Ignacio
Manuel Altamirano Basilio nació en Tixtla, el 13 de
noviembre de 1834, y murió en San Remo, actual Italia, el 13 de febrero de 1893. según su fe de bautismo, Ignacio
Homobono Serapio Altamirano Basilio, fue un escritor, periodista, militar,
abogado, político, docente y diplomático mexicano.
Trayectoria
Estudios
y Vida Académica
Altamirano
nació en Tixtla, Estado de México,
hoy estado de Guerrero, nacido
el 12 y bautizado el 13 de diciembre de 1834, en el seno de una familia
indígena chontal. Su padre, Francisco Altamirano, tenía una posición de
mando, y en 1848, fue nombrado alcalde de Tixtla, lo cual dio al niño Ignacio
Manuel, que a la sazón tenía 15 años, la oportunidad de ir a la escuela.
Aprendió a leer y a escribir en su pueblo natal. Hizo sus primeros estudios
en Toluca, gracias a una beca
otorgada por Ignacio Ramírez, de quien
fue discípulo. Ignacio estaba a punto de ser rechazado por su edad, pero
al final estudió.
En 1849,
estudió en el Instituto Literario de Toluca, donde estudió español,
latinidad, francés y filosofía, posteriormente, continuó sus cursos de
filosofía y derecho, en el Colegio de San
Juan de Letrán de México. Perteneció a asociaciones académicas y
literarias, como el Conservatorio Dramático Mexicano, la Sociedad
Nezahualcóyotl, la Sociedad
Mexicana de Geografía y Estadística, el Liceo Hidalgo, y el Club Álvarez.
Vida Política
Gran
defensor del liberalismo, Altamirano tomó parte
en la revolución de Ayutla, en
1854, contra el Santanismo, más tarde, en la guerra de Reforma, y combatió contra la invasión
francesa en 1863. Después de este periodo de conflictos
militares, Altamirano se dedicó a la docencia, trabajando como maestro
en la Escuela Nacional Preparatoria,
en la Escuela Superior de Comercio y Administración, y en
la Escuela Nacional de Maestros;
también trabajó en la prensa, en donde junto con Guillermo Prieto,, e Ignacio Ramírez, fundó, El Correo de
México y, con Gonzalo A. Esteva, la revista literaria, El Renacimiento, en la
que colaboran escritores de todas las tendencias literarias, ideológicas y
políticas, que tenía entre sus principales objetivos, suscitar el resurgimiento
de las letras mexicanas, y fomentar la noción de unidad e identidad nacional.
Fundó varios periódicos y revistas, como: El Correo de México, El Renacimiento, El Federalista, La Tribuna y La República.
En 1861,
se desempeñó como diputado en el Congreso de la Unión, en
tres periodos, durante los cuales abogó por la instrucción primaria
gratuita, laica y obligatoria. Fue también titular de la Procuraduría
General de la República, fiscal, magistrado y presidente de la Suprema
Corte de la Nación, así como oficial mayor del Ministerio de
Fomento. También trabajó en el servicio diplomático mexicano, desempeñándose
como cónsul en Barcelona, y en París.
Otras
Actividades.
Sentó las
bases de la instrucción primaria gratuita, laica y obligatoria, el 5 de febrero
de 1882. Fundó el Liceo de Puebla y la Escuela Normal de Profesores de
México, y escribió varios libros de gran éxito en su época, en
que cultivó diferentes estilos y géneros literarios. Sus estudios críticos, se
publicaron en revistas literarias de México. También se han publicado sus
discursos. Altamirano amó las leyendas, las costumbres y las
descripciones de paisajes de México. En 1867, comenzó a destacar, y orientó su
literatura hacia la afirmación de los valores nacionales, también ejerció como
historiador literario, y crítico.
En 1870,
fue iniciado en la masonería, y alcanzó el grado 33 en 1879.
Ideas Filosóficas
y Religiosas
Pese a
que fue un político e ideólogo liberal, Altamirano fue un devoto
católico y, a diferencia de otros pensadores liberales mexicanos de su época,
como Ignacio Ramírez, o Vicente Riva Palacio, no
fue un escéptico o un crítico radical de la Iglesia católica, aunque sí haya
apoyado a la separación de la Iglesia-Estado, y la desamortización de los
bienes eclesiásticos en México, es decir, la llamada Reforma mexicana.
Este
pensador fue simultáneamente fiel católico y liberal, creyente en la religión
cristiana, pero también en la capacidad humana para progresar, en el poder de
la Razón y el Progreso civilizatoria, en la superior capacidad de la ciencia
para librar a la humanidad de sus atrasos, por sobre el poder de la fe, y en la
posibilidad de que todas las disciplinas humanas, incluyendo las artes,
pudieran avanzar:
De
acuerdo a su teoría social, y a su propia Trans-Hito-Historia, no sólo las
naciones, en su situación material, sino también el arte, la ciencia, la Moral y,
en términos amplios, la Filosofía, el pensamiento, etc., progresan. El Progreso
se va materializando, para Altamirano, en una multitud de ámbitos:
cuando un pueblo llega al Progreso, significa que llega a la Civilización, significa que su Política, su arte, su Ciencia,
su Moral, su Filosofía y otros ámbitos, han avanzado. Luego, el pueblo que ha
progresado, para Altamirano, se coloca por encima de los demás pueblos
que se han detenido en la Barbarie. La adoración hacia este
Progreso/Civilización, que es una entidad trascendental, en este autor, no
superaba, por supuesto, a la que él profesaba por el dios mayoritario de México
[en el siglo XIX], por Cristo, pero se le acercaba bastante.
Muerte y
Homenajes.
Murió en
Italia en 1893, en una misión diplomática. Falleció por el deterioro en su
salud, producto de la diabetes que padecía.
Su última
voluntad, fue que su cuerpo fuera cremado, y sus cenizas trasladadas a México, y esta voluntad se cumplió.
El 13 de
febrero de 1960, en San Remo, Italia, lugar de fallecimiento, se inauguró una estatua donada
por el entonces presidente de México, Adolfo López Mateos. En
dicha ceremonia, estuvieron presentes, turistas, gabinete presidencial y gente
oriunda de San Remo.
En el
centenario de su nacimiento, sus restos se depositaron en la Rotonda de las
Personas Ilustres, en la Ciudad de México. Se creó
la medalla «Ignacio Manuel Altamirano» con la finalidad de premiar los
50 años de labor docente. El 13 de febrero de 1993, se inscribió su nombre con
letras de oro en los muros de la Cámara de Diputados.
Obras
Clemencia
(1869).
Navidad
en las Montañas (1871).
El Zarco
(1901, póstuma).
Poesía
Rimas (1972).
Otras
Paisajes
y Leyenda, Tradiciones y Costumbres de México (1884).
Biografía
de Ignacio Ramírez (1889).
Aires de México
(1940).
Literatura
Nacional (1949).
(Wikipedia
en Español)
El Zarco es una novela del escritor, periodista y maestro mexicano Ignacio Manuel Altamirano,
considerada la más sobresaliente de su producción narrativa. Fue escrita entre
1884 a 1886 y publicada en 1900, ocho años después de la muerte de su autor. La
novela —ambientada en Yautepec, Estado de Morelos en aquel entonces, — describe
principalmente el romance y las aventuras del personaje que da su nombre a la
obra y que lidera un grupo de bandidos denominados Los Plateados.
Contexto Histórico
y Antecedentes
El libro
fue ambientado hacia el final de la Guerra de Reforma, de 1861 a 1862. En la narración, Altamirano
menciona críticamente a Benito Juárez —con quien el autor había roto relaciones—
en referencia a la práctica común durante la guerra de reclutar grupos de
bandidos para luchar entre las filas del juarismo, estos soldados eran dados de
baja cuando ya no eran necesarios y muchos de ellos volvían a sus actividades
delictivas. Según María Eugenia Mudrovcic: “En bancarrota, el estado juarista
solo podía ofrecer a las tropas licenciadas el derecho al pillaje como forma de
pago.”
Altamirano
inició la obra en 1886 y la concluyó en abril de 1888. Vendió el manuscrito
original a Santiago Ballesca, editor español que la publicó en Barcelona en 1901. Aparentemente, el manuscrito recibió
las últimas correcciones de algún empleado de la editorial y la versión final
quedó con bastantes imprecisiones y terminología que no era propia del lenguaje
popular mexicano. La novela consta de veinticinco capítulos, el prólogo de la
primera edición estuvo a cargo de Francisco Sosa y Antonio Utrillo realizó las
ilustraciones
Argumento
La
historia transcurre entre los años 1861-1862, se desarrolla en Yautepec, Estado de Morelos, donde se ubicaban las haciendas de Cocoyoc,
Atlihuayán y San Carlos, todas ellas dedicadas al cultivo de la caña de azúcar.
La población de la zona era asolada por las bandas de forajidos que habitaban
la región. Manuela vive con su madre viuda y es cortejada por Nicolás, a quien
desprecia por su aspecto indígena. Es amante del Zarco, comandante de un grupo
de bandidos con el que finalmente huye. Cuando Manuela llega a vivir a
Xochimancas, lugar donde se refugiaban los bandidos, se enfrenta al ambiente degradante
que rodea a su amado y al mismo tiempo descubre otras facetas de él, por lo que
se arrepiente de haber huido. Cuando el Zarco se entera de la situación y
comprende que Manuela está interesada en Nicolás, la trata con rudeza y decide
asesinar a Nicolás.
Mientras
tanto, doña Antonia, madre de Manuela y madrina de Pilar, acongojada por la
fuga de su hija, se enferma y muere. Antes de morir, doña Antonia pide ayuda a
Nicolás y a las autoridades para rescatar a Manuela. En lugar de responder a la
petición de auxilio, las autoridades apresan a Nicolás y es en la cárcel donde
este se entera de los sentimientos de Pilar, que está dispuesta a ofrecer su
vida a cambio de la de él. Una vez libre y después de sepultar a doña Antonia,
Pilar y Nicolás se casan. El mismo día de la boda, el Zarco es capturado por
Martín Sánchez Chagollán y sus hombres, quienes lo matan y luego lo cuelgan de
un árbol. Manuela enloquece y muere al pie del árbol donde está colgado el
Zarco
Personajes
- El Zarco: Exempleado de una
hacienda de la región, hombre de carácter cruel y sin sentimientos. Es
descrito como joven, de buena figura, blanco, rubio, con ojos azules y
aspecto agresivo. Es comandante de la banda de forajidos denominada Los
Plateados y amante de Manuela.
- Manuela: Joven descrita como
bella y blanca de apariencia desdeñosa. Desprecia a Nicolás por su aspecto
y humildad, se enamora del Zarco y huye con él, aunque al enfrentarse a la
realidad del ambiente degradante en que vive su amado se arrepiente.
- Nicolás: Hombre honrado de
origen indígena, herrero de profesión y empleado de la hacienda de
Atlihuayán. Está enamorado de Manuela y tras ser despreciado por ella
comienza a cortejar a Pilar. Cuando más adelante Manuela se arrepiente y
muestra interés en Nicolás, el Zarco planea asesinarlo.
- Pilar: Joven descrita como
buena, hermosa y morena. Ahijada de la madre de Manuela, es huérfana y
vive con sus tíos. Hacia el final de la novela se casa con Nicolás.
- Martín Sánchez Chagollán:
Ranchero de la región. Hombre maduro y bueno de origen mestizo, se dedica a perseguir a los bandidos y según
Dabove y Hallstead resulta una figura precursora de lo que más adelante
sería la policía rural. Para Mudrovcic, Sánchez Chagollán resulta «el
héroe incuestionable de, “El Zarco.”
- Doña Antonia: Mamá de Manuela
y madrina de Pilar. Tras la huida de su hija se enferma y muere.
- El Tigre: Compañero de
tropelías del Zarco, lo entrega a las autoridades con la intención de
quedarse con Manuela
(Wikipedia en Español)
El Zarco
de Ignacio Manuel
Altamirano
Pocos hombres vivieron tan de cerca el
desarrollo de México, a mediados y fines del siglo pasado, como Ignacio
Manuel Altamirano, combatiente en la, Guerra de Reforma, y después,
defensor de la patria contra la Intervención Francesa, y el Segundo Imperio.
Fue también periodista, poeta, y novelista. Hoy se le recuerda, sobre todo, por
sus novelas, Clemencia, Navidad en las Montañas, y la que ahora
presentamos, romance ficticio sobre un terrible bandolero, que a la vez, es un
fiel retrato de los violentos tiempos que vivió México, al iniciarse la segunda
mitad del siglo 19. Disfruten ustedes esta novela, que todo mexicano debe
conocer.
Aquella tarde de agosto de 1861, cundió la
alarma en el poblado morelense de Yautepec. Las campanas de la iglesia sonaban,
y un joven corría por el pueblo, gritando, “¡Los plateados están bajando de
su guarida! ¡Vienen para acá! ¡Son muchos y están armados hasta los dientes!” La
sola mención de la palabra plateados, hizo cundir el pánico entre la inofensiva
población de Yautepec. Todos corrieron a esconderse. Una mujer metía a su
marido a la casa, diciendo, “¡Apúrate! Voy a arrancar la puerta.” Y es
que se trataba de un numeroso ejército de bandoleros, a quienes la gente
llamaba así, porque iban siempre cubiertos de adornos plateados, y de joyas,
producto de sus robos. Eran temibles asesinos y secuestradores, que habían
sembrado el terror en toda la región. Solían tomar por asalto cualquier poblado,
saqueando y matando a mansalva. Nadie podía detenerlos. Se trataba de vándalos
capaces de matar hombres y mujeres de cualquier edad y condición, tan solo para
arrebatarles algún objeto valioso. Así, cuando terminaban con sus fechorías, el
líder les decía, “¡Esto ya quedó listo muchachos! ¡Vámonos!” Solían
llevarse a la gente acomodada del pueblo, para luego pedir dinero a los
familiares, a cambio de la libertad de los secuestrados. La gente sufría, y
decía, “Se lo suplico, señor, no se lleve a mi papá!” “¡Está enfermo y se va
a morir, comprenda! ¡Le daremos lo que quiera, pero déjelo a nuestro lado!”
El dolor y el llanto eran lo único que aquellos desalmados sabían cultivar. Dos
mujeres lloraban, una de las cuales dijo, “¡Tenemos que hacer algo!” La
otra mujer dijo, “¡Lo único que nos queda es orar, hermanita, y entregar a
estos bandidos lo que pidan a cambio de nuestro padre!” Las muchachas
jóvenes y bonitas, eran el botín preferido de los plateados. Los plateados
galopando en sus caballos, arrebataban a las muchachas, y una madre gritaba, “¡Devuélvame
a mi hija, maldito!” El poblado de Yautepec, tras aquella tarde macabra,
quedó sumido en una atmósfera de terror y luto. Ya era noche cerrada, cuando la
viuda doña Antonia, su hija Manuela, y su ahijada Pilar, salieron del escondite
que habían abierto en el fondo de la huerta de la casa. Doña Antonia dijo, “¡Es
una vergüenza que estemos tan desamparadas frente a estos facciosos!” Manuela
dijo, “¡Ay mamá, ya parece que en plena guerra civil, cuando don Benito
Juárez está combatiendo con todo lo que puede a los franceses, para que no
invadan nuestro país, el gobierno va a distraer fuerzas para auxiliarnos!” Doña
Antonia le dijo, “Pues yo ya escribí a mi hermano, y le pedí que venga por
nosotras. Venderemos la casa, la huerta, y nos iremos a México. ¡Aquí ya no se
puede vivir!” Pilar, quien calentaba una bebida en una jarrón de barro,
sirvió la bebida, en una vaso, a doña Antonia, y dijo, “Tómese este tesito
de tila, doña Antonia. Le va a sentar bien.” Doña Antonia dijo, “¡Ay, Pilar,
estoy siempre con el alma en un hilo! Cada día se entera uno de alguna
barbaridad cometida por esos canallas. No hace mucho encontraron varios
cadáveres en una barranca, y eran de la gente que Salomé Plasencia secuestró en
Cuautla.” Doña Antonia agregó, “¡Mi temor es que un día, algunos de esos
asesinos, éntre esta casa y las descubra a ti y a Manuelita! ¡No quiero ni
pensar que ustedes cayeran en manos de tal gentuza!” Manuela dijo, “Yo
creo que exageras mamá. Varias veces Salomé Plascencia, el tigre, o el zarco,
han entrado Yautepec, y ni siquiera han intentado acercarse a nuestra casa. Además,
irnos con mi tío por esos caminos y sin protección, sería mucho peor que
permanecer aquí. Me voy a dormir, y ustedes deberían hacer lo mismo, en lugar
de estar calentándose más la cabeza con ideas tontas.” Doña Antonia dijo a
Pilar, “Tal vez tenga razón. Sería muy peligroso el viaje de aquí a la
capital.” Pilar dijo, “Yo me he preguntado muchas veces madrina, por qué
esta es la única casa del pueblo a la que los bandidos no entran.” Doña
Antonia dijo, “Será porque no hay nada valioso que robar, muchacha. Mi
marido, en paz descanse, solo dejó un montón de deudas.” Pilar le dijo, “Quizás
sea por eso, madrina.” En ese momento, alguien tocó la puerta. Doña Antonia
exclamó, “¡Dios mío! ¿Habrán vuelto los malvados?” Doña Antonia hizo que
Pilar se escondiera, y fue ella misma abrir. Al abrir la puerta, doña Antonia
exclamó, “¡Nicolás!” Nicolas era un humilde campesino, y con el sombrero
en mano, dijo, “Supe que los secuaces del Zarco, habían pasado por Yautepec,
y vine enseguida saber si ustedes no habían sufrido algún contratiempo, doña Antonia.”
Doña Antonia dijo, “¡Qué gusto me da verte hijo! Tú eres el único hombre
valiente y lleno de bondad que queda en el pueblo.” Doña Antonia hizo pasar
a Nicolas, quien se sentó a la mesa. Nicolas dijo, “¿Manuelita está bien? ¿Y
Pilar?” A continuación, doña Antonia le trajo una tasa de té, y dijo, “Nos
escondimos en la huerta, de cualquier modo nos encontraron.” Nicolas dijo, “¡Menos
mal! Porque si alguno de esos malditos descubre a las muchachas te las robaran.
¡Estoy seguro!” Doña Antonia le dijo, “Yo estaría tranquila, si mi Manuelita
accediera a casarse contigo, Nicolás. Sé que sabrías protegerla de todo mal.” Nicolas
le dijo, “¡Ah, pero ya ve usted que no quiere unirse a un pobre herrero como
yo! Ella tan linda, aspira a algo mejor. Seguramente soy tan pobre, que sólo
puedo ofrecerle mi amor.” Entre tanto, en la habitación de las muchachas,
Pilar decía a Manuela, “¡Es Nicolás! Ha venido a verte, Manuela.” Manuela
dijo, “Pues se quedará con las ganas, porque no voy a bajar. ¡Ya estoy harta
de oír las tonterías que dice ese indio!” Pilar le dijo, “Es un buen muchacho
y te quiere. Deberías ser más amable con él.” Manuela le dijo, “Baja tú,
y sé tan amable como quieras. Dile a mi mamá que yo ya me acosté.” Poco
después, Pilar y Doña Antonia despedían a Nicolas, quien tomaba las riendas de
su caballo. Doña Antonia dijo, “Siento que Manuela no ha salido a saludarte.”
Nicolas le dijo, “No se preocupe, doña Antonia, estoy acostumbrado a sus
desprecios. Debo volver a Atlihuayán ¡Que Dios las guarde!” Pilar
dijo, “A ti también, Nicolás!” Nicolás recorrió el camino oscuro y lleno
de vegetación, hacia la hacienda de Atlihuayán, que distaba a unas dos horas de
Yautepec. No advirtió que un jinete oculto entre la fronda lo observaba. Aquel
jinete iba galantemente ajuareado. Su sombrero lleno de adornos de plata, y la
chaquetilla de su traje de montar, bordada de piedras preciosas. Aquel jinete
pensó, “Un día de estos, ese maldito herrero de Atlihuayán, va a tener que
entregarme los magníficos caballos que posee, y algo más. Si se resiste, lo
mataré. Tiene suerte de que ahora no me puedo entretener, pues me urge bajar
hasta Yautepec.” Entre tanto, Manuela aprovechaba que Pilar y su madre
dormían, para salir sigilosamente. El ajuareado jinete nocturno, detuvo su
caballo junto a la tapia que bordeaba la huerta de doña Antonia, y silbó. Manuela
apareció enseguida, y lo cubrió con una dulce mirada, pronunciando con qué la
voz el terrible nombre de su enamorado. “¡Aquí estoy, Zarco mío! Te esperaba.”
Aquel hombre era uno de los bandidos más temibles de la región, enlazó por la
cintura a la muchacha, y la besó sensualmente en los labios. El Zarco dijo, “Apenas
me dio tiempo de ir a Xochimancas y cambiarme, y regresar a verte.” Manuela
le dijo, “Tenía miedo de que no vinieras.” Zarco dijo, “Cómo que no
había de venir, si solo sueño contigo, mi Manuelita. Te traje de regalo algunas
monedas de oro y alhajas. Ojalá sean de tu gusto.” Manuela vació el
contenido de la bolsita, y exclamó, “¡Que aretes más lindos, Zarco! Pe..pero…¡Está
manchado de sangre!” En efecto, aquellas alhajas presentaban inconfundibles
rastros de la violencia con que habían sido arrancadas a su dueña. El Zarco,
sin dar importancia al detalle, las limpió en su chaquetilla, y dijo, “No te
fijes de eso, mi reina. En mi oficio, la sangre es común y corriente, y suele
salpicar de vez en cuando hasta la joya más linda.” Manuela preguntó, “¿Eran
de alguien de este pueblo?” El Zarco le dijo, “Los trajes de Alpoyeca,
donde asaltamos a una caravana de gringos. Hubo tremenda balacera, y algunos de
mis hombres salieron heridos. Pero por lo menos el botín valió la pena.” El
rostro de Manuela se tornó pálido, y exclamó, “¿A..Alpuyeca? ¡Dicen que allí
murieron muchas mujeres y niños!” El Zarco dijo, “Si vas a comenzar con
tus delicadezas y escrúpulos, Manuela, ¡Me voy! Estás acostumbrada a que todo
te lo den por la buena y en la boca. Yo, sin embargo, tengo que exponer mi vida
a cada momento, y para colmo, tú solo piensas en los demás y no en mí, a quien
también pudieron matar.” Manuela lo abrazó, y le dijo, “¡No te enojes
conmigo, Zarco! Claro que temo por ti, y vivo con el alma en un hilo sin saber
si volvería a verte. La gente cuenta que está por llegar una tropa del gobierno
para enfrentarse con ustedes, y atacar a los xochimancas. Tengo miedo de que
eso sea cierto, y vayan a atraparte.” El Zarco le dijo, “Tropa del
gobierno…¡Ja! Los xochimancas tenemos más de quinientos hombres armados y
preparados para cualquier cosa. ¡No hay por qué preocuparse si unos cuantos
soldaditos se nos acercan!” Manuela le dijo, “Cómo me gustaría que te
retiraras de esta vida peligrosa. Podríamos entonces casarnos y tener a
nuestros hijos lejos de aquí, en una región que nadie nos conociera. ¡Te quiero
mucho Zarco, y mis sueños estar contigo todo el tiempo!” El Zarco le dijo, “Si
tanto me quieres, vente conmigo. Ahora no podríamos casarnos, pues, si me acercára
a un juez, me fusilarían, o me colgarían. Pero cuando lógre reunir una fortuna
regular, me retiraré, y nos iremos lejos como tú sueñas, Manuela. ¿Dejarías a
tu madre por seguirme a Xochimancas?” Al sentir los apasionados besos del Zarco,
y sumergirse en su abrazo, Manuela exclamó, “¡Sí, llévame contigo, mi amor! ¡Te
seguiré a donde vaya,s y permaneceré a tu lado, hagas lo que hagas!” Luego
de prometer a su novia que pasaría por ella, a la noche siguiente, el Zarco
abandonó Yautepec. Por las calles no se veía un alma. El Zarco pensó mientras
cabalgaba, “¡El Tigre y Salomé Plasencia se van a morir de envidia, pues
tendré a la muchacha más bonita de Tierra Caliente!” Durante el día, Manuela
no demostró ninguna inquietud. Cumplió con sus tareas en la casa. Ni Pilar, ni
doña Antonia le notaron la ansiedad que la carcomía por dentro, esperando el
momento de la fuga. Su madre estaba particularmente optimista, y mientras comía
con su hija dijo, “El prefecto acaba de decirme que dentro de cuatro días
llegará un regimiento que viene a buscar esos bandidos. El gobierno de la
república, tiene que darles un escarmiento sobre todo, luego del asalto que
cometieron contra un grupo de familias inglesas en Alpoyeca. Los muy canallas
masacraron a los ancianos, a las mujeres, y a los niños, llevándose cuanto
tenían.” Manuela se puso de pie en ese instante, molesta, y dijo, “No
tengo hambre, mamá. Voy a mi cuarto a dormir la siesta.” La señora Antonia
dijo, “Pero hija. ¡Si no has comido nada!” Pilar le dijo, “Dejela
usted, doña Antonia. Manuela se ha de haber impresionado con lo que usted acaba
de contar de la matanza de Alpoyeca.” Doña Antonia le dijo, “No pensé
que fuera tan sensible.” En realidad, a Manuela sí le había impresionado
aquello, pero de forma muy diferente a lo que el Pilar y su madre imaginaban. Manuela
pensaba, “¡La gente exagera la maldad de los plateados! Lo que pasa es que
todos los hombres de por aquí, son tan cobardes, que no se atreven a
enfrentárseles, y los pintan como desalmados solo para justificarse.” La
muchacha, que no quería ver la realidad, ni darse cuenta de la maldad y la
violencia de su amado, prefería sumergirse en sus sueños dulces y reconfortable.
Manuela pensó, “El zarco me ama como yo a él. Es dulce y tierno conmigo. Me
llevará a vivir a alguna casita hermosa, y solitaria, donde podamos disfrutar
de nuestro querer.” Entretanto, en Xochimancas, el Zarco también soñaba y
recordaba, mientras limpiaba su pistola, “¡Cómo me gusta manuela! Ninguna
hembra me había interesado así. No sé qué me pasa que todo el tiempo estoy
imaginándomela. Esta noche va a ser mía. ¡Toda mía por fin! ¡Quién me iba a
decir, cuando era yo aquel chiquillo miserable, hijo de peón de hacienda, que
un día iba a poseer tan linda moza!” Pasaron por su mente imágenes del
pasado, y volvió a ver la hacienda cafetalera en que nació, y pasó sus primeros
años. Siendo un adolescente, no tardó en escapar de aquel sitio, pues aunque
vivía relativamente bien, detestaba el trabajo, y pensaba, “¡Ya estoy harto
de recibir órdenes, y de sobarme el lomo! Mi suerte tiene que ser mejor.” En
ningún momento pensó en sus padres, y el dolor que su fuga les causaría. Eran
gente humilde, sencilla. Su madre, al saber de su partida, exclamó sollozando, “¿Qué
va a ser de nuestro hijo Zacarías? Ni siquiera sabe leer. Nunca quiso ir a la
escuela.” Pronto se dio cuenta el Zarco, que el que rehúye el esfuerzo,
encuentra aún más difícil la vida. Recorrió toda la región, de finca en finca,
aprendiendo diferentes cultivos, y especializándose en cuidar caballos, que era
el único oficio que ejercía con gusto. Nunca tuvo afecto ni amigos. Sus
compañeros eran adictos a los caballos, al juego, y al alcohol, como él. Gente
que iba de finca en finca, sin sentirse a gusto en ningún lugar. Insatisfecho
de sí mismo, su corazón albergaba sólo envidias y dolorosos rencores. Cuando el
Zarco veía a una pareja de enamorados, pensaba dentro de sí, “Algún día me
conseguiré una muchacha linda y güera como la que trae éste catrín. ¡Ja! Me
haré de dinero y la gente que ahora me ningunéa e ignora, me respetará.” Una
noche, el Zarco se escapó de la hacienda donde laboraba, llevándose los mejores
caballos. Los vendió en una feria al día siguiente y así obtuvo su primera
ganancia ilícita. El Zarco pensó, “¡Vaya! ¡No es difícil juntar dinero! La
cosa es ser más listo y más audaz que otros.” Por entonces, estalló una de
las guerras civiles que mantendrían en jaque al país por décadas. Las cruentas
batallas, se sucedían una tras otra, desangrando la república. Entre tanto,
aprovechando que el ejército no podía combatir ni resguardar a la población
civil, los bandidos de las diferentes regiones, comenzaron a agruparse y
adquirir fuerza, saqueando poblaciones, y asolando a mujeres ancianos, enfermos,
y niños. El Zarco decidió que aquella era la vida y la carrera que le convenían.
Se unió a uno de aquellos grupos de bandoleros. Pronto se distinguió por su
crueldad sin límite. Cuando el grupo de bandoleros asaltaba a una diligencia, el
Zarco solía decir, “¡Ahora conocerán el infierno odioso, riquillos! ¡Ja, Ja,
Ja!” Eso le hacía valioso entre las huestes de bandidos. Salomé Plasencia,
y el Tigre, dos de los facinerosos más temibles de Tierra Caliente, lo ubicaron
con ellos al frente del ejército de los plateados. Aquellos hombres llegaron a
tener tal poder y control sobre la zona, que el general González Ortega,
incluyó al Zarco y a sus hombres en su tropa. Tras una victoria militar, y aun
como parte de la tropa de González Ortega, el Zarco desfiló por la calle
principal de Yautepec de Morelos. Fue entonces cuando observó a una linda
criolla, que no era otra que Manuela, que lo miraba con arrobo. En esa ocasión,
doña Antonia interrumpió diciendo, “¡Quítense de esa ventana, niñas! No
quiero que esos bandoleros las miren, y vayan a causarnos algún problema.” Manuela
dijo, quitándose de la ventana, “Son soldados ahora, no bandidos, mamá.” Doña
Antonia dijo, “El general González Ortega ha cometido una locura al
revolverlos con sus tropas. Ese tal Zarco, nunca dejará de ser un paria y un truhán
capaz de cualquier cosa.” Manuela dijo, “A mí me pareció un hombre muy
guapo. Va vestido igualmente que un príncipe, y sus ojos son claros, como el
agua. Me resisto a creer que sea tan malo como dicen, mamá.” Doña Antonia
le dijo, “¡Por Jesús Manuela, no vuelvas a repetir semejantes tonterías
delante de mí! Eres demasiado joven para adivinar hasta dónde llega la maldad
humana, aunque se esconda detrás de un rostro gallardo, o un traje de gala.”
Sin embargo, una mañana el Zarco encontró a Manuela, y se presentó ante ella. “¿Me
permite acompañarla señorita?” Manuela le dijo, “E…Estaría encantada de
platicar con usted caballero, pero aquí no, porque nos verían, e irían con el
chisme a mi madre, que es muy estricta.” El Zarco dijo, “Entonces
permítame visitarla hoy en la noche, tras la tapia de su huerta, cuando ya su
familia se haya retirado. ¡Nadie lo sabrá!” Así fue como se inició aquella
apasionada relación entre la hija de una pobre viuda de pueblo, y el bandolero
más peligroso de la comarca. Ambos supieron, sin embargo, guardar en secreto
sus amores. Poco después, el general González Ortega, reconsideró su decisión,
y hárto de soportar la indisciplina y saqueo de los plateados, los echó de su
tropa. El Zarco tuvo que partir entonces para la sierra de Puebla con sus
hombres. Un año después, retornó aún más poderoso y cargado de joyas, a las
ruinas de la antigua hacienda de Xochimancas, donde le aguardaba, el Tigre, y Salomé
Plasencia, que habían convertido la finca en su cuartel general. Puesto que Xochimancas
estaba cerca de Yautepec, el Zarco volvió pronto a visitar a Manuela,
reanudando su relación amorosa. Ahora se disponía a bajar al poblado para
raptar a la joven. Impaciente aguardó a que anocheciera, para ponerse en camino.
Habían engalanado especialmente su montura, y se había puesto su mejor traje, y
el más vistoso de sus sombreros. De pronto, al pisar bajo un gigantesco amate,
escuchó el canto lúgubre de un búho. Se santiguó supersticiosamente, pensando, “¡Mi
madre decía que el canto del tecolote es siempre aviso de muerte. Aunque
pensándolo bien, lo que dicen es que cuando el tecolote canta, el indio muere.
yo no soy indio como ese maldito herrero de Atlihuayán. Soy güero, así que no
debo temer.” Bajó al trote la loma para llegar cuanto antes a Yautepec,
donde Manuela lo esperaba. Ella entretanto, escarbaba ansiosamente bajo un
limonero, hasta que dio con el objeto que buscaba, y pensó. “Aquí está el
cofre en que guardo el dinero y las joyas que me ha ido regalando el Zarco.”
Envolvió el cofrecillo en su rebozo. Tomó una maleta que escondía tras el árbol,
y se dirigió hacia el fondo de la huerta. Poco después de las once de la noche,
el Zarco salió al galope de Yautepec, llevando en ancas a su amada. A la mañana
siguiente, el indio herrero, se presentaba ante doña Antonia, diciendo, “Un
destacamento de caballería viene para acá desde Cuautla doña Antonia. Tal vez
su comandante acepte escoltarlas a ustedes hasta Cuernavaca.” Doña Antonia
le dijo, “¡Es una magnífica noticia, querido Nicolás! Enseguida nos podremos
a hacer las maletas. Le firmaré un poder para que usted se encargue de venderme
la casa y la huerta. ¡Respiraré mejor cuando deje Yautepec!” Enseguida
llegó Pilar, y doña Antonia le dijo, “Pilar, dile a Manuela que arregle sus
cosas, porque partimos a México.” Pilar dijo titubeante, “Es que…Manuela
no está, madrina. Creí que usted la había enviado a algún mandado temprano.” En
efecto, la cama de Manuela estaba hecha y vacía. Cuando entraron en su
recamara, doña Antonia exclamó, “No está en la cocina, ni en la azotea, ni
en la huerta.” Cuando abrieron el ropero, vieron que estaba vacío. Doña
Antonia exclamó, “¡Se llevó su ropa y una maleta! ¡Dios mío! Eso quiere
decir que ha huído, p…pero, ¿Por qué?” Revisaron toda la casa, buscando
indicios de la muchacha, hasta que Nicolas revisando el suelo de la huerta, exclamó,
“Aquí hay huellas de un caballo, doña Antonia.” Ella dijo, “E…Eso
quiero decir que mi Manuela se ha ido con alguien…¡Virgen santa! Pero, ¿Con
quién?” Pilar sirvió el café en la mesa, y doña Antonia dijo a Nicolas, “No
entiendo nada, Nicolás. Ella tenía qué haberme avisado…¡Dios! ¿Dónde estará?”
Nicolas dijo, “Perdone la pregunta doña Antonia, pero, ¿No tendría Manuelita
algún enamorado? Alguien que…” Tocaron en ese momento la puerta. Pilar fue
abrir y se presentó un niño con una carta diciendo, “¿Es usted doña Antonia Río?
Traigo una carta.” Con mano temblorosa, la mujer abrió el sobre, que como
sospechaba, era un recado de manuela. “Mamá: Perdóname pero debo seguir al
hombre que amo. No traten de buscarme, porque sería inútil. Manuela.” Doña Antonia
sintió que el mundo se abría bajo sus pies. Hasta ese momento había guardado en
su corazón la esperanza de que Manuela estuviera cerca, y todo fuera un
equívoco. Mientras Nicolas revisaba la carta, dijo, “¡Debemos ver al
prefecto!” Poco después, la pobre viuda exponía su problema a la autoridad.
El prefecto le dijo, “No sospecha a usted siquiera, quién pudo ser el raptor
de Manuelita, señora?” Pilar dijo, “Ni doña Antonia ni yo, tenemos idea
señor prefecto. Manuela no tenía siquiera novio que le conociéramos.” En
ese momento entró a la prefectura el guardacampo de Atlihuayan, diciendo, “¡Nicolas!
Quiero hablarte enseguida.” El guardacampo dijo, “Anoche hacía yo mi
recorrido, cuando vi pasar a caballo al mismísimo Zarco, jefe de los plateados.
Llevaba una muchacha de Yautepec y se dirigía a Xochimancas. Me pareció que se
trataba de la güerita que tú pretendías, y por eso vine a decírtelo.” Doña Antonia
lo había escuchado todo, y exclamó, llena de angustia, “¡Mi hija! ¡Manuela
fugándose con el peor bandolero de la región!” Enseguida, doña Antonia
suplicó al prefecto, diciendo, “¡Tiene usted que devolvérmela, señor
prefecto! Yo no he criado a mi muchacha para que sea la mujer de un hombre tan
vil. La prefiero muerta que en manos de esa gentuza.” El prefecto dijo, “Lo
lamento, señora, pero no tengo armas ni gente para intentar su rescate. Además,
ella se ha ido por su voluntad, y ante eso, es poco lo que podemos hacer.” Al
día siguiente, Nicolás volvió a visitar y consolar a la viuda, que se sentía
muy desdichada, y le dijo, “Encontraremos la forma de ayudarle, doña Antonia.
No se me desespere.” En ese momento, llegaba Pilar alarmada, diciendo, “¡La
tropa madrina! Un regimiento completo de soldados de caballería, acaba de
entrar al pueblo.” El destacamento venía comandado por un joven y petulante
oficial, quien presentándose ante el prefecto, le comentó, “Como le decía
señor prefecto, los plateados huyeron nomás de saber que veníamos. Por eso no
hemos podido agarrar a ninguno de ellos. Sin embargo, colgamos a varios de sus
cómplices que tienen por los pueblitos.” El prefecto adivinó enseguida la
clase de fanfarrón con quien estaba lidiando, y le preguntó, “¿Cómplices? ¿Quiere
decir campesinos, señor oficial?” El oficial le dijo, “Campesinos que
resultaron sospechosos de estar coaligados con los bandidos.” Entonces el
prefecto le dijo, “¡Ustedes siempre hacen lo mismo, comandante! Se les pide
ayuda para atrapar a los plateados y terminan colgando a los pobres campesinos,
a los que acusan sin investigación alguna, de cualquier cosa.” El oficial
le dijo, “Está usted equivocado. Hicimos una exhaustiva investigación, y…”
En ese momento, se escuchó una voz interrumpir. Era Nicolas, quien venia acompañado
de doña Antonia y Pilar, y dijo interrumpiendo, “¿Se puede entrar señor
perfecto?” Cuando los tres estuvieron dentro de la oficina, Nicolas dijo, “Venimos
a pedirle ayuda a usted comandante, para rescatar a una muchacha de este pueblo
que está en poder del Zarco.” Doña Antonia dijo, “¡Por lo que más quiera,
señor oficial, vaya a buscar a mi hija a Xochimancas!” La primera reacción
del oficial fue de temor, y exclamó, “¿Xo…Xochimilcas ha dicho, señora? ¿Se
refiere usted a los a la guarida de los plateados? ¡Allí hay por lo menos quinientos
hombres armados hasta los dientes!” La segunda reacción del oficial fue analítica,
“Nosotros solo somos cien. Tenemos poco parque y no podríamos combatirlos. ¡Sería
una carnicería!” Y la tercera fue petulante y mentirosa: “Además, mis El
general se enolerizó, y le dijo, ““Ustedes son soldados del estado de Morelos,
y tienen la obligación de proteger al ciudadano, sea quien sea. Los habitantes
de Yautepec y de los alrededores, los apoyarían y marcharían con usted hacia Xochimancas,
si les demostráran que están dispuestos a cumplir con su deber, y limpiar esta
región de bandidos.” El oficial contestó encolerizado, “¡Ningún indio
pata rajada va a decirme lo que debo hacer! Para demostrárlo, voy a fusilarte. ¡Eh,
guardias! ¡Llévense a este bocón al calabozo!” Nicolas dijo, “¡Claro, es
más fácil para un cobarde como usted, mandar a matar en ciudadano indefenso y
honrado, que a un asesino peligroso como el Zarco!” Aquel petulante se
llevó enseguida la mano a la pistola, y dijo, “¡Ahora te voy a enseñar cómo
terminan los indios atrevidos, perro!” El prefecto intervino y dijo, “Nicolás
es un hombre de bien. Para matarlo, tendrá que matarme a mí primero, oficial.”
El oficial dijo, “¡Tanto lío por un pobre estúpido!¡Llévenlo al calabozo!”
Cuando Nicolás y sus captores iban por la puerta, Pilar corrió hacia él,
llorando y exclamándo, “¡Nicolás! ¡No! ¡Tú no mereces esto!” Loca de
dolor, la muchacha se arrodilló ante el abusivo militar, y le dijo, “¡Mándeme
a mí al calabozo, fusíleme si quiere, pero déjelo a él! Es el mejor y más
valiente hombre del mundo. ¡Se los suplico, no le hagan ningún daño!”
Cuando Nicolas fue arrojado al calabozo por los guardias, pensó, “¡Me ama! Pilar,
esa chiquilla calladita y modesta, que ha sido mejor hija para la doña Antonia
que la propia Manuela…¡Ah, cómo fui tan ciego para no darme cuenta. Pilar es
una criatura dulce, delicada, llena de sensibilidad, y con un corazón tan
grande, como para hacer lo que hizo hace un momento por mí. ¡Qué tonto he sido!
Es ella la mujer que merece mi amor.” Entretanto, el comandante se retiraba
desdeñando las súplicas de Pilar. El prefecto dijo a Pilar, “Cálmese usted,
niña. no permitiremos que esta gente haga daño a Nicolás. Váyase a su casa y
tengan confianza en mí.” Esa misma tarde, un guardia anunciaba una visita en
la celda de Nicolas. “Tienes visitas Nicolás!” Tras las rejas Nicolas exclamó
“Pilar.” Pilar le dijo, “Te traje algo de comer, son solo unos
frijolitos, un poco de adobo, y unas tortillas. Además, te hice agua de
horchata.” Al herrero le pareció que era la primera vez que veía a Pilar,
en tantos años de conocerla. Nunca le había sentido tan cercana, tan dulce, tan
entrañablemente preocupada por él. Nicolas tomó el cesto de comida, y dijo, “Gracias.”
Pilar le dijo, “No te aflijas. El prefecto nos ayudará y todo va a salir
bien.”
Cuando ella se retiró tan suave y silenciosamente
como habia llegado, Nicolás se sintió embargado de ternura, y pensó, “¿Será
posible la quiero? ¡La quiero ya! Es como si hubiera sido siempre mía, como un
regalo precioso de Dios.” Una idea fúnebre, vino de pronto a ensombrecer su
recién encontrado amor. Nicolas pensó, “Es demasiado tarde, sin embargo,
para hacer planes para pensar si quieren casarme con ella. Este oficial cobarde
y ventajoso puede mandarme matar en cualquier momento.” Al día siguiente
muy temprano, la tropa salió de Yautepec. Llevaban a Nicolás maniatado sobre
una mula. Pero a la salida del pueblo, el prefecto del pueblo, acompañado de
muchos habitantes del pueblo, detuvo la comitiva, diciendo, “Le suplico que
se detenga comandante, y me entrégue usted delante de estos señores que son
ciudadanos responsables de Yautepec, la orden que tiene para llevar preso a
Nicolás, el herrero.” El comandante rió, y dijo, “¡Ja! ¿Y desde cuándo
un oficial como, yo necesito un papel para ajusticiar a un indio qué le falta
al respeto, y pone en duda su autoridad?” El prefecto dijo, “Entonces
iremos con usted a Cuautla, donde veremos cómo se pone a disposición del juez
de distrito a Nicolás. El muchacho no es militar, así que usted no tiene
derecho a sentenciarlo, y mucho menos a ordenar su ejecución.” Ya tenían
unas carretas preparadas, subieron en ellas, y siguieron a la tropa ante el
desconcierto y rabia del militar. El prefecto dijo a Pilar, “Despreocupate
muchacha. Ese pillo no se atreverá a aplicarle la ley fuga a Nicolás viajando
nosotros con ellos. Además, mandé un propio para la Ciudad de México, pidiendo
protección al ministerio de guerra contra su arbitraria conducta.” Ya en Cuautla,
mientras Nicolás entraba al cuartel en seguimiento de sus captores, el prefecto
y su gente se dirigían al palacio municipal. Tres días después, el juez de
distrito dictaba sentencia ante el prefecto, Nicolas, y Pilar. “Señor
prefecto de Yautepec, señorita, les he mandado llamar para que se lleven al
joven que éste ex comandante trajo indebidamente hasta acá. Acabo de recibir un
comunicado del Ministerio de Guerra al respecto. Gracias a él me enteré de lo
que ocurría. Hoy mismo, éste, a quien se le ordenó combatir a los maleantes de
esa región, y no apresar herreros, ni colgar campesinos, será turnado a México,
donde se le relevará de su cargo, y se le someterá a juicio militar.” Esa
mañana salió libre Nicolás. Nicolas abrazó a Pilar, y exclamó, “¡Pilar, niña
querida!” Regresaron enseguida a Yautepec, y hallaron gravemente enferma a
doña Antonia. Pilar exclamó al ver a doña Antonia en su cama, “¡Pobrecita,
no pudo resistir el dolor que le produjo la fuga de Manuela!” Pilar se
quedó a su lado, y Nicolás prometió visitarla todos los días. Entonces, Nicolas
le dijo, “¡Quiero que te cases conmigo, en cuanto a doña Antonia mejore!”
Pilar le dijo, “No hace mucho con quien deseabas matrimoniarte era con Manuela.
¡A mí se me figura que aún la quieres!” Nicolas dijo, “No digas eso, Pilar,
yo estaba confundido, pero ahora sé que solo te amaré a ti mientras viva. Si tú
lo permites, dedicaré mi existencia a hacerte dichosa.” Feliz y emocionada,
ella lo besó delicada y dulcemente en los labios. Luego, Pilar dijo, “Ahora
vete, Nicolás. Te espero aquí mañana. Mi madrina está muy débil, y tengo miedo
que ni siquiera amanezca. Reza por ella y por mí.” Por desgracia, el
presentimiento de Pilar se cumplió. Doña Antonia murió en la madrugada,
llamando a su hija ausente. Pero volvamos atrás en el tiempo, y veamos lo que
sucedió a Manuela desde el amanecer, en que luego de huir de casa de su madre,
llegó con el Zarco a las ruinas de la antigua hacienda de Xochimancas. El lugar
era un campamento sucio y populoso, donde vivían los bandoleros y sus mujeres,
revueltos con los animales, y los tesoros robados. El Zarco llegaba cabalgando
y Manuela detrás de él, en el mismo caballo. Un hombre dijo al verlos llegar, “¡Miren
la alhajita nueva que trae el Zarco! Con razón se nos perdió toda la noche. ¡Es
que fue a cazar una güera! ¡Ja, Ja, Ja!” Manuela pensó que el Zarco
castigaría por lo menos con una bofetada, aquella grosera broma, pero no fue
así. Lejos de hacerlo, se bajó del caballo carcajeándose con el mulato, y exclamó,
“¡Ah, que Tigre, siempre tan maldito! ¡Lo que pasa es que tienes envidia! ¡Ja,
Ja, Ja!” Cuando bajó ella del caballo, se oyeron varios silbidos y gritos
soeces. “A poco vas a comerte solo ese dulcecito, Zarco. ¡Debes de convidar!”
“Si ya tienes muchas viejas. ¿Para qué quieres otras más? ¡Deberías dejármela
a mí, que soy viudo!” El Zarco dijo, “No les hagas caso mi vida. Así son
siempre de guasones pero son buenos muchachos.” Manuela pensó, ¡Así que éste
es Salomé Plasencia, el más sanguinario bandolero del país! ¡Dios mío! Y yo
comeré en la misma mesa que él.” Ya aparte, mientras Manuela preparaba la
comida, Salomé dijo a el Zarco, “Espero que tú güerita no vaya a traernos
problemas, Zarco. Por si acaso, ya puse guardias en todas las entradas de la
hacienda, y mandé explorar el rumbo de Alpuyeca. No sea que el herrero ese,
quiera venir a rescatarla, o traer a la tropa.” El Zarco dijo, “¡Ese indio no puede con
nosotros, Salomé! Y no creo que los pocos militares que manda el gobierno se
atrevan a enfrentarnos.” Salomé pensó un momento, y dijo, “De todas
formas, hay que andarse con cuidado.” Esa noche, luego de un día que se le
hizo a Manuela interminable, se retiró al dormitorio del Zarco. Para entonces
ya estaba profundamente arrepentida. Manuela pensó, “¡Nunca debí abandonar a
mi madre, ni la vida tranquila y amable que llevaba junto a ella, por venir
aquí a pasar vergüenzas y humillaciones!” El Zarco entró en este momento
borracho y gritón, y dijo, “¿A poco estabas llorando, chata? ¡Pues ya no vas
a llorar!¡Je! Porque aquí estoy para consolarte.” Las suaves maneras con
que la trataba en sus citas en Yautepec, brillaron por su ausencia. El Zarco la
tomó, y dijo, “¡Ven acá, chula! ¡Ahora serás realmente mi mujer!” Algunas
horas después, el Zarco dormía, pero Manuela, sentada en la cama, pensó, “Cometí
un grave error, porque este hombre que duerme a mi lado, no es aquel que creí
conocer, aquel que me enamoraba, y me llevaba regalos. Sólo me trajo aquí por
vanidad de macho, y me tratará como lo que es: un tipo violento y cruel,
borracho y sin sentimientos, ni educación.” Durante los días que siguieron,
Manuela se mantuvo distante y callada. Sólo entabló cierta amistad con una
mujer a quien apodaban la Zorra, que era la compañera de otro de los bandidos. Una
mañana, mientras Manuela barría, la Zorra le dijo, “¿Cómo amaneció, Manuelita?
¿Ya está usted preparada para la fiesta de hoy?” Manuela dijo, “¿Fiesta?”
La Zorra le dijo, “El Zarco anda preocupado porque la ha visto triste, y
quiere darle una fiesta para alegrarle el ánimo. Será al anochecer aquí en la
hacienda. Tiene que ponerse guapa, y dejar de suspirar, o su hombre va a pensar
que extraña a usted a ese tal Nicolás, el herrero.” Entonces Manuela dijo,
con tristeza, “¡Más me hubiera valido casarme con Nicolás, en lugar de venir
aquí a pasar desdichas!” La Zorra le dijo, “¿Por qué dices eso, Manuelita?”
Manuela se sentó en su cama, y exclamó, “¡Pobre de mi madre, debe estar muy
angustiada! Fui un ingrata con ella. Le hice mil majaderías a Nicolás, cuando
era un hombre que me quería bien, y nunca me hubiera convertido en su…amante,
ni hubiera permitido que nadie me faltara al respeto.” La Zorra, sentada en
la cama, junto con ella, la tomo por el hombro, y dijo, “Ya cálmese,
muchacha, no la vaya a abrir el Zarco. Mejor cámbiese de ropa, y pónganse las
joyas que él le regaló.” Al anochecer comenzó la fiesta. Las mujeres habían
preparado una gran cantidad de comida que repartieron entre los hombres. Estos
cantaban, devoraban plato tras plato, y bebían chinguirito, aguardiente de caña.
El Zarco impaciente entró a buscar a Manuela, y después de encontrarla llorando
en su cuarto, dijo, “¡Vaya! ¿Así que estás chillando de nuevo, mujer? Los
muchachos te dan una fiesta, y tú te encierras a llorar. Te me estás poniendo
menos rejega, o me vas a acabar la paciencia.” A continuación, el Zarco sacó
una bolsita de monedas y arrojó las monedas frente a majuela, sobre una mesa, y
dijo, “¡Haber si estás cien onzas de oro te alegran el alma!” Manuela exclamó,
“¿De dónde sacaste tanto dinero?” El Zarco le dijo, “Me lo acaba
de dar un francés que tenemos como rehén, allá en el sótano. Los muchachos lo
trajeron desde Chalco, y está a una tortilla a cada doce horas. El hombre mueve
montañas, ¡Je!” Manuela dijo, “Quiero ver este sótano donde tienen a los
rehenes.” El Zarco dijo, “¿Tú? ¿Y para qué?” Manuela dijo, “Quiero
demostrarte que no me espanto de nada de lo que hagan tú, o tus amigos, Zarco. Ya
no lloraré más, te lo prometo. Seré cruel y dura si tú así lo quieres. ¡Anda,
llévame a este sótano!” Manuela tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no
desfallecer, cuando vio aquel espantoso lugar en qué se debatían entre la vida
y la muerte los hombres secuestrados, que eran torturados por sus captores para
obligarlos a entregar sus bienes, y a firmar cartas, pidiendo más y más dinero a
sus familias. Manuela fue testigo de cómo un hombre que estaba siendo torturado
en el potro de castigo, exclamaba, “¡Se los suplico, señor! ¡Máteme! ¡Ya no
resisto más! ¡No me queda nada que darle!” El Zarco dijo, “Algo tendrá
el viejo agarrado. ¡Estirarlo hasta que le truenen los huesos!” Manuela
logró disimular el horror, y dijo, “¿No sería mejor matarlo? Si me das una
pistola, yo lo hago.” El Zarco dijo, “Todavía no, mi reina. Ya
escribimos a sus familia en México, y van a mandar joyas y otras cosas. Lo
mataremos cuando en realidad ya no nos puede entregar nada.” Llegaron al
patio en que se daba la fiesta. Entonces el Tigre sacó a bailar a Manuela, diciendo,
“¿Me concede el primer baile, Manuelita?” El Zarco dijo, “Anda, ve con el Tigre,
mujer. Yo mientras me tomaré un chinguirito.” Desde el primer momento del
baile, el Tigre la apretó atrevidamente, sin preocuparse en lo más mínimo por
el Zarco. Los músicos tocaban una polka rústica y alegre. El Tigre le dijo, “Desde
que la vi entrar con el Zarco, me gustó retiharto usted, güerita. He de hacer
que me quiera a mí también.” Manuela le dijo, “¿Quererlo? ¡Está usted
loco! Yo solo quiero a mi marido…al Zarco.” El Tigre dijo, “Ese Zarco
nunca será su marido, solo sabe enamorar a las hembras, y cuando se harta de
ellas, las abandona. ¡Ya va usted a ver cómo es! Muchas de las que aquí, han
sido sus mujeres. ¡Je! Pero cuando le toque la decepción a usted, mi güerita,
aquí estaré yo para consolarla.” Manuela lo soltó y le dijo, “¿Cómo se
atreve, majadero? Llamaré al Zarco, y tendrá que repetir delante de él lo que
acaba de decirme.” El Tigre le dijo, “Llámelo si quiere, güerita. Yo no
le tengo miedo, sé que es un collón incapaz de reclamarme. ¿Cree usted que un
tipo como él, que en Alpoyeca se dedicó a rematar a los ingleses heridos, y a
disparar contra mujeres y niños, es suficientemente hombre para enfrentarme? ¡Ja!
Él salió nada más a recoger el botín, y a masacrar a esas gentes.” Manuela
dijo, “No...¡No puede ser verdad!” Manuela se alejó del Tigre,
conmocionada por lo que acababa de oír. El Tigre le dijo, “¡Ande! ¡Pregúntele
si es mentira lo que le he dicho! Y si él tiene algo que reclamarme, aquí
estaré.” Cuando Manuela fue a buscar al Zarco, éste platicaba con la Zorra.
Manuela dijo, “¡Zarco! Por fin te encuentro, yo…” El Zarco la
interrumpió, y dijo, “¡Pero si aquí está mi mujercita, la catrina inconforme
y mentirosa! ¡La que se queja de no haberse casado con el indio Nicolás!” El
bandido estaba hecho una furia, y dijo, “La Zorra, que es mi amiga, me lo ha
contado todo. Le dijistes que te gustaría vivir con el herrero de Atlihuayán, y
que estabas arrepentida de fugarte conmigo. Hasta ahora te he tenido paciencia.
He aguantado tus lloriqueos y tus escrúpulos de señorita, pero ya estuvo bueno
de miramientos. ¡Yo te voy a enseñar…!” En ese instante, se escuchó la voz
autoritaria de Salomé Plasencia, que llegaba de hacer un recorrido con varios
hombres armados, y a caballo. Plasencia dijo, “¡Zarco, Tigre! ¡Vengan a oír
la novedad! Llegó este maldito de Martín Sánchez Chagoyan a la catzahuatera de Cassano,
y colgó allí a 20 de los nuestros. ¡Hay que vengar a los compañeros! Recojan
todo y vamos a alcanzar a Sánchez Chagoyan, si no lo hacemos, las gentes nos
van a perder el miedo. Maten de una vez a los rehenes, y déjenlos en el sótano.
Tú, Zarco, encárgate de eso.” Entonces el Tigre dijo a Manuela, “¿No le
dije güerita, que ese Zarco era especialista en matar a los muertos y
desvalidos? ¡Je!” Uno de los hombres a caballo, se acercó al Zarco, y le
dijo, “¡Oye Zarco! Yo bajé hoy por la mañana a Yautepec, y vi que estaban
celebrando un entierro. Me dijeron que la muerta era la mamá de la muchacha que
te trajiste.” Manuela exclamó, “¡Nooooo!¡Mi mamá! ¡Mi mamacita!” Entonces
el hombre dijo, “¡Qué bárbaro! Discúlpame Zarco, yo no sabía que era ella…”
Manuela, incapaz de soportar la terrible noticia, cayó como fulminada. Entonces
el Zarco exclamó gritando, “¡Quítale las manos de encima, Tigre! ¡Yo me
encargaré!” El Zarco se llevó a la joven en brazos hasta la ermita,
mientras Plasencia decía, “¡Tigre, recoge tus cosas y vigila a la gente! ¡Todos
prepárense rápido! ¡Tenemos que dejar enseguida la madriguera!” En cuanto Manuela
volvió en sí, el Zarco le dijo, “Llena esta bolsa con las cosas que vayas a
llevar, y estate lista porque vas a venir conmigo. ¡Salomé no entiende de lutos,
de remilgos, ni de esperas!” Manuela suplicó y dijo, “¡Zarco, déjame ir
a rezar y a pedir perdón a la tumba de mi madre!” El Zarco le dijo, “Rézale
desde aquí, y olvídate de volver algún día a Yautepec. Ya tu indio querido la
enterró y se quedó seguramente con tu casa y con tu huerta. Y esto tuviste al
huir conmigo, Manuela.” El sol dejaba ver sobre el horizonte sus primeros
rayos cuando, cumplidas ya las órdenes de Salomé Plasencia la columna de
plateados salió a caballo de Xochimancas, seguidos por las mujeres a pie y cargadas
de bultos y niños. Pero, detrás incluso de las mujeres y los niños, venía Manuela,
envuelta en su rebozo infeliz desesperada y sola. ¿Quién era ese misterioso y
siniestro personaje al que temían los plateados? ¿Por qué Martín Sánchez Chagoyan
había matado y colgado a veinte bandoleros en los mismos predios en que estos
eran tan temidos? No se trataba de un militar, ni de un enviado del gobierno. Tampoco
era joven. Martín Sánchez Chagoyan, un campesino cincuentón, que había jurado a
exterminar a los plateados para saldar con ellos una vieja y dolorosa deuda
años antes, era el dueño de un hermoso ranchito en Tierra Caliente, donde vivía
consagrado a las labores del campo en compañía de su esposa, su anciano padre,
y sus hijos. En una ocasión partió a la Ciudad de México con su mujer, para
resolver asuntos legales. Su padre y sus hijos atendieron el rancho en su
ausencia. El menor de los muchachos contaba tan solo con quince años. Un día,
el muchacho platicaba con su abuelo, “Mira, abuelo, la gallina parda tuvo
otro pollito.” De pronto sonó un tiro venido del monte, y el abuelo fue
herido. El niño exclamó, “¡Abuelito!” Se trataba de un grupo de
plateados que se abalanzaron sobre el pequeño rancho, dando gritos y disparos
al aire. El muchacho desesperado corrió hacia el establo. No midió el peligro,
y tomando un revolver apunto al líder, diciendo, “¡Malditos ladrones
asesinos! ¡Yo vengaré a mi abuelito!” El hombre sacó su revolver y antes de
disparar, dijo, “¡Ja, Ja, Ja! ¡Adiós escuincle!” Cuando Martin Sánchez y
su esposa regresaban, ella le dijo, “¡Mira viejo, es humo! ¡Viene de nuestra
casa!” La escena era dantesca. El fuego había consumido la vivienda, los
corrales, y los establos. Los ladrones se llevaron los animales, y los objetos
de valor. El cuerpo del anciano yacía ahí, frente al horrorizado Martín Sánchez.
Martin Sánchez exclamó, “¡Mi…mi padre!” La mujer, al descubrir que su
hijo menor también había muerto, enloqueció de dolor. Martin Sánchez exclamó, “¡Malditos!
¡Canallas! ¡Lo han destruido todo! ¡Todo aquello por lo que hemos vivido!” Algunas
horas después, halló a sus dos hijos mayores escondidos en el monte. Al
encontrarlos, Martin exclamó, “¡Al menos ustedes están vivos, y me ayudarán
a vengar esta masacre!” Entre los tres, enterraron al muchacho y al abuelo.
Luego, abandonarían el rancho incendiado. Con el dinero que le quedaba Martín,
compró armas, instaló a su mujer en el poblado de Ayacapixtla, contrató a veinte
hombres, y se lanzó a Cuernavaca, donde previno al prefecto, diciendo le, “Desde
ahora, me dedicaré a perseguir plateados, señor. No les daré descanso. Bandido
que encuentre, bandido que morirá colgado por mis propias manos.” Cuando el
prefecto los vio partir, pensó, “Ese hombre se ha convertido en el Ángel
exterminador. Dudo que acáte mis órdenes de traer a la cárcelá y someter a
juicio a los bandidos que captúre. Él hará que paguen sus crímenes con saña,
ojo por ojo y diente por diente.” Meses después del linchamiento de
bandoleros en las cercanías de Xochimancas, Martín y sus insurgentes se
aproximaban a la venta de La Calavera, lugar situado en el antiguo camino de la
Ciudad de México. Un acaudalado comerciante de la región salió a recibirlo. Martin
preguntó, “¿No ha llegado todavía Nicolás, el de Atlihuayán, don Cosme?”
Don Cosme dijo, “No, señor. Y ya me tiene con pendiente. Dijo que estaría
aquí al mediodía, pues salió de Chalco en la madrugada. Temo que los bandidos
lo hayan asaltado en el camino. El muchacho está preparando su boda, y me pidió
que lo acompañara a la Ciudad de México, pues desea comprar alhajas para su
novia. Por eso lo llamé a usted, para que nos escolte.” Martin dijo, “Pues
si va a comprar joyas, debe traer buen dinero, y esos chacales huelen el dinero
a distancia.” En ese momento, llegó un indio gritando, “¡Don Martín! ¡Don
Cosme! ¡Los plateados tendieron una emboscada a Nicolás en la arboleda! Él se
defiende como puede, pero son muchos.” Martin gritó, arreando su caballo, “¡Vamos
contra ellos! ¡Muerte a los plateadoooos!” Justo en ese momento, los
bandidos tenían rodeado al herrero de Atlihuayán, que se defendía valerosamente.
Menos de una hora después, habían muerto muchos plateados. Martín perseguía con
saña a los restantes. y algunos de los, “jinetes negros” de Sánchez Chagoyan,
caían también. Mientras los últimos plateados huían, Martin gritó, “¡Vuelvan
acá, que los espera la horca, buitres!” Pero mala suerte, el Zarco y el Tigre,
junto con unos hombres a caballo, escucharon la balacera desde una zona cercana.
El Tigre dijo, “¡Hay que ayudar a los nuestros! ¡Vamos!” Nicolás vio
venir por entre la fronda al autor de la muerte de doña Antonia, y pensó, “¡El
Zarco!” El bandido, al darse cuenta que quien lo retaba a duelo abierto,
era el herrero de Atlihuayán, rehuyó al combate. Nicolas se acercó al caballo
del Zarco, a píe y con un machete, y dijo, “¡Ven acá cobarde! ¡Enfréntate
cara a cara conmigo!” Al ver qué se alejaba su enemigo, Nicolás saltó sobre
el lomo de un caballo. El Zarco había sacado su mosquete, y disparaba con él
mientras huía en su caballo. Enseguida, el Zarco se bajó del caballo, y se escondió
en la maleza con su rifle, pensando, “Parece que le dí a ese imbécil.” En
este momento, Manuela lo llamó. Ella se encontraba arriba de un caballo, a
cubierto con otras mujeres de la banda. “¡Zarco! ¿Eres tú?” Simultáneamente,
y como un fantasma, apareció Nicolás, machete en mano, diciendo, “¡Aquí no
tendrás escapatoria, asesino!” El Zarco exclamó lleno de sorpresa, “¡Nicolás!”
Dio un salto atrás para esquivar el primer golpe del machete, y disparó. Manuela
se había acercado, y observaba con horror la escena, exclamando, “¡Dios
santo!” Nicolás atacaba como una fiera. Asestó al zarco un segundo
machetazo, que este no pudo esquivar, exclamando un grito de dolor. Manuela
cerro los ojos y exclamó, “¡Noooo!” Un instante después, el bandolero
yacía a los pies del herrero de Atlihuayán. Nicolas dijo, “¡Ya está vengada
la muerte de doña Antonia!” La batalla había llegado al punto cero. Había
muchos heridos y muertos de ambos bandos, y los malhechores huían tratando de
refugiarse en la montaña. Martin dijo, “¡Atrapen a los que puedan!” Mientras
capturaban a rehenes, Martin dijo a Don Cosme, “Es necesario enviar a
alguien a Morelos para que nos manden camillas, carritos, y ayuda. Además, el Tigre
y los que huyeron, no deben estar lejos.” Entonces apareció Nicolas, y
dijo, “¡Iré yo, si me lo permite, don Martín!” Martin dijo, “Me
alegra verle sano y salvo, Nicolás. Llegué a pensar que ese Zarco le había
matado.” Por toda la respuesta el herrero exclamó despectivo, “Allá
encontrará usted una pobre mujer llorando sobre un cadáver, don Martín. Es la
muchacha que el Zarco se robó hace unos meses, en Yautepec.” En cuanto a
Nicolás partió para Morelos, Martin llegó hacia donde estaba el Zarco herido, y
Manuelas lloraba. Martin dijo, “¡Ese condenado herrero, mató al Zarco!” Enseguida,
don Cosme dijo a Manuela, “Venga conmigo muchacha.” Manuela dijo
llorando, “Tiene una fea herida.” Martín exterminó al Zarco, y dijo, “¡No
está muerto! Al menos aún respira.” Al amanecer del día siguiente, los
cuerpos de los muertos, y las camillas con los heridos de ambos bandos, fueron
trasladados en carretas, hasta Morelos. Martin dijo a Nicolas, “Ahora podrá
seguir su viaje a México, y preparar su boda tranquilo, Nicolás.” Don Cosme
dijo, “Yo le acompañaré.” Aprovechando la victoria reciente en su lucha
contra los plateados, Martín Sánchez y su hijo se dirigieron a la Ciudad de
México. El plan del vengador era obtener del presidente Juárez armas y
facultades legales para combatir oficialmente a los bandidos. Una semana
después, el Zarco ya sano de la herida que le infringiera Nicolás, era
conducido a Cuernavaca, donde se le celebraría un juicio sumario. Pero cuando
cruzaban el paso llamado de, “Las Tetillas,” hubo una emboscada, lidereada
por el Tigre. Entre tanto, en el Palacio Nacional, Juárez recibió a Sánchez
Chagoyán, y le dijo, “Es muy grave lo que cuenta señor, Sánchez Chagoyán. Usted
encarnará la mano dura de mi gobierno, para terminar con el terror que siembran
esos bandidos. Le daré hombres y armas.” Martin dijo, “Ya que confía en
mí, señor presidente, mándeme fusilar si le fallo o cometo una injusticia.”
Unos días después, las campanas de la iglesia de Yautepec replicaban con
energía. Ésta vez no se trataba de ninguna alarma, era por el contrario, el
anuncio de una boda a la que el pueblo entero asistió vestido con sus mejores
galas. El honrrado y valiente herrero de Atlihuayán, se casaba esa mañana con Pilar.
La iglesia estaba llena de flores blancas, y la gente sonreía. Al terminar la
misa y la boda, Nicolás y Pilar subieron a un guayín, un tipo de carruaje de la
época, y se dirigieron a Atlihuayán, donde el novio tenía su casita ya
preparada para recibir a la novia, y dar una fiesta. Un jinete guarecido en el
bosque, con un rifle sobre su caballo, les aguardaba. Era Martín Sánchez Chagoyán.
Al pasar junto a ellos, Martin se quitó el sombrero, y dijo, “Señorita,
Nicolás, celebro poder desearles toda la felicidad del mundo en su matrimonio.”
Nicolas dijo, “¡Me asustó usted, don Martín! Creí que se trataba de…” Los
gritos de Manuela que emergió de pronto de entre los árboles, acallaron a
Nicolás, y sobresaltaron a su esposa. Manuela dijo, “¡Pilar, Nicolás,
hermanos! ¡Estoy arrepentida! ¡Tengan piedad!” Pilar se bajó del carruaje. Manuela
estaba de rodillas. Pilar dijo, “¡Dios mío, pobrecita! ¿Qué es lo que pasa?”
Manuela dijo, “¡Tienen a Zarco! ¡Lo van a fusilar y a colgar delante de mí! Díganle
a don Martín que tenga piedad…¡Perdónenme! ¡Estoy volviéndome loca!” Era
verdad, allí tras los árboles custodiados por los hombres de Martín Sánchez Chagoyan,
se hallaban el Tigre y el Zarco amarrados. Martin habló y dijo, “Me avisaron
que el Zarco y su gente se hallan apostados en este lugar, para atacarlos
cuando pasarán rumbo a Atlihuayán. Les di el albazo. No me esperaban. Y, como
ahora tengo suficientes hombres y armas, lo sometí. Querían matarlo y robarle a
su esposa. ¡Lo habían jurado!” Pilar dijo, “¿Y qué va a hacer usted con
ellos, don Martín?” Don Martin dijo, “Al Zarco lo voy a justiciar aquí,
y al Tigre en Xochimancas, para escarmiento de todos.” El Tigre salió en
ese momento de su aparente tranquilidad, y exclamó, “¿A mí? ¿A mí también me
vas a matar, Martín Sánchez? ¡Yo fui quien te avisó de la emboscada contra el
herrero y su vieja! Hasta dije dónde íbamos a escondernos para atacar.”
Martin le dijo, “!Yo no te prometí nada, traidor. Tú mismo preparaste la
trampa en que caerías junto con tus compañeros. Una víbora de tu calaña no
merece otra suerte que la horca.” Pilar abrazó a Manuela y dijo, “Don
Martín, permítame que me lleve aquí a Manuela. Me quedé con ella. Es casi mi
hermana.” La voz temblorosa y suplicante del Zarco la interrumpió, “No
me dejes, Manuelita! ¡No te vayas tú también! ¡No me traiciones!” Manuela,
con mirada perdida, fue a abrazarlo, y le dijo, “¡Claro que me quedaré
contigo! Moriré a tu lado, lo prefiero a vivir mirando a Pilar con su corona de
azahares, y a Nicolás amándola y atendiéndola. ¡No temas Zarco! ¡Ahora y
siempre seré tu mujer!” Pilar, Nicolás, y su comitiva, siguieron su camino
a Atlihuayán, consternados e impotentes para evitar la tragedia. Los hombres de
Martín prepararon al Zarco para su ejecución. Mientras preparaban al Zarco para
ser fusilado, el Zarco pensó, “¡Éste es el árbol en que cantó aquella noche
el tecolote! Me avisó que iba a morir.” Martin dio la orden, “¡Preeeeparen!
¡Aaapunten! ¡Fuego!” Aquellos rifles justicieros, vomitaron la pólvora como
uno solo, y el Zarco cayó fulminado. Era el fin. Manuela se quedó hincada,
cerca del lugar de la ejecución por largo rato. Cuando levantó la cara, vio que
había colgado al Zarco de una rama, y dio un espantoso alarido. “¡Zaaarco!”
Como si hubiera llegado al límite de sus fuerzas, se llevó ambas manos al pecho,
y se desplomó. Uno de los hombres de Martin dijo, “Está muerta, don Martín.”
Martin dijo, “¡Entiérrala aquí.” El cuerpo de la desdichada muchacha que
abandonó la paz de su casa materna, por seguir al bandido que sería su
perdición, quedó allí, bajo el árbol del que colgaba el cuerpo inerte de su
amado. Martín Sánchez y su gente se alejaron para terminar su labor justiciera.
En poco tiempo, y gracias a ellos, aquella región volvió a disfrutar de paz.
Tomado de, Joyas de la Literatura.
Año IV, No. 56, abril 15 de 1987. Adaptación: Remy Bastien. Guión: Dolores Plaza.
Segunda Adaptación: José Escobar.