La Corza Blanca, es un cuento de, Gustavo Adolfo Bécquer.
Descripción
El cuento, que data de
1863, y que presenta un narrador omnisciente, según Krappe, se trataría de una, “variante
literaria” del relato de, La Biche Blanche,
de origen francés.
En este relato, Gustavo
Adolfo Bécquer, contrapone lo extraordinario, a lo
racional. La luna es
el elemento que induce las trasformaciones, pasando de lo real, a lo
maravilloso, mientras que la saeta de la ballesta, es el símbolo destransformador, que
recupera las apariencias convencionales. La falta de entendimiento de Garcés,
para comprender el encantamiento, se castiga con la muerte de su amada, al
mismo tiempo que se castiga la frivolidad y la burla de Constanza.
Sinopsis
El relato se divide en dos partes:
1. En la primera parte se cuenta
como don Dionís, va de caza acompañado de su hija, Constanza, y sus monteros.
Al llegar el mediodía, se paran a descansar al lado de un riachuelo, y mientras
cuentan historias, aparece un joven llamado, Esteban, con un ganado de
corderos. Sabedor de las peripecias del mozo, un montero insta al joven pastor a
que le cuente una historia a don Dionís, y Constanza presta especial atención a
ésta historia. Esteban les cuenta que estando en la iglesia, hablando con unos
peones que labran la tierra, se enteró de que habían encontrado el rastro de
una manada, en un lugar donde Esteban hacía tiempo que no veía ningún animal,
como consecuencia de la caza.
Esa misma noche, Esteban acudió a ese lugar para
ver a los ciervos, pero solo logró escuchar sus bramidos, y al llegar el día,
descubrió sus huellas en el suelo, junto a unas huellas humanas que compara, en
tamaño, con los pies de Constanza. Esteban decidió quedarse todo el día
escondido en un lugar, en dónde Esteban previó, que iban a pasar los
ciervos, pero al llegar la medianoche, se quedó dormido. Al despertar, escuchó
gritos, cantares, y carcajadas, y de repente, alguien detrás de él le habló. Al
darse la vuelta, vio a una corza blanca que guiaba a una tropa de corzas de
color natural, que no bramaban, sino que reían a carcajadas. El caballero, su
hija y los monteros, se rieron de la historia que había contado el mozo,
después de que se marchara, los demás continuaron con la caza.
2. En la segunda parte, toma
protagonismo Garcés, uno de los monteros de don Dionís, que siempre se había
ocupado de adivinar, y satisfacer los deseos de Constanza. En esas atenciones
hacia la muchacha, unos veían adulación, mientras que otros intuían un posible
amor disimulado. Garcés no se creyó que la corza blanca hablára, pero si pensó
que podría existir, en cuyo caso la capturaría para su amada señora. A la hora
de cenar, le comunicó a los presentes su intención, y éstos, incluidos
Constanza y su padre, se rieron a carcajadas de la credulidad del joven
montero. A pesar de las burlas, el joven cogió una ballesta, y se fue a buscar
a la corza. Una vez en el monte, se escondió entre unos arbustos, y se quedó
dormido. Cuando despertó, escucho varias voces cantando una canción, al rato
vio a las corzas lideradas por la corza blanca. Buscó un lugar desde el cual
apuntar, y cuando las corzas llegaron a la altura del río, apuntó con su
ballesta a la luz de la luna, pero no vio corzas, sino un montón de mujeres
bañándose en el agua, caminando por el soto, y tendidas en los árboles. Entre
aquellas mujeres, le pareció ver a Constanza, como no quería creerse lo que sus
sentidos le mostraban, decidió acabar con el encantamiento, y de un salto se apareció
en la orilla del río, mostrándose a la vista, la diabólica transformación se
rompió, apareciendo ante él un tropel de corzas que comenzaron a correr. En la
huida, la corza blanca se enredó en una madreselva, y a punto estaba de herirla
el montero, cuando ésta le habló, y Garcés, espantado por la idea de poder
matar a su amada, dejó caer su arma. El animal aprovechó este momento para
escaparse, mientras se reía. Entonces Garcés pensó que todo ese encantamiento
era producto del diablo, salió de su ensimismamiento, y disparó hacia el soto,
por donde había escapado la corza. Al momento se oyó un alarido, Garcés sin
poder creerlo, se adentró en aquel soto, y descubrió a su amada, ensangrentada,
muriéndo en el monte.
Personajes
·
Dionís: Es
un caballero retirado, que dedica la mayor parte de su tiempo, al ejercicio de
la caza.
·
Esteban: Es
un joven muchacho, fornido, de cabeza pequeña, y ojos azules, mirada torpe,
nariz roma, y labios gruesos, y entreabiertos. De moral simple, pero al mismo
tiempo, suspicaz y malicioso.
·
Constanza: Es
hija de don Dionís, pero no se sabe quién es su madre. Su belleza
extraordinaria y su blancura, han hecho que se gane el sobrenombre de, Azucena
del Moncayo.
Contrastan sus cejas, y sus ojos oscuros, en contraposición a su pelo rubio. Su
carácter es contradictorio: retraído y melancólico, al mismo tiempo que
bullicioso, y alegre.
· Rodrigo Garcés: Es
uno de los monteros, hijo de un antiguo servidor de la familia. Está
acostumbrado desde pequeño, a atender a la hija de su señor, y es más que
probable, que tenga sentimientos hacia ella. (Wikipedia en Español)
La Corza Blanca
de Gustavo Adolfo Bécquer
En
el año 1300, el Reino de Aragón se encontraba en guerra contra los infieles, y
los caballeros abandonaban sus castillos, para ir a luchar junto al rey. Dos
caballeros cabalgaban con sus armaduras. Uno de ellos dijo al otro, “Confío que mañana ya estaremos en el
campamento de su majestad, Juan.” Juan contestó, “Así será mi señor, don Dionisio. Pidamos a Dios salir bien librados de
las batallas en las que hemos de participar.” Don Dionisio dijo, “Somos un pueblo de valientes. Venceremos a
los moros que han invadido nuestras tierras.” Semanas después, ambos
participaban en la batalla.
En todas ellas el caballero Dionisio mostró una
valentía sin igual. Su espada dio cuenta de cientos de moros. Transcurrían los
meses y la lucha no cejaba los castillos eran asediados. Las aldeas eran
atacadas, y los pobladores sufrían el rigor de aquella espantosa guerra. La
gente gritaba, “¡Sálvese quien pueda! ¡Moros
y cristianos vienen hacia acá!” Por todas partes, había desolación y muerte.
Después de las cruentas batallas, venían los periodos de descanso para
recuperar fuerzas. Juan dijo a Dionisio, “Mi
señor, hasta hoy la suerte nos ha acompañado. Ni un rasguño he recibido en la
lucha.” Dionisio le dijo, “Mi fiel
Juan, espero que ambos podamos regresar sanos y salvos a mi castillo de
Veratón.” Juan le dijo, “Ojalá así
sea. Dios permita que vea crecer a mi hijo, al cual solo alcancé a tomar una
vez en mis brazos, antes de partir.” Dionisio le dijo, “Nunca olvidaré tu gran lealtad para conmigo, Juan. Hacía unas horas
que tu mujer te había hecho padre, cuando nos pusimos en marcha. Te di la
oportunidad de quedarte, y la rechazaste. El señor tendrá eso en cuenta, y volverás
a los tuyos.” Continuaron pasando los meses. La lucha parecía que jamás
tendría fin. Cientos de hombres morían, y otros tantos llegaban a pelear. Hasta
que un día, en medio de la batalla, Juan exclamó, “¡Ese maldito ha herido a mi señor!” Juan abalanzó su lanza hacia
el jinete guerrero, exclamando, “¡Muere
canalla!” Quince días después, Dionisio yacía en su lecho de muerte, “Juan…” Juan le dijo, “Mi señor, al fin me reconoce. Ha estado
usted entre la vida y la muerte.” Después de que Juan le contó lo sucedido,
Dionisio dijo, “Gracias mi fiel Juan, por
salvarme. Espero reponerme pronto para volver al combate.” Juan le dijo, “Mi señor, su herida fue muy grave. Pasará
tiempo aún para que pueda volver a montar y tomar las armas.” Dionisio
dijo, “Soy un hombre fuerte. Estaré bien
antes de lo que te imaginas.” Pero su convalecencia fue larga, y cuando
empezaba a sentirse mejor, Dionisio dijo a Juan, “Hemos logrado echar a los infieles de Aragón. Ya podemos volver a
nuestros feudos.” Juan dijo, “Tres
años que estoy ausente. Dejé hijos pequeños que no me reconocerán.”
Dionisio le dijo, “Juan, antes de
regresar a mis tierras, deseo ir a Palestina. Mucho he escuchado de esa hermosa
Tierra, y no quiero morir sin haberla conocido.” Juan le dijo, “Sus deseos son órdenes para mí, señor.”
El caballero de Moncayo, envió a sus hombres de regreso al castillo, y él y
Juan partieron a recorrer lejanos lugares. Seis años después, el guardia del
castillo gritó, “¡Nuestro señor ha
regresado! ¡Abran las puertas! ¡El amo de Veratón se acerca!” Los
servidores corrieron al patio para recibirlo. Dionisio dijo, “Siento una gran alegría de estar de regreso
en la Tierra que me vio nacer, y donde reposan mis padres.” Dionisio
agregó, “Partí solo, y regréso con una
hija, a la que deben dar la misma devoción, lealtad, y respeto, que siempre me
han tenido a mí.” Mientras Dionisio cargaba a una pequeña en brazos, dijo, “Constanza es mi mayor tesoro, lo que más
amo en esta vida. Quiero que nadie lo olvide.” Cuando Dionisio se retiró
con su hija, Juan fue a reunirse con su familia. Al abrazar a su esposa, Juan
exclamó, “¡María, esposa amada!” Ella
le dijo, “Juan, por fin has vuelto a nuestro
lado.” El valiente hombre que tantas veces había desafiado el peligro,
sintió una honda emoción al mirar a su hijo. Juan se arrodilló, y dijo frente a
su hijo, “Así lo imaginaba, fuerte, sano,
hermoso, de mirada inteligente.” Su esposa le dijo, “Cada día le he hablado de ti. Te conoce como si hubiera crecido estando a tu lado.” Los tres se abrazaron, y su esposa dijo, “Me parece un sueño que estés aquí. Rogué tanto para que regresaras
sano y salvo.” Juan le dijo, “Muchas
veces estuve en grave peligro, pero mi deseo de volver a verte, de ver crecer a
nuestro hijo, me dio fuerzas para vencerlo.” Juan agregó, “No me volvería a separar de ustedes.”
Su esposa le dijo, “Pero si nuestro señor
decide volver a marchar, como eres su escudero, tienes que ir con él.” Juan le
dijo, “Eso no sucederá, porque
significaría separarse de su hija. Al emprender el regréso, me dijo que
dedicará el resto de su vida a esa criatura.” María dijo, “¿Y la madre? ¿Quién es? ¿Por qué no vino?”
Juan dijo, “María, prometí a mi señor no
hablar de ello. Sólo te puedo decir que la conoció, en uno de los tantos países
en los que estuvimos. Verla y enloquecer por ella, fue todo para él. Jamás he
conocido una mujer más hermosa. A los pocos días de nacer la niña, nuestro
señor me llamó, y me pidió que preparara todo para regresar al castillo. Y aquí
estamos. Antes de partir, contrató a la mujer que cuida a la pequeña Constanza.”
María dijo, “Pero…¿Y la madre? Si dices
que estaba loco por ella, ¿Por qué no la trajo?” Juan le dijo, “No lo sé, pero algo muy grave debe haber
sucedido.” María dijo, “Juan, estoy
segura que estás enterado de todo lo ocurrido.” Juan dijo, “María, he dicho más de lo que debía. Jamás
vuelvas a preguntarme sobre este asunto. Hice un juramento, y no lo voy a
romper.” María dijo, “Está bien. Te
prometo que no lo haré.” Transcurrió el tiempo, Constanza fue creciendo, y
transformándose en una niña hermosa, llena de gracia, que causaba admiración en
cuantos la conocían. Un día, Constanza montaba a caballo, y dijo a Rodrigo, el
hijo de Juan, “Rodrigo, un día me
enseñarás a usar la ballesta. Yo quiero acompañar a mi padre de cacería.”
Rodrigo le dijo, “Sí señorita, cuando el
señor lo permita aprenderá a usarla.” Desde que la pequeña llegó al
castillo, Rodrigo el hijo de Juan, se había transformado en su incondicional
escudero. Un día que ambos jugaban en la fuente de agua, Constanza dijo, “Mira Rodrigo, el agua parece un espejo. Me
gusta contemplarme en ella.” Rodrigo le dijo, “No se incline tanto, puede caer, y el agua está fría y honda.” Constanza
dijo, “Si tú estás a mi lado, nada me
puede suceder.” Cuando Rodrigo llegó a la edad de dieciséis años, Juan
agonizaba en su lecho de muerte, diciendo, “Mi
señor, me muero. Me iré feliz, porque estaré junto a mi adorada María, pero mi
hijo queda solo en el mundo.” Dionisio le dijo, “Juan, vas a sanar. Tú has sido para mí, más que un servidor, un amigo.
No puedes irte…” Juan le dijo, “Siento
como la vida se me escapa…mi señor, le encargo a mi hijo…él le servirá con
tanta fidelidad como yo…por favor…no lo abandone…” Dionisio le dijo, “Siento por Rodrigo, el mismo cariño que he
tenido siempre hacia ti. Nunca estará desamparado.” Juan dijo, “Gracias mi señor, puedo morir tranquilo.”
Dionisio le dijo, “Juan, tantas veces
vencimos la muerte, trata una vez más.” Pero la hora del leal servidor, había
llegado, y sus ojos se cerraron para siempre. Dionisio dijo al pequeño Rodrigo,
“Rodrigo, prometí a tu padre velar por ti,
y preocuparme de tu futuro. Desde hoy, vivirás en el castillo. Te nombro escudero
de mi hija Constanza. Sé que la protegerás, y cuidarás, que nunca nada malo le
suceda.” Rodrigo hizo la señal de escuadra con su brazo, y dijo, “Así será señor, con mi vida la defenderé,
si es necesario.” Continuaron pasando los años, y Constanza se convirtió en
una joven, cuya belleza se comentaba más allá de las fronteras de la comarca. En
una de las reuniones sociales de la comarca, habia un grupo de damas que
conversaban y se escuchaban las siguientes conversaciones entre las damas. “Mi hijo estuvo en el castillo de Veratón.
Quedó muy impresionado con la hija de Dioniso de Moncayo.” “Dicen que es una
hermosura extraordinaria. La llaman Azucena, por la blancura y delicadeza de su
piel.” Otra de las damas dijo, “Yo la
conozco y quedé impactada al verla. Es la criatura más perfecta que he visto.”
Otra de las damas dijo, “A mí me sucedió
lo mismo, pero hay algo que me intriga por qué teniendo esa piel tan blanca, el
pelo tan rubio, que parece de oro…” Otra de las damas dijo, “Sus cejas pestañas y ojos, son negros como
la noche. ¿Acaso los heredaría de su madre?” La dama le dijo, “Podría ser, pues el caballero Dionisio, tiene los ojos azules al igual que sus padres y abuelos.” Otra dama dijo, “Yo presiento que Constanza de Moncayo no
es tan limpia de sangre, como de belleza. Por algo jamás se ha sabido quién le
dio la vida.” Otra dama dijo, “Una
vez me atreví a preguntar al padre de la joven, y me respondió en forma muy
dura que era un tema que no deseaba tocar.” Otra dama dijo, “Yo también intenté averiguarlo. Nada pude
saber. Tanto misterio indica que hay algo turbio en el nacimiento de esa niña.”
Otra dama dijo, “El caballero de Moncayo
visitó muchos países extraños. Quizá allí conoció alguna mujer que no
correspondía a su clase, y que le dio esa hija.” Otra dama dijo, “Yo creo que es hija de una gitana, tiene
una gracia muy especial…de ella emana como un misterio.” Otra de las damas
dijo, “Podría ser. Recuerdo una vez que
llegué a un campamento de gitanos. Entre ellos había una que me impresionó por
su forma de caminar…” Otra dijo, “Por
la agilidad de sus movimientos. Y algo de eso tiene Constancia de Moncayo. Quizá
por ello se guarda tan celosamente el secreto de quién es la madre.” Otra
dama dijo, “En todo caso, es la joven más
hermosa que ha existido por estos contornos y la han educado como una verdadera
reina.” En tanto en el Castillo de Moncayo, dos hombres hablaban entre
ellos al ver a Rodrigo a la distancia. Uno de ellos dijo, “Allá está el hipócrita de Rodrigo, limpiando la ballesta de la dama Constanza.”
El otro dijo, “Es peor que un animal
rastrero. Sólo le falta besar el suelo que ella pisa.” Rodrigo, que ya
había cumplido veintidós años, siempre satisfacía los menores caprichos de la
hermosa castellana de Moncayo. El hombre dijo al otro, “No hace más que estar pendiente de sus deseos. Él doma los potros que
ella monta. Ejercita a sus perros de caza. Amaestréa a sus halcones y todo por
eso, el ámo lo distingue con un aprecio que no demuestra a ninguno de sus otros
servidores.” El otro hombre dijo, “Igual
como hacía con su padre, cuando éste murió. Fue como si el afecto que el ámo le
tenía, lo heredára al hijo.” La solicitud de Rodrigo para con Constanza, y el
cariño que le demostraba el ámo, le habían ganado la mala voluntad de los demás
empleados del castillo. Dos cocineras dialogaban entre sí, y una de ellas dijo,
“Me contaron que Carmen la molinera, bebe
los vientos por Rodrigo Garcés.” La otra dijo, “Buena tonta está hecha. Rodrigo solo tiene ojos y pensamientos para
nuestra ama Constanza.” Una tercera cocinera, Mercedes, que les escuchaba, se enojó, y
dijo, “¿Que están diciendo? Si por la
casualidad el señor las escucha, no quiero ni imaginar lo que sucedería.” Una
de las cocineras dijo, “Vamos Mercedes. No
vas a decirnos que no te has dado cuenta que Rodrigo pena y muere por nuestra
bella ama” La otra cocinera dijo, “Sólo
así se explica que no mire a ninguna de las mozas que suspiran por él.”
Mercedes dijo, “¡Déjense de chismes y
dedíquense a su trabajo! Rodrigo no hace más que cumplir con el papel de escudero
que le dio nuestro señor Dionisio.” Una de las cocineras dijo, “Tuvo suerte en ser el escudero de la mujer
que ama.” Mercedes dijo, “¡No sigan,
que pueden meterse en problemas! A nuestro ámo no le agradaría oír lo que
dicen.” Una de las cocineras dijo, “No
temas, jamás se le ocurrirá bajar a la cocina. El que nos podría escuchar sería
Rodrigo, y no se atrevería a desmentirnos, estoy segura.” No se equivocaban
las servidoras en sus deducciones, porque, Rodrigo pensaba, “Daría mi vida por ella. No sé cuándo empecé
a amarla, pero creo que fue desde que la vi cuando yo tenía seis años y ella
uno.” Ese amor tenía más que sobradas disculpas. Hubiera sido necesario
tener corazón de hielo para permanecer insensible ante aquella mujer. Rodrigo
pensaba, “A veces creo que no es real,
parece hecha de nieve y oro. Es tan diferente a las demás mujeres, no sólo por
su belleza, sino por su forma de comportarse. Su carácter es de pronto retraído
y melancólico, y en segundos se transforma en bulliciosa y alegre.” Rodrigo
recordaba cuando Constanza una vez le dijo, “Rodrigo,
únete a mi baile…hoy me siento feliz…cambia esa cara seria…” Rodrigo le
decía, “Señorita, a su padre no le
agradaría verla descalza.” Constanza dijo, “Ya lo sé Rodrigo. Me gustaría correr y correr tan rápido como el aire
y sentirme libre como los pájaros.” Rodrigo le dijo, “¿Desea que le ensille un caballo? Podemos dar un paseo.” Entonces
Constanza dijo, “¡No! Tú no entiendes. ¡Vete,
déjame sola!” Rodrigo pensó, “Está
molestia, pero pronto se le pasará, y me llamará como siempre sucede. Se ve tan
bella enojada.” Mientras Constanza deshojaba una flor, Rodrigo se escondió
detrás de un árbol. Entonces Constanza dijo, “¡Rodrigo! ¿Dónde estás?” Rodrigo salio a la vista y dijo, “Aquí, señorita.” Constanza dijo, “Creí que te habías ido…¿No te atreverías,
verdad? Mi padre ha dicho que eres mi sirviente, y debes permanecer cerca de mí, por si te
necesito.” Rodrigo le dijo, “Así es.
Siempre estoy y estaré esperando sus órdenes. ¿Desea algo?” Constanza dijo,
“Sí, ve por los caballos. Voy a galopar
hasta sentir que corro como el viento.” Mientras Rodrigo la seguía en su
caballo, pensaba, “No existe otra como
ella. La amo, y por estar a su lado, siempre daría la vida.” Rodrigo volvió
al presente, y mientras limpiaba la ballesta pensó, “Sé que ella es inalcanzable para mí, como las estrellas. Lo único que
me es permitido, es adorarla en silencio, pero con eso me conformo. ¿Qué más
puede pedir un simple escudero?” El día que Constanza cumplió dieciocho
años, Dionisio ordenó grandes festejos a los que acudieron todos los señores de
la comarca. Rodrigo pensó, “Quizá hoy
elija al que será su esposo. Me dijo el amo que espera que se case pronto, pues
desea conocer a sus nietos. Mi pobre corazón siente un dolor casi imposible de
tolerar, pero no hay esperanzas para él.” Entonces Rosa, una de las
sirvientes se acercó con Rodrigo, y le dijo, “Está más bella que nunca la hija del amo, ¿Verdad? Lástima que nunca
un escudero se ha casado con una dama, es mejor que la olvides.” Rodrigo le
dijo, “Cuidado con lo que dices, Rosa. Yo
jamás osaría poner los ojos en la hija de nuestro amo.” Rosa le dijo, “Entonces, trata de que no se te note lo
mucho que la amas. Te delatas en cada mirada. Tu voz lo grita cuando la nombras.”
Cuando Rosa se fue, Rodrigo pensó, “Yo
creí que mi secreto estaba a salvo. Deberé tener más cuidado. Si el señor se da
cuenta, podría echarme de su feudo.” Se ofrecieron opíparos banquetes. Se
efectuaron cacerías. Y tras una semana de grandes festejos ininterrumpidos, los
invitados empezaron a marcharse. Rodrigo pensó, “Por fin se van todos, y mi adorado tormento, no parece haberse
decidido por ninguno de los caballeros que vinieron con la intención de ganar
su mano.” Días después, Dionisio habló con Rodrigo, “Rodrigo, mañana iremos de cacería. Me han dicho que cerca de la cañada
han visto buenas piezas.” Rodrigo dijo, “Dispondré
lo necesario, mi señor…su hija, doña Constanza, ¿También partirá?” Dionisio
dijo, “Por supuesto. Jamás Constanza me
ha dejado de acompañar, desde que tuvo edad para hacerlo.” Al día siguiente,
la cacería se llevaba a cabo, y los jinetes galopando, iban tras el jabalí.
Dionisio dijo, “Me déjo de llamar
Dionisio de Moncayo, si no logro atrapar al jabalí.” Constanza tambien
galopaba y le dijo, “Seguro lo consigues
padre. No hay mejor cazador que tú.” Apenas llegaron a donde los servidores
habían instalado el lugar de descanso, se lanzó el caballero en busca de la
presa. No tardaron los perros en descubrirla. Los perros ladraban y Dionisio
gritó, “¡Allá va! ¡Que no escape!” Pero
el animal logró eludir a sus perseguidores. Detenida la persecución, cabalgando
todos, Dionisio dijo, “Hace demasiado
calor para seguir. Ya es más de medio día. Regresamos a descansar y a comer.”
Una hora después, todos descansaban desmontados y comiendo junto a un arroyo. Dionisio
dijo, “Hoy el Sol no ha tenido piedad de
nosotros. Tendremos que esperar que refresque un poco, para continuar.”
Constanza dijo, “Está tan agradable aquí,
padre. Me encanta escuchar el rumor del agua al caer.” Llevaban una o dos
horas allí, cuando uno de los monteros divisó a un pastor con corderos a lo
lejos, que se acercaba. El montero dijo a Dionisio, “¡Mire
señor! Allá va Esteban el zagal, que de un tiempo a la fecha, está más tonto de
lo que naturalmente lo hizo Dios. Podría divertirlo refiriéndole la causa de sus continuos sustos.” Otro sirviente dijo, “Que no son pocos.
Esteban es la burla de toda la aldea.” Dionisio dijo, “¿Qué le acontece a ese pobre diablo?” El sirviente dijo, “¡Casi nada! Sin haber nacido en viernes
santo, y allá sin relaciones con el Demonio, se encuentra dotado de una
facultad maravillosa, que por el momento, no ha poseído hombre alguno, a no ser
Salomón, que hasta entendía el lenguaje de los pájaros.” Dionisio preguntó,
“¿Y cuál es esa facultad maravillosa?”
El hombre dijo, “Según él, jura y perjura, por todo los más sagrado, que los ciervos y los corzos de éste monte, han decidido no
dejarlo en paz. Lo más gracioso es que, en más de una ocasión, el hombre ha
sorprendido a los ciervos y las corzas, hablando de las bromas que han de hacerle, y después que esas
burlas se han llevado a término, el hombre ha escuchado las ruidosas carcajadas con que
los ciervos y corzos celebran.” Dionisio dejó escapar una carcajada, “¡Ja, Ja, Ja! Si que es bruto ese zagal…que venga. Quiero escuchar de
sus propios labios, la historia de sus desventuras. ¡Ja, Ja, Ja!” El montero,
se dirigió donde estaba Esteban, el pastor, y le dijo, “Nuestro señor, el caballero Dionisio, quiere hablarte.” Esteban
dijo, “¡A mí! Pero en toda mi vida ningún
señor se ha ocupado de mí.” El montero le dijo, “Pues hoy estás de suerte.” El pastor le dijo, “No quiero ir. No sabría que decirle. Ni
siquiera me atrevería a mirarlo.” El montero se enojó, y le dijo, “Al ámo no se le hace esperar. Sígueme, o te
pesará.” El pastor le dijo, “Está
bien voy…¡Ay Dios, ayúdame!” Cuando el pastor llego frente a Dionisio,
Dionisio le dijo, “No pongas esa cara,
que nada te va a suceder. Solo quiero hacerte unas preguntas.” El pastor
Esteban dijo, “Estoy para servir al señor
amo.” Dionisio le dijo, “A ver,
cuéntame qué es eso de que los ciervos y corzos se han empeñado en gastarte pesadas bromas.”
El pastor bajó la cabeza y dijo, tímidamente, “Bueno…yo…la verdad…no recuerdo.” Dionisio le dijo, “¿Acaso no contaste que has escuchado a las corzas reírse de ti?” El pastor dijo,
“Sí, pero…señor, le suplico que no me haga hablar de ello.” Entonces,
Constanza se acercó al pastor y le dijo, “Me
gustaría conocer esa historia. Vamos Esteban. Empieza a relatarla.” El
pastor le dijo, “Señora, qué puede
importar a personas tan superiores, lo que haya sucedido a un pobre pastor.”
Dionisio se acercó y mostrando una moneda, le dijo, “Mira, te ganarás una moneda de oro a cambio de lo que nos digas. No te
negarás a complacer a tu señor, ¿Verdad?” Esteban dijo, “No…yo…bueno…si usted así lo desea…Señor,
según me dijo un cura al que acudí, para consultar mis dudas, con el Diablo no
sirven juegos, sino boca cerrada. Firme en esta idea, había decidido no volver
a decir palabras sobre el asunto a nadie ni por nada, pero lo haré hoy para
satisfacer su curiosidad. Y si el diablo me lo toma en cuenta, y vuelve a
molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos evangelios llevo cocidos a la
pellica.” Dionisio se enojó y dijo,
“Déjate de rodeos y ve derecho al asunto.” Esteban dijo, “A él voy. Hace
unos dos meses después de la misa del domingo como siempre, me reuní a platicar
con unos peones.” Esteban comenzó a narrar,
“Platicando con un grupo de peones, les decía, ‘Ya no se ve por los montes ni
un triste venado. Las continuas cacerías de los señores y los cazadores
furtivos, han terminado con ellos. Antes, cuando llevaba mis ovejas al monte,
me topaba con ellos a cada momento. Y este año, sí he visto uno, ha sido de
milagro.’ Uno de los peones me dijo, ‘Pues hombre, no sé por qué, pues nosotros, no pasa el día, que no encontremos rastros de ellos. Hace tres o cuatro días,
sin ir más lejos, una manada de más de veinte corzas, le segaron antes de tiempo, una
pieza de trigo al santero de la virgen del romeral.’ Yo le dije, ‘¿Y hacia qué
sitio…marchaban las huellas?’ El peón dijo, ‘Hacia la cañada de los
cantuesos. Ni qué decir cómo se puso el santero.’ Otro peón dijo, ‘También las
siembras del marinero se vieron aplastados por una manada. Quizá sea la misma.’
Cuando me despedí de los peones, llevaba una idea fija, ‘Tengo que ver a esa
manada. Esta noche iré a la cañada. Me ocultaré entre los chopos y la esperaré.
Por lo que dijeron, salen solo de noche, pues en el día yo los habría visto.’
Cuando salió la Luna, me dirigí al lugar
que me habían indicado, y pensé, ‘Ya debe ser casi medianoche y no aparece
ninguno. Se escuchan ruidos, el bramido de los ciervos llamándose…ramas que se
rompen…pero no veo a ninguno. ¿Será mi imaginación?’ Al cabo de un tiempo, me
dormí. Al despertar me dije, ‘Me quedé dormido, en todo caso la manada de corzos de los que
me hablaron los peones, no anduvo por aquí cerca.’ Horas después, cuando llevé a
mis ovejas a beber, me incliné a revisar unas huellas, y pensé, ‘Aquí
estuvieron los ciervos. Están sus rastros y ramas rotas, pisadas por ellos, y
además, hay huellas de unos pies pequeñitos…’” Esteban regreso al presente,
y dijo, “Eran mucho más pequeños que mi
mano…como los de…” Esteban miró los pies de Constanza, quien se apresuró a
esconderlos, y dijo, “No sirven los míos
para comprarlos, por desgracia, no son tan pequeños pues ese tamaño, sólo los
tienen las hadas de las que nos hablan los trovadores.” Dionisio dijo, “¿Y eso es todo? ¿No me dirás que te
sentiste burlado por los ciervos porque no los pudiste ver esa noche?” Esteban
dijo, “No, mi señor, aún falta la parte
más importante del asunto. Pues no paro allí la cosa. Quedé muy intrigado por
las marcas dejadas por los ciervos, pero sobre todo por las huellas de los
pequeños pies. Así que volví varias veces al lugar, escondiéndome en
diferentes sitios sin tener mayor suerte hasta que una noche…” Esteban
comenzó a narrar de nuevo, “Entonces
empecé a escuchar unos ruidos, y dije, ‘Alguien se acerca, escúcho el ruido de
las ramas y un rumbo, ¿Serán las corzas?’ Entonces comencé a escuchar unas
carcajadas. ‘¡Ja, Ja, Ja! ¡Laaaaralara! ¡Crash! ¡Crash!’Entonces pensé, ‘No son
corzos. Ese ruido se asemeja al algarabía que hacen las mozas, cuando regresan
de las fuentes con sus cántaros con agua.’ De pronto, muy cerca donde yo estaba
oculto, escuché una voz fresca y vibrante, ‘¡Por aquí! ¡Por aquí compañeras! ¡Que
ahí está el bruto de Esteban!’” Al llegar a este punto de la narración del
zagal, los que escuchaban ya no pudieron contenerse. Dionisio, Constanza, y los
monteros, comenzaron a carcajearse, “¡Ja,
Ja, Ja, Ja, Ja, Ja!” Un montero dijo, “¡Es
lo más divertido que he escuchado en mi vida! ¡Ja, Ja!” Dionisio dijo, “¿No será alguna moza que andas molestando,
y que te quiso hacer una mala jugada. ¡Ja, Ja, Ja!” Constanza dijo, “Nunca en toda mi vida me había reído tanto.
¡Ja, Ja, Ja!” Dionisio dijo, “No hay
duda que te gastaron una buena broma, Esteban. ¡Ja, Ja, Ja!” Esteban
parecía no prestar atención a las burlas, mirando con visibles muestras de
temor a su alrededor. Rodrigo Garcés se acercó a Esteban, y le dijo, “Esteban, ¿Qué te sucede? Da la impresión
que temieras que en cualquier momento, apareciera el diablo.” Esteban dijo,
“Es que no he contado el resto de lo que
sucedió.” El montero puso su brazo sobre el hombro de Esteban y dijo a
Dionisio, “Señor don Dionisio, aún falta
el resto de la historia, y parece que la parte más interesante.” Dionisio
dijo, “Pues, ¿Qué esperas para decírnosla?
Somos todo oídos, Esteban.” Esteban dijo, “Quizás les parezca que invento lo que voy a decir, pero es la pura y
santa verdad, después que escuché la voz, me incorporé, y lo que vi me dejó sin
aliento. Cuando vi el animal, pensé dentro de mí, ‘Una corza blanca. Jamás
había visto una así…no puede ser que fuera ella la que hablara.’ Entonces
escuché unas carcajadas femeninas, y pensé, ‘Se ríen…¿Cómo es posible? ¡Son risas de mujer…!’” Esteban volvió a
la realidad, y dijo, “Juraría que el eco
de las carcajadas aún resuena…en mis oídos.” A continuación, Dionisio dijo,
“Esteban, te voy a dar un consejo. No
vuelvas a hablar de tus encuentros con las corzas, no sea que haga el Diablo
que pierdas el poco juicio que tienes, vuelve a tus corderos que empiezan a
desbandarse.” Enseguida, Dionisio dijo al montero, “Dénle pan, un trozo de jabalí, y una moneda de oro. Bien se lo merece
por la diversión que nos proporcionó.” El mozo Esteban se marchó satisfecho.
Enseguida, Dionisio dijo, “Ya ha
refrescado, preparen los caballos, quizá aún podamos cazar ese jabalí.” Pero
ni un rastro encontraron del animal, y cuando regresaban al castillo, Rodrigo, quien
cabalgaba hasta atrás de la caravana, pensó, “No cabe duda que todo lo que contó Esteban es pura imaginación…corzas
riéndose es lo más absurdo que he escuchado. Pero quizás en todo lo que dijo
ese tonto, hay algo de verdad. ¿Por qué no puede existir una corza blanca?...yo
nunca he visto una pero…según se cuenta, San Huberto, patrono de los cazadores,
tenía una. Eso significa que aunque es una especie rara, las hay. Si pudiera
atrapar una corza viva para ofrecérsela a mi señora, sería un regalo único. Nadie
más que ella poseería un animal así.” Rodrigo se separó el grupo, y partió
a todo galope, pensando, “Buscaré a Esteban,
y tendrá que decirme el lugar exacto en que vio a la corza.” Una hora
después, el montero ayudaba a Constanza a bajar del caballo. Constanza
preguntó, “Y Rodrigo, ¿Dónde está?”
El montero le dijo, “Lo vimos alejarse a
todo galope. Quizás dejó algo olvidado.” Entonces Constanza se enojó, y
dijo, “Padre, no debió irse sin avisar. Sabe
que está para servirme.” Dionisio le dijo, “No te molestes, hija. Alguna buena razón tendrá cuando regrese.
Rodrigo es muy cumplido con sus obligaciones.” Entre tanto, Rodrigo decía a
Esteban, “Mira Esteban, quiero saber
cuánto hay de verdad, y cuánto de fantasía en lo que contaste." Esteban le dijo, "No quiero hablar
de eso, ya bastante se han burlado de mí. Seguro que se va a reír otra vez, ¿Verdad?”
Rodrigo dijo, “No, no lo haré Esteban.
Debes comprender que es muy fantasióso lo que dices. Una corza que habla, que
se ríe…No será que al ver éste grupo de corzas, fue tal tu impresión, que te
imaginaste todo lo demás.” Esteban dijo,
“Le asegúro que todo lo que conté, es la pura verdad. Yo vi a la corza blanca.
Es más, no soy el único que la ha visto.” Rodrigo le dijo, “¿Que dices? ¿Quién más puede hablarme de
ese animal?” Esteban dijo, “Varios
pastores, y quedaron tan impresionados como yo.” Rodrigo le dijo, “¿También escucharon hablar a la corzas?” Esteban
dijo, “No lo sé. Quizás no lo dicen para
que no se burlen de ellos, como lo hacen de mí.” Rodrigo le dijo, “Llévame con esos pastores. Tengo que hablar
con ellos.” Esteban dijo, “Está bien.
Viven cerca de aquí.” Poco después, Rodrigo hablaba con un grupo de
pastores. Uno de ellos le dijo, “Le
aseguro que la vi. Era una noche en que la Luna brillaba como nunca. Yo bajaba
del monte, y de pronto, apareció ante mis ojos saltando como si volara. Yo
exclamé, ‘Por San Huberto, es verdad lo que estoy viviendo.’ Antes de que
pudiera reaccionar, desapareció. Fue la cosa más bella que mis ojos han mirado
en toda mi vida.” Rodrigo dijo, “¿Entonces
existe?” El pastor dijo, “Claro que
sí. También yo la vi. Iba sola, la seguían muchas corzas de piel blanca. Aunque
al lado de la blanca, se veían oscuras.” Entonces Rodrigo les preguntó, “¿Y alguno de ustedes también la escuchó
reír o hablar…?” Rodrigo no necesitaba escuchar más. Tomó su caballo y
comenzó a galopar de regreso al castillo, pensando, “Tengo que cazar esa corza viva o muerta. Si logró capturarla viva,
será un juguete para mi señora. Un animal único, para una mujer única. Y si
tengo que matarla, su piel servirá para que ella póse sus delicados pies. No
descansaré hasta poder ofrecérsela.” Al día siguiente, Rodrigo llegó al castillo, con Dionisio, Constanza, y los monteros. Constanza dijo a
Rodrigo, “¿Dónde andabas, Rodrigo? ¿Cómo
te has atrevido a ausentarte, sin decir nada?” Rodrigo le dijo, “Perdóneme mi señora si he faltado a mis
obligaciones. Yo estaba ocupado en servirla.” Constanza dijo, “No comprendo cómo puede servirme estando
lejos del castillo.” Rodrigo dijo, “Mi
señora, estuve averiguando acerca de la corza blanca. ¡Existe! No solo Esteban
la ha visto, también lo han hecho otros pastores. Y he decidido darle caza, y
ofrecérsela a usted, mi señora, viva o muerta la traeré.” Constanza le
dijo, “¡Bah! Déjate de cacerías de corzas
blancas. Al parecer, al Diablo le ha dado por tentar a los simples. Olvídate
de esas tonterías, o toda la comarca se reirá de ti, como del pobre Esteban.” Rodrigo
le dijo, “Señora, le aseguro que de mi
nadie se reirá, porque el úso de ese privilegio, solo lo tolero de usted.”
Rodrigo apenas podía contener la cólera que las miradas burlonas de los
presentes le producían. Constanza le dijo, “¿Y
qué vas a hacer si la encuentras, y cuando te dispongas a dispararle, te saluda
con palabras como las que dedicó a Esteban?” Todos rieron. “¡Ja, Ja!” Constanza dijo, “O se burla de ti, y al escuchar sus
carcajadas, se te cae la ballesta, y antes de reponerte del susto, la cosa
desaparece más rápido que un relámpago.” Rodrigo dijo, “Eso no sucederá, señora. Aunque me hiciese más monerías que un juglar,
no se iría sin un arpón en el cuerpo.” Dionisio se acercó, y le dijo, “Mira Rodrigo, si te encuentras con esa corza
blanca, que no dudo que sea el mismísimo Demonio, yo te aconsejo rezar en lugar
de dispararle. ¡Ja, Ja, Ja!” Constanza dejo escapar una carcajada, “¡Ja, Ja, Ja!” Dionisio dijo, “En todo caso, te aconsejaría no salir del
castillo. Creo que el sol de ayer te hizo mal, y lo bruto de Esteban te
contagió. ¡Ja, Ja, Ja!” Constanza tambien rio, “¡Ja, Ja, Ja!” No tardó en saberse en todo el castillo, lo que
pretendía Rodrigo. Los hombres comenzaron a hacerle burla, y uno de ellos le
dijo, “¿Cuándo vas a ir por la corza? Te
cuidado, dicen que es muy risueña.” Entonces Rodrigo dijo, “El que debe tener cuidado eres tú, si te
atreves a seguir burlándote.” Durante todo el día, Rodrigo tuvo que
soportar veladas bromas y burlas. Recostado en su habitación, Rodrigo prensaba,
“Y si Esteban y esos pastores
mintieron…el resto de mi vida seré la risión de todos. Y, más aún, si saben que
fui en busca de la corza. Ya es tarde para retroceder. Mayor mal del que me ha
sucedido, no puede pasarme. No voy a flaquear ahora. Si logro capturar a la corza,
¡Como voy a saborear mi triunfo! Ésta noche iré tras ella. ¡Hay de los que se
han burlado, si mañana vuelvo con ella!” Rodrigo no dudó más, y se dispuso
a marchar. Rodrigo se sentó en su cama y tomando su ballesta, dijo, “Imagino la cara
de mi señora Constanza, cuando le presenté el animal. Veremos si se atreve a
reírse de mí, otra vez.” Cuando Rodrigo llegó al lugar donde debía aguardar
a las corzas, la Luna comenzaba a remontarse por detrás de los cercanos montes.
Rodrigo pensó, “Éste es un buen lugar
para esperar. Todos coincidieron en que aquí las vieron.” Con el oído
atento al más leve rumor, permaneció largo tiempo. Rodrigo se recostó en el
tronco de un árbol, y tomando su ballesta, pensó, “Qué calma tan impresionante. Parece como si nada tuviera habido
alrededor.” Poco a poco, una pesada somnolencia empezó a forjarse en él.
Rodrigo pensó, “No me debo dormir. Tengo
que permanecer alerta…” Pero a pesar suyo, sus ojos se cerraron, la
ballesta escapó de sus manos, y cayó en un profundo sueño. Llevaban unas dos
horas de gozar de un sueño apacible como nunca antes en su vida, cuando de
pronto, se escucharon risas y cantos, “¡Lararara!”
“¡Ja, Ja, Ja!” Rodrigo despertó, y
pensó, “Lo soñé, o realmente eran voces,
y risas. Ahora todo está en profundo silencio…debo haberlo imaginado…” Dominado
por la languidez que lo embargaba, se acomodó para volver a dormir. Rodrigo
pensó, “No hay duda que todo lo que contó
Esteban me impresionó, y ahora influye en mi sueño.” Iba a cerrar los ojos,
cuando escuchó unas voces, “¡Reina de las
ondinas! ¡Sigue nuestros pasos! ¡Ven a mecerte en las ramas de los sauces! ¡Ven
a gozar de la noche que es el día de los espíritus…!” Rodrigo se puso de
pie, y pensó, “Son voces, esto ya no es
un sueño…¿Serán las corzas?” Con gran precaución, Rodrigo apartó las ramas
y pensó, “¡La corza blanca! ¡Que animal
tan increíblemente bello!” Por un instante la visión turbó sus sentidos. Pero
cuando pasó la momentánea alucinación, Rodrigo pensó, “La verdad es que me estoy volviendo tan bruto, como Esteban. Veo pasar
a la corza que tanto deseo cazar, y me quedo tieso.” Sobre el asombro,
había triunfado su vena de cazador, y decidido, partió tras su presa. Rodrigo
pensó, “Ya veremos si mañana se ríen de
mí en el castillo.” Arrastrándose como una culebra, Rodrigo se acercó al
río, y, de repente, Rodrigo miró a unas mujeres bañándose en el rio, y pensó, “¿Qué significa esto? ¿Estaré soñando
todavía?” Era casi imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, abarcar
con la mirada el cuadro que formaban aquellas víctimas mujeres. La mirada del
atónico escudero iba de un lado a otro, y de pronto, Rodrigo miró a una hermosa
mujer, y pensó, “Debo estar loco, o bajo
un encantamiento. En esa joven veo a Constanza. ¡No puede ser!” La mujer
que se parecía a Constanza, siguió hablándole a las mujeres que estaban en el
rio, “Silfos invisibles, dejen el cáliz
de los lirios, y vengan en sus carros de nácar. Larvas de la fuente, caigan
sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.” Constanza comenzó a cantar, “♫ Vengan espíritus de la noche. ♪ Vengan
que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas. ♫ Vengan que
quienes los aman, los esperan impacientes. ♪” Rodrigo atónito pensó, “Es ella, y la estoy viendo como tantas
veces la soñé. Su cuerpo de alabastro, de formas maravillosas…” Rodrigo Había
permanecido inmóvil como una estatua, pero de pronto, como si deseara romper el
encanto que fascinaba sus sentidos, apartó las ramas, y se mostró a la vista. A
continuación, se escucharon exclamaciones tales como, “¡Oooohhh!” “¡Aaayyy!” El encanto se rompió, desvaneciéndose todo
como humo. Rodrigo exclamó, “Han
desaparecido, solo veo corzas huyendo.” Rodrigo seguía viendo a la corza y
dijo, “Ya me parecía que todo esto no
eran más que fantasmagorías del Diablo, que gusta de burlarse de la gente.”
La corza desesperada, trata de librarse de las ramas que le impiden huir.
Rodrigo apuntó con su ballesta, y dijo, “Esta
vez ha andado un poco torpe, dejándome la mejor presa. ¡Esta corza no se me escapa!”
En el instante que iba a disparar, con su ballesta, la corza habló, y dijo, “Rodrigo Garcés, ¿Qué haces?” Rodrigo se
detuvo, y exclamó, “La voz de Constanza…¡Es
ella!” La corza aprovechó el estupor del escuder, para acabar de
desenredarse y huir. Mientras huía, la corza dejo escapar una carcajada humana,
“¡Ja, Ja, Ja!” Rodrigo exclamó, “¡Condenado engendro del Demonio! ¡Te
apresuraste a cantar victoria! ¡Que pronto te has creído fuera de mi alcance!” Furioso
levantó su ballesta y al ver que la saeta daba en el blanco corrió hacia la
presa. De forma inesperada, Rodrigo exclamó, “¡Noooo! ¡Constanzaaa! ¡Era verdad! La corza blanca era Constanza y yo…yo
le he quitado la vida, y…” Rodrigo no pudo decir más, y cayó junto a su
amada, expirando en el mismo lugar que ella.
Tomado
de, Joyas de la Literatura. Año X,
No. 198. Marzo 15 de 1993. Guión: Herwigd Comte. Adaptación: Emmanuel Hass.
Segunda Adaptación: José Escobar.