jueves, 27 de julio de 2023

La Corza Blanca de Gustavo Adolfo Bécquer

La Corza Blanca, es un cuento de, Gustavo Adolfo Bécquer.

Descripción

    El cuento, que data de 1863, y que presenta un narrador omnisciente, según Krappe, se trataría de una, “variante literaria” del relato de, La Biche Blanche, de origen francés. ​

     En este relato, Gustavo Adolfo Bécquer, contrapone lo extraordinario, a lo racional. La luna es el elemento que induce las trasformaciones, pasando de lo real, a lo maravilloso, mientras que la saeta de la ballesta, es el símbolo destransformador, que recupera las apariencias convencionales. La falta de entendimiento de Garcés, para comprender el encantamiento, se castiga con la muerte de su amada, al mismo tiempo que se castiga la frivolidad y la burla de Constanza. ​

Sinopsis

El relato se divide en dos partes:

1.   En la primera parte se cuenta como don Dionís, va de caza acompañado de su hija, Constanza, y sus monteros. Al llegar el mediodía, se paran a descansar al lado de un riachuelo, y mientras cuentan historias, aparece un joven llamado, Esteban, con un ganado de corderos. Sabedor de las peripecias del mozo, un montero insta al joven pastor a que le cuente una historia a don Dionís, y Constanza presta especial atención a ésta historia. Esteban les cuenta que estando en la iglesia, hablando con unos peones que labran la tierra, se enteró de que habían encontrado el rastro de una manada, en un lugar donde Esteban hacía tiempo que no veía ningún animal, como consecuencia de la caza.

    Esa misma noche, Esteban acudió a ese lugar para ver a los ciervos, pero solo logró escuchar sus bramidos, y al llegar el día, descubrió sus huellas en el suelo, junto a unas huellas humanas que compara, en tamaño, con los pies de Constanza. Esteban decidió quedarse todo el día escondido en un lugar, en dónde Esteban previó, que iban a pasar los ciervos, pero al llegar la medianoche, se quedó dormido. Al despertar, escuchó gritos, cantares, y carcajadas, y de repente, alguien detrás de él le habló. Al darse la vuelta, vio a una corza blanca que guiaba a una tropa de corzas de color natural, que no bramaban, sino que reían a carcajadas. El caballero, su hija y los monteros, se rieron de la historia que había contado el mozo, después de que se marchara, los demás continuaron con la caza.

2.    En la segunda parte, toma protagonismo Garcés, uno de los monteros de don Dionís, que siempre se había ocupado de adivinar, y satisfacer los deseos de Constanza. En esas atenciones hacia la muchacha, unos veían adulación, mientras que otros intuían un posible amor disimulado. Garcés no se creyó que la corza blanca hablára, pero si pensó que podría existir, en cuyo caso la capturaría para su amada señora. A la hora de cenar, le comunicó a los presentes su intención, y éstos, incluidos Constanza y su padre, se rieron a carcajadas de la credulidad del joven montero. A pesar de las burlas, el joven cogió una ballesta, y se fue a buscar a la corza. Una vez en el monte, se escondió entre unos arbustos, y se quedó dormido. Cuando despertó, escucho varias voces cantando una canción, al rato vio a las corzas lideradas por la corza blanca. Buscó un lugar desde el cual apuntar, y cuando las corzas llegaron a la altura del río, apuntó con su ballesta a la luz de la luna, pero no vio corzas, sino un montón de mujeres bañándose en el agua, caminando por el soto, y tendidas en los árboles.
     Entre aquellas mujeres, le pareció ver a Constanza, como no quería creerse lo que sus sentidos le mostraban, decidió acabar con el encantamiento, y de un salto se apareció en la orilla del río, mostrándose a la vista, la diabólica transformación se rompió, apareciendo ante él un tropel de corzas que comenzaron a correr. En la huida, la corza blanca se enredó en una madreselva, y a punto estaba de herirla el montero, cuando ésta le habló, y Garcés, espantado por la idea de poder matar a su amada, dejó caer su arma. El animal aprovechó este momento para escaparse, mientras se reía. Entonces Garcés pensó que todo ese encantamiento era producto del diablo, salió de su ensimismamiento, y disparó hacia el soto, por donde había escapado la corza. Al momento se oyó un alarido, Garcés sin poder creerlo, se adentró en aquel soto, y descubrió a su amada, ensangrentada, muriéndo en el monte.

Personajes

·         Dionís: Es un caballero retirado, que dedica la mayor parte de su tiempo, al ejercicio de la caza.

·         Esteban: Es un joven muchacho, fornido, de cabeza pequeña, y ojos azules, mirada torpe, nariz roma, y labios gruesos, y entreabiertos. De moral simple, pero al mismo tiempo, suspicaz y malicioso.

·         Constanza: Es hija de don Dionís, pero no se sabe quién es su madre. Su belleza extraordinaria y su blancura, han hecho que se gane el sobrenombre de, Azucena del Moncayo. Contrastan sus cejas, y sus ojos oscuros, en contraposición a su pelo rubio. Su carácter es contradictorio: retraído y melancólico, al mismo tiempo que bullicioso, y alegre.

·         Rodrigo Garcés: Es uno de los monteros, hijo de un antiguo servidor de la familia. Está acostumbrado desde pequeño, a atender a la hija de su señor, y es más que probable, que tenga sentimientos hacia ella. (Wikipedia en Español)

La Corza Blanca

de Gustavo Adolfo Bécquer

     En el año 1300, el Reino de Aragón se encontraba en guerra contra los infieles, y los caballeros abandonaban sus castillos, para ir a luchar junto al rey. Dos caballeros cabalgaban con sus armaduras. Uno de ellos dijo al otro, “Confío que mañana ya estaremos en el campamento de su majestad, Juan.” Juan contestó, “Así será mi señor, don Dionisio. Pidamos a Dios salir bien librados de las batallas en las que hemos de participar.” Don Dionisio dijo, “Somos un pueblo de valientes. Venceremos a los moros que han invadido nuestras tierras.” Semanas después, ambos participaban en la batalla.

     En todas ellas el caballero Dionisio mostró una valentía sin igual. Su espada dio cuenta de cientos de moros. Transcurrían los meses y la lucha no cejaba los castillos eran asediados. Las aldeas eran atacadas, y los pobladores sufrían el rigor de aquella espantosa guerra. La gente gritaba, “¡Sálvese quien pueda! ¡Moros y cristianos vienen hacia acá!” Por todas partes, había desolación y muerte.
     Después de las cruentas batallas, venían los periodos de descanso para recuperar fuerzas. Juan dijo a Dionisio,
“Mi señor, hasta hoy la suerte nos ha acompañado. Ni un rasguño he recibido en la lucha.” Dionisio le dijo, “Mi fiel Juan, espero que ambos podamos regresar sanos y salvos a mi castillo de Veratón.” Juan le dijo, “Ojalá así sea. Dios permita que vea crecer a mi hijo, al cual solo alcancé a tomar una vez en mis brazos, antes de partir.” Dionisio le dijo, “Nunca olvidaré tu gran lealtad para conmigo, Juan. Hacía unas horas que tu mujer te había hecho padre, cuando nos pusimos en marcha. Te di la oportunidad de quedarte, y la rechazaste. El señor tendrá eso en cuenta, y volverás a los tuyos.”
     Continuaron pasando los meses. La lucha parecía que jamás tendría fin. Cientos de hombres morían, y otros tantos llegaban a pelear. Hasta que un día, en medio de la batalla, Juan exclamó,
“¡Ese maldito ha herido a mi señor!” Juan abalanzó su lanza hacia el jinete guerrero, exclamando, “¡Muere canalla!” Quince días después, Dionisio yacía en su lecho de muerte, “Juan…” Juan le dijo, “Mi señor, al fin me reconoce. Ha estado usted entre la vida y la muerte.” Después de que Juan le contó lo sucedido, Dionisio dijo, “Gracias mi fiel Juan, por salvarme. Espero reponerme pronto para volver al combate.” Juan le dijo, “Mi señor, su herida fue muy grave. Pasará tiempo aún para que pueda volver a montar y tomar las armas.”
    Dionisio dijo, “Soy un hombre fuerte. Estaré bien antes de lo que te imaginas.” Pero su convalecencia fue larga, y cuando empezaba a sentirse mejor, Dionisio dijo a Juan, “Hemos logrado echar a los infieles de Aragón. Ya podemos volver a nuestros feudos.” Juan dijo, “Tres años que estoy ausente. Dejé hijos pequeños que no me reconocerán.” Dionisio le dijo, “Juan, antes de regresar a mis tierras, deseo ir a Palestina. Mucho he escuchado de esa hermosa Tierra, y no quiero morir sin haberla conocido.” Juan le dijo, “Sus deseos son órdenes para mí, señor.” El caballero de Moncayo, envió a sus hombres de regreso al castillo, y él y Juan partieron a recorrer lejanos lugares.
     Seis años después, el guardia del castillo gritó,
“¡Nuestro señor ha regresado! ¡Abran las puertas! ¡El amo de Veratón se acerca!” Los servidores corrieron al patio para recibirlo. Dionisio dijo, “Siento una gran alegría de estar de regreso en la Tierra que me vio nacer, y donde reposan mis padres.” Dionisio agregó, “Partí solo, y regréso con una hija, a la que deben dar la misma devoción, lealtad, y respeto, que siempre me han tenido a mí.” Mientras Dionisio cargaba a una pequeña en brazos, dijo, “Constanza es mi mayor tesoro, lo que más amo en esta vida. Quiero que nadie lo olvide.”
     Cuando Dionisio se retiró con su hija, Juan fue a reunirse con su familia. Al abrazar a su esposa, Juan exclamó,
“¡María, esposa amada!” Ella le dijo, “Juan, por fin has vuelto a nuestro lado.” El valiente hombre que tantas veces había desafiado el peligro, sintió una honda emoción al mirar a su hijo. Juan se arrodilló, y dijo frente a su hijo, “Así lo imaginaba, fuerte, sano, hermoso, de mirada inteligente.” Su esposa le dijo, “Cada día le he hablado de ti. Te conoce como si hubiera crecido estando a tu lado.” Los tres se abrazaron, y su esposa dijo, “Me parece un sueño que estés aquí. Rogué tanto para que regresaras sano y salvo.”
     Juan le dijo,
“Muchas veces estuve en grave peligro, pero mi deseo de volver a verte, de ver crecer a nuestro hijo, me dio fuerzas para vencerlo.” Juan agregó, “No me volvería a separar de ustedes.” Su esposa le dijo, “Pero si nuestro señor decide volver a marchar, como eres su escudero, tienes que ir con él.” Juan le dijo, “Eso no sucederá, porque significaría separarse de su hija. Al emprender el regréso, me dijo que dedicará el resto de su vida a esa criatura.” María dijo, “¿Y la madre? ¿Quién es? ¿Por qué no vino?”
    Juan dijo,
“María, prometí a mi señor no hablar de ello. Sólo te puedo decir que la conoció, en uno de los tantos países en los que estuvimos. Verla y enloquecer por ella, fue todo para él. Jamás he conocido una mujer más hermosa. A los pocos días de nacer la niña, nuestro señor me llamó, y me pidió que preparara todo para regresar al castillo. Y aquí estamos. Antes de partir, contrató a la mujer que cuida a la pequeña Constanza.” María dijo, “Pero…¿Y la madre? Si dices que estaba loco por ella, ¿Por qué no la trajo?” Juan le dijo, “No lo sé, pero algo muy grave debe haber sucedido.” María dijo, “Juan, estoy segura que estás enterado de todo lo ocurrido.” Juan dijo, “María, he dicho más de lo que debía. Jamás vuelvas a preguntarme sobre este asunto. Hice un juramento, y no lo voy a romper.” María dijo, “Está bien. Te prometo que no lo haré.”
     Transcurrió el tiempo, Constanza fue creciendo, y transformándose en una niña hermosa, llena de gracia, que causaba admiración en cuantos la conocían. Un día, Constanza montaba a caballo, y dijo a Rodrigo, el hijo de Juan,
“Rodrigo, un día me enseñarás a usar la ballesta. Yo quiero acompañar a mi padre de cacería.” Rodrigo le dijo, “Sí señorita, cuando el señor lo permita aprenderá a usarla.” Desde que la pequeña llegó al castillo, Rodrigo el hijo de Juan, se había transformado en su incondicional escudero. Un día que ambos jugaban en la fuente de agua, Constanza dijo, “Mira Rodrigo, el agua parece un espejo. Me gusta contemplarme en ella.” Rodrigo le dijo, “No se incline tanto, puede caer, y el agua está fría y honda.”
    Constanza dijo, “Si tú estás a mi lado, nada me puede suceder.” Cuando Rodrigo llegó a la edad de dieciséis años, Juan agonizaba en su lecho de muerte, diciendo, “Mi señor, me muero. Me iré feliz, porque estaré junto a mi adorada María, pero mi hijo queda solo en el mundo.” Dionisio le dijo, “Juan, vas a sanar. Tú has sido para mí, más que un servidor, un amigo. No puedes irte…” Juan le dijo, “Siento como la vida se me escapa…mi señor, le encargo a mi hijo…él le servirá con tanta fidelidad como yo…por favor…no lo abandone…”
    Dionisio le dijo,
“Siento por Rodrigo, el mismo cariño que he tenido siempre hacia ti. Nunca estará desamparado.” Juan dijo, “Gracias mi señor, puedo morir tranquilo.” Dionisio le dijo, “Juan, tantas veces vencimos la muerte, trata una vez más.” Pero la hora del leal servidor, había llegado, y sus ojos se cerraron para siempre. Dionisio dijo al pequeño Rodrigo, “Rodrigo, prometí a tu padre velar por ti, y preocuparme de tu futuro. Desde hoy, vivirás en el castillo. Te nombro escudero de mi hija Constanza. Sé que la protegerás, y cuidarás, que nunca nada malo le suceda.” Rodrigo hizo la señal de escuadra con su brazo, y dijo, “Así será señor, con mi vida la defenderé, si es necesario.”
     Continuaron pasando los años, y Constanza se convirtió en una joven, cuya belleza se comentaba más allá de las fronteras de la comarca. En una de las reuniones sociales de la comarca, habia un grupo de damas que conversaban y se escuchaban las siguientes conversaciones entre las damas.
“Mi hijo estuvo en el castillo de Veratón. Quedó muy impresionado con la hija de Dioniso de Moncayo.” “Dicen que es una hermosura extraordinaria. La llaman Azucena, por la blancura y delicadeza de su piel.” Otra de las damas dijo, “Yo la conozco y quedé impactada al verla. Es la criatura más perfecta que he visto.” Otra de las damas dijo, “A mí me sucedió lo mismo, pero hay algo que me intriga por qué teniendo esa piel tan blanca, el pelo tan rubio, que parece de oro…”
     Otra de las damas dijo, “Sus cejas pestañas y ojos, son negros como la noche. ¿Acaso los heredaría de su madre?” La dama le dijo, “Podría ser, pues el caballero Dionisio, tiene los ojos azules al igual que sus padres y abuelos.” Otra dama dijo, “Yo presiento que Constanza de Moncayo no es tan limpia de sangre, como de belleza. Por algo jamás se ha sabido quién le dio la vida.” Otra dama dijo, “Una vez me atreví a preguntar al padre de la joven, y me respondió en forma muy dura que era un tema que no deseaba tocar.” Otra dama dijo, “Yo también intenté averiguarlo. Nada pude saber. Tanto misterio indica que hay algo turbio en el nacimiento de esa niña.”
     Otra dama dijo, “El caballero de Moncayo visitó muchos países extraños. Quizá allí conoció alguna mujer que no correspondía a su clase, y que le dio esa hija.” Otra dama dijo, “Yo creo que es hija de una gitana, tiene una gracia muy especial…de ella emana como un misterio.” Otra de las damas dijo, “Podría ser. Recuerdo una vez que llegué a un campamento de gitanos. Entre ellos había una que me impresionó por su forma de caminar…” Otra dijo, “Por la agilidad de sus movimientos. Y algo de eso tiene Constancia de Moncayo. Quizá por ello se guarda tan celosamente el secreto de quién es la madre.” Otra dama dijo, “En todo caso, es la joven más hermosa que ha existido por estos contornos y la han educado como una verdadera reina.”
     En tanto en el Castillo de Moncayo, dos hombres hablaban entre ellos al ver a Rodrigo a la distancia. Uno de ellos dijo,
“Allá está el hipócrita de Rodrigo, limpiando la ballesta de la dama Constanza.” El otro dijo, “Es peor que un animal rastrero. Sólo le falta besar el suelo que ella pisa.” Rodrigo, que ya había cumplido veintidós años, siempre satisfacía los menores caprichos de la hermosa castellana de Moncayo. El hombre dijo al otro, “No hace más que estar pendiente de sus deseos. Él doma los potros que ella monta. Ejercita a sus perros de caza. Amaestréa a sus halcones y todo por eso, el ámo lo distingue con un aprecio que no demuestra a ninguno de sus otros servidores.” El otro hombre dijo, “Igual como hacía con su padre, cuando éste murió. Fue como si el afecto que el ámo le tenía, lo heredára al hijo.”
     La solicitud de Rodrigo para con Constanza, y el cariño que le demostraba el ámo, le habían ganado la mala voluntad de los demás empleados del castillo. Dos cocineras dialogaban entre sí, y una de ellas dijo,
“Me contaron que Carmen la molinera, bebe los vientos por Rodrigo Garcés.” La otra dijo, “Buena tonta está hecha. Rodrigo solo tiene ojos y pensamientos para nuestra ama Constanza.” Una tercera cocinera, Mercedes, que les escuchaba, se enojó, y dijo, “¿Que están diciendo? Si por la casualidad el señor las escucha, no quiero ni imaginar lo que sucedería.” Una de las cocineras dijo, “Vamos Mercedes. No vas a decirnos que no te has dado cuenta que Rodrigo pena y muere por nuestra bella ama” La otra cocinera dijo, “Sólo así se explica que no mire a ninguna de las mozas que suspiran por él.”
    Mercedes dijo,
“¡Déjense de chismes y dedíquense a su trabajo! Rodrigo no hace más que cumplir con el papel de escudero que le dio nuestro señor Dionisio.” Una de las cocineras dijo, “Tuvo suerte en ser el escudero de la mujer que ama.” Mercedes dijo, “¡No sigan, que pueden meterse en problemas! A nuestro ámo no le agradaría oír lo que dicen.” Una de las cocineras dijo, “No temas, jamás se le ocurrirá bajar a la cocina. El que nos podría escuchar sería Rodrigo, y no se atrevería a desmentirnos, estoy segura.” No se equivocaban las servidoras en sus deducciones, porque, Rodrigo pensaba, “Daría mi vida por ella. No sé cuándo empecé a amarla, pero creo que fue desde que la vi cuando yo tenía seis años y ella uno.”
     Ese amor tenía más que sobradas disculpas. Hubiera sido necesario tener corazón de hielo para permanecer insensible ante aquella mujer. Rodrigo pensaba, “A veces creo que no es real, parece hecha de nieve y oro. Es tan diferente a las demás mujeres, no sólo por su belleza, sino por su forma de comportarse. Su carácter es de pronto retraído y melancólico, y en segundos se transforma en bulliciosa y alegre.” Rodrigo recordaba cuando Constanza una vez le dijo, “Rodrigo, únete a mi baile…hoy me siento feliz…cambia esa cara seria…” Rodrigo le decía, “Señorita, a su padre no le agradaría verla descalza.” Constanza dijo, “Ya lo sé Rodrigo. Me gustaría correr y correr tan rápido como el aire y sentirme libre como los pájaros.” Rodrigo le dijo, “¿Desea que le ensille un caballo? Podemos dar un paseo.”
     Entonces Constanza dijo, “¡No! Tú no entiendes. ¡Vete, déjame sola!” Rodrigo pensó, “Está molestia, pero pronto se le pasará, y me llamará como siempre sucede. Se ve tan bella enojada.” Mientras Constanza deshojaba una flor, Rodrigo se escondió detrás de un árbol. Entonces Constanza dijo, “¡Rodrigo! ¿Dónde estás?” Rodrigo salio a la vista y dijo, “Aquí, señorita.” Constanza dijo, “Creí que te habías ido…¿No te atreverías, verdad? Mi padre ha dicho que eres mi sirviente, y debes permanecer cerca de mí, por si te necesito.” Rodrigo le dijo, “Así es. Siempre estoy y estaré esperando sus órdenes. ¿Desea algo?” Constanza dijo, “Sí, ve por los caballos. Voy a galopar hasta sentir que corro como el viento.” Mientras Rodrigo la seguía en su caballo, pensaba, “No existe otra como ella. La amo, y por estar a su lado, siempre daría la vida.”
   Rodrigo volvió al presente, y mientras limpiaba la ballesta pensó,
“Sé que ella es inalcanzable para mí, como las estrellas. Lo único que me es permitido, es adorarla en silencio, pero con eso me conformo. ¿Qué más puede pedir un simple escudero?” El día que Constanza cumplió dieciocho años, Dionisio ordenó grandes festejos a los que acudieron todos los señores de la comarca. Rodrigo pensó, “Quizá hoy elija al que será su esposo. Me dijo el amo que espera que se case pronto, pues desea conocer a sus nietos. Mi pobre corazón siente un dolor casi imposible de tolerar, pero no hay esperanzas para él.”
   Entonces Rosa, una de las sirvientes se acercó con Rodrigo, y le dijo,
“Está más bella que nunca la hija del amo, ¿Verdad? Lástima que nunca un escudero se ha casado con una dama, es mejor que la olvides.” Rodrigo le dijo, “Cuidado con lo que dices, Rosa. Yo jamás osaría poner los ojos en la hija de nuestro amo.” Rosa le dijo, “Entonces, trata de que no se te note lo mucho que la amas. Te delatas en cada mirada. Tu voz lo grita cuando la nombras.” Cuando Rosa se fue, Rodrigo pensó, “Yo creí que mi secreto estaba a salvo. Deberé tener más cuidado. Si el señor se da cuenta, podría echarme de su feudo.” Se ofrecieron opíparos banquetes. Se efectuaron cacerías.
     Y tras una semana de grandes festejos ininterrumpidos, los invitados empezaron a marcharse. Rodrigo pensó,
“Por fin se van todos, y mi adorado tormento, no parece haberse decidido por ninguno de los caballeros que vinieron con la intención de ganar su mano.” Días después, Dionisio habló con Rodrigo, “Rodrigo, mañana iremos de cacería. Me han dicho que cerca de la cañada han visto buenas piezas.” Rodrigo dijo, “Dispondré lo necesario, mi señor…su hija, doña Constanza, ¿También partirá?” Dionisio dijo, “Por supuesto. Jamás Constanza me ha dejado de acompañar, desde que tuvo edad para hacerlo.” Al día siguiente, la cacería se llevaba a cabo, y los jinetes galopando, iban tras el jabalí. Dionisio dijo, “Me déjo de llamar Dionisio de Moncayo, si no logro atrapar al jabalí.”
     Constanza tambien galopaba y le dijo, “Seguro lo consigues padre. No hay mejor cazador que tú.” Apenas llegaron a donde los servidores habían instalado el lugar de descanso, se lanzó el caballero en busca de la presa. No tardaron los perros en descubrirla. Los perros ladraban y Dionisio gritó, “¡Allá va! ¡Que no escape!” Pero el animal logró eludir a sus perseguidores. Detenida la persecución, cabalgando todos, Dionisio dijo, “Hace demasiado calor para seguir. Ya es más de medio día. Regresamos a descansar y a comer.” Una hora después, todos descansaban desmontados y comiendo junto a un arroyo. Dionisio dijo, “Hoy el Sol no ha tenido piedad de nosotros. Tendremos que esperar que refresque un poco, para continuar.”
    Constanza dijo,
“Está tan agradable aquí, padre. Me encanta escuchar el rumor del agua al caer.” Llevaban una o dos horas allí, cuando uno de los monteros divisó a un pastor con corderos a lo lejos, que se acercaba. El montero dijo a Dionisio, “¡Mire señor! Allá va Esteban el zagal, que de un tiempo a la fecha, está más tonto de lo que naturalmente lo hizo Dios. Podría divertirlo refiriéndole  la causa de sus continuos sustos.” Otro sirviente dijo, “Que no son pocos. Esteban es la burla de toda la aldea.” Dionisio dijo, “¿Qué le acontece a ese pobre diablo?” El sirviente dijo, “¡Casi nada! Sin haber nacido en viernes santo, y allá sin relaciones con el Demonio, se encuentra dotado de una facultad maravillosa, que por el momento, no ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, que hasta entendía el lenguaje de los pájaros.”
    Dionisio preguntó,
“¿Y cuál es esa facultad maravillosa?” El hombre dijo, “Según él, jura y perjura, por todo los más sagrado, que los ciervos y los corzos de éste monte, han decidido no dejarlo en paz. Lo más gracioso es que, en más de una ocasión, el hombre ha sorprendido a los ciervos y las corzas, hablando de las bromas que han de hacerle, y después que esas burlas se han llevado a término, el hombre ha escuchado las ruidosas carcajadas con que los ciervos y corzos celebran.” Dionisio dejó escapar una carcajada, “¡Ja, Ja, Ja! Si que es bruto ese zagal…que venga. Quiero escuchar de sus propios labios, la historia de sus desventuras. ¡Ja, Ja, Ja!” 
   El montero, se dirigió donde estaba Esteban, el pastor, y le dijo,
“Nuestro señor, el caballero Dionisio, quiere hablarte.” Esteban dijo, “¡A mí! Pero en toda mi vida ningún señor se ha ocupado de mí.” El montero le dijo, “Pues hoy estás de suerte.” El pastor le dijo, “No quiero ir. No sabría que decirle. Ni siquiera me atrevería a mirarlo.” El montero se enojó, y le dijo, “Al ámo no se le hace esperar. Sígueme, o te pesará.” El pastor le dijo, “Está bien voy…¡Ay Dios, ayúdame!” Cuando el pastor llego frente a Dionisio, Dionisio le dijo, “No pongas esa cara, que nada te va a suceder. Solo quiero hacerte unas preguntas.” El pastor Esteban dijo, “Estoy para servir al señor amo.”
   Dionisio le dijo,
“A ver, cuéntame qué es eso de que los ciervos y corzos se han empeñado en gastarte pesadas bromas.” El pastor bajó la cabeza y dijo, tímidamente, “Bueno…yo…la verdad…no recuerdo.” Dionisio le dijo, “¿Acaso no contaste que has escuchado a las corzas reírse de ti?” El pastor dijo, “Sí, pero…señor, le suplico que no me haga hablar de ello.” Entonces, Constanza se acercó al pastor y le dijo, “Me gustaría conocer esa historia. Vamos Esteban. Empieza a relatarla.” El pastor le dijo, “Señora, qué puede importar a personas tan superiores, lo que haya sucedido a un pobre pastor.” Dionisio se acercó y mostrando una moneda, le dijo, “Mira, te ganarás una moneda de oro a cambio de lo que nos digas. No te negarás a complacer a tu señor, ¿Verdad?”
    Esteban dijo, “No…yo…bueno…si usted así lo desea…Señor, según me dijo un cura al que acudí, para consultar mis dudas, con el Diablo no sirven juegos, sino boca cerrada. Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabras sobre el asunto a nadie ni por nada, pero lo haré hoy para satisfacer su curiosidad. Y si el diablo me lo toma en cuenta, y vuelve a molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos evangelios llevo cocidos a la pellica.” Dionisio se enojó y dijo, “Déjate de rodeos y ve derecho al asunto.” Esteban dijo, “A él voy. Hace unos dos meses después de la misa del domingo como siempre, me reuní a platicar con unos peones.”
    Esteban comenzó a narrar
, “Platicando con un grupo de peones, les decía, ‘Ya no se ve por los montes ni un triste venado. Las continuas cacerías de los señores y los cazadores furtivos, han terminado con ellos. Antes, cuando llevaba mis ovejas al monte, me topaba con ellos a cada momento. Y este año, sí he visto uno, ha sido de milagro.’ Uno de los peones me dijo, ‘Pues hombre, no sé por qué, pues nosotros, no pasa el día, que no encontremos rastros de ellos. Hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada de más de veinte corzas, le segaron antes de tiempo, una pieza de trigo al santero de la virgen del romeral.’ Yo le dije, ‘¿Y hacia qué sitio…marchaban las huellas?’
   El peón dijo, ‘Hacia la cañada de los cantuesos. Ni qué decir cómo se puso el santero.’ Otro peón dijo, ‘También las siembras del marinero se vieron aplastados por una manada. Quizá sea la misma.’ Cuando me despedí de los peones, llevaba una idea fija, ‘Tengo que ver a esa manada. Esta noche iré a la cañada. Me ocultaré entre los chopos y la esperaré. Por lo que dijeron, salen solo de noche, pues en el día yo los habría visto.
Cuando salió la Luna, me dirigí al lugar que me habían indicado, y pensé, ‘Ya debe ser casi medianoche y no aparece ninguno.
Se escuchan ruidos, el bramido de los ciervos llamándose…ramas que se rompen…pero no veo a ninguno. ¿Será mi imaginación?’ Al cabo de un tiempo, me dormí. Al despertar me dije, ‘Me quedé dormido, en todo caso la manada de corzos de los que me hablaron los peones, no anduvo por aquí cerca.’ Horas después, cuando llevé a mis ovejas a beber, me incliné a revisar unas huellas, y pensé, ‘Aquí estuvieron los ciervos. Están sus rastros y ramas rotas, pisadas por ellos, y además, hay huellas de unos pies pequeñitos…’”
Esteban regreso al presente, y dijo, “Eran mucho más pequeños que mi mano…como los de…”
Esteban miró los pies de Constanza, quien se apresuró a esconderlos, y dijo, “No sirven los míos para comprarlos, por desgracia, no son tan pequeños pues ese tamaño, sólo los tienen las hadas de las que nos hablan los trovadores.” Dionisio dijo, “¿Y eso es todo? ¿No me dirás que te sentiste burlado por los ciervos porque no los pudiste ver esa noche?” Esteban dijo, “No, mi señor, aún falta la parte más importante del asunto. Pues no paro allí la cosa. Quedé muy intrigado por las marcas dejadas por los ciervos, pero sobre todo por las huellas de los pequeños pies. Así que volví varias veces al lugar, escondiéndome en diferentes sitios sin tener mayor suerte hasta que una noche…”
   Esteban comenzó a narrar de nuevo, “Entonces empecé a escuchar unos ruidos, y dije, ‘Alguien se acerca, escúcho el ruido de las ramas y un rumbo, ¿Serán las corzas?’ Entonces comencé a escuchar unas carcajadas. ‘¡Ja, Ja, Ja! ¡Laaaaralara! ¡Crash! ¡Crash!’Entonces pensé, ‘No son corzos. Ese ruido se asemeja al algarabía que hacen las mozas, cuando regresan de las fuentes con sus cántaros con agua.’ De pronto, muy cerca donde yo estaba oculto, escuché una voz fresca y vibrante, ‘¡Por aquí! ¡Por aquí compañeras! ¡Que ahí está el bruto de Esteban!’”
    Al llegar a este punto de la narración del zagal, los que escuchaban ya no pudieron contenerse. Dionisio, Constanza, y los monteros, comenzaron a carcajearse, “¡Ja, Ja, Ja, Ja, Ja, Ja!” Un montero dijo, “¡Es lo más divertido que he escuchado en mi vida! ¡Ja, Ja!” Dionisio dijo, “¿No será alguna moza que andas molestando, y que te quiso hacer una mala jugada. ¡Ja, Ja, Ja!” Constanza dijo, “Nunca en toda mi vida me había reído tanto. ¡Ja, Ja, Ja!” Dionisio dijo, “No hay duda que te gastaron una buena broma, Esteban. ¡Ja, Ja, Ja!”
    Esteban parecía no prestar atención a las burlas, mirando con visibles muestras de temor a su alrededor. Rodrigo Garcés se acercó a Esteban, y le dijo, “Esteban, ¿Qué te sucede? Da la impresión que temieras que en cualquier momento, apareciera el diablo.” Esteban dijo, “Es que no he contado el resto de lo que sucedió.” El montero puso su brazo sobre el hombro de Esteban y dijo a Dionisio, “Señor don Dionisio, aún falta el resto de la historia, y parece que la parte más interesante.” Dionisio dijo, “Pues, ¿Qué esperas para decírnosla? Somos todo oídos, Esteban.” Esteban dijo, “Quizás les parezca que invento lo que voy a decir, pero es la pura y santa verdad, después que escuché la voz, me incorporé, y lo que vi me dejó sin aliento.
Cuando vi el animal, pensé dentro de mí, ‘Una corza blanca. Jamás había visto una así…no puede ser que fuera ella la que hablara.’ Entonces escuché unas carcajadas femeninas, y pensé, ‘Se ríen…¿Cómo es posible?   ¡Son risas de mujer…!’”
Esteban volvió a la realidad, y dijo, “Juraría que el eco de las carcajadas aún resuena…en mis oídos.” A continuación, Dionisio dijo, “Esteban, te voy a dar un consejo. No vuelvas a hablar de tus encuentros con las corzas, no sea que haga el Diablo que pierdas el poco juicio que tienes, vuelve a tus corderos que empiezan a desbandarse.” Enseguida, Dionisio dijo al montero, “Dénle pan, un trozo de jabalí, y una moneda de oro. Bien se lo merece por la diversión que nos proporcionó.” El mozo Esteban se marchó satisfecho.
     Enseguida, Dionisio dijo,
“Ya ha refrescado, preparen los caballos, quizá aún podamos cazar ese jabalí.” Pero ni un rastro encontraron del animal, y cuando regresaban al castillo, Rodrigo, quien cabalgaba hasta atrás de la caravana, pensó, “No cabe duda que todo lo que contó Esteban es pura imaginación…corzas riéndose es lo más absurdo que he escuchado. Pero quizás en todo lo que dijo ese tonto, hay algo de verdad. ¿Por qué no puede existir una corza blanca?...yo nunca he visto una pero…según se cuenta, San Huberto, patrono de los cazadores, tenía una. Eso significa que aunque es una especie rara, las hay. Si pudiera atrapar una corza viva para ofrecérsela a mi señora, sería un regalo único. Nadie más que ella poseería un animal así.”
    Rodrigo se separó el grupo, y partió a todo galope, pensando, “Buscaré a Esteban, y tendrá que decirme el lugar exacto en que vio a la corza.” Una hora después, el montero ayudaba a Constanza a bajar del caballo. Constanza preguntó, “Y Rodrigo, ¿Dónde está?” El montero le dijo, “Lo vimos alejarse a todo galope. Quizás dejó algo olvidado.” Entonces Constanza se enojó, y dijo, “Padre, no debió irse sin avisar. Sabe que está para servirme.” Dionisio le dijo, “No te molestes, hija. Alguna buena razón tendrá cuando regrese. Rodrigo es muy cumplido con sus obligaciones.” Entre tanto,
   Rodrigo decía a Esteban,
“Mira Esteban, quiero saber cuánto hay de verdad, y cuánto de fantasía en lo que contaste." Esteban le dijo, "No quiero hablar de eso, ya bastante se han burlado de mí. Seguro que se va a reír otra vez, ¿Verdad?” Rodrigo dijo, “No, no lo haré Esteban. Debes comprender que es muy fantasióso lo que dices. Una corza que habla, que se ríe…No será que al ver éste grupo de corzas, fue tal tu impresión, que te imaginaste todo lo demás.” Esteban dijo, “Le asegúro que todo lo que conté, es la pura verdad. Yo vi a la corza blanca. Es más, no soy el único que la ha visto.” Rodrigo le dijo, “¿Que dices? ¿Quién más puede hablarme de ese animal?”
     Esteban dijo, “Varios pastores, y quedaron tan impresionados como yo.” Rodrigo le dijo, “¿También escucharon hablar a la corzas?” Esteban dijo, “No lo sé. Quizás no lo dicen para que no se burlen de ellos, como lo hacen de mí.” Rodrigo le dijo, “Llévame con esos pastores. Tengo que hablar con ellos.” Esteban dijo, “Está bien. Viven cerca de aquí.” Poco después, Rodrigo hablaba con un grupo de pastores.
   Uno de ellos le dijo,
“Le aseguro que la vi. Era una noche en que la Luna brillaba como nunca. Yo bajaba del monte, y de pronto, apareció ante mis ojos saltando como si volara. Yo exclamé, ‘Por San Huberto, es verdad lo que estoy viviendo.’ Antes de que pudiera reaccionar, desapareció. Fue la cosa más bella que mis ojos han mirado en toda mi vida.” Rodrigo dijo, “¿Entonces existe?” El pastor dijo, “Claro que sí. También yo la vi. Iba sola, la seguían muchas corzas de piel blanca. Aunque al lado de la blanca, se veían oscuras.”
     Entonces Rodrigo les preguntó,
“¿Y alguno de ustedes también la escuchó reír o hablar…?” Rodrigo no necesitaba escuchar más. Tomó su caballo y comenzó a galopar de regreso al castillo, pensando, “Tengo que cazar esa corza viva o muerta. Si logró capturarla viva, será un juguete para mi señora. Un animal único, para una mujer única. Y si tengo que matarla, su piel servirá para que ella póse sus delicados pies. No descansaré hasta poder ofrecérsela.” Al día siguiente, Rodrigo llegó al castillo, con Dionisio, Constanza, y los monteros. Constanza dijo a Rodrigo, “¿Dónde andabas, Rodrigo? ¿Cómo te has atrevido a ausentarte, sin decir nada?” Rodrigo le dijo, “Perdóneme mi señora si he faltado a mis obligaciones. Yo estaba ocupado en servirla.”
    Constanza dijo,
“No comprendo cómo puede servirme estando lejos del castillo.” Rodrigo dijo, “Mi señora, estuve averiguando acerca de la corza blanca. ¡Existe! No solo Esteban la ha visto, también lo han hecho otros pastores. Y he decidido darle caza, y ofrecérsela a usted, mi señora, viva o muerta la traeré.” Constanza le dijo, “¡Bah! Déjate de cacerías de corzas blancas. Al parecer, al Diablo le ha dado por tentar a los simples. Olvídate de esas tonterías, o toda la comarca se reirá de ti, como del pobre Esteban.” Rodrigo le dijo, “Señora, le aseguro que de mi nadie se reirá, porque el úso de ese privilegio, solo lo tolero de usted.”
     Rodrigo apenas podía contener la cólera que las miradas burlonas de los presentes le producían. Constanza le dijo,
“¿Y qué vas a hacer si la encuentras, y cuando te dispongas a dispararle, te saluda con palabras como las que dedicó a Esteban?” Todos rieron. “¡Ja, Ja!” Constanza dijo, “O se burla de ti, y al escuchar sus carcajadas, se te cae la ballesta, y antes de reponerte del susto, la cosa desaparece más rápido que un relámpago.” Rodrigo dijo, “Eso no sucederá, señora. Aunque me hiciese más monerías que un juglar, no se iría sin un arpón en el cuerpo.” Dionisio se acercó, y le dijo, “Mira Rodrigo, si te encuentras con esa corza blanca, que no dudo que sea el mismísimo Demonio, yo te aconsejo rezar en lugar de dispararle. ¡Ja, Ja, Ja!”
     Constanza dejo escapar una carcajada
, “¡Ja, Ja, Ja!” Dionisio dijo, “En todo caso, te aconsejaría no salir del castillo. Creo que el sol de ayer te hizo mal, y lo bruto de Esteban te contagió. ¡Ja, Ja, Ja!” Constanza tambien rio, “¡Ja, Ja, Ja!” No tardó en saberse en todo el castillo, lo que pretendía Rodrigo. Los hombres comenzaron a hacerle burla, y uno de ellos le dijo, “¿Cuándo vas a ir por la corza? Te cuidado, dicen que es muy risueña.” Entonces Rodrigo dijo, “El que debe tener cuidado eres tú, si te atreves a seguir burlándote.”
     Durante todo el día, Rodrigo tuvo que soportar veladas bromas y burlas. Recostado en su habitación, Rodrigo prensaba, “Y si Esteban y esos pastores mintieron…el resto de mi vida seré la risión de todos. Y, más aún, si saben que fui en busca de la corza. Ya es tarde para retroceder. Mayor mal del que me ha sucedido, no puede pasarme. No voy a flaquear ahora. Si logro capturar a la corza, ¡Como voy a saborear mi triunfo! Ésta noche iré tras ella. ¡Hay de los que se han burlado, si mañana vuelvo con ella!” Rodrigo no dudó más, y se dispuso a marchar. Rodrigo se sentó en su cama y tomando su ballesta, dijo, “Imagino la cara de mi señora Constanza, cuando le presenté el animal. Veremos si se atreve a reírse de mí, otra vez.”
    Cuando Rodrigo llegó al lugar donde debía aguardar a las corzas, la Luna comenzaba a remontarse por detrás de los cercanos montes. Rodrigo pensó, “Éste es un buen lugar para esperar. Todos coincidieron en que aquí las vieron.” Con el oído atento al más leve rumor, permaneció largo tiempo. Rodrigo se recostó en el tronco de un árbol, y tomando su ballesta, pensó, “Qué calma tan impresionante. Parece como si nada tuviera habido alrededor.” Poco a poco, una pesada somnolencia empezó a forjarse en él. Rodrigo pensó, “No me debo dormir. Tengo que permanecer alerta…”
     Pero a pesar suyo, sus ojos se cerraron, la ballesta escapó de sus manos, y cayó en un profundo sueño. Llevaban unas dos horas de gozar de un sueño apacible como nunca antes en su vida, cuando de pronto, se escucharon risas y cantos, “¡Lararara!” “¡Ja, Ja, Ja!” Rodrigo despertó, y pensó, “Lo soñé, o realmente eran voces, y risas. Ahora todo está en profundo silencio…debo haberlo imaginado…” Dominado por la languidez que lo embargaba, se acomodó para volver a dormir. Rodrigo pensó, “No hay duda que todo lo que contó Esteban me impresionó, y ahora influye en mi sueño.” Iba a cerrar los ojos, cuando escuchó unas voces, “¡Reina de las ondinas! ¡Sigue nuestros pasos! ¡Ven a mecerte en las ramas de los sauces! ¡Ven a gozar de la noche que es el día de los espíritus…!” Rodrigo se puso de pie, y pensó, “Son voces, esto ya no es un sueño…¿Serán las corzas?”
    Con gran precaución, Rodrigo apartó las ramas y pensó,
“¡La corza blanca! ¡Que animal tan increíblemente bello!” Por un instante la visión turbó sus sentidos. Pero cuando pasó la momentánea alucinación, Rodrigo pensó, “La verdad es que me estoy volviendo tan bruto, como Esteban. Veo pasar a la corza que tanto deseo cazar, y me quedo tieso.” Sobre el asombro, había triunfado su vena de cazador, y decidido, partió tras su presa. Rodrigo pensó, “Ya veremos si mañana se ríen de mí en el castillo.” Arrastrándose como una culebra, Rodrigo se acercó al río, y, de repente, Rodrigo miró a unas mujeres bañándose en el rio, y pensó, “¿Qué significa esto? ¿Estaré soñando todavía?” Era casi imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, abarcar con la mirada el cuadro que formaban aquellas víctimas mujeres.
    La mirada del atónico escudero iba de un lado a otro, y de pronto, Rodrigo miró a una hermosa mujer, y pensó,
“Debo estar loco, o bajo un encantamiento. En esa joven veo a Constanza. ¡No puede ser!” La mujer que se parecía a Constanza, siguió hablándole a las mujeres que estaban en el rio, “Silfos invisibles, dejen el cáliz de los lirios, y vengan en sus carros de nácar. Larvas de la fuente, caigan sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.”
     Constanza comenzó a cantar,
“♫ Vengan espíritus de la noche. ♪ Vengan que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas. ♫ Vengan que quienes los aman, los esperan impacientes. ♪” Rodrigo atónito pensó, “Es ella, y la estoy viendo como tantas veces la soñé. Su cuerpo de alabastro, de formas maravillosas…” Rodrigo Había permanecido inmóvil como una estatua, pero de pronto, como si deseara romper el encanto que fascinaba sus sentidos, apartó las ramas, y se mostró a la vista. A continuación, se escucharon exclamaciones tales como, “¡Oooohhh!” “¡Aaayyy!”
     El encanto se rompió, desvaneciéndose todo como humo. Rodrigo exclamó,
“Han desaparecido, solo veo corzas huyendo.” Rodrigo seguía viendo a la corza y dijo, “Ya me parecía que todo esto no eran más que fantasmagorías del Diablo, que gusta de burlarse de la gente.” La corza desesperada, trata de librarse de las ramas que le impiden huir. Rodrigo apuntó con su ballesta, y dijo, “Esta vez ha andado un poco torpe, dejándome la mejor presa. ¡Esta corza no se me escapa!” En el instante que iba a disparar, con su ballesta, la corza habló, y dijo, “Rodrigo Garcés, ¿Qué haces?”
    Rodrigo se detuvo, y exclamó,
“La voz de Constanza…¡Es ella!” La corza aprovechó el estupor del escuder, para acabar de desenredarse y huir. Mientras huía, la corza dejo escapar una carcajada humana, “¡Ja, Ja, Ja!” Rodrigo exclamó, “¡Condenado engendro del Demonio! ¡Te apresuraste a cantar victoria! ¡Que pronto te has creído fuera de mi alcance!” Furioso levantó su ballesta y al ver que la saeta daba en el blanco corrió hacia la presa. De forma inesperada, Rodrigo exclamó, “¡Noooo! ¡Constanzaaa! ¡Era verdad! La corza blanca era Constanza y yo…yo le he quitado la vida, y…” Rodrigo no pudo decir más, y cayó junto a su amada, expirando en el mismo lugar que ella.

     Tomado de, Joyas de la Literatura. Año X, No. 198. Marzo 15 de 1993. Guión: Herwigd Comte. Adaptación: Emmanuel Hass. Segunda Adaptación: José Escobar.

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