio al saber que jamás volvería a verlo.” La anciana se puso de pie, y Edward Robinson comprendió que el relato había terminado. Ella le dijo, “Por favor no diga nada. Mucho le agradezco que me escuchára. Siento el corazón abrumado de un peso que lo abrumaba.”

 El contempló ese rostro hermoso, y ahora lleno de paz, y luego, inclinándose respetuosamente, besó la mano trémula y marchita, cual una hoja de hierva en otoño.

Tomado de Novelas Inmortales. Año XV. No. 741. Enero 28 de 1992. Guión: Herwigd Comte. Adaptación: Jose Escobar.     
                         

No hay comentarios:

Publicar un comentario