La literatura de las trece colonias, que después de una sangrienta guerra
de independencia iban a convertirse, en 1783, en los Estados Unidos de América,
tiende a emanciparse desde sus orígenes. Naturalmente, posee carácter colonial
a causa de cierta torpeza provinciana con que a veces se cultivan el idioma y
las formas literarias traídas de la madre patria. Sin embargo, las preocupaciones
esenciales de los colonos, tan distintas de sus contemporáneos en la metrópolis,
no tardaron en reflejarse en sus escritos. Y estos se diferenciaron cada vez más,
tanto por su estilo como por su pensamiento, de la pulida sutileza y de la
elegancia que caracterizaron la literatura inglésa de los siglos XVII y XVIII.
Aquí no hubo metales preciosos; la cultura indígena es de las más primitivas; el clima rudo y el inhóspito paisaje de las colonias norteñas (Nueva Inglaterra) alternaba entre tierras sembradas de rocas y oscuras colinas con bosques de pino. En 1685, William Penn, el fundador de Pennsylvania, resume con estas palabras sus consejos a gente dispuesta a inmigrar, “Sean moderados en sus anhelos; prepárense para el trabajo antes de la cosecha y para el gasto, antes de la ganancia.”
Desde los católicos en Maryland y los cuáqueros en Pennsylvania hasta
los puritanos de las diversas sectas en Nueva Inglaterra, el objeto principal
de esta gente era fundar una comunidad basada en el concepto particular que
tuvieran de los designios de Dios para el hombre.
Esta preocupación se refleja en los escritos de los colonos, y en
ninguna parte más que en Nueva Inglaterra, donde la idea de levantar una nueva Jerusalén,
fundada en los principios que aun hoy pudelen ser debatidos, exaltaba los ánimos
y proporcionaba un tema estimulante.
Dos figuras se destacan entre
los primeros: Cotton Mather (1663-1728),
quien en su, Magnalia Christ Americana,
un vasto compendio de biografías y fragmentos históricos relativos a la iglesia
de Nueva Inglaterra, escribe “en alabanza de la religión cristiana, que huye de
las penurias de Europa hacia las playas americanas.”
Jonathan Edwards (1703-1758), autor de Tratado Sobre Vocación Religiosa y Sermones, sostiene con sutileza las bases metafísicas del dogma puritano. Su agudeza psicológica y su estilo vigoroso iban a ejercer gran influencia sobre los escritores de las generaciones que siguieron: Emerson, Hawthorne, Melville.
Jonathan Edwards (1703-1758), autor de Tratado Sobre Vocación Religiosa y Sermones, sostiene con sutileza las bases metafísicas del dogma puritano. Su agudeza psicológica y su estilo vigoroso iban a ejercer gran influencia sobre los escritores de las generaciones que siguieron: Emerson, Hawthorne, Melville.
La novela, desde el punto de vista puritano, constituía un
entretenimiento frívolo, pero la poesía se prestaba para servir a Dios, y la
época dio algunos distinguidos poetas de inspiración religiosa: Edward Taylor (1644-1729) y Anne Bradstreet (1612-1672), autora de,
La Décima Musa Recién Surgida en América,
que se publicó en Londres en 1650.
Esos escritores de Nueva Inglaterra, con sus especulaciones teológicas y
metafísica, trataron de abrir con gran audacia nuevos senderos al pensamiento,
pero continuaron empleando formas literarias ya pasadas de moda en Europa (el
lenguaje de la Versión del Rey Jacobo,
de la Biblia se iba a oír en esa región durante largo tiempo). Mientras tanto,
los colonos del sur, cuyo espíritu era más conformista, especialmente en
Virginia, siguieron dependiendo de Inglaterra para satisfacer sus gustos
literarios y produjeron poca cosa, salvo unos divertidos comentarios sobre las anomalías
del escenario colonial.
Entre estos cronistas, el más interesante es William Byrd (1674-1774), cuyas encantadoras narraciones permanecieron sin publicarse hasta 1841 y que, al conocerse, le merecieron el apodo del “Pepys americano.” Sus observaciones con motivo de la fundación del primer poblado de Virginia contrastan vivamente con los relatos de sus contemporáneos puritanos: “…Jamestown, donde, como verdaderos ingleses, construyeron una iglesia, que no costo más de cincuenta libras, y una taberna, que costó quinientas.”
Entre estos cronistas, el más interesante es William Byrd (1674-1774), cuyas encantadoras narraciones permanecieron sin publicarse hasta 1841 y que, al conocerse, le merecieron el apodo del “Pepys americano.” Sus observaciones con motivo de la fundación del primer poblado de Virginia contrastan vivamente con los relatos de sus contemporáneos puritanos: “…Jamestown, donde, como verdaderos ingleses, construyeron una iglesia, que no costo más de cincuenta libras, y una taberna, que costó quinientas.”
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