Pierre Jules Theophile Gautier fue un famoso poeta, dramaturgo, novelista, periodista, crítico literario y fotógrafo francés, nacido el 30 de agosto de 1811 y fallecido el 23 de octubre de 1872. Pese a ser un ardiente defensor del romanticismo, su obra tiene referencias del parnasianismo, del que fue fundador, el simbolismo y el modernismo.
Nació en
la población de Tarbes situada en el departamento francés de Altos Pirineos (Hautes-Pyrénées), en el suroeste de Francia,
mudándose a París en su infancia. En
principio quiso ser pintor, pero sus inclinaciones literarias le llevaron a la
poesía, entablando amistad posteriormente con Honore de Balzac y Víctor Hugo. En el colegio
conoció a Gérard de
Nerval, con quien entabló lo que luego sería una larga amistad. Su poesía
empezó a desarrollarse a partir de 1826 y comenzó a publicarla en periódicos como La Presse, entre otros.
Alrededor de 1830 adoptó las ideas revolucionarias vigentes y
vivió de forma bohemia. Llegó a pertenecer al grupo extravagante y excéntrico
de artistas del "Le Petit Cénacle" al final del periodo junto con Gérard de
Nerval, Alejandro
Dumas, Petrus Borel, Alphonse Brot, Joseph Bouchardy y Philothée O’Neddy. También recibió la ayuda de Honoré de
Balzac, quien le dio trabajo en la Chronique de Paris.
Durante
toda su vida Gautier viajó por varios lugares del mundo entre los que destacan España, Italia, Turquía, Egipto y Argelia. Sus viajes influyeron
en sus escritos, como Constantinopla, Viaje a España, Tesoros del Arte de Rusia o Viaje
a Rusia. Los libros de viaje de Gautier se consideran de los mejores del siglo XIX por su estilo personal y su difusión de cultura
de cada lugar. Cuando visitó España en 1840, finalizaba la Primera Guerra Carlista y fue elegido para cubrir la contienda como periodista, trabajo que
consideró humillante. En su equipaje portaba un aparato fotográfico (daguerrotipo) con el que
pretendía captar imágenes de su viaje. Nada se sabe de los resultados
obtenidos, pues al parecer sus intentos fueron infructuosos.
Absorto
en su trabajo tras la Revolución de
1848, escribió más de cien artículos en nueve meses. Su prestigio fue
confirmado al ser nombrado director de la, Revue de
Paris entre 1851 y 1856.
Durante este tiempo llega a ser periodista del, Le Moniteur Universel y tiene gran influencia en la revista, L’Artiste. En 1865 fue admitido al prestigioso salón de la
princesa Matilde Bonaparte, hija de Jerónimo
Bonaparte y sobrina de Napoleón.
Pese a
que fue rechazado tres veces por la Academia Francesa en 1867, 1868 y 1869 fue apoyado por el crítico
literario más influyente de la época, Charles-Augustin Sainte-Beuve, quien lo
consideró el mejor columnista de prensa del momento.
Gautier
perteneció, junto con el poeta Charles
Baudelaire y el Dr. Jacques Joseph Moreau, así como muchos
otros literatos e intelectuales de su época, al club dedicado a la
experimentación con drogas, principalmente hachís, llamado el Club des Hashischins. En un artículo
publicado en Revue des
Deux Mondes en 1846, Gautier detalló sus
experimentos.
Theophile
Gautier murió el 23 de octubre de 1872 y fue enterrado en el cementerio de Montmartre, París. (Wikipedia)
El Club de los Hashischins, a veces también deletreado del Club des Hashishins
“Club del Hachís-Eaters,” fue un
grupo parisino dedicado a la exploración de experiencias inducidas por las
drogas, en particular con hachís. Los miembros incluyeron a Victor Hugo,
Alejandro Dumas, Charles Baudelaire, Honoré de Balzac.
Varias drogas como el
hachís y el opio eran cada vez más conocidas en Europa a partir de principios
del siglo XIX. En
ese momento, el uso de estos fármacos estába particularmente extendido en los
círculos científicos y literarios con fines de ocio, se trataba más de una
curiosidad estética o pseudo-ciencia en lugar de un salón para fumadores. En
1821 apareció, Confesiones de un Comedor
de Opio Inglés de Thomas de Quincey, que fue traducido al francés en 1828
por un autor anónimo que firmó como ADM, que resultó ser Alfred de Musset.
El club estuvo activo desde
aproximadamente 1844 hasta 1849 y contaba con la elite literaria e intelectual
de París entre sus miembros, entre ellos el Dr. Jacques-Joseph Moreau,
Théophile Gautier, Baudelaire Charles, Gérard de Nerval, Eugène Delacroix y
Alexandre Dumas, père. Sesiones
de "espiritismo" mensuales se
celebraron en el Hôtel de Lauzun (en ese
momento: Hôtel Pimodan) en la Île
Saint-Louis.
Gautier escribió sobre el
club en un artículo titulado “Le Club des
Hachichin,” publicado en la Revue des
Deux Mondes en febrero de 1846, recordando su reciente visita. Mientras
él se cita a menudo como el fundador del club, en el artículo que dice que
estaba asistiendo a sus sesiones de espiritismo por primera vez esa noche y
dejó claro que otros estaban compartiendo una experiencia familiar con él.
Durante este período,
Jacques-Joseph Moreau, se especializo en la alienación social y estudio los
efectos del consumo regular de hachís. Moreau
estudio este producto de acuerdo con sus viajes entre 1837 y 1840 en Egipto y
Siria y Asia Menor. De
regreso a Francia, él continuó experimentando en sí mismo y publicado en 1845
un libro titulado, Hachís y la Alienación
Mental, en donde se establece una equivalencia entre el sueño, la
alucinación y el delirio hachís. Este libro es
el primer libro hecho por un científico sobre un medicamento.
(Wikipedia Ingles)
La Muerta Enamorada (en francés: La Morte Amoureuse, en ocasiones ampliado a Clarimonde, La Morte Amoureuse) es un relato de Théophile Gautier publicado por primera vez en 1836, en la revista Chronique de Paris.
Se trata de un relato vampírico, narrado en primera persona por su protagonista, y probablemente influenciado por la obra de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, muy admirado por Gautier. Charles Baudelaire llegó a escribir que esta, “es la obra maestra de Gautier.”
Personajes
·
Romualdo: protagonista y narrador del relato, es un sacerdote
que, en el día de su ordenación, es seducido por la vampira Clarimonda.
Ya en su vejez, narra este suceso a otro sacerdote más joven.
·
Clarimonda: una bella e hipnotizante mujer, que
seduce a Romualdo para apartarlo del sacerdocio y convertirlo en su amante.
Ella, en realidad, es una vampira, de la que se dice que ha muerto y regresado
de la tumba varias veces, que se alimentará de la sangre de Romualdo.
·
Abad Sérapion: patrono de Romualdo, le previene
contra Clarimonda, a quien llega a calificar de, “Belcebú en persona,” y lo libera finalmente del hechizo de la
vampira, obligándole a contemplarla en su auténtica naturaleza, dentro de su
tumba.
Argumento
El párroco Romualdo, ya con sesenta y seis años de
edad, narra a otro sacerdote una historia de su juventud, que el propio
Romualdo califica de, “singular y terrible,”
y de la que no está seguro de si fue un sueño o realidad.
Retrotrayéndose a la víspera de su ordenación como
sacerdote, Romualdo cuenta cómo había vivido por completo ignorante del mundo
exterior, y cómo no había nada más excelso para él que la vida religiosa.
Sin embargo, al acudir a la ceremonia de ordenación,
queda prendado de una misteriosa y bella mujer, quien le lanza una mirada tan
hipnótica, que hace escuchar a Romualdo su súplica para que no lleve a cabo su
ordenación, y sea suyo. Romualdo desea rehusar el sacerdocio, pero se muestra
incapaz, pese a todos sus esfuerzos, de realizar su propósito, y cumple
mecánicamente con los pormenores del sacramento.
Cuando se dispone a abandonar la iglesia, la
misteriosa mujer lo aborda, y le reprocha lo que ha hecho. Al poco, un paje
entrega al recién ordenado sacerdote una cartera, que contiene únicamente dos
hojas de papel con estas palabras: “Clarimonda.
Palacio Concini.”
Obsesionado por volver a ver a Clarimonda, Romualdo
muestra un extraño comportamiento que inquieta a su patrono, el abad Sérapion,
quien le conducirá, al día siguiente, a la parroquia asignada al nuevo
sacerdote. Una vez instalado como párroco, Romualdo es requerido para oficiar
un servicio fúnebre, para una gran dama que resulta ser Clarimonda. Creyéndola
muerta, no resiste la tentación de besarla en los labios. Pero, para su
sorpresa, Clarimonda responde al beso, y anuncia a Romualdo que volverán a
verse.
Poco tiempo después, y durante los siguientes tres
años, Romualdo recibe cada noche la visita de Clarimonda, quien se lo lleva con
ella a Venecia, para que sea su amante. Así
sucede, pero cada día, el sacerdote vuelve a despertarse en su parroquia, para
volver por la noche al encuentro de Clarimonda. Romualdo no es capaz, ni
llegará a serlo nunca, de saber si todo cuanto vive es realidad, o ensoñación.
El abad Sérapion, le previene contra Clarimonda, que resulta ser una vampira,
pues se sirve de la sangre de Romualdo para mantenerse viva, tal como el
sacerdote descubre una noche, al no beber un vino narcotizado que ella le había
preparado.
No obstante, Romualdo continúa amando a Clarimonda,
por lo que el abad Sérapion termina por obligarlo a contemplarla en su ataúd:
Sérapion abre la tumba de la vampira, y rocía el cuerpo con agua bendita,
reduciéndolo a polvo. Esto, sin embargo, no basta para destruir a Clarimonda,
quien, furiosa, recrimína a Romualdo por escuchar al abad, y le anuncia que
rompe para siempre toda comunicación con él.
El relato finaliza con el anciano Romualdo agradecido, por haber salvado su vida y su alma, pero lamentando todavía su separación de
Clarimonda. (Wikipedia)
La Muerta Enamorada es un cuento corto fantástico de Teófilo Gautier, publicado en 1830, en La Crónica de París.
El viejo Romualdo recuerda sobre un hermano de la iglesia, y los hechos extraños que siguieron a su ordenación.
Como sacerdote joven de una casa parroquial de pueblo, vivió una experiencia inquietante: de día, era un hombre de la iglesia, de noche, era un joven noble de Venecia. Su existencia bicéfala, se eleva con el encuentro de Clarimonda, una cortesana de quien se dicen los rumores más sórdidos. El fraile Sérapion advierte a Romualdo: no debe permitir atormentarse por un demonio, un vampiro que no tiene otro deseo que llevarlo lejos de Dios.
Pero la fascinación que ejerce ella sobre él, se da a la vista, cuando nace entre ellos
un amor más fuerte que la muerte. Tal amor es un amor que a Clarimonda
le permitió regresar de un lugar, "Sin Luna ni Sol," para reunirse con su amado.
Para Romualdo, todo es cada vez más y más confuso. Él no sabe si la identidad del sacerdote, o la identidad del caballero noble, es quimérica. Pero una noche, él descubre que Clarimonda le da un medicamento para que pueda dormir profundamente, por lo que ella le pica con una aguja de oro, y se alimentan con moderación, de la roja sangre de Romualdo.
Violentamente alentado por Sérapion, para que Romualdo vea a Clarimonda en su tumba en el cementerio de la ciudad, encuentran la ubicación del ataúd, y el viejo abad Serapión, no duda en profanarlo. Ahí está la bella cortesana, pero blanca fría, serena, con un hilo de sangre que fluye de sus labios. Presa de la ira, Serapión exorciza a la muerta, cuyo cuerpo se separa en un montón de “cenizas y huesos.”
Romualdo concluye su relato con esta frase:
No miréis jamás a una mujer, y caminad siempre con los ojos fijos en tierra, pues, aunque seáis casto y sosegado, un solo minuto basta para haceros perder la eternidad.
Gautier quería ser pintor. De hecho, recibió una formación rigurosa, en el taller de un maestro reconocido: Louis Edouard Rioult. Pero finalmente, rechaza el oficio de pintor en 1829, y Gautier y abandona el pincel por la pluma. Su firme amigo Labrunie Gérard (Gérard de Nerval), le presenta a Eugène Delacroix, al año siguiente, en 1830.
Delacroix, el líder de la pintura romántica francesa, originador del orientalismo, tuvo una cierta influencia estética en la obra de Gautier. Gautier le rinde homenaje en las primeras líneas de, La Muerta Enamorada, cuando describe la vida de los sueños de su héroe como, “una vida mundana y de Sardanápalo,” en referencia a la pintura de Eugène Delacroix, La Muerte
de Sardanápalo, considerada un verdadero manifiesto del artista y su movimiento, el artista es a menudo citado por los críticos, como hiperónimo de la otra.
Pero la referencia al orientalismo, no se detiene en esta cita. Gautier usa tonos adjuntos a este nuevo tipo de pintura del maestro, cuyos colores son el rojo, el verde, el blanco (o plata), y el oro. Todos estos tonos son la base del simbolismo pictórico en, La Muerta Enamorada.
Por último, el talento colorista de Gautier, es particularmente notable en la descripción de Clarimonda, fantasía de un pintor vidente para mostrar su musa: Vi los colores brillantes del prisma, y un morado oscuro, como cuando se ve el sol. Gautier utiliza un vocabulario confuso, para los principiantes, hablando por ejemplo, de Nacarat, o verde mar. Todos estos dispositivos, se utilizan para hablar de la representación inaccesible, la belleza, por lo pronto condenada a la derrota, que sólo es viable en lo indecible.
En 2010, la directora, Flavia Coste, realizó un mediometraje inspirado en la obra de Theophile Gautier, “La Muerta Enamorada,” filmado, por razones técnicas, en el castillo de Crazannes, en Charente-Maritime. Producida por Gary St. Martin, siendo adquirida por el canal, France
3, para su difusión, en la segunda mitad del 2011. (Wikipedia en Frances)
La Muerta Enamorada, es un relato
al más puro estilo romántico, donde la realidad y el sueño se confunden, y donde
la vida y la muerte, se entrelazan. Se trata de una de las obras que más
evidencía el estilo y el arte de Gautier.
Es una novela, donde un anciano sacerdote relata su única experiencia con el amor, que vivió en su juventud, y que le fue ofrecida por un espectro de la noche, dotado de las más excelsas emanaciones de sensualidad, ternura, y belleza.
Romuald, que hasta entonces había sido un casto y correcto ferviente servidor del Dios, se encuentra, de repente, sumido en una fascinación inexplicable por una pasión siniestra. Y Clarimonde, la más voluptuosa, inofensiva, y atrayente mujer que pueda existir, es la encargada de arrastrar al sacerdote hasta los más profundos y oscuros abismos, en los que la belleza resplandece de forma extraña y fascinante.
A lo largo de las páginas de, La Muerta Enamorada, Gautier desarrolla uno de los temas más recurrentes de su obra: el sueño; lo que sucede en la vigilia, y en el sueño del perturbado sacerdote, son siempre acontecimientos absolutamente distintos y contradictorios.
La confusión de la existencia del protagonista, entre lo real y lo soñado, lo arrastran prácticamente a la locura … (Audiolibros)
El
mito del vampiro, ha dado grandes obras a la literatura. En, La Muerta Enamorada, tenemos un precedente que entronca con
esa tradición, y que introduce la figura de la mujer, como criatura perturbadora, que debe alimentarse de la sangre de un hombre, para escapar de la muerte. Théophile
Gautier esbozó
en ésta novela breve, unas líneas que posteriormente serían desarrolladas por
muchos otros autores, aunque el estilo romántico, sensual y mágico del francés, hace del relato una pequeña obra maestra del horror.
Como imaginarán, el argumento es muy sencillo.
Un sacerdote ya anciano, rememóra los sucesos que la acaecieron siendo un joven
novicio, a punto de tomar sus votos. En la iglesia donde se lleva a cabo la
ceremonia, observa a una joven de belleza exultante, que por supuesto le prenda
de una forma casi enfermiza. Aunque su superior le destina a una pequeña
parroquia muy alejada, una noche, recibe la visita de un hombre que le pide que
dé la extremaunción a su señora Clarimonde; ésta resultará ser la misteriosa
joven que le encandiló, pero su estado dista mucho de ser terminal. Aunque no
sabe muy bien cómo sucede, el sacerdote pronto se encuentra en una suerte de
vigilia constante, sin saber qué es real y qué no. Pronto no tendrá más remedio
que recurrir a fuerzas que creía inexistentes, para enfrentarse al mal que le
subyuga.
Pese
a que desde antaño, las variaciones sobre el tema han sido ya explotadas por doquier,
la inocencia y la belleza que se respiran en la páginas de, La Muerta Enamorada, son difíciles de imitar. Gautier
incide en la engañosa visión que el joven e inexperto sacerdote tiene de su
amor: no es tan importante el que la mujer sea una vampira, sino el hecho de
que él no distingue entre realidad y sueño. Para el muchacho, la pasión
devoradora que la causa esa beldad, es tan destructiva como insoslayable: la fe,
a la que su abad apela una y otra vez para salvarle de la tentación, no le
sirve de nada. El propio protagonista y narrador, confiesa al final del libro
que, “el amor de Dios no fue suficiente
para reemplazar al suyo;” la metáfora del amor destructivo es sublime, ya
que el autor confronta la vocación del protagonista, con su imposibilidad de
renunciar a la pasión terrena.
El romanticismo de Gautier se pone de manifiesto en el
tratamiento sensual de esa relación malsana y equívoca. Las descripciones de la
mujer, y de los encuentros entre ambos, son hermosísimas, plagadas de imágenes
ricas en colorido, y de una viveza hoy ya poco apreciada:
La palidez de sus mejillas,
el rosa desvaído de sus labios, sus largas pestañas entornadas, que recortaban
una franja negra sobre aquella blancura, le daban un aspecto de castidad
melancólica y de sufrimiento pensativo, de una potencia de seducción
inexplicable.
La lucha
del sacerdote por librarse de su doble existencia, está perdida de antemano.
Sólo gracias a la acción del abad, podrá ahuyentar a la vampira, y acabar con su
dependencia terrible. Sin embargo, el final del texto es muy amargo: la
victoria del protagonista es pírrica y desoladora; aunque sólo se insinúa,
podemos sentir que la pérdida de Clarimonda, es irreparable. Ni su fe, ni su
vocación religiosa, ni el paso del tiempo, conseguirán consolarle por la pérdida
de algo que está más allá de su comprensión, aunque su amor pueda pugnar por
aprehenderlo.
La Muerta Enamorada, es una fábula
bella y magnífica que deja ese buen sabor de boca de las historias carismáticas
y sentidas. Un pequeño placer para los paladares literarios. (Solodelibros)
La
Muerta Enamorada, en francés: La
Morte Amoureuse, en ocasiones ampliado a, Clarimonde, La Morte Amoureuse, es un relato de Théophile Gautier,
publicado por primera vez en 1836, en la revista, Chronique de Paris.
Se trata de un relato vampírico, narrado
en primera persona por su protagonista, y probablemente influenciado por la
obra del alemán, Theodor Amadeus Hoffmann, muy admirado por Gautier. Charles
Baudelaire llegó a escribir que ésta, “es
la obra maestra de Gautier.”
La
Muerta Enamorada, se encuentra inscrita en el más puro estilo romántico, donde la realidad y el sueño se confunden, y donde la vida y la muerte se
entrelazan, diluyéndose la delgada frontera que, en ocasiones, las separa. Se
trata de una de las obras que más evidencía el estilo y el arte de Gautier. En
ella, el día y la noche, lo real y la ilusión, lo grotesco y lo sutil, la
seducción y la repugnancia, plasmadas en un tono enigmático y atrayente, propio
del autor, se funden de manera imperceptible, para engendrar lo sublime: la
belleza.
Ésta es, pues, una novela corta en la
que un anciano sacerdote relata su única experiencia con el amor, que vivió en
su juventud, y que le fue ofrecida por un espectro de la noche, por un “ángel o demonio,” dotado de las más
excelsas emanaciones de sensualidad, ternura y belleza. Romualdo, que hasta
entonces había sido un casto y correcto ferviente servidor de Dios, se
encuentra, de repente, sumido en una fascinación inexplicable por una pasión
siniestra. Y Clarimonda, la vampira de este relato, y la más voluptuosa,
inofensiva, y atrayente mujer que pueda existir, tiene, como la prosa de su
creador, una magia perfecta; es la encargada de arrastrar al sacerdote hasta
los más profundos y oscuros abismos, en los que la belleza resplandece de forma
extraña y fascinante. A lo largo de las páginas de, La Muerta Enamorada, Gautier desarrolla uno de los temas más
recurrentes de su obra: el sueño; lo que sucede en la vigilia y en el sueño del
perturbado sacerdote, son siempre acontecimientos absolutamente distintos y
contradictorios. La confusión de la existencia del protagonista entre lo real y
lo soñado, lo arrastran prácticamente a la locura, hasta el punto de no saber si
es un generoso sacerdote, que cada noche sueña con ser un galán fatuo, un joven
libertino, señor de la más hermosa y voluptuosa mujer, o si, por el contrario,
es el joven que se entrega a los placeres, y que sueña que es un mortificado
sacerdote. (Biblioteca Digital Moratin)
La Muerta Enamorada
de Teófilo Gautier
Aquella noche de luna, un joven caballero cabalgaba hacia el castillo
Concini acompañado de un hombre de aspecto rudo y simple. El hombre de aspecto
rudo bajó de su caballo, y tomó las riendas del caballo diciendo, “Enseguida le conduciré al aposento de
nuestra dueña señor. Ella le espera.” Ambos entraron por el edificio
principal por una pequeña puerta. El hombre rudo dijo, “Venga por aquí, así los criados no podrán vernos.”
Era
un lóbrego y antiquísimo túnel que se utilizaba como entrada secreta. Al final
había una puerta cerrada. Al abrirse ésta, el escudero que conducía al visitante
murmuró con respeto y temor, “S-señora,
he traído al caballero.” Una hermosa mujer sonrió sensualmente y casi
ordenó, “Pasa caballero De Marnes. No
hagas esperar más a una dama.” El caballero se inclinó y besando su mano
dijo, “Señora mía, cuando el escudero
Margheritone fue a buscarme, no podía creerme que fueras tú quien me llamaba.”
La mujer tocó su pelo y dijo, “Te amo
desde que te vi la otra noche en la fiesta de mi amigo, el conde Fortuni. No he
podido dejar de pensar en ti.” Él la abrazó, y dijo, “¡Yo también te amo Clarimonda! Eres el ser más bello y atrayente que
he conocido.” Arrobado, el caballero besó lenta y golosamente los labios de
aquella dama.
Ella
se apartó muy dulcemente de aquel estrecho abrazo, y dijo, “Déjame servirte un poco de vino señor mío.” Después de servir para
ambos, Clarimonda dijo, “Éste será el
licor más exquisito que hayas bebido jamás.” De Marnes dijo, “¡Brindo por ello!” Ella apenas se mojó
los labios, pero el caballero nervioso apuró el contenido de la copa.
Clarimonda dijo, “Es suficiente señor. Si
bebes más te olvidarás de mi.” Mientras se desvestía el caballero dijo, “¡Jamás Clarimonda!¡Mi amor por ti es
demasiado intenso!” Las copas se volcaron sobre la mesilla, y se escuchó la
voz de caballero quien dijo, “¡Ven a mis brazos, adorada mía!”
Aquellos ansiosos amantes se tendieron juntos en el lecho, envolviéndose
uno al otro en delicadas caricias, hasta que el sueño comenzó a vencerlos.
Enseguida Clarimonda se levantó y al verlo pensó, “Duerme, hermoso ángel. Dulce caballero, duerme. El vino y el amor de
Clarimonda serán los regalos más felices que recibas del mundo de los vivos.” Clarimonda
sacó entonces una pequeña y afilada daga de una cajita de plata, y se dispuso a
cortar, con ella, la garganta del caballero, quien dormía profundamente gracias
a unos polvos somníferos que ella había mezclado con le vino. En cuanto la
sangre brotó de la herida, el bello rostro de la mujer se transformó dejando
translucir una hambre perversa. La mujer clavó sus pavorosos colmillos
vampíricos en la garganta cercenada y se alimentó del líquido vital del
desdichado caballero que había expirado ya.
Al amanecer, una carreta conducida por el escudero Margheritone salió del patio trasero del castillo, y avanzó hasta la cumbre de un enorme acantilado. El escudero había ido hasta allí para arrojar al mar el cuerpo exánime del visitante, que la noche anterior él mismo había conducido hasta la alcoba de Clarimonda. Cuando regresaba, sin prisa al castillo, advirtió que un carruaje cubierto avanzaba por el camino hacia el pueblo. El conductor del otro carruaje al pasar cerca le gritó, “¡Buenos días te dé Dios, Margheritone!” Margheritone solo dijo, “¡Bah!” Un joven seminarista que iba en el pescante acompañando al cochero preguntó intrigado, “¿Quién es ese hombre? Pareció molestarle su salúdo.” El cochero dijo, “¡Je! Al escudero de esa terrible mujer, le ofende que le mencionen a Dios, Padre.” El seminarista preguntó, “¿Terrible mujer?” El cochero explicó, “La dueña del castillo Concini, es tan misteriosa y cruel como bella. Según cuentan. ¡Hay gente que asegura que tiene pacto con el Diablo, y por eso, nunca envejece ni se enferma!” El seminarista dijo, “¡Esas son supercherías, que ningún buen cristiano debe creer! Así que, si respetas mi hábitos de seminarista, no las repitas en mi presencia, buen hombre.” El cochero dijo, “Si usted va a quedarse a vivir con el abate Serapión por algún tiempo, joven, tal vez tendrá ocasión de enterarse de que cualquier cosa que se diga de la señora Concini, por disparatada que parezca, se queda corta comparada con la verdad.”
Poco
después, ante la casa parroquial del pequeño pueblo, Sérapion recibía al joven,
diciendo, “¡Romualdo querido!¡Me alegro
mucho de que vengas a verme!” Ambos entraron a la casa parroquial, entonces
Romualdo dijo, “El rector del seminario
me autorizó a pasar aquí el año misional, antes de ordenarme. Así que cuente
conmigo para ayudarle en todo Padre.”
Enseguida, el padre presentó a una domestica, diciendo, “Mira Romualdo, ella es Bárbara, mi ama de
llaves.” Bárbara dijo, “Bienvenido joven.” Esa noche el seminarista y el
párroco cenaron modestamente, charlando.
Mientras
tanto, en el palacio Concini se celebraba una gran fiesta. Los numerosos
invitados bebían, comían, y se divertían, mientras Clarimonda los miraba
complacida. Conforme la noche avanzaba, y la alegría de sus amigos iba en
aumento, el ánimo de la señora languideció. Entonces, un señor de los invitados
le dijo, “¿Qué te ocurre, amiga mía? No
pareces estar divirtiéndote.” Ella le dijo, “¡Ah, te juro que no lo sé, Luigi! De pronto, una sensación de hastío
me ha ido invadiendo.” Luigi le dijo, “Lo
que necesitas es enamorarte, querida. Ya verás cómo una dulce ilusión, te cura
el aburrimiento.” Clarimonda dijo, “Quizás
tengas razón.”
Una
semana después, cuando Clarimonda disfrutaba a solas el frescor incitante de la
noche, llegó hasta sus oídos el repicar de unas campanas. Entonces preguntó a su
escudero, que siempre se hallaba cercas, “¿Qué
es eso Margheritone?¿Por qué tocan a esta hora las campanas en el pueblo?”
Margheritone le dijo, “Esta tarde murió
una mujer, que dejó toda su fortuna a los pobres, señora, y le celebran una misa
de cuerpo presente.” La lúgubre
noticia animó a Clarimonda, quien dijo, “¡Hace
siglos que no asisto a ningún oficio funerario Margheritone!¡Vamos!¡Puede ser
encantador!”
Poco después, el abate
Sérapion celebraba el oficio de difuntos. Romualdo, el joven seminarista, le
auxiliaba, como parte de sus deberes misionales. Aquel joven había sido desde
niño muy piadoso. Su corazón era limpio, y solo se mantenía abierto a las cosas
de la religión. Mientras el abate Sérapion oficiaba, Romualdo pensaba, “Señor, apiádate del alma de esta buena
mujer, y has de mi, el día de mañana, un buen sacerdote.” La parte de la
sagrada misa que mas solía conmoverlo, era la comunión. Su espíritu se
regocijaba viendo como los fieles participaban, humildes y recogidos, en el santo
sacramento. Pero de pronto, sin saber porqué ni cómo, alguien de entre los
asistentes, le llamó poderosamente la atención. Era justamente Clarimonda, cuya
cabeza cubierta, distinguió como un faro de entre los demás. Ella también lo
miraba fascinada. Romualdo se había distraído totalmente de su función.
Entonces el abad Sérapion le dijo, “¡Hijo!¿Qué
te ocurre?” Romualdo dijo, “¡N-nada,
nada padre!¡Perdón!”
Al término de la comunión,
Romualdo ayudó al abate a guardar el cáliz, e hizo un tremendo esfuerzo por no
distraerse más. Romualdo pensó, “¿Qué me
está pasando? ¿Cómo podré ser un buen sacerdote el día de mañana, si me
entretengo en mirar a una mujer?” No pudo evitar, sin embargo, un hondo
suspiro al mirar de nuevo aquella enigmática feligresa. El abate dijo, “¡La misa ha terminado!¡Podéis ir en paz!”
Romualdo solo pensaba, “¡Dios mío!¡Qué
bella es!” La iglesia se vació rápidamente. Unos minutos después Romualdo
salió de la sacristía dispuesto a pedir perdón, pensando, “¡Oraré toda la noche, para que el señor me absuelva de ese momento de
pecado, y de tentación sensual!¡No debí atender sino a la misa!” Pero cuando
se hallaba junto a la pila de agua bendita, Clarimonda apareció. Ante la visión
Romualdo dijo, “¡Usted!” Clarimonda le dijo, “Te esperaba, hermoso joven.”
Romualdo se sintió paralizado
al descubrir a la fascinante mujer surgiendo de entre las sombras y hablándole
seductoramente: “Nuestros destinos se han
unido esta noche de una vez y para siempre.” Romualdo le dijo, “¡S-se equivoca conmigo, señora! Seré
sacerdote.” Clarimonda le dijo, “Tú
no puedes consagrarte a una vida de castidad y pureza. No ahora que has
empezado a amarme.” Romualdo dijo, “¿Amarla
yo? Pero…¡Si ni siquiera la conozco!¡Mi
alma entera pertenece a Dios!” Clarimonda
le dijo, “Créaslo o no, tu corazón a
comenzado a pertenecerme. Y si llegas a amarme como yo te amo, no solo
terminarás entregándome tu corazón, sino tu alma y tu vida toda a mí, a
Clarimonda tu dueña.” En ese instante, el abad gritó desde lejos, “¡Romualdo! Hay que prender los cirios
cercanos al féretro y apagar las demás luces.” Romualdo gritó, “¡Iré enseguida, padre!” Clarimonda dijo, “¡Espera!” Un escalofrío recorrió el cuerpo entero de Romualdo al
sentir en su mano la mano de ella y muy cerca de su rostro el viento helado del
aliento de aquella mujer, quien sin embargo, olía a rosas frescas. Clarimonda
dijo, “Te aguardaré mañana al anochecer,
cerca del acantilado.”
El
amanecer sorprendió a Romualdo, pocas horas después, sin haber podido conciliar
el sueño. El aire ausente y desvelado del joven seminarista no pasó
desapercibido al párroco, quien le dijo, “¿Te
sientes mal amigo? Te veo desanimado.” Aunque Romualdo estuvo a punto de
confiar sus pesares al viejo y sabio abate, terminó por responder, “¡Oh, no es nada, padre! No debe usted
preocuparse. Una ligera indisposición.” Durante el resto del día, Romualdo
anduvo ausente y atormentado. Hasta que pasadas las horas de confesionario,
ayudó a Sérapion a cambiarse, y le preguntó,
“¿Ocupará usted esta noche la yegua blanca, padre?” Sérapion dijo, “No, hijo. Solo monto en ella cuando hago
largo recorridos y mis viejos huesos ya no están para eso. Puedes usarla tú, si
lo deseas.”
Justo
comenzaba a anochecer cuando Romualdo salió a galope de la casa del párroco montado
en el brioso animal. Mientras tanto, el abate, que había advertido la lucha
interior que se llevaba a cabo en el corazón del muchacho oraba, “¡Señor dale fuerzas para resistir la
tentación!” Minutos después, al llegar a la encrucijada, Romualdo detuvo a
la jaca bruscamente. Contagiada de la nerviosidad del joven, la bestia reparó.
Al caer Romualdo, su cabeza golpeó con una piedra. Esto le hizo perder el
sentido y quedar tirado, junto a la vereda. Horas después Romualdo despertaba
en la cama de su habitación en la parroquia, con la cabeza vendada. Romualdo
dijo, “¿Q-qué me ocurrió, padre
Sérapion?” Sérapion dijo, “La yegua
volvió sin ti. Nos preocupamos y salimos a buscarte. Tienes una buena
hinchazón, pero sanarás en unos días. ¿Puedes decirme qué hacías en la
encrucijada, hijo mío? No es lugar para pasear de noche.” Romualdo disimuló
como pudo su inquietud, y respondió evasivo, “Quería aproximarme al mar y tomar un poco de aire, padre.”
Serapión pensó, una vez que abandonó la habitación, “¡Pobre muchacho! Ignoro qué es exactamente lo que le atormenta. Pero
debe de ser algo terrible, que ahora le obliga a mentir, y más tarde Dios sabe
a qué le obligará.”
Por la noche, el seminarista trató de descansar, pero sus sueños
repetían una y otra vez la imagen de Clarimonda, hermosa e irresistible.
Romualdo despertó aturdido y más nervioso que nunca, diciendo, “¡Dios mío, sálvame, líbrame del pecado!
¡Haz que me olvide de esa mujer!” Romualdo
tardó algunos días en recuperarse del golpe, y con el alivio vino también la
serenidad. Cuando Romualdo ya caminaba, Sérapion le dijo, “Me alegra verte mejor, querido Romualdo. Comienzas a ser de nuevo el
joven sano y alegre de antes.” Romualdo dijo, “Dios se ha compadecido de mi, padre. Pronto, tal vez, tengo yo la
fuerza de ánimo suficiente para confesarle cuál ha suido el motivo de mi
inquietud.” Sérapion dijo, mientras Romualdo se sentaba, “Ahora no pienses en eso, hijo mío. Descansa
y trata de recuperar la salud.”
En
el palacio Concini alguien mas estaba enfermo. En la cama de su alcoba,
Clarimonda descansaba, mientras Margheritone,
el jorobado bajito de estatura, le decía, estando de pie frente a la cama, “Dime lo que debo hacer, señora. Una palabra
tuya, y traeré hasta aquí al caballero que elijas para ser sacrificado. Es
necesario…¡Si no, morirás!” El antes bellísimo y lozano rostro de
Clarimonda, se veía ahora demacrado y famélico. Clarimonda decía, “¡Oh, Margheritone, si no es él, no deseo
ninguno!” Margheritone dijo, “Pero
señora mía… ¡Hay tantos caballeros hermosos, galantes, mundanos en esta región!
¿Por qué tiene que ser ese aspirante a cura?” Clarmonda dijo, “¡Porque le amo, Margheritone! Y solo
deseo que venga a mi lado, y se quede aquí conmigo por el resto de sus días.
Pero ha de ser por su propia voluntad.” ¡Margheritone dijo, “Iré a traerlo! ¡Le obligaré a venir, y le
encerraré en la torre!” Cada vez más débil, Clarimonda susurró, “No lo hagas, querido…¡No serviría de nada!
¡N-nadie debe hacerle daño jamás! ¡Yo misma, me consumiría de sed antes que herirle!
Solo deseo su amor. Solo su amor puede alimentar el mío. ¡Nada, ni el crimen,
ni la sangre, ni el placer, me saciarían! Tal vez venga…tal vez sienta que le
llamo con las pocas fuerzas que me quedan. Quizá llegue aquí y bese mis labios
antes de que seas demasiado tarde.”
El
pensamiento y la emoción de Romualdo, sin embargo, habían vuelto a la senda
mística. Incado frente a la cruz del
altar Romualdo pensaba, “Confesaré mi
pecado al padre Serapión. Haré penitencia y me ordenaré sacerdote, para servirte
por siempre Dios mío.” Horas después
a media noche alguien daba golpes a la puerta de la casa parroquial. Bárbara
descubrió, algo asustada, que se trataba del escudero Margheritone. Bárbara
dijo, “¿Q-que deseas?” Margheritone
dijo, “¡Pronto! ¡Quiero hablar con el
señor Romualdo!” En cuanto estuvo a solas con el seminarista, el hombre
casi suplicó, “¡Venga conmigo! ¡Mi ama
necesita de usted señor!” Romualdo dijo, “¿Tu ama?” Margheritone dijo, “¡Mi
señora Clarimonda! Ella…¡Se esta muriendo!”
Momentos
después, mientras Romualdo y el escudero se dirigían a todo galope hacia el
castillo estallaba una tormenta. Llovía copiosamente cuando entraron al patio
central del castillo Concini. Cuando ambos se apearon, Margheritone tomó una
antorcha guió a Romualdo por un
larguísimo pasillo ayudado por una antorcha. Las puertas de un sombrío
salón se abrieron y dos criadas dijeron
casi al unísono, “La señora le espera.”
El seminarista avanzó hacia lo que parecía una cama con las cortinas del dosel
corridas por completo. Romualdo entreabrió aquellos pesados cortinajes de
terciopelo color vino y su rostro se demudó, diciendo, “¡N-no! ¡No puede ser!” Allí, en lugar de lecho, Romualdo encontró
un féretro que contenía el cuerpo plácido y frágil de Clarimonda. Romualdo
dijo, “¡Tú!” Fue entonces cuando
estalló en su corazón todo el amor que sentía por aquella mujer y lloró
acariciando sus lánguidos cabellos, diciendo,
“Mi dulce amada…¡Muerta! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué? Tal vez si te hubiera tomado
en mis brazos aquella noche, ahora no yacerías aquí. He sido un hipócrita
creyendo que podría consagrar mi vida a Dios, cuando es a ti, a quien le
pertenece, mi señora, mi hermosa dueña. Desde niño viví en el seminario. Nunca
imaginé poder ser otra cosa que no fuera sacerdote y, por ello, jamás toqué
siquiera la mano o admiré la sonrisa de alguna mujer. Tus labios serán los
primeros que bese.”
Romualdo
se acercó a Clarimonda y besó sus labios. Entonces algo vibró en el cuerpo de
la muerta. Sus ojos se abrieron de pronto, con expresión arrobada y terrible.
Los brazos de Clarimonda rodearon el cuello de Romualdo como el más frio y el
más cruel de los collares. Clarimonda dijo,
“¡Eres tú, amado y señor mío! ¡Por fín has venido a mí!” Romualdo dijo, “¡Clarimonda!” Aquel tétrico y sensual
abrazo había dejado mudo a Romualdo. Clarimonda dijo, “Te esperé noche a noche, sin desear otra cosa que darte mi amor. Ahora
he muerto y solo tu beso ha podido volverme a la vida por un dichoso instante.”
Exhalando un último suspiro aún murmuró, “T-te vi-si-ta-ré. Es-ta-re-mos jun-tos.” Romualdo intentó
levantarla en sus brazos, y dijo, “Clarimonda.” Un golpe de viento helado abrió la ventana e
hizo volar las pesadas cortinas como a frágiles fantasmas. Mientras Romualdo la
cargaba en sus brazos, dijo, “¡Oh, Dios
mío! ¡Está muerta! ¡Muerta!” Romualdo no pudo más y se desmayó. Clarimonda
ya estaba nuevamente en su ataúd, y una de sus bellas manos colgaba fuera del
ataúd. La tosca mano diestra de Margheritone la volvía poco después a su lugar.
Minutos después, lleno de rabia y dolor por la muerte de su ama, el escudero se disponía a arrojar a Romualdo hacia el mar, cargándolo en sus manos al borde de un acantilado, gritando en plena tormenta, “¡Por ti ha muerto ella y tendrá que volver a nacer! Por tu estúpido amor. Pero ahora te arrojaré a las sombras eternas.” Cuando Margheritone iba a cumplir su amenaza, un rayo pareció abrir el cielo en dos. El rostro de Margheritone, empapado por la lluvia, se veía ahora paralizado por el terror
Como surgiendo del mar frente al acantilado, de un tamaño colosal, Clarimonda
apareció, gritando, “¡Detenteee! ¡No te
atrevas!” Margheritone retrocedió y la figura de ella pareció iluminarse y
a hacerse menor, diciendo, “¡Nadie le
hará daño a mi amadooo!” Margheritone
dejó el cuerpo de Romualdo en el suelo, y dijo, “¡No mi señora, no! ¡Perdóname! ¡Enloquecí de dolor! Pero le pondré a
salvo.” El fantasma de la cortesana se alejó poco a poco frente al
acantilado mar adentro, hasta perderse en el negro horizonte.
Al
amanecer la yegua blanca llegaba frente a la casa parroquial. Al verla llegar
Sérapion gritó, “¡Cristo! ¡Si trae en el
lomo al señor Romualdo!” Dos monjes lo bajaron de la yegua y lo
introdujeron en la casa parroquial, mientras Bárbara le decía a Sérapion, “Desde que vi a ese siniestro criado de la
cortesana, y le oí mencionar el nombre de ella, supe que algo malo le ocurriría
a este muchacho.” Serapión le dijo, “Debiste
avisarme, mujer. ¡Quizá yo hubiera evitado que el tal Margheritone se lo
llevara!” Bárbara dijo, “¡Tuve miedo,
señor cura! Pensé que esa mujer podía encantarle también a usted, y convertirle
en su diabólico esclavo, tal como ha hecho con muchos caballeros de la región,
a quienes sus familias no han vuelto a ver.” Sérapion le dijo, “¡Vamos, vamos, mujer! ¡Yo ya estoy viejo para que ninguna señora, por
hermosa que sea, logre encantarme!” Bárbara le dijo, “¡Ella no respeta edades ni ministerios! Además, dicen que tiene pacto
con el diablo, y yo…” Sérapion la interrumpió diciendo, “¡Ya te he dicho que no quiero oír nada
sobre esas supercherías! ¡Respeta la casa de Dios! Y agradece la ayuda de estos
buenos hombres dándoles algo de comer y beber. ¡Anda!” Bárbara dijo, “¡Como usted diga, señor párroco!”
A
pesar de lo que había dicho a Bárbara, al abate miró al desmayado Romualdo con
gran aflicción, pensando, “¡Pobre joven
iluso! Te has dejado llevar por los apetitos sensuales y tu alma tendrá que
luchar sin tregua por liberarse del mal.” Esa misma noche, Romualdo entró
súbitamente a la habitación del abate, diciendo, “¡Padre! ¡Deseo que me oiga usted en confesión!” Ambos fueron a la
sacristía y allí, con la estola sacramental puesta, Sérapion escuchó al joven
seminarista, quien dijo, “Todo comenzó la
noche de la misa de difuntos, hace algunos días. ¡Amé a esa mujer desde el
primer momento en que la vi. Padre, ahora ella está muerta. ¡Y yo sigo amándola
como el primer día!” Romualdo describió detalladamente al abate al palacio
Concici.
Luego, ya más tranquilo escuchó los consejos del viejo sacerdote, quien
le dijo, “Clarimonda es una mujer maligna
y extraña, Romualdo. Cuando yo legué aquí, hace más de veinte años, ella era ya
una joven y hermosa libertina. Se dice que no envejeció ni un día, y que es una
vampira que se mantiene viva a costa de la muerte de jóvenes caballeros a los
que sacrifica. Se ha tenido noticia de varios desaparecidos, generalmente
forasteros, que vinieron a pasar algún tiempo a esta región, y que
desaparecieron misteriosamente. No sé qué le impidió hacer lo mismo contigo.
Tal vez Dios decidió protegerte, o tu sano y limpio corazón desarmó a la
diabólica asesina. Lo cierto es que has tenido suerte, y te has salvado hasta
ahora de sucumbir a su satánico poder.
Sin embargo, con alguien así, yo no confiaría ni siquiera en la seguridad
de la tumba que la contiene. Por ello, y como penitencia, te suplico reces
todas las noches al oscurecer tres padres nuestros, y pidas a Dios que cure tu
pobre corazón de esa mala ponzoña que ella le inoculó para que el hechizo no
prospere.”
Romualdo cumplió meticulosamente con la
penitencia impuesta por Sérapion. En cuanto terminaba sus rezos, acudía sereno
y tranquilo al comedor de la casa parroquial donde el buen abate y su ama de
llaves le esperaban. Romualdo cumplía con regocijo sus tareas de ayudante del
párroco y tocaba muy temprano la campana para la primera misa. Por las tardes
Romualdo impartía el catecismo a los niños y alguna noche acompañó a Sérapion
tocando la campana del viático para avisar a los transeúntes que el sacerdote
se dirigía a casa de algún moribundo para darle los santos óleos.
Fue
precisamente una de esas noches que Romualdo, acostado en la cama de su alcoba,
se sintió muy fatigado por haber permanecido en casa de un agonizante hasta la
madrugada cuando comenzó a bifurcarse su mente. A pesar del cansancio, su sueño
distaba mucho de ser tranquilo. Al
sentir o presentir en el interior del cuarto una fantástica presencia despertó,
o creyó despertar, y vio a Clarimonda, que se aproximaba a su cama llevando en
la mano una lamparilla de aceite, de las que se usan para alumbrar las tumbas.
Romualdo
se erigió en su cama y dijo, “¿Tú?”
Vestida solo con el sudario que llevaba en el ataúd, habló con una voz extraña
y profundamente triste, “Vengo de muy
lejos Romualdo, de un lugar inhóspito, que solo es oscuridad y ausencia. Me
rebelé contra la muerte, y dí con la manera de volver a tu lado. ¡Sí, pues el
amor es la fuerza más extraordinaria que existe! Y por el amor que siento es
que logré salir de la sombra y llegar hasta aquí. Mira mis dedos, que antes
fueron suaves, níveos, delicados, cómo se han destrozado al levantar la losa de
mi tumba. ¡Bésalos Romualdo! Cúralos amor mío.”
Romualdo besó ardientemente aquellos dedos fríos y lacerados. Una gran
ternura, ajena a toda consideración lógica o moral, invadía el corazón del
joven seminarista. Y unió sus labios una vez más a los de aquella hermosa
cortesana. Ambos intercambiaron las más dulces caricias y se dijeron cuanto se
amaban. Clarimonda dijo, “Siempre supe
que algún día aparecerías en mi existencia, Romualdo mío. Te amaba ya antes de
conocerte. Eras mi sueño, mi ideal. Cuando te vi en esa iglesia me dije a mi
misma: ¡Es él! Y desde ese momento solo viví y he muerto para esperarte.”
De pronto, ella miró a la ventana con cierta aprehensión. Clarimunda dijo, “¡N-no falta mucho para amanecer! ¡Debo
irme!” Romualdo se levantó de su cama y le dijo, “¿Por qué vas a irte? ¿No dices que me amas? ¿Qué es lo que temes
adorada Clarimonda?” Clarimonda dijo,
“Debo alejarme de ti, pero solo será por unas horas. Volveré y nos amaremos aún
más dulce y profundamente que esta noche. ¡Te lo juro! Pero prométeme que irás
conmigo al sitio que yo te lleve, y que solo vivirás para adorarme.”
Romualdo dijo, “¡Lo juro, amada mía! Seré
tu esclavo, tu caballero, ¡Lo que tu mas desees!” Clarimonda dijo, “¡Qué existencia más feliz y placentera
llevaremos Romualdo! ¡Serás el amante de Clarimonda, la mujer que ha rechazado
a reyes, a magos, a piratas…y que te ama con locura!” Clarimonda lo
guió su cama acostándolo y diciendo, “Recuéstate y descansa amado mío, que pronto
volveré.” La fantasmal visitante desapareció atravesando uno de los muros,
mientras Romualdo dormía profundamente.
Horas
después Bárbara era cuestionada por Serapión, quien le dijo, “¿Qué pasa con ese muchacho? ¡Es casi
mediodía y aún no se levanta!” Bárbara le dijo, “Simplemente está dormido, señor párroco.” Cuando Romualdo abrió
los ojos, ya casi anochecía. Bárbara le dijo, “El abate se fue muy enojado a la iglesia.” Romualdo dijo, “Comeré algo y lo alcanzaré enseguida,
Bárbara. ¡No sé porqué me he quedado dormido de esta manera!” Luego de
auxiliar al sacerdote en los oficios que quedaban, regresó con él, visiblemente
somnoliento y fatigado, bostezando. Romualdo dijo, “Disculpen, no cenaré. Me siento algo indispuesto y prefiero recostarme
enseguida.” Cuando Romualdo se fue, Bárbara le dijo a Sérapion,“¡No es el mismo joven animado de estos
días, señor cura! ¿Qué puede haberlo cambiado así?”
Hacia
la media noche, Romualdo dormía profundamente en su cuarto. La mano helada de
Clarimonda y su voz sensual comenzaron a acariciarle, diciendo, “Ya estoy aquí de nuevo, amor mío, ¡Y esta
vez vengo para llevarte a mi reino!” Romualdo se sintió feliz hasta el
delirio al verla y escucharla decir, “¡Sígueme!”
Romualdo no supo en qué momento se halló cabalgando junto a Clarimonda, y
recorriendo a galope la playa en dirección al castillo. En uno de los patios,
el escudero Margheritone les esperaba.
Ya en la alcoba de Clarimonda, Romualdo fue ataviado con gran lujo, como un
verdadero gentilhombre. Clarimonda le dijo, “¡Qué
hermoso te ves mi adorado caballero!” Ambos salieron por fin tomados de la
mano y riendo alegremente. Un carruaje los esperaba. Clarimonda decía, “¡Ja, Ja, Ja! ¡Te llevaré al reino de la
alegría y del pacer!” Romualdo dijo, “El
lugar donde tú estés es para mí el reino de la felicidad querida!” El
carruaje se alejó por un camino sinuoso en dirección opuesta al pueblo.
Margheritone, ahora cochero, detuvo el vehículo en una playa solitaria frente al
muelle en que un barco aguardaba. Mágicamente, tras un recorrido por mar que al
joven le pareció que duraba unos segundos, Romualdo dijo, al ver tierra, “¡Pero, si es Venecia!”
Ya en tierra, Clarimonda le condujo al interior de un suntuoso palacio de mármol situado junto al canal. Romualdo decía, “¡Es fabuloso!” En uno de los salones se celebraba una gran fiesta. Ya estando dentro del salón Clarimonda procedió a presentar a Romualdo: “¡Amigos míos! ¡He aquí a mi amado, a mi señor, a mi caballero, al nuevo dueño de este palacio y de su soberana.” Desde ese momento al joven se le llamó con gran respeto ‘Il Signor Romualdo’ y se le ofrecieron vinos y manjares. Él mismo, al verse agasajado, se transformó en un hombre soberbio, sensual y vanidoso. Poco a poco la alegría y el cosquilleo que el vino ingerido producían en su ánimo fueron creciendo y convirtiéndose en un remolino de gozo y placer. Romualdo tomó a Clarimonda de la cintura y empezó a reír, “¡Ja, Ja, Ja!” Clarimunda dijo, “¡Oh, Romualdo, te has vuelto loco amor mío!” Romualdo giraba y giraba con Clarimonda en sus brazos en medio del luminoso remolino. Y ni aun cuando Romualdo comenzó a hundirse y a perderse, dejó de reír alborozado.
De
pronto, al abrir los ojos, que había entrecerrado por la sensación de vértigo,
se encontró de nuevo en su modesta cama de la casa parroquial. A partir de ese
momento, durante el día Romualdo actuaba como un seminarista normal, auxiliando
al párroco en la misa, las extremaunciones y estudiando los textos sagrados. De
noche, Romualdo seguía a Clarimonda en extraños y fantásticos viajes a las
regiones del lujo y el placer prohibido. Siempre el ensueño misterioso se
disolvía al amanecer, cuando Romualdo despertaba en su modesto cuarto
parroquial. Al despertar, Romualdo decía, “¡Dios
mío! ¿Qué me sucede? ¡Me siento dividido como si estuviera viviendo dos vidas a
la vez!”
Un
día, mientras iba con el padre Sérapion a cumplir una tarea religiosa, ambos
viajando en un carromato, Romualdo dijo al padre, “Padre, ¿Somos culpables ante Dios de lo que hacemos en sueños?” Serapión
respondió con serena tristeza, “No lo
creo, hijo mío. El mundo de los sueños es un mundo extraño que no nos pertenece
y en el que no ejercemos nuestra voluntad, nuestro libre albedrío. Así que
cualquier cosa que hagamos dormidos es solo una fantasía, un disparate, y nadie
puede pedirnos cuenta de ello.”
Esa
noche, poseído por un ansia terrible por ver a su amada, Romualdo acudió en
sueños al palacio veneciano. Uno de los mayordomos lo recibió, diciendo, “¡Signor Romualdo, pase, pase usted! ¡La
signora lo espera!” Ya en su habitación, Romualdo tomó en sus brazos a la
bella dueña y sin decir una sola palabra dio rienda suelta a su pasión. Algunas
horas después dormía plácidamente siendo contemplado por ella. De pronto,
Romualdo despertó sobresaltado y tembloroso, diciendo, “¡Oh, No, No!” Clarimonda le dijo, “¡Romualdo! ¿Qué te ocurre bien mío?” Romualdo la tomó en sus
brazos y dijo, “¡Algo horrible, querida!
He soñado que era un pobre seminarista, y estaba condenado a vivir lejos de ti,
en una humilde parroquia de pueblo.” Ella le susurró, entonces, con voz
maligna, “No te angusties, amor mío. Yo
haré que olvides por completo es parroquia pueblerina y al seminarista que
fuiste una vez.”
Aquella
mañana Romualdo despertó algo más tarde que de costumbre. Se vistió y desayunó
rápidamente, para alcanzar en la iglesia al padre Sérapion. Poco después el
padre Sérapion le dijo, “Te veo casi
siempre abstraído muchacho, ¿Quieres hablarme de lo que te preocupa?”
Romualdo le dijo, “¡Oh, no es nada Padre!
Dormí mal anoche y estoy poco fatigado.” Esa noche, en cuanto se recostó,
su sueño le llevó al palacio veneciano. Pero cuando quiso entrar a la alcoba de
Clarimonda se topó con el escudero Margheritone, quien le decía, “El ama está enferma.” Romualdo no
esperó oír más y entró muy angustiado a la habitación donde encontró a
Clarimonda acostada pálida y desencajada, diciendo, “¡Romualdo, amor mío!” Romualdo le dijo, “¿Qué te ha ocurrido?” Clarimonda le dijo, “Pronto se me pasará, mi caballero, mi dueño…¡Y volveré a ser la dama
hermosa y alegre que tú conoces!”
Poco después Clarimonda apuraba ávidamente el contenido de un copa de plata,
mientras Margheritone decía, “Esta
medicina que he preparado la mejorará.” Enseguida, como por arte de magia,
ella recuperó su lozanía y sus colores naturales. Romualdo preguntó, “¿En qué consiste ese brebaje milagroso,
querida?” Romualdo descubrió que había unas manchas sospechosas en el
pañuelo con que ella acababa de limpiarse la boca, diciendo, “¡Sangre!” Clarimonda dijo, “No te alarmes amado mío. Es sangre de
paloma. Margheritone la usa como reconstituyente.” Clarimonda no mentía. En
un rito barbárico, el escudero había sacrificado aquella noche decenas de
palomas para tomar tan solo una copa de sangre.
Sin
embargo, aquello solo mitigó la sed de la cortesana por algunos días. Entonces Margheritone le
dijo, “Esta noche tienes que sacrificar
al joven Romualdo, señora, y beber su sangre. ¡O morirás como sucedió ya una
vez!” El rostro de Clarimonda había vuelto a demacrarse y sus fuerzas
decrecían de manera alarmante. Clarimonda dijo, “¡Oh, Margheritone! ¡Lo amo! Pero no deseo morir…¡ debo beber su sangre
para salvarme, lo haré!” Cuando Romualdo llegó, ella se había maquillado para
disimular su palidez y sus ojeras. Clarimunda le dijo, “¡Dulce amor mío! ¡Con qué ansia te he esperado!” Aquella fue la
noche de amor más intensa y terrible que había vivido el joven e inexperto
Romualdo. Y cuando cayó dormido profundamente Clarimonda sacó su pequeña daga y
miró el cuello del joven con perversa avidez. Sin embargo, no pudo matarlo. La
pasión que sentía paralizó su mano. Clarimonda pensó, llevando sus manos a sus
ojos, “¡Oh, es inútil!”
Sin
embargo, aquello solo mitigó la sed de la cortesana por algunos días. Entonces Margheritone le
dijo, “Esta noche tienes que sacrificar
al joven Romualdo, señora, y beber su sangre. ¡O morirás como sucedió ya una
vez!” El rostro de Clarimonda había vuelto a demacrarse y sus fuerzas
decrecían de manera alarmante. Clarimonda dijo, “¡Oh, Margheritone! ¡Lo amo! Pero no deseo morir…¡ debo beber su sangre
para salvarme, lo haré!” Cuando Romualdo llegó, ella se había maquillado para
disimular su palidez y sus ojeras. Clarimonda le dijo, “¡Dulce amor mío! ¡Con qué ansia te he esperado!” Aquella fue la
noche de amor más intensa y terrible que había vivido el joven e inexperto
Romualdo. Y cuando cayó dormido profundamente Clarimonda sacó su pequeña daga y
miró el cuello del joven con perversa avidez. Sin embargo, no pudo matarlo. La
pasión que sentía paralizó su mano. Clarimonda pensó, llevando sus manos a sus
ojos, “¡Oh, es inútil!”
Casi
instantáneamente Romualdo despertó en su cama de la casa parroquial. Consternado
observó que aún era de noche, y dijo, “Ese
sueño terrible en el que vivo mi amor por la muerta Clarimonda suele durar
justo hasta el amanecer, ¿Porqué se habrá interrumpido antes en esta ocasión?”
Cinco días después, Romualdo encontraba a Sérapion cumpliendo con sus deberes
devocionales, y le dijo, “¡Padre! ¡Tengo
que hablarle!” Pasaron a la sacristía. Allí Romualdo habló al párroco de la
doble vida que había llevado, diciendo, “En
cuanto la veía aparecer… ¡Yo era otro hombre, padre! ¡Y me consolaba luego
pensando que no pecaba si la amaba solo en sueños!” El abate Sérapion,
después de algunos minutos de reflexión exclamó, “Solo te aliviarás de esa obsesión confirmando que la cortesana
realmente está muerta. ¡Así que visitaremos su tumba!”
Ambos fueron al pequeño
cementerio del pueblo donde meses atrás se había llevado a cabo el sepelio.
Llegaron a una lapida que tenia gravado, “Aquí
yace una mujer de belleza inmortal.” De un saco que traía Serapión, extrajo
un fuerte zapapico, y lo extendió a Romualdo, diciendo, “¡Toma y excava!” Después de horas de arduo trabajo, lograron
descubrir el ataúd. Cuando Sérapion levantó la tapa, Romualdo estuvo a punto de
desmayarse de tan intensos que eran su espanto y su dolor. Pero al encontrar
allí a la hermosa muerta, tal como la había visto en sus sueños noche tras
noche, una gran dulzura llenó su corazón. La voz casi colérica del abate le
rescató de la fascinación que comenzaba a apoderarse de él, diciendo, “¡Apártate! ¡Ahora veras por ti mismo lo que
se esconde bajo la frágil apariencia de la belleza corporal!” Serapión
roció enseguida el cuerpo de la muerta con el agua bendita que llevaba trazando
una cruz, diciendo, “¡Vuelve a ser polvo
y no te reveles contra tu destino mortal Clarimonda! ¡Dios, mi señor, te lo
ordena!” El rostro del seminarista se demudó diciendo, “¡N-no puede ser!” Solo quedaban cenizas dentro del ataúd.
Clarimonda, al toque del agua bendita, había desaparecido por completo.
Serapión extendió su brazo, diciendo,
“¡Aquí tienes a tu amante! ¿Seguirás con ella?”
Aquella
noche Romualdo se retiró temprano a descansar. El dolor lo atenazaba. En cuanto
se quedó dormido vio por última vez a Clarimonda, que nuevamente vestía el
sudario mortal y llevaba una lamparilla de cementerio en la mano, diciendo, “Has matado nuestro amor al violar mi tumba
y descubrir mis miserias. Yo preferí morir dos veces, antes que causarte daño,
y tú me has traicionado. ¡Ah, pobre dueño ingrato! ¡No volveremos a vernos, y
toda tu vida me añorarás!” Ella se alejó perdiéndose en la oscuridad hasta
convertirse en etéreo fantasma. El joven Romualdo lloró de dolor hasta el
amanecer. Partió, dos días después, hacia la capital, y cuando volvió, años más
tarde, ya ordenado sacerdote, el palacio Concini se había convertido en
ruinas.
Tomado de Novelas Inmortales Año IX No. 420, Diciembre
4 de 1985. Guión: Dolores Plaza. Adaptación: Rémy Bastien. Segunda Adaptación:
José Escobar.
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