Como obedeciendo a la ley biológica universal que implica la fatiga
después de esfuerzo violento, así parece que la España del siglo XVIII se
resiente de la plétora y del dinamismo de los dos siglos anteriores. Su
originalidad y su influencia se anemian; y esta decadencia se convierte en
tributaria intelectual del país que después de haberse nutrido del pensamiento
y del arte español hace rebotar sobre España, lo mismo que sobre el resto de
Europa, su poderío creciente y su cultura.
El siglo XVI había sido el de la acción. El siglo
XVIII es el del pensamiento, el de la formación del espíritu filosófico. Todo concurre para que sea Francia el portaestandarte
de los nuevos ideales. Una serie de grandes estadistas, Richelieu, Mazarino,
Luis XIV, han hecho de ese país, la encrucijada de Europa. A París afluye el pensamiento de todo el mundo,
y es Paris quien va a abrir violentamente las puertas de una nueva era,
desencadenando la Revolución más trascendental de los tiempos modernos.
Al
reformarse la cultura española del siglo XVII por su contacto con los modelos
extranjeros, el movimiento de reforma se orientó en el sentido dominante
entonces en el mundo, es decir, en el sentido neoclásico, cuyos principales y
más rígidos representantes eran los literatos y retóricos franceses: Corneille,
Racine, Moliere, Voltaire, etc.
El siglo XVIII francés trae, además, la literatura política, en su más amplio sentido social y popular.
Esta literatura se dedica a estudiar especialmente la vida de los pueblos, los sistemas
de gobierno, las instituciones, y aspira a que todo sea sometido a las
investigaciones de la razón. Tras de un
largo sometimiento a todo, la razón quiere discutirlo todo. Ya el siglo
XVII francés había proclamado por medio de sus grandes escritores el principio
renacentista de la soberanía de la razón. Ahora extrae nuevas conclusiones de
ese principio.
Los escritores, acuciados por afanes más directos, van a desviarse de los estudios psicológicos y de las pinturas de alma humana, así como de sus pasiones y sentimientos. Se engolfan en la crítica, cada vez más violenta y agresiva, de las instituciones y de las creencias religiosas. Pululan las teorías y los sistemas.
Los escritores, acuciados por afanes más directos, van a desviarse de los estudios psicológicos y de las pinturas de alma humana, así como de sus pasiones y sentimientos. Se engolfan en la crítica, cada vez más violenta y agresiva, de las instituciones y de las creencias religiosas. Pululan las teorías y los sistemas.
El siglo XVIII español es muy parco en grandes poetas. Y muy contados son
los que sobresalen entre los valores de una generación que reservó para la
prosa casi todas las cumbres literarias. Entre esos poetas hay que citar en
primer término a los dos Moratín, padre e hijo, don Nicolás y don Leandro.
El primero en el orden al tiempo, Nicolás
Fernández de Moratín (1737-1780), recorrió casi todos los géneros y compuso
obras excelentes entre las que sobresalen las de sabor popular y nacional como
su, Fiesta de Toros en Madrid, y el
canto épico a, Las Naves de Cortes.
La primera de esas composiciones, escrita en quintillas, está considerada como
la poesía más perfecta que se escribió en castellano en el siglo XVIII.
También son famosos algunos de sus romances y de sus letrilla, llenas de suavidad.
También son famosos algunos de sus romances y de sus letrilla, llenas de suavidad.
Menos fortuna tuvo como poeta dramático, aunque debe reconocerse que su
obra marca un fecha importante en la evolución de teatro español porque
representó la entronización de la
tendencia dramática francesa, intentando la imitación de esa tendencia después
del periodo de las traducciones.
Su Hormesinda, estrenada en 1770, fue la primera “tragedia regular” de la escena española, inspirada en los supuestos amores de Hormesinda, hermana de don Pelayo, y en la muerte de Munuza, caudillo musulmán.
La Lucrecia está tomada de la historia y Guzmán el Bueno, recoge el célebre episodio de la defensa de Tarifa. También compuso una comedia de costumbres: La Petimetra.
Su Hormesinda, estrenada en 1770, fue la primera “tragedia regular” de la escena española, inspirada en los supuestos amores de Hormesinda, hermana de don Pelayo, y en la muerte de Munuza, caudillo musulmán.
La Lucrecia está tomada de la historia y Guzmán el Bueno, recoge el célebre episodio de la defensa de Tarifa. También compuso una comedia de costumbres: La Petimetra.
Mucho mayores fueron os vuelos literarios de su hijo, Leandro Fernández de Moratín,
(1760-1828), que desde muy niño vivió en un medio saturado de letras y de arte.
A los siete años ya componía versos y a los dieciocho obtuvo un premio oficial
de la Academia Española. Éste éxito afianzó su vocación por la carrera
literaria, vocación que Moratón hacia compatible con la práctica de un oficio
puesto que, al quedar huérfano de padre, cuando contaba veinte años de edad,
trabajaba como oficial aventajado en un taller de joyería.
Desde muy joven había sentido gran afición por el teatro, el cual, tras
el auge y de la brillantez que había conocido en el siglo anterior, yacía en el
lastimoso estado en que el mismo, describió mas tarde en el discurso preliminar
de sus Comedias.
Protegida más adelante por el ilustre Melchor Gaspar de Jovellanos, que
lo distinguía con su amistad, Moratín pudo abandonar el taller de joyería y
marchar a París como secretario del conde de Cabalrrús, que, a la sazón, se
hallaba desempeñando una misión diplomática en la capital francesa . Cerca de
un año duro esta estancia en París de Moratín, de abril d 1787, a enero de
1788, y luego, protegido a su vez por Godoy, el omnipotente favorita de María
Luisa y de Carlos IV, pudo entregarse de lleno al cultivo de las letras. Un
primer resultado de estos trabajos fueron dos de sus comedias, El Viejo y la Niña, La Comedia Nueva o El Café, y la magnífica sátira literaria, La Derrota de los Pedantes.
Poco después emprendió Moratín un viaje de estudios por Europa, también
con el apoyo de Godoy, y volvió a Francia al producirse los primeros disturbios
de la Revolución que iba a llevar a la guillotina a Luis XVI y a María
Antonieta. Acababa de llegar a París, el tres de septiembre de 1792, cuando
advirtió un gran alboroto callejero, y al asomarse a la ventana del hotel, vio
;la cabeza de la princesa de Lamballe que, clavada en una pica, iba paseando en
triunfo una furiosa muchedumbre. Impresionado por el peligroso cariz que iba
tomando la Revolución, Moratín pidió inmediatamente pasaporte para Inglaterra y
marchó a Londres donde recogió curiosos apuntes de literatura y especialmente
de teatro. Producto de estos estudios fue, entre otros trabajos, su traducción
posterior de Hamlet.
De Londres pasó a Bélgica, Holanda, Alemania, Suiza, e Italia. En el
país del arte pasó una larga temporada recorriendo sus principales ciudades y
estudiando sus innumerables bellezas. En 1796 regresó a Madrid; obtuvo un
destino de “secretario en la
interpretación de lenguas,” y poco después fue nombrado, “Director de Teatros,” cargo creado por
el gobierno de Carlos IV, con el propósito de que se acometiera con autoridad
oficial un serio intento de regeneración del teatro español, caído en el
estragamiento y el extravío.
En enero 1803 estrenó la zarzuela El
Barón, convertida luego en comedia. Zarzuela
era el nombre que se daba a las obras mixtas de la declamación y de canto,
compuestas al estilo de los “vaudevilles” franceses. Y en mayo de 1804, se
estrenó la nueva comedia, La Mojigata.
El genio humano y la naturaleza satírica de Moratín, unidos a los celos
que despertaban entre la grey literaria sus brillantes éxitos, le habían
suscitado numerosos enemigos. En enero de 1806, dio a la escena, “El Sí de las Niñas,” considerada como
la mejor de sus comedias. El triunfo fue ruidoso, y este nuevo éxito enconó más
aún la enemistad de sus adversarios.
Mientras tanto, se iban precipitando en la península los históricos
acontecimientos que torcerían el curso de la existencia de Moratín, y llenarían
de sobresaltos y sinsabores el resto de sus días. Al ocurrir la trágica caída
de Manuel Godoy, Moratín, que había sido su amigo y protegido, sintió la
inseguridad de una situación que lo exponía a ser víctima de numerosas
represalias.
Tuvo que esconderse y, más tarde, figuró entre la clase de los “afrancesados,” es decir, que llevado de una inercia muy generalizada entre los funcionarios de su tiempo, a la entrada de los franceses permaneció en su empleo oficial, siendo uno de los muchos funcionarios españoles que colaboraron pasivamente con las nuevas autoridades, mientras el pueblo escribía la gloriosa gesta de la independencia. Llegó aceptar de José Bonaparte el nombramiento de “Bibliotecario mayor” y, al retirarse de España las fuerzas napoleónicas, tuvo que emigrar, enfermo y falto de recursos.
Tuvo que esconderse y, más tarde, figuró entre la clase de los “afrancesados,” es decir, que llevado de una inercia muy generalizada entre los funcionarios de su tiempo, a la entrada de los franceses permaneció en su empleo oficial, siendo uno de los muchos funcionarios españoles que colaboraron pasivamente con las nuevas autoridades, mientras el pueblo escribía la gloriosa gesta de la independencia. Llegó aceptar de José Bonaparte el nombramiento de “Bibliotecario mayor” y, al retirarse de España las fuerzas napoleónicas, tuvo que emigrar, enfermo y falto de recursos.
Pasó en Montpellier la primavera de 1818, trasladándose después a París
y, en 1820, a Bolonia, donde ya había residido durante su anterior viaje por
Europa. Una amnistía lo devolvió a España. Propúsose instalarse en Barcelona y
proseguir allí sus tareas de poeta dramático; pero al poco tiempo de
encontrarse en la ciudad condal, nuevas calamidades políticas, unidas a la
aparición de una terrible epidemia de fiebre amarilla, lo obligaron a volverse
a Francia, siendo esta su expatriación definitiva. Moratín acabo sus días en
Paris, donde lo sorprendió la muerte cuando corregía un gran trabajo histórico
sobre, Los Orígenes del Teatro Español.
Las cualidades esenciales de Moratín son la corrección
y el buen gusto, propios de su talento equilibrado y cultísimo. Es muy notable como pota lirico y como escritor
satírico; pero su labora mas considerable es la de género teatral. Además de
las comedias ya citadas, de la zarzuela, El Barón, y de la traducción de Hamlet, tradujo dos comedias de Molière:
La Escuela de los Maridos, y El Médico a Palos. Las sátiras de
Moratín influyeron poderosamente en las costumbres de su tiempo, y su labor
teatral introdujo la orientación moderna en la escena española.
La época de los dos Moratín abarca un cuadro de poetas de variadas
tendencias entre las que se incluyen dos viejas escuelas, tan ilustres en el
Siglo de Oro: la salamantina y la sevillana; pero de las cuales solo la primera
merece mencionarse. A esta fase de la escuela salamantina pertenece le obra
poética de Cadalso y de Jovellanos, de quienes trataremos principalmente como
prosistas, y del vate más popular y estimado entre sus contemporáneos., el
delicado Juan Meléndez y Valdés
(1754-1817). También fué éste “afrancesado”
y tuvo que retirarse a Francia cuando el pueblo español arrojó de sus lares a
los ejércitos napoleónicos; murió en Montpellier.
Como lirico, Meléndez Valdés reflejó el clasicismo del siglo XVI en sus
anacreónticas, églogas y odas. También compuso deliciosas letrillas, romances y
algunas composiciones de carácter filosófico como, La Gloria de las Artes, que es la mejor oda de su época.
Cienfuegos, Quintana y Gallego son, junto con Meléndez, los principales
poetas de la escuela salamantina en la segunda época del siglo XVIII. Los tres
preceden muy de cercas al Romanticismo, aunque distan de él por el carácter
neoclásico de su obra.
Nicasio Álvarez de Cienfuegos (1764-1809) se caracteriza por el arrebato de su lira, tan distinta de la pulsación
suave de Meléndez. Este arrebato lo hizo caer en la afectación. Varias de sus
composiciones reflejaron las tendencias filosóficas del enciclopedismo francés y,
por el sentimentalismo de algunas de sus poesías de la última época, La Escuela del Sepulcro; Paseo Solitario en Primavera; La Rosa del Desierto, se lo considera
como un inmediato precursor de los románticos.
Aunque la vida de Manuel José
Quintana (1772-1857) participa casi por igual de los dos siglos, del siglo
XVIII y del XIX, su modalidad artística pertenece al primero, tanto por sus
ideas, como por el carácter neoclásico de su obra, ya que el siglo XIX español
es esencialmente romántico.
Quintana fue la encarnación más perfecta del clasicismo español en su
decadencia. Nació en Madrid y cursó los estudios de segunda enseñanza en
Córdoba, de donde pasó a Salamanca terminando su carrera con Meléndez y Cienfuegos.
En Quintana cupieron dos figuras literarias, grandes ambas, el
historiados y el poeta. Como poeta es el maestro supremo de la oda patriótica y
filosófica y, en este aspecto, no conoce rival. Su musa es majestuosa, y ya
cante grandeza o llore amores, ya impreque o alabe, su frase siempre mantiene
el grado de perfección que lo consagra como el vate más inspirado de su tiempo.
Como historiador escribió sus, Vidas de
Españoles Célebres, colección de biografías considerada como obra clásica desde
su publicación, iniciada en 1806.
El apunte sobre la fisionomía moral de Quintana quedaría falseado si
faltaran en él los vigorosos trazos de su patriotismo y de su encendido sentimiento
liberal. Fueron España y la libertad las que inspiraron sus mejores cantos y lo
actos capitales de su existencia. Cuando, en 1808, los ejércitos de Napoleón
trataron de conquistar a España a sangre y fuego, Quintana se hallaban en su
plenitud de sus facultades y todas las consagró a defender la independencia de
su patria atropellada.
Sus versos inflamaron el ardor popular y, con un puñado de intelectuales, tan patriotas como viriles, excitó y mantuvo la resistencia. Su influencia en la marcha de aquellos acontecimientos fue enorme y muy directa. Escribió casi todos los manifiestos de las Juntas insurreccionales y la mayoría de los documentos de las primeras Cortes Constituyentes. Sus ideales liberales le acarrearon, a la venida de Fernando VII en 1814, la persecución y el destierro.
Sus versos inflamaron el ardor popular y, con un puñado de intelectuales, tan patriotas como viriles, excitó y mantuvo la resistencia. Su influencia en la marcha de aquellos acontecimientos fue enorme y muy directa. Escribió casi todos los manifiestos de las Juntas insurreccionales y la mayoría de los documentos de las primeras Cortes Constituyentes. Sus ideales liberales le acarrearon, a la venida de Fernando VII en 1814, la persecución y el destierro.
Padeció estrechísima prisión en la ciudadela de Pamplona durante seis
años, hasta 1820, y estuvo desterrado en Extremadura hasta 1828.
A lo largo de los años, ya anciano, conoció Quintana las reparaciones y
honores que tanto merecía. Desempeñó durante mucho tiempo el Ministerio de Instrucción
Pública, considerándoselo como legitima gloria nacional, y en 1855 las Cortes
del Reino se reunieron ex profeso en el Palacio del Senado para que la Reina
Isabel II colocara en las sienes del poeta a un laurel de oro.
Entre la sodas de Quintana, descuellan las tituladas: Al Combate de Trafalgar; A España Después de la Revolución de de
Marzo; Al Sueño; Al Mar; A Cienfuegos, Convidándole a Gozar del Campo; A la Invención de la Imprenta; Al Armamento de las Provincias Españolas
contra los Franceses.
También escribió dos tragedias: El
Duque de Viseo, imitación de otra compuesta en ingles por Mateo Lewis y en
la que ya se advierte un germen del drama romántico, y el Pelayo, de viriles acentos patrióticos.
Juan Nicasio Gallego (1777-1853) estuvo unido por gran amistad, primero con Meléndez, que lo
animó al cultivo de las letras, después con Cienfuegos y quintana, cuyas
opiniones liberales compartió. También sobresale en la nota patriótica.
Era natural de Zamora e hizo sus estudios en Salamanca, donde se ordenó
de sacerdote, pasando mas tarde a Madrid con el cargo de “Director de los Pajes
del Rey.” En la corte frecuentó, como otros muchos escritores, la tertulia literaria
de Quintana; pero no se dio a conocer como poeta hasta 1807 en que compuso su
oda, A la Defensa de Buenos Aires.
Más tarde, Gallego fue diputado en la cortes de Cádiz, perseguido por
sus ideas liberales y desterrado a Francia hasta 1828, en que ya pudo regresar
a la Península. En 1830 ingresó en la Academia Española y fue secretario
perpetuo de esta corporación.
Cuatro o cinco composiciones, las primeras que salieron de su poco
fecunda pluma, bastaron para granjearle el renombre duradero de que goza; la ya
citada oda, A la Defensa de Buenos Aires,
y las elegías: Al Dos de Mayo; Elegía a la Reina Isabel; A la Muerte de la Duquesa de Frías. También
escribió varios Sonetos purísimos de
forma y tradujo, Los Novios, de
Manzoni.
Además de Leandro Fernández de Moratín, el teatro español de este siglo
tuvo como autores de relieve a García de la Huerta y, sobre todo, a Ramón de la
Cruz.
Vicente García de la Huerta (1734-1787) cultivo la tragedia, sobresaliendo en su
obra Raquel, que obtuvo el mayor éxito teatral de su tiempo. Se singularizó con
su celo en defender las concepciones de la literatura clásica nacional frente a
la invasión de la literatura francesa. Noble empeño para el que, sin embargo,
le faltó acierto y prestigio literario.
En apoyo de su firme y dilatada campaña de nacionalismo dramático, García de la Huerta publicó con el título genérico de Teatro Español una serie de quince volúmenes, coleccionando obras del siglo XVII, pero faltos de plan al extremo de que en esas extensa colección no hay ninguna obra de Lope, de Tirso, ni de Luis de Alarcón, esto es, tres de las cumbres.
En apoyo de su firme y dilatada campaña de nacionalismo dramático, García de la Huerta publicó con el título genérico de Teatro Español una serie de quince volúmenes, coleccionando obras del siglo XVII, pero faltos de plan al extremo de que en esas extensa colección no hay ninguna obra de Lope, de Tirso, ni de Luis de Alarcón, esto es, tres de las cumbres.
Consideración muy especial merece entre los escritores del siglo XVIII
el madrileño don Ramón de la Cruz
(1731-1794), padre del sainete español. Empezó traduciendo o adaptando
tragedias y comedias extranjeras como el, Aecio
Triunfante de Roma, de Metastasio; La
Escocesa, de Voltaire; la Eugenia
de Beaumarchais; el Hamlet de Ducis,
adaptada a su vez por éste de Shakespeare; el Amor Médico, de Molière, etc.
Pero lo que dio verdadera fama a don Ramón de la Cruz fue el género que se puso
a cultivar en la segunda mitad de su carrera literaria, una multitud de
sainetes, obras breves, alegres, e ingeniosas, verdaderos cuadros populares de
aquel Madrid tan vivaz y pintoresco con sus majos, manolas, abates, castañeras,
petimetres, tonadilleras, lechuguinos, cantadores, pintados pintados en sus
medios naturales: botillerías, fandangos, ferias, fiestas típicas, etc. Éste
género ligero, gracioso, y riquísimo de ambiente, hizo escuela y ha llegado a
formar una parte muy robusta y original del teatro español.
El sainete es genero interesantísimo, tanto por su historia como por su
caracteres intrínsecos. Aunque conocido con el nombre de sainete desde el siglo
XVII, su abolengo literario resulta tan antiguo como ilustre. Es, como lo ha
definido Cotarelo, drama sin argumento reducido a un simple dialogo en que
predomina el elemento cómico. Elige sus personajes y sus ambientes entre las
clases más populares, adopta el estilo y el lenguaje correspondiente y así,
lleno de malicia y desenfado, satiriza alegremente los vicios y las ridiculeces
de su época.
Formas de sainete, brevedad, desenfado, agudeza, satírica, cuadros de costumbres,
fueron los mimos griegos tan encomiados por Platón; las atalanas del teatro latino; los autos
de Juan del Encina; las Farsas de Gil
Vigente; los pasos de Lope de Rueda,
y los entremeses de Cervantes.
Fue don Ramón de la Cruz un autor muy fecundo, pues escribió mas de
trescientos sainetes y unas cincuenta obras de de otros géneros entre comedias,
tragedias, y zarzuelas. Entre los sainetes se destacan los que pintan
costumbres típicas de la Corte: El Rastro
por la Mañana; El Prado por la Noche;
Los Bandos del Avapiés; los de
costumbres teatrales e intimidades de bastidores: El Teatro por Dentro; La
Comedia de Maravillas; El Sainete
Interrumpido; los que son parodia grotesca de obras trágicas: Manolo; Teresilla la de Pinto; El
Muñuelo.
Otros sainetes notables de este autor son: Las Castañeras Picadas; El
Fandango de Candil; La Petra y la
Juana o La Casa de Tócame Roque; El Careo
de los Majos; Las Tertulias de Madrid,
y muchos otros que, aparte sus meritos literarios presentan gran interés para
el estudio de la vida intima de España en el último tercio del siglo XVIII.
Los dos nombres que en el género de la fabula han pasado a la posteridad
son los de Samaniego e Iriarte.
Félix María de Samaniego (1745-1801), rico hidalgo rojiano, dedicó su existencia a las letras y
a propagar la instrucción entre las clases populares. Como escritor descuella
por sus Fabulas.
Samaniego, muy francés por el pensamiento, discípulo de La Fontaine en
cuanto al asunto de muchas de sus fabulas, es muy español en la ejecución, pues
su estilo se aparta del gran clásico francés y más bien se asemeja al Lope de
Vega de La Gatomaquia.
El otro de los fabulistas indicados, Tomás de Iriarte (1750-1791), era natural de, La Orotava, Canarias,
y se educó en Madrid. Empezó su carrera literaria traduciendo algunas comedias y
tragedias francesas. En 1771 fue nombrado traductor en la Secretaria de Estado
y en 1776, archivero del Consejo Supremo de Guerra. Puso en verso el, Arte Poética, de Horacio y escribió numerosos
folletos satíricos, Los Literatos de
Cuaresma; Donde las Dan, las Toman,
poemas y fabulas, genero éste que constituye a la verdadera prenda de su fama.
En 1786, Irarte fue acusado ante la Inquisición de haber compuesto varias sátiras contra la religión y de compartir las opiniones de los enciclopedistas franceses. Tuvo que adjurar de levi, es decir, sobre las sospechas reconocidas como leves, y someterse a una penitencia secreta. También compuso Iriarte tres bonitas comedias: La Señora Malcriada; El Señorito Mimado; El Don de Gentes. Pero fueron sus fábulas, como decimos, aquellas de sus obras que gozaron en todo tiempo de gran celebridad. Iriarte, espíritu equilibrado y culto, se empeñó en cultivar el arte docente, con exclusión e otro alguno.
En 1786, Irarte fue acusado ante la Inquisición de haber compuesto varias sátiras contra la religión y de compartir las opiniones de los enciclopedistas franceses. Tuvo que adjurar de levi, es decir, sobre las sospechas reconocidas como leves, y someterse a una penitencia secreta. También compuso Iriarte tres bonitas comedias: La Señora Malcriada; El Señorito Mimado; El Don de Gentes. Pero fueron sus fábulas, como decimos, aquellas de sus obras que gozaron en todo tiempo de gran celebridad. Iriarte, espíritu equilibrado y culto, se empeñó en cultivar el arte docente, con exclusión e otro alguno.
Escritor de carácter didáctico y de verdadero alcance enciclopédico fue
fray Benito Jerónimo Feijoó (1676-1764).
Nació en una aldea de Galicia, Casdemiro, provincia de Orense, y a los catorce
años ingresó a un monasterio de la orden de San Benito. Cursó estudio en
Salamanca y pasó luego al profesorado, que ejerció durante cuarenta años, y sus
Cartas Eruditas y Curiosas, que
continúan y complementan el Teatro
Crítico, consagran la magnitud y variedad de sus conocimientos, su erudición
vasta y profunda en casi todos los ramos del saber.
Fue un sabio, gran difusor de la cultura, que trató de poner la ciencia española en contacto con la extranjera y d extirpar ciertas supersticiones. No fue propiamente un gran hablista. El lenguaje de Feijoó suele ser desaliñado; pero su amor a la ciencia y las cualidades excelsas de su entendimiento critico lo colocan entre los primeros escritores de su época.
Fue un sabio, gran difusor de la cultura, que trató de poner la ciencia española en contacto con la extranjera y d extirpar ciertas supersticiones. No fue propiamente un gran hablista. El lenguaje de Feijoó suele ser desaliñado; pero su amor a la ciencia y las cualidades excelsas de su entendimiento critico lo colocan entre los primeros escritores de su época.
Entre los escritores políticos se distingue el Conde de Campomanes (1723-1802), que desempeño altos cargos de
gobierno durante el reinado de Carlos III, y cuyos escritos sobre economía y educación
alcanzaron gran notoriedad. También descolló en los estudios históricos: Disertaciones Sobre el Orden y Caballería de
los Templarios.
La novela, casi inexistente en este siglo, tiene sin embargo un buen representante
en Fray Gerundio de Campazas, narración satírica del padre jesuita José Francisco de Isla (1703-1781). Fray Gerundio, obra a la que se ha
llamado, “el Quijote de los malos
predicadores,” alcanzó gran popularidad y controversias. Fue, además, el
padre Isla el que introdujo en España el célebre, Gil Blas de Santillana, de Lesage.
La obra en prosa del coronel José
Cadalso (1741-1782), muerto por un casco de granada en el bloqueo de Gibraltar, tiene marcado
sabor critico. Los Eruditos a la Violeta,
es una admirable sátira donde expone un “curso
completo de todas las ciencias, dividido en siete lecciones para los siete días
de la semana” y dedicado “a los que
pretenden saber mucho estudiando poco.”
Cerraremos el ciclo con don Melchor Gaspar de Jovellanos (1744-1811), cuya
pluma recorrió con gran talento y elegancia la pedagogía, la historia, el
derecho, la filología y otras materias. Fue polígrafo eminente y el mejor
prosista de su tiempo. Ocupo altos cargo políticos y sufrió persecuciones por
su espíritu patriótico y liberal. Además de figurar entre los mejores poetas liricos
del siglo XVIII, dio al teatro la comedia El
Delincuente Honrado, y la tragedia Pelayo,
compuesta en romance encadesílabo. Entre las obras en prosa de Jovellanos
descuella su Informe Sobre la Ley Agraria,
monumento d la literatura política.