Club de Pensadores Universales

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domingo, 11 de septiembre de 2022

El Castillo de Otranto, de Horace Walpole

     Horatio Walpole, cuarto conde de Orford nació el 24 de septiembre de 1717, y murió el 2 de marzo de 1797, a la edad de 80 años. Mejor conocido como Horace Walpole, fue un escritor, historiador del arte, hombre de letras, anticuario, y político liberal inglés.

     Walpole hizo construir, Strawberry Hill House, en Twickenham, al suroeste de Londres, reviviendo el estilo gótico algunas décadas antes que sus sucesores victorianos. Su reputación literaria se basa en la primera novela gótica, El Castillo de Otranto (1764), y sus Cartas, que son de gran interés social y político. Las, Cartas, han sido publicadas por, Yale University Press, en 48 volúmenes. En 2017, se publicó un volumen de las cartas seleccionadas de Walpole.

     Siendo el hijo menor del primer ministro británico, Sir Robert Walpole, primer conde de Orford, Horace Walpole llegó a ser el cuarto y último conde de Orford, tras la muerte de su sobrino, en 1791. La baronía de Horace Walpole, descendió a su primo hermano una vez eliminado del mismo nombre, por el barón Walpole de Wolterton. Más tarde, Horatio Walpole, el joven, fue nombrado nuevo conde de Orford.

Primeros Años 1717-1397

     Walpole nació en Londres, siendo el hijo menor del primer ministro británico, Sir Robert Walpole, y su esposa Catherine. Al igual que su padre, recibió educación temprana en Bexley; en parte bajo Edward Weston. También fue educado en, Eton College, y King's College, Cambridge University.

     Los primeros amigos de Walpole fueron probablemente sus primos Francis y Henry Conway, a quienes se unió mucho, especialmente a Henry. En Eton, formó una confederación de escolares, el "Triunvirato", con Charles Lyttelton, más tarde anticuario y obispo, y George Montagu, más tarde miembro del parlamento y secretario privado de Lord North. Más importante fue otro grupo de amigos denominado, "La Cuádruple Alianza": Walpole, Thomas Gray, Richard West, y Thomas Ashton.

     En la Universidad de Cambridge, Walpole estuvo bajo la influencia de, Conyers Middleton, un teólogo poco ortodoxo. Walpole llegó a aceptar la naturaleza escéptica de la actitud de Middleton hacia algunas doctrinas cristianas esenciales para el resto de su vida, incluido el odio a la superstición, y la intolerancia, a pesar de que era un anglicano nominal. Al dejar de residir en Cambridge a fines de 1738, Walpole se fue sin obtener un título.

      En 1737 murió la madre de Walpole. Según un biógrafo, su amor por su madre, "fue la emoción más poderosa de toda su vida ... toda su historia psicológica estuvo dominada por ella". Walpole no tuvo relaciones serias con mujeres; se le ha llamado, "un célibe natural". Su orientación sexual ha sido objeto de especulaciones. Nunca se casó, participó en una sucesión de coqueteos no consumados con mujeres que no se casaban, y contó entre sus amigos cercanos a varias mujeres, tales como Anne Seymour Damer, y Mary Berry, nombradas por varias fuentes como lesbianas. Muchos contemporáneos lo describieron como afeminado, un oponente político lo llamó, "un caballo hermafrodita".
     Biógrafos como Timothy Mowl exploran su posible homosexualidad, incluida una historia de amor apasionada. pero finalmente infeliz con el noveno conde de Lincoln. Sin embargo, algunos biógrafos anteriores, como Lewis, Fothergill, y Robert Wyndham Ketton-Cremer, han interpretado a Walpole como asexual. El padre de Walpole le aseguró tres sinecuras que le proporcionaron ingresos: en 1737 fue nombrado Inspector de Importaciones y Exportaciones en la Aduana, a la que renunció para convertirse en Ujier del Tesoro, lo que le dio al principio 3900 libras esterlinas por año, pero esto incrementado a lo largo de los años.
     Al llegar a la mayoría de edad, se convirtió en Contralor de los Registros Financieros y Secretario de Estreats, o Notarias, lo que le proporcionó un ingreso de 300 libras esterlinas al año. Walpole decidió irse de viaje con Thomas Gray, y escribió un testamento en el que le dejaba a Gray todas sus pertenencias. En 1744, escribió en una carta a Conway que estas oficinas le proporcionaban casi 2.000 libras esterlinas al año; después de 1745, cuando fue nombrado Administrador de Aduanas, sus ingresos totales por estos cargos fueron de alrededor de 3.400 libras esterlinas al año.

Gran Viaje 1739-1741

     Walpole hizo el Gran Viaje con Thomas Gray, pero como Walpole recordó en su vida posterior: "No habíamos llegado a Calais antes de que Gray estuviera insatisfecho, porque yo era un niño, y él, aunque infinitamente más hombre, no era lo suficientemente grande como para hacer concesiones". Salieron de Dover el 29 de marzo, y llegaron a Calais ese mismo día. Luego viajaron por Boulogne, Amiens, y Saint-Denis, llegando a París el 4 de abril. Aquí conocieron a muchos ingleses aristócratas. A principios de junio, partieron de París hacia Reims, luego en septiembre fueron a Dijon, Lyon, Dauphiné, Savoy, Aix-les-Bains, Ginebra, y luego regresaron a Lyon.

     En octubre partieron hacia Italia, llegando a Turín en noviembre, pasando luego a Génova, Piacenza, Parma, Reggio, Módena, Bolonia, y en diciembre llegando a Florencia. Aquí entabló amistad con Horace Mann, asistente del ministro británico en la Corte de Toscana. En Florencia también escribió la, Epístola de Florencia a Thomas Ashton, Esq., Tutor del Conde de Plymouth, una mezcla de historia de los liberales o Whigs, y las enseñanzas de Middleton. En febrero de 1740, Walpole y Gray partieron hacia Roma, con la intención de presenciar el cónclave papal, tras la muerte del Papa Clemente XII, que nunca vieron. Walpole quería asistir a fiestas de moda, y Gray quería visitar todas las antigüedades. En ocasiones sociales en Roma, Walpole vio al viejo pretendiente, James Francis Edward Stuart, y sus dos hijos, Charles Edward Stuart y Henry Stuart, aunque no hay constancia de que conversáran.

     Walpole y Gray regresaron a Florencia en julio. Sin embargo, a Gray no le gustaba la ociosidad de Florencia, en comparación con las actividades educativas en Roma, y ​​creció una animadversión entre ellos, lo que finalmente llevó al final de su amistad. En su camino de regreso a Inglaterra, tuvieron una furiosa discusión, aunque se desconoce de qué se trató. Gray fue a Venecia, dejando a Walpole en Reggio. En su vida posterior, Walpole admitió que la culpa era principalmente de él mismo:

     Yo era demasiado joven, demasiado aficionado a mis propias diversiones, es más, no lo dudo, demasiado intoxicado por la indulgencia, la vanidad y la insolencia de mi situación, como hijo del Primer Ministro, para no haber estado desatento e insensible a los sentimientos. de uno, pensé, debajo de mí; de uno, me ruborízo ​​al decirlo, que sabía que me estaba agradecido; de uno a quien la presunción y la locura tal vez me hicieron no considerar mi superior entonces en parte, aunque desde entonces he sentido mi infinita inferioridad hacia él.

— Ketton-Cremer 1964, pág. 71

     Walpole luego visitó Venecia, Génova, Antibes, Toulon, Marsella, Aix, Montpellier, Toulouse, Orleans y París. Regresó a Inglaterra el 12 de septiembre de 1741, llegando a Londres el 14.

Carrera Parlamentaria Temprana 1741-1754

     En las elecciones generales de 1741, Walpole fue elegido miembro Liberal del parlamento por el podrido distrito de Callington, Cornualles. Ocupó este puesto durante trece años, aunque nunca visitó Callington. Walpole ingresó al Parlamento poco antes de la caída del poder de su padre: en diciembre de 1741, la Oposición obtuvo su primer voto mayoritario en la Cámara de los Comunes en veinte años. En enero de 1742, el gobierno de Walpole todavía estaba luchando en el Parlamento, aunque a finales de mes, Horace y otros miembros de la familia, habían instado con éxito al primer ministro a dimitir tras una derrota parlamentaria. La filosofía de Walpole reflejaba la de Edmund Burke, quien fue su contemporáneo. Fue un liberal clásico en temas como el abolicionismo, y las agitaciones de los colonos estadounidenses.

     Walpole pronunció su discurso inaugural el 19 de marzo en contra de la moción exitosa de que se estableciera un Comité Secreto para investigar los últimos diez años de Sir Robert Walpole como Primer Ministro. Durante los siguientes tres años, Walpole pasó la mayor parte de su tiempo con su padre, en su casa de campo Houghton Hall en Norfolk. Su padre murió en 1745, y dejó a Walpole el resto del contrato de arrendamiento de su casa, en Arlington Street, Londres; 5.000 libras esterlinas en efectivo; y la oficina de Recaudador de Aduanas, con un valor de £ 1,000 por año. Sin embargo, había muerto endeudado, cuya deuda total oscilaba entre 40.000 y 50.000 libras esterlinas.

    A fines de 1745, Walpole y Gray reanudaron su amistad. También ese año comenzó el Alzamiento jacobita. La posición de Walpole fue fruto del apoyo de su padre a la dinastía Hannoveriana, y sabía que estaba en peligro, diciendo:

"Ahora viene el hijo del Pretendiente, y promete todos sus cómodos apartamentos en el Tesoro Público y la Aduana a un desolado par irlandés, que elige sacar su orgullo y pobreza de una gran galería vieja y sin amueblar, en St. Germain's. ¿Por qué Sr. Montagu? ¡Esto no es agradable! Me desagradará maravillosamente ser un sufriente leal con un abrigo raído, y tiritar en una antecámara en Hannover, o reducido a enseñar latín e inglés a los jóvenes príncipes en Copenhague".

Strawberry Hill

     La creación arquitectónica perdurable de Walpole es, Strawberry Hill, la casa que construyó a partir de 1749, en Twickenham, al suroeste de Londres, que en ese momento dominaba el Támesis. Aquí revivió el estilo gótico muchas décadas antes que sus sucesores victorianos. Este fantástico brebaje neogótico, inició una nueva tendencia arquitectónica.

Carrera Parlamentaria Posterior 1754-1768

     En la Cámara de los Comunes, Walpole representó uno de los muchos distritos podridos, Castle Rising, que consistía en dominios absolutos subyacentes en cuatro pueblos, cerca de Kings Lynn, Norfolk, desde 1754 hasta 1757. En su casa, colgó una copia de la orden de ejecución, del rey Carlos I con la inscripción, "Major Charta," y escribió sobre, "el menos malo de todos los asesinatos, el de un rey". En 1756 escribió:

     Me doy cuenta de que por la prostitución del patriotismo, por el arte de los ministros, que han tenido la pretensión de exaltar la apariencia, mientras deprimían la realidad de la realeza, y por la inclinación de la educación de la joven nobleza, que raya en las máximas francesas y a un espíritu militar, más bien, por el ascenso que la propia nobleza adquiere cada día en este país, por todas estas reflexiones, me doy cuenta de que la prerrogativa y el poder se han fortalecido sobremanera en los últimos tiempos dentro del círculo del palacio; y aunque los ministros fluctuantes por turnos ejercen el depósito, sin embargo ahí está; y cada vez que un príncipe de diseño y espíritu se siente en la silla real, encontrará un banco, un tesoro de poder, que puede desperdiciar de la manera más fatal en contra de esta constitución. [Soy] un republicano tranquilo, al que no le disgusta ver la sombra de la monarquía, como el fantasma de Banquo, llenar la silla vacía del estado, que el ambicioso, el asesino, el tirano, no pueden aspirar a ella; en fin, quien aprueba el nombre de un Rey, cuando excluye la esencia.

— Ketton-Cremer 1964, pág. 127

     A Walpole le preocupaba que mientras sus compañeros liberales luchaban entre ellos, los conservadores estaban ganando poder, cuyo resultado sería una Inglaterra entregada a una monarquía absoluta e ilimitada, "esa autoridad, ese torrente que en vano extendería un débil brazo para detener".

     En 1757 Walpole escribió el panfleto anónimo, Una Carta de Xo Ho, un Filósofo Chino en Londres, a su amigo Lien Chi en Pekín, la primera de sus obras en ser ampliamente reseñada.

     A principios de 1757, el viejo Horace Walpole de Wolterton murió y su hijo, que entonces era diputado por King's Lynn, lo sucedió en la nobleza, creando así una vacante. Los electores de King's Lynn, la ciudad portuaria al norte de Nortfolk, no querían ser representados por un extraño y, en cambio, querían a alguien con una conexión con la familia Walpole. Por lo tanto, el nuevo Lord Walpole le escribió a su primo pidiéndole que se presentara para el puesto, diciendo que sus amigos, "opinaron unánimemente que usted era la única persona que, debido a su afinidad cercana con mi abuelo, cuyo nombre todavía es objeto de la mayor veneración, y sus propias habilidades y calificaciones personales conocidas, podrían cubrir la brecha en esta ocasión y evitar la oposición y el gasto y tal vez la desgracia de la familia". A principios de 1757, Walpole estaba fuera del Parlamento después de dejar vacante Castle Rising hasta su elección ese año para King's Lynn, un escaño que ocuparía hasta su retiro de los Comunes en 1768.

     Walpole se convirtió en un destacado oponente de la decisión de 1757 de ejecutar al almirante Byng.

Vida Posterior 1768-1788

     Sin un escaño en el Parlamento, Walpole reconoció sus limitaciones en cuanto a la influencia política.

     Escribió a Mann criticando las actividades de la Compañía de las Indias Orientales el 13 de julio de 1773:

¿Qué es Inglaterra ahora? – ¡Un sumidero de riqueza india, lleno de nababs y vaciado por Maccaronis! ¡Un senado vendido y despreciado! ¡Un país invadido por las carreras de caballos! Una nación de juegos, robos, disputas, insultos sin principios, genio, carácter o aliados.

— Walpole 1844, pág. 339, Carson 2012, págs. 18–33

      Se opuso a las recientes medidas acomodaticias católicas, escribiendo a Mann en 1784: "Sabes que siempre he sido contrario a la tolerancia de una religión intolerante". Escribió al mismo corresponsal en 1785 que, "ya que hay continuamente alusiones a discursos y eventos parlamentarios, a menudo son oscuros para mí hasta que los tengo exlicados; y además, no conozco a varios de los héroes satirizados, ni siquiera de vista". Sus simpatías políticas estaban con liberales seguidores del político Charles James Fox, los sucesores de los liberales de Rockingham, quienes a su vez eran los sucesores del Partido Liberal revivido por el padre de Walpole. Escribió a William Mason exponiendo su filosofía política:

     Durante cuarenta y cinco años he actuado según los principios de la constitución tal como fue establecida en la Revolución, la mejor forma de gobierno que conozco en el mundo, y que nos hizo un pueblo libre, un pueblo rico y un pueblo victorioso, difundiendo la libertad, protegiendo la propiedad privada, y fomentando el comercio; y por la combinación de todos, empoderándonos para resistir la ambición de la Casa de Borbón, y ponernos a la altura de ese formidable vecino. El estrecho plan de la realeza, que con tanta frecuencia había preferido el engrandecimiento de la Corona a la dignidad de presidir un gran y poderoso reino libre, echó por la borda una fuente predominante de nuestra potencia, al aspirar a esclavizar a América, y ahora compensaría ese error garrafal, y su consecuencia al asumir un tono despótico en casa. Se ha encontrado una herramienta en el hijo ligero y juvenil del gran ministro que llevó nuestra gloria a su más alto grado, pero nunca tendrá la aprobación insignificante de un hijo viejo y desgastado de otro ministro, que aunque menos brillante, mantuvo este país en el disfrute de los veinte años más felices que jamás disfrutó Inglaterra.

— Langford 2011

Últimos Años 1788-1797

     Walpole estaba horrorizado por la Revolución Francesa, y elogió Reflections on the Revolution in France de Edmund Burke: "Cada página muestra cuán sinceramente es él en serio, un mérito maravilloso en un panfleto político. Todos los demás escritores del partido actúan con celo por el público, pero nunca sus escritos parece brotar del corazón". Admiró el pasaje morado del libro sobre María Antonieta: "Sé que la diatriba sobre la reina de Francia está condenada y, sin embargo, debo confesar que la admiro mucho. La pinta exactamente como se me apareció la primera vez que la vi cuando Delfín. Ella... atravesó la habitación como un ser aéreo, todo brillo y gracia y sin parecer tocar la tierra".   

     Después de enterarse de la ejecución del rey Luis XVI, le escribió a Lady Ossory, el 29 de enero de 1793:

     En verdad, señora, escribo de mala gana; no queda una palabra en mi diccionario que pueda expresar lo que siento. Salvajes, bárbaros, etc., eran términos para los indios pobres e ignorantes, los negros y las hienas, o, con algunos epítetos superlativos, para los españoles en Perú y México, para los inquisidores o para los entusiastas de todas las razas en las guerras religiosas. Al ilustrado siglo XVIII, le tocó desconcertar el lenguaje, e inventar horrores que no se encuentran en ningún vocabulario. ¿Qué lengua podría estar preparada para pintar una Nación que debería confesar el Ateísmo, profesar el Asesinato, y practicar Masacres sobre Masacres, durante cuatro años seguidos: y que, como si hubieran destruido a Dios así como a su Rey, y establecido la Incredulidad por ley, no dan ningun síntomas de arrepentimiento! Estos Monstruos hablan de establecer una Constitución, puede ser breve, y expresada en una Ley, "Revertirás todos los Preceptos de Moralidad y Justicia, y harás todo el Mal que puedas a toda la Humanidad".

— Ketton-Cremer 1964, págs. 305–306   

     Walpole no quedó impresionado con la respuesta de Burke al libro de Thomas Paine, Derechos del Hombre, que escribió que era, "tan tosco que uno pensaría que pretende degradar el lenguaje tanto como el gobierno".

     Su padre fue nombrado conde de Orford, en 1742. El hermano mayor de Horace, el segundo conde de Orford (c. 1701-1751), pasó el título a su hijo, el tercer conde de Orford (1730-1791). Cuando el tercer conde murió soltero, Horace Walpole se convirtió, a la edad de 74 años, en el cuarto conde de Orford, y el título murió con él en 1797. La gran cantidad de correspondencia que dejó, se ha publicado en muchos volúmenes, a partir de 1798. Asimismo, inmediatamente después de su muerte, se publicó una gran colección de sus obras, incluidos escritos históricos.

    Horace Walpole fue enterrado en el mismo lugar que su padre, Sir Robert Walpole, en la Iglesia de San Martín en Tours en la finca Houghton Hall.

Rumores de Paternidad

    Después de la muerte de Walpole, Lady Louisa Stuart, en la introducción a las cartas de su abuela, Lady Mary Wortley Montagu (1837), escribió sobre los rumores de que el padre biológico de Horace no era Sir Robert Walpole, sino Carr Lord Hervey (1691-1723), anciano medio hermano del más famoso John Hervey.

     Terence Hansbury White, escribe: "Catherine Shorter, la primera esposa de Sir Robert Walpole, tuvo cinco hijos. Cuatro de ellos nacieron en secuencia después del matrimonio; el quinto, Horace, nació once años después, en un momento en que se sabía que era en malos términos con Sir Robert, y conocido por estar en términos románticos con Carr, Lord Hervey". La falta de parecido físico entre Horace y Sir Robert, y su gran parecido con los miembros de la familia Hervey, alentaron estos rumores. Peter Cunningham, en su introducción a las cartas de Horace Walpole (1857), vol. 1, pág. x, escribió:

     "[Lady Louisa Stuart] lo ha relatado de forma impresa en las Anécdotas Introductorias a las obras de Lady Mary; y hay demasiadas razones para creer que lo que cuenta es verdad. Horace nació once años después del nacimiento de cualquier otro niño que sir Robert halla tenido por su esposa; en todos los aspectos, era diferente a un Walpole, y en todos los aspectos, figura y formación mental, muy parecido a un Hervey. Lady Mary Wortley dividió a la humanidad en hombres, mujeres y Herveys, y la división ha sido generalmente aceptada. Walpole era ciertamente de la clase de Hervey. Las, ‘Memorias de Lord Hervey’, y las ‘Memorias de Horace Walpole’, son muy parecidas, pero Walpole nunca las vio. [Sin embargo] no tenemos evidencia alguna de que una sospecha de paternidad espuria alguna vez cruzó por la mente de Horace Walpole. Su escritos, desde la juventud hasta la edad, respiran el más afectuoso amor por su madre, y la más ilimitada consideración filial por Sir Robert Walpole".

Características Personales.

     La novelista Laetitia Matilda Hawkins, una contemporánea más joven que Walpole, escribió sobre él de la siguiente manera:

Su entrada en una habitación era con ese estilo de fingida delicadeza, que la moda había hecho casi natural, sujetadores chapeau entre las manos como si quisiera comprimirlo, o bajo el brazo; rodillas dobladas y pies de puntillas, como si tuviera miedo de un suelo mojado. Su vestido de ceremonia de verano, solía ser un traje lavanda, el chaleco bordado con un poco de plata, o de seda blanca trabajada en el tambor, medias de seda de perdiz, hebillas doradas, volantes y volantes de encaje. En el invierno usaba polvos...

Su aparición en la mesa del desayuno, fue proclamada y asistida por un perrito gordo y favorito, el legado de Madame du Deffand; el perro y la ardilla favorita, participaban de su desayuno. Generalmente cenaba a las cuatro... Su cena, cuando estaba en casa, consistía en pollo, faisán o cualquier comida ligera, de la que comía con moderación. No le gustaban los pasteles, por difíciles de digerir, aunque le gustaba probar un bocado de pastel de venado. El agua helada, entonces una aversión de Londres, era su bebida favorita. El aroma de la cena, se eliminaba con un incensario, o una olla de incienso. El vino que se bebió durante la cena. Después de su café, tomaría una pizca de rapé, y nada más esa noche.

     En su vejez, según G. G. Cunningham, "sufrió ataques de gota hereditaria, cuyo temperamento rígido, no logró eliminar".

Escritos

    Strawberry Hill tenía su propia imprenta, Strawberry Hill Press, que apoyó la intensa actividad literaria de Horace Walpole.

     En 1764, sin utilizar su propia prensa, publicó de forma anónima su novela gótica, El Castillo de Otranto, afirmando en su portada que era una traducción, "del italiano original de Onuphrio Muralto". El prefacio de la segunda edición, según James Watt, "a menudo se ha considerado como un manifiesto del romance gótico moderno, afirmando que su obra, ahora subtitulada 'Una Historia Gótica', buscaba restaurar las cualidades de la imaginación y la invención en la ficción contemporánea". Sin embargo, hay una alegría en los prefacios de ambas ediciones, y en la narración dentro del texto mismo.

     La novela comienza con el hijo de Manfredo, el Príncipe de Otranto, siendo aplastado bajo un enorme casco que aparece como resultado de causas sobrenaturales. Sin embargo, ese momento, junto con el resto de la trama que se desarrolla, incluye una mezcla de elementos sobrenaturales ridículos y sublimes. La trama finalmente revela cómo la familia de Manfredo está contaminada de una manera que sirvió de modelo para sucesivas tramas góticas.

     A partir de 1762, Walpole publicó sus, Anecdotas de Pinturas de Inglaterra, basadas en las notas manuscritas de George Vertue. Sus memorias de la escena política y social de Georgia, aunque muy sesgadas, son una fuente primaria útil para los historiadores.

     Smith, ha señalado que Walpole nunca hizo ningún trabajo por sus sinecuras gubernamentales bien pagadas, basado en las Cartas, y argumenta que:

    Walpole sirvió a su país, no mediante el trabajo penoso en Hacienda y Aduanas, que le pagaban, sino transmitiendo a la posteridad una visión incomparable de Inglaterra, tal como era en su época: Londres y Westminster con todas sus festividades y disturbios, las maquinaciones de políticos, y el tumulto de las elecciones.

     Las numerosas cartas de Walpole se utilizan a menudo como recurso histórico. En una, que data del 28 de enero de 1754, acuñó la palabra serendipia que, según dijo, se derivaba de un, "cuento de hadas tonto," que había leído, Los Tres Príncipes de Serendip. El epigrama citado a menudo, "Este mundo es una comedia para los que piensan, y una tragedia para los que sienten", es de una carta de Walpole a Anne, condesa de Upper Ossory, el 16 de agosto de 1776. La versión original más completa apareció en una carta a Sir Horace Mann, el 31 de diciembre de 1769: "A menudo he dicho, y más a menudo pienso, que este mundo es una comedia para los que piensan, una tragedia para los que sienten, una explicación de por qué Demócrito se rió, y Heráclito lloró."

     En, Dudas Históricas Sobre la Vida y el Reinado del Rey Ricardo III (1768), Walpole defendió a Ricardo III contra la creencia común de que asesinó a los príncipes en la Torre. En esto le han seguido otros escritores, como Josephine Tey, y Valerie Anand. Este trabajo, según Emile Legouis, muestra que Walpole era, "capaz de iniciativa crítica". Sin embargo, Walpole luego cambió de opinión después del Régimen del Terror, y declaró que Richard podría haber cometido los crímenes de los que fue acusado.

Obras

No Ficción

Carta de Xo Ho a su amigo Lien Chi en Pekín [1757]

Anécdotas de la Pintura en Inglaterra, (1762).

Catálogo de Grabadores, (1763).

• Sobre la Jardinería Moderna, (1780).

Descripción de la Villa del Sr. Horace Walpole, (1784).

Dudas Históricas sobre la Vida y el Reinado de Ricardo III, editado con una introducción de Philip Hammond. Gloucester. 1987 (1793).

Catálogo de Autores Reales y Nobiliarios.

Memorias de los Últimos Diez Años de Jorge II.

Memorias del Reinado de Jorge III.

Cartas de Horace Walpole, Conde de Orford, a Sir Horace Mann: Su... vol. 1. Filadelfia: Lea & Blanchard. 1844.

Cartas Seleccionadas, editado y presentado por Stephen Clarke. Nueva York: Everyman's Library, Alfred A. Knopf, 2017. Revisado por Margaret Drabble

Ficción

El Castillo de Otranto, (1764).

La Madre Misteriosa: Una Tragedia, (1768).

Cuentos Jeroglíficos, (1785).

Sociedad Walpole

     La Sociedad Walpole se formó en 1911, para promover el estudio de la historia del arte británico.

     Su sede se encuentra en el Departamento de Grabados y Dibujos del Museo Británico, y su director es, Simon Swynfen Jervis, FSA. (Wikipedia en Ingles).

     El Castillo de Otranto, es una novela de Horace Walpole. Publicada por primera vez en 1764, generalmente se la considera la primera novela gótica de la literatura. En la segunda edición, Walpole aplicó la palabra 'gótico' a la novela en el subtítulo: Una Historia Gótica. Ambientada en un castillo embrujado, la novela fusionó el medievalismo y el terror en un estilo que ha perdurado desde entonces. La estética del libro ha dado forma a los libros, las películas, el arte, la música y la subcultura gótica modernos.

    Walpole se inspiró para escribir la historia después de una pesadilla que tuvo en su casa de estilo neogótico, Strawberry Hill House, en el suroeste de Londres. La novela inició un género literario que se volvería extremadamente popular a finales del siglo XVIII y principios del XIX, con autores como Clara Reeve, Ann Radcliffe, William Thomas Beckford, Matthew Lewis, Mary Shelley, Bram Stoker, Edgar Allan Poe, Robert Louis Stevenson. y George du Maurier.

Historia

     El Castillo de Otranto, se escribió en 1764, durante el mandato de Horace Walpole como diputado de King's Lynn. Walpole estaba fascinado con la historia medieval, en 1749 construyó un falso, o réplica de castillo gótico, Strawberry Hill House.

     La edición inicial se titulaba íntegramente: El Castillo de Otranto, una historia. Traducido por William Marshal, Gent. Del italiano original de Onuphrio Muralto, canónigo de la iglesia de San Nicolás en Otranto. Esta primera edición, pretendía ser una traducción basada en un manuscrito escrito en Nápoles, en 1529, y redescubierto recientemente en la biblioteca de, "una antigua familia católica del norte de Inglaterra". Empleó un estilo arcaico de escritura, para reforzar este concepto.

     La historia del manuscrito italiano, se afirmaba, se derivaba de una historia aún más antigua, que se remontaba quizá a las Cruzadas. Este manuscrito italiano, junto con el presunto autor, "Onuphrio Muralto", fueron creaciones ficticias de Walpole, y "William Marshal," su seudónimo.

     En la segunda y posteriores ediciones, Walpole reconoció la autoría de la obra, escribiendo: "La manera favorable en que esta pequeña pieza ha sido recibida por el público, invita al autor a explicar los motivos por los que la compuso," como, "un intento para mezclar los dos tipos de romance, el antiguo y el moderno. En el primero, todo era imaginación e improbabilidad: en el segundo, la naturaleza siempre está destinada a ser, y a veces ha sido, copiada con éxito...”
     Hubo algunos debates en la época sobre la función de la literatura; es decir, si las obras de ficción debían ser representativas de la vida, o más puramente imaginativas, es decir, naturales versus románticas. La primera edición fue bien recibida por algunos críticos que entendieron la novela como perteneciente a la ficción medieval, ubicada cronológicamente, "entre 1095, época de la Primera Cruzada, y 1243, fecha de la última", como dice el primer prefacio; y algunos se refirieron a Walpole como un "traductor ingenioso". Sin embargo, tras la admisión de autoría de Walpole, muchos críticos se resistieron a prodigar muchos elogios sobre la obra, y la descartaron como ficción absurda, esponjosa, y romántica, o incluso desagradable, o inmoral.

     En su edición de 1924, de, El Castillo de Otranto, Montague Summers mostró que la historia de la vida de Manfredo de Sicilia, inspiró algunos detalles de la trama. El verdadero castillo medieval de Otranto, estaba entre las posesiones de Manfredo.

Trama

     El Castillo de Otranto, cuenta la historia de Manfredo, señor del castillo, y su familia. El libro comienza el día de la boda de su hijo enfermizo Conrado, y la princesa Isabella. Sin embargo, poco antes de la boda, Conrado muere aplastado por un casco gigantesco, que cae sobre él desde arriba.

    Este evento inexplicable, es particularmente siniestro a la luz de una antigua profecía, "que el castillo y el señorío de Otranto, pasarían de la familia actual, cuando el verdadero propietario creciera demasiado para habitarlo". Manfredo, aterrorizado de que la muerte de Conrado marcara el principio del fin de su linaje, decide evitar la tragedia casándose él mismo con Isabela, mientras se divorcia de su actual esposa, Hipólita, quien siente que no le ha dado un heredero adecuado a la luz de la enfermiza condición de Conrado, antes de su prematura muerte.

     Sin embargo, mientras Manfredo intenta casarse con Isabela, ella escapa a una iglesia con la ayuda de un campesino llamado Teodoro. Manfredo ordena la muerte de Teodoro, mientras habla con el fraile Jerónimo, quien se aseguró la seguridad de Isabela en la iglesia. Cuando Teodoro se quita la camisa para que lo maten, Jerónimo reconoce una marca en su piel, debajo de su hombro, e identifica a Teodoro como su propio hijo. Jerónimo ruega por la vida de su hijo, pero Manfredo dice que Jerónimo debe entregar a la princesa Isabela, o de lo contrario, le costará la vida a su hijo. Pero son interrumpidos por una trompeta y la entrada de caballeros de otro reino, que quieren entregar a Isabela a su padre, Federico, junto con el castillo, ya que Federico tiene un derecho más fuerte sobre él, lo cual es otra razón por la que Manfredo desea casarse con Isabela. Esto lleva a los caballeros y a Manfredo, a correr para encontrar a Isabela.

    Teodoro, después de haber sido encerrado en una torre por Manfredo, es liberado por la hija de Manfredo, Matilda. Teodoro corre hacia la iglesia, a través de un pasaje subterráneo, y encuentra a Isabela. Él la esconde en una cueva, y la bloquea para protegerla de Manfredo. Pero Teodoro termina luchando contra uno de los misteriosos caballeros, hiriéndolo gravemente, que resulta ser el padre de Isabela, Federico. Con eso, todos suben al castillo para resolver las cosas. Federico se enamora de Matilda, y él y Manfredo hacen un trato para casarse con sus respectivas hijas del. Pero Federico retrocede después de ser advertido por la aparición de un esqueleto.

    Manfredo, sospechando que Isabela se encuentra con Teodoro en una cita amorosa en la iglesia, lleva un cuchillo a la iglesia, donde Matilda se encuentra con Teodoro. Pensando que su propia hija es Isabela, la apuñala. Luego se revela que Teodoro es el verdadero príncipe de Otranto, cuando Matilda muere, dejando que Manfredo se arrepienta. Aparece una forma fantasmal gigante, declara cumplida la profecía, y destroza los muros del castillo.

     Manfredo abdica del principado, y se retira a la religión, junto con Hipólita. Teodoro se convierte en príncipe de lo que quedó del castillo, y se casa con Isabela, pues ella es la única que puede comprender verdaderamente su dolor.

Personajes

Manfredo:Es el señor del Castillo de Otranto. Es el padre de Conrado y Matilda, y el esposo de Hipólita. Después de que su hijo muere por la caída del casco, se obsesiona con la idea de terminar su matrimonio con Hipólita, para ir en busca de Isabela, mucho más joven, quien se suponía que se casaría con su hijo. Manfredo es el principal antagonista de la novela; él es el gobernante y padre dictatorial, e impulsa la trama en una descripción de la crueldad trastornada, que inflige a sus hijos.

Hipolita: Es la esposa de Manfredo, y la madre de Conrado, y Matilda. Después de haber perdido a su hijo, se queda sola con Matilda, para combatir el talante tiránico que muestra su marido. Manfredo tiene la intención de divorciarse de ella, debido a su esterilidad, y con el argumento de que su matrimonio es falso, porque en realidad están relacionados con lazos  consanguíneos cercanos. Ante la amenaza del divorcio, Hipólita está triste, pero permanece sumisa a la voluntad de su marido. Ella actúa como una especie de facilitadora de su esposo, dejando de lado su moral y felicidad, para que su esposo pueda obtener lo que quiere.

Conrado: Es el hijo de quince años de Manfredo e Hipólita, y el hermano menor de Matilda. En las primeras páginas de la novela, es aplastado por un casco gigante en su camino a su boda con Isabela.

Matilda: Matilda es la hija de Hipólita y el opresivo Manfredo. Se enamora de Teodoro, para su disgusto, ya que es un amor no autorizado por sus padres. Tras la aparición de Federico, las cosas se vuelven aún más complicadas, ya que Federico desea a Matilda. Matilda actúa como la mujer prohibida, una faceta de la literatura gótica. Federico y Manfredo hacen planes para casarse con sus respectivas hijas, aplastando la esperanza de Matilda de estar con Teodoro. Al final de la novela, su padre la apuñala por error.

Isabela: Es la hija de Federico y la prometida de Conrado, al comienzo de la novela. Después de la muerte de Conrado, Isabela deja en claro que, aunque no amaba a Conrado, hubiera preferido estar comprometida con él, que con su padre, quien la persigue a lo largo de la novela. Isabela y Matilda tienen una breve discusión sobre el hecho de que ambas sienten algo por Teodoro. Después de la muerte de Matilda, Teodoro se decide por Isabela y los dos se convierten en el señor y la señora del castillo.

Teodoro: Al comienzo de la novela, Teodoro parece ser un personaje secundario, cuyo papel es simplemente indicar el significado del casco, como vínculo con el cumplimiento de la profecía. Sin embargo, Teodoro emerge como personaje principal después de que Manfredo ordena que lo encarcelen dentro del casco por su insolencia, y él escapa y ayuda a Isabela a escapar del castillo, a través de una trampilla, o puerta en el piso. Más adelante en la novela, se revela que Teodoro es el hijo perdido de Fray Jerónimo. Teodoro procede a proteger a Isabela de la lujuria desenfrenada de Manfredo. Teodoro captura los corazones de Isabela y Matilda, pero se conforma con Isabela, después de la muerte de Matilda. Más tarde, también pasa a gobernar el Castillo de Otranto.

Fray Jerónimo: Es el fraile del monasterio cerca del Castillo de Otranto. Manfredo intenta manipularlo para que apoye su plan de divorciarse de su esposa, y persuadir a su esposa para que acepte este plan. Más tarde, se descubre que él es el padre de Teodoro.

Federico: el padre perdido hace mucho tiempo de Isabela que aparece al final de la novela. Se opone a Manfredo al principio, hasta que llega a un acuerdo para casarse con Matilda.

Bianca: la sirvienta de Matilda que sirve como un alivio cómico de la novela, por lo demás muy melodramática.

Diego y Jaquez: Estos dos, asi como Bianca, son otros sirvientes dentro del Castillo de Otranto.

Los Elementos Literarios

En el prefacio de la segunda edición, Walpole, afirma que la novela es, "un intento de mezclar los dos tipos de romance, el antiguo y el moderno". Define el romance, "antiguo," por su naturaleza fantástica, o sea, "su imaginación e improbabilidad," mientras que el romance, "moderno," es como algo más profundamente arraigado en el realismo literario, o sea, "una estricta adherencia a la vida común," en sus palabras. Al combinar situaciones fantásticas, cascos que caen del cielo, retratos ambulantes, etc., con personas supuestamente reales, que actúan de una manera, "natural", Walpole creó un estilo nuevo y distinto de ficción literaria, que se ha citado con frecuencia como modelo para todas las novelas góticas posteriores. The Monthly Review declaró que para "[a]quellos que pueden digerir los absurdos de la ficción gótica, Otranto ofreció "entretenimiento considerable".

     El Castillo de Otranto, es ampliamente considerado como la primera novela gótica y, con sus caballeros, villanos, doncellas agraviadas, pasillos embrujados, y cosas que golpean en la noche, es el padrino espiritual de, Frankenstein y, Drácula, las tablas del suelo que crujen, de Edgar Allan. Poe, y las escaleras móviles, y los retratos ambulantes, del Hogwarts, de Harry Potter.

— Strawberry Hill, el Castillo de Fantasía de Horace Walpole,  Abre de Nuevo sus Puertas, The Guardian.

Elementos Góticos

     El Castillo de Otranto, es la primera novela inglesa sobrenatural, y es una obra singularmente influyente de la ficción gótica. Combina elementos de ficción realista, con lo sobrenatural y lo fantástico, estableciendo muchos de los dispositivos de la trama y tipos de personajes que se volverían típicos de la novela gótica: pasadizos secretos, trampillas que suenan, imágenes que comienzan a moverse, y puertas que se cierran solas. El poeta Thomas Gray, le dijo a Walpole que la novela hizo que, "algunos de nosotros lloráramos un poco y, en general, todos temiéramos ir a la cama por las noches.”

Elementos Queer

Algunos perciben el simbolismo en, El Castillo de Otranto, como homoerótico, y la novela se ve como una exteriorización de la lucha del autor con la sexualidad. Max Fincher ha escrito que Manfredo está preocupado por la amenaza de que se descubra su identidad, de una manera paralela al miedo de que se descubra el deseo homoerótico. Argumenta que la misoginia en la novela, es un intento de proyectar masculinidad, compensando en exceso los temores del autor, o del personaje, a lo afeminado, o la debilidad. Debido a estos temores, el libro presenta el comportamiento no heteronormativo como "antinatural y demoníaco", según Fincher.

El Castillo de Otranto y Shakespéare

La primera y más obvia conexión con William Shakespeare la presenta el propio Horace Walpole, en el prefacio de la segunda edición de Otranto, en el que, "elogia a Shakespeare como un genio verdaderamente original y el ejemplo de la libertad imaginativa, como parte de una defensa del diseño de Otranto". Aparte del prefacio, las diversas alusiones de Walpole a obras de Shakespeare, enfatizan aún más la conexión que desea establecer entre su propia obra, y la de Shakespeare. Por ejemplo, en Hamlet, "el encuentro de Hamlet con el Fantasma se convierte para Walpole en un modelo para el terror".

     Walpole presenta una, "reinterpretación más fragmentada," del Fantasma en Hamlet, que había servido como una representación de la, "visión católica ahora no autorizada, pero aún popular, de los fantasmas como portavoces de la verdad" para Shakespeare. Los elementos católicos en juego, tanto en, Hamlet como en, Otranto, se invocan para representar una mayor sensación de asombro y misterio para las audiencias protestantes de ambas obras. El elemento católico, era una faceta necesaria de la "plantilla del terror" que Walpole pretendía invocar.

     La alusión a la experiencia de Hamlet con el Fantasma, no solo pretende ser una, "modelo de terror", sino también hacer que los lectores se sientan como si estuvieran viendo la obra en sí, y Walpole lo hace en tres ocasiones. Primero, postula el encuentro de Manfredo con el retrato animado de Ricardo, como una conexión con la aparición inicial del Fantasma a Hamlet. En segundo lugar, cuando Fray Jerónimo informa a Teodoro, de los peligros que se encuentran en Otranto, y le pide que se véngue, ésta es una alusión directa a la demanda del Fantasma a Hamlet de, "recordarlo." Tercero, el encuentro de Federico con la aparición esquelética, es paralela a la aparición final del Fantasma en Hamlet.

    La violenta cuestión de los linajes y la sucesión, es un elemento clave en muchas de las obras de Shakespeare, desde Hamlet hasta Ricardo II, y Macbeth, y es claramente una de las principales preocupaciones de Otranto. El vínculo con Hamlet, se fortalece aún más por el incesto que también está en juego en Otranto. "En Otranto, el castillo y sus laberintos se convierten en terrenos de incesto que señalan la disolución de los lazos familiares", que también es un punto importante en Hamlet ya que la madre de Hamlet, Gertrude, y su tío, Claudius, eran, en cierto modo, familiares cercanos antes de su matrimonio.
     Tanto Hamlet como Otranto, son trampolines literarios para la discusión de las cuestiones del matrimonio, ya que la cuestión de la anulación de su matrimonio por parte de Enrique VIII, y su posterior matrimonio con Ana Bolena, seguían siendo temas acalorados de controversia. Enrique VIII se había casado con la esposa de su hermano, Catalina de Aragón, y luego disolvió ese matrimonio, debido a la incapacidad de Catalina de engendrar un heredero varón que viviera hasta la edad adulta. De manera similar, Otranto gira en torno a, "una competencia sexual más amplia para asegurar el linaje".

     La conexión final entre Otranto y Shakespeare, radica en el papel que juegan los sirvientes. Al igual que Shakespeare, Walpole tiene como objetivo crear una, "mezcla de comedia y tragedia", y una de las formas en que lo hace, es mediante el uso de personajes menores y sirvientes, como Bianca, como alivio cómico. Este es un tropo, o figura retórica, que Walpole toma de Shakespeare, ya que, por ejemplo, la mecánica de Shakespeare de, Sueño de Una Noche de Verano, también sirve como elemento cómico clave en la obra.

Impacto Literario

A Otranto generalmente se le atribuye la creación de todo el género de la novela gótica. Fue un gran éxito en su día, hasta que el autor reveló que se trataba de ficción puramente satírica, en lugar de una adaptación real de un texto medieval. En ese momento, los críticos y el populacho que lo habían elogiado, se volvieron contra el libro, alegando que era superficial y otros peyorativos generalmente asignados a las novelas románticas, que en Gran Bretaña, se consideraban inferiores en ese momento. Pero su impacto fue dramático. La novelista, Clara Reeve escribió, El Viejo Barón Ingles (1777), como respuesta, alegando que estaba tomando la trama de Walpole, y adaptándola a las demandas de la época, al equilibrar elementos fantásticos, con el realismo del siglo XVIII. Ella explicó:

     Esta Historia es el retoño literario de El castillo de Otranto, escrita sobre el mismo plan, con el propósito de unir las circunstancias más atractivas e interesantes del romance antiguo y la novela moderna. Ahora surgía la pregunta de si los acontecimientos sobrenaturales que no eran tan evidentemente absurdos como los de Walpole, no llevarían a las mentes más simples a creer que eran posibles.

     Después de que se añadieran otras novelas al incipiente género gótico, el autor adolescente, Matthew Lewis, publicó, El Monje (1796), una novela que imitaba directamente la fórmula de Otranto, pero la llevó a tal extremo que algunos la han interpretado como parodia.

Adaptaciones Cinematográficas

      Jan Švankmajer dirigió el cortometraje surrealista, Castle of Otranto, (1977) basado en la novela. Toma la forma de una historia marco pseudo-documental en acción real, con una adaptación abreviada de la historia misma, presentada en animación recortada al estilo del arte gótico. (Wikipedia en Ingles.)

El Castillo de Otranto

de Horace Walpole

     El manuscrito de ésta obra fue encontrado en la biblioteca de una vieja familia católica, en el norte de Inglaterra, y se puso en letra de molde en Nápoles, en 1529. Debió escribirse entre 1095 y 1243, años de la primera y última cruzada. Aunque la trama sea invención, y sean imaginarios los nombres de los personajes, no puedo dejar de pensar que los cimientos de esta historia, se apoyan en la verdad.

     Era una mañana gris y fría, y aunque empezaba el día, parecía que la región estaba a punto de ser devorada por las tinieblas. Manfredo, señor de Otranto, jamás se habia visto tan nervioso e impaciente. Manfredo pensaba, “Por fin…¡Hoy veré casado a mi hijo!¡No debe pasar un día más! Espero que no sea tarde…” Su hija Matilde, una hermosísima virgen de dieciocho años, daba los últimos detalles a su tocado. Conrado, hijo de Manfredo, era un muchacho de quince años, muy enfermizo y con poco carácter, y también vestía sus mejores galas. Conrado pensó, “Ya casi estoy listo.” Mientras se dirigía al salón, Conrado dijo en voz alta, solo para sí, “Hare todo lo que diga mi padre…” Aquel día, era cumpleaños de Conrado, y al mismo tiempo, contraería matrimonio con la bella Isabel, hija del marques de Vicenza. Isabel pensaba, “Señor, que estas en los cielos…hazme saber…”

     Años antes, su padre Federico habia partido a las cruzadas. Isabel no sabía si su padre aún seguía vivo, y pensaba, “¿Aún vive el marques?” Y en su ausencia, Manfredo habia pedido su mano para su hijo, a sus tutores, quienes se negaron. Aquello no le pareció a Manfredo y exclamó, “¡No!” Uno de los dos monjes tutores le dijo, “Quizá debamos esperar el regreso del marques.” Sin embargo, finalmente, el oro y las joyas los convencieron. Una vez hecho el trato, la comitiva partió de inmediato en sus caballos hacia Otranto. Extrañamente Manfredo se veía devorado por la impaciencia, y actuaba como si el mundo se fuera a acabar. Por su parte, a la joven Isabel, solo le quedaba obedecer a sus tutores y al príncipe, pensando, “Me han escogido marido…yo hubiera querido elegirlo…”
     Y pocos días después, en el mismo cumpleaños de Conrado, el lóbrego castillo estaba de fiesta. Todos acudirían a la boda, soldados y caballeros, campesinos y artesanos, hombres, mujeres y niños. Sin embargo, parecía que solo Hipólita, la esposa de Manfredo, tenía dudas respecto al matrimonio, y decía, “Me duele verte tan impaciente, Manfredo. Pero, ¿No crees que es prematuro casar a Conrado?” Manfredo le dijo, “¡Bah!¡Silencio! Ni una palabra más, mujer…” A continuación, los ojos del príncipe fulguraron. No habia duda. Por momentos, Manfredo de Otranto parecía perder la razón, y le dijo a Hipólita, “¡Esposa inútil!¡Sabes que necesito un heredero! Un hombre…¡Si Conrado muere, que por lo menos, me déje un nieto!” Manfredo agregó, “Además tú, princesa Hipólita, ¡Ya no puedes tener hijos!” Hipólita exclamó con dolor, “¡Piedad! No me recuerdes mi desgracia…” Manfredo le dijo, “He de tener un heredero a cualquier precio, a como dé lugar.” Hubo una pausa, y Manfredo agregó, “¡Ahora prepárate, te espero para ir a la capilla!” Hipólita dijo, “¡S-Sí, señor mío!”

El sufrimiento y la confusión clavaban mil espinas en el corazón de la princesa Hipólita, quien pensaba, “¿Qué le pasa a mi marido? ¿Porque tanta prisa?¿Qué temible secreto lo enloquece…?” Quienes vivían en el castillo y sus alrededores, también buscaban explicarse el extraño comportamiento del príncipe. Dos mujeres jóvenes dialogaban entre sí: “¿Sabes lo de la profecía?” “¿Profecía?” Asi también, dos hombres dialogaban del mismo tema. Un soldado de las cruzadas decía a un peón, “Dicen que eso es lo que trastorna a Manfredo.” El peón le dijo, “Sí…debe ser la profecía…” El soldado, quien platicaba con un peón del castillo, recordó la profecía, “El castillo y el principado de Otranto, ya no serán de la actual familia, esto cuando el verdadero dueño, se haga demasiado grande para habitar el castillo…Pero, ¿Qué significa esa profecía? Ése es el misterio.”

     Poco después, todo parecía estar listo para los esponsales. Isabel ya estaba lista para la ceremonia, sin embargo, Conrado no aparecía. Entonces el señor de Otranto dijo, “Pero…¿Dónde está el príncipe Conrado?” Enseguida se dirigió a uno de sus siervos y le dijo, “¡Ve por el príncipe! Dile que venga de inmediato.” Por su parte, Hipólita dijo, preocupada, “¿Qué pudo pasarle a mi hijo…?” Mientras tanto, el siervo corría, pensando en la encomienda que le habia dado el señor de Otranto, “¡A prisa! O me cortarán la cabeza…” Entonces, de repente, un fortísimo estruendo metálico, hizo temblar a todo el castillo. ¡¡CLANG!! El señor del Castillo de Otranto exclamó, “¡Qué!¿Qué fue eso?” Hipólita exclamó, “¡Señor!¿Qué pudo hacer tal ruido?”
     Los interrumpió el sirviente, quien habia regresado, y parecía haber enloquecido. Estaba pálido, con los ojos desorbitados, y parecía que iba a echar espuma por la boca. Solo pudo señalar balbucear una palabra, “¡A-AH! ¡YELMO!” Hipólita perdió el conocimiento, exclamando, “¡Mi hijo…!” El señor Manfredo echó a correr hacia el interior del castillo, pensando, “¡Maldición!¿Qué pasa?” Y entonces al llegar al castillo, sus ojos también se desorbitaron, exclamando, “¿Qué es eso?”
     Algunos sirvientes se inclinaban ante lo que parecía una montaña de plumas negras gigantes, propios adornos del casco de una armadura. Entonces, uno de los sirvientes señaló y dijo, “¡Ahí abajo, oh señor!¡Oh, señor!” Fue entonces cuando el atormentado Manfredo, vio lo que estaba en el patio: era un enorme yelmo con plumas negras, cien veces mayor que el de un hombre de tamaño normal. Manfredo dijo, “¿Qué puede ser esto?¿Qué explicación puede tener…?” Y bajo el misterioso y fatal casco, estaban los restos sanguinolentos de su hijo Conrado. Manfredo pensó, “¡Dios mío! Y ahora soy el único señor sobreviviente de Otranto.”

     Manfredo pareció perder el habla. Ahí quedó con la mirada trastornada, ante la escena de la insólita tragedia, pensando, “Conrado…¿Por qué murió asi…?” Un ambiente tenebroso se abatió sobre el castillo, y el ulular del helado viento entre sus torres, parecía el llanto de almas perdidas. Transidas de dolor, Matilde e Isabel, cuidaban de la princesa Hipólita en su habitación. Matilde exclamaba, “Mi hermano…tu futuro esposo…¡Muerto!” Isabel le dijo, “Tranquilízate, oremos por su alma.”

     Mientras tanto, Manfredo habia salido de su mutismo para dar una extraña orden. “¡Lleven a la dama Isabel a su cuarto y vigílenla!” Aquel acto confundió a la hermosa novia, pues no tenía explicación. Los soldados la llevaron a pesar de su voluntad. Isabela exclamó, “Pero…” Sin embargo, uno de los solados le dijo, “¡Órdenes del príncipe!” Presa de sufrimiento, Matilde se quedó orando frente a su madre. “¿Qué nos espera, Dios mío?” Y en el patio del castillo de Otranto, Manfredo decía, “¡No importa, me las arreglaré!”

     Los sirvientes iniciaron los preparativos para sepultar a Conrado, cada vez más temerosos de todo lo que ocurría. Absorto en sus pensamientos, Manfredo parecía no escuchar a nadie. Dos sirvientes murmuraban en voz baja, diciendo, “¡Es una señal divina!” “Más bien es una señal diabólica.” Pero entonces, un joven campesino que habia llegado al castillo, atraído por las trágicas nuevas, se acercó a Manfredo y a los soldados, y dijo, “Juraría que este yelmo milagroso es idéntico al del antiguo príncipe de Otranto, Alfonso el Bueno, que está en la Iglesia de San Nicolás…” Al escuchar aquello, Manfredo asió furiosamente el cuello del joven, y le dijo, “¡Bellaco! Lo que dices es una traición.”
Como poseído, se dispuso a acuchillarlo allí mismo, diciendo, “¡Lo pagaras con tu vida!” Pero justo en ese momento, dos hombres asustados irrumpieron en el patio. Uno de ellos dijo, “¡Milagro!” Otro dijo, “¡Misterio! Escuchen…” El primero dijo, “¡Venimos de la Iglesia de San Nicolás! Desapareció el yelmo de la estatua de Alfonso…” Manfredo, aun con su cuchillo en mano, dijo, “¡Hechicería!¡Artes Negras!”
     Manfredo se puso absolutamente frenético, y dirigiéndose a los soldados, ordenó que sujetáran al joven campesino, diciendo, “¡Agárrenlo!” El joven campesino exclamó, “¡No!” Manfredo dijo, “Es un nigromante. ¡Él mató a mi hijo!” Entonces, los soldados levantaron el milagroso yelmo, dejándolo vertical. Manfredo dijo, “¡Encierren allí a ese bellaco!” La orden se cumplió al momento. El soldado lo empujó hacia adentro del yelmo, diciendo, “¡Adentro!” Una vez adentro, el joven campesino, cuyo nombre era Teodoro, dijo, “¡No soy brujo!” Pero Manfredo dijo, “¡A callar! Y no le den agua ni pan…¡Con su brujería los conseguirá!” Así, la magia negra pareció explicarlo todo. Entonces un hombre noble de entre el público dijo, “¡Eso es! El yelmo es diabólico…” Otro de los hombres nobles quien también estaba entre el público dijo, “¡El príncipe castigará al hechicero!”

     Poco después, Manfredo se recluyó, negándose a ver a todos. Hasta que un día, se dijo a sí mismo, “¡Ya se lo que haré!” Y entrada la noche, alguien tocó a la puerta de la habitación de Isabela. Isabela dijo, “¿Quién será?” Temerosa abrió lentamente. Eran dos soldados uno de los cuales le dijo, “¡El señor de Otranto desea verla!” Isabela dijo, “¿A esta hora?” No habia manera de eludir la visita. Al llegar ante el señor Manfredo, los soldados dejaron solos a Manfredo e Isabel. Manfredo dijo, “Por fin…¡Isabel!” Manfredo parecía presa de fuertes emociones. Tomándola de la mano, le dijo, “Cruel destino perdiste a tu novio. ¡Pero Conrado no merecía tu belleza!” Isabela le dijo, “¡Cómo!¿Insinúa que no lo amaba?” Manfredo le dijo, “¡Al Diablo con eso! Si no pudiste casarte con mi hijo. ¡Podrás casarte conmigo!”
     Isabela abrió los ojos con asombro y dijo, “¡Cómo!¡No puedo creer lo que escucho! ¡Casarme con mi suegro!¡Con el marido de la virtuosa Hipólita! No…” Manfredo dijo, “¡Hipólita al infierno! Desde este instante me divorcio de ella…¡Necesito una esposa joven que me dé un hijo!” Con ojos como ascuas infernales, Manfredo avanzó hacia ella, diciendo, “Isabel, ¡Hermosa Isabel!” Isabel retrocedió diciendo, “¡Atrás!¡Piedad!” En eso sopló un viento tempestuoso, que pareció aullar entre las plumas del yelmo milagroso. Aterrada, Isabel gritó, “¡El mismo cielo se manifiesta contras su intenciones!” Manfredo dijo, “¿Qué?” Aprovechando la distracción del príncipe, la doncella huyó. Mientras huía, Isabel pensaba, “¿Qué dirá Hipólita, qué pensará Matilde? ¡Dios!”

     Al volverse, Manfredo iba a perseguirla, pero…escuchó un suspiro, “¡AHHH!” Manfredo exclamó, “¿Quien…suspira asi?” Manfredo atestiguaba un nuevo y misterioso suceso, diciendo, “¿Acaso estoy soñando?” La imagen del retrato de su abuelo abandonaba su marco. Manfredo se dirigió a la figura y exclamó, “¡Habla espectro infernal!¿Qué quieres de tu miserable descendiente…? ¡Ya he pagado muy caro…!” Pero un ademan del espectro aparecido, lo interrumpió. Manfredo dijo, “¡Ah!¿Quieres que te siga?¡Guíame, te seguiré al abismo de la perdición! De una vez…” Presa de angustia y dolor, Manfredo siguió al espectro. Manfredo pensaba, “¡Los diablos se unen en mi contra!” De repente, Manfredo exclamó, “¿Y ahora? ¡Espera!” De pronto, la aparición entró a un cuarto, cerrando la puerta. Manfredo exclamo con asombro, “¡Ah!” La puerta se resistió a sus máximos esfuerzos. Manfredo no pudo abrirla y pensó, “¡Qué importa, Isabel será mía!” “¡Si, ella será la nueva princesa de Otranto!”

     Mientras tanto, la aterrada dama huía hacia las entrañas del castillo, pensando, “Sé que hay un pasadizo secreto. Lleva a la iglesia de San Nicolas…¡Tengo que encontrarlo!” En aquellas regiones subterráneas, el silencio y la humedad eran espantosos, y el eco de sus mismos pasos, la llenaba de terror. Isabel llevaba una tea encendida, y mientras avanzaba pensaba, “¿Dónde está la salida?” Finalmente creyó encontrar el claustro indicado. Isabela pensó, “Estoy en el corazón mismo de las tinieblas.” Su antorcha chisporroteó, sobresaltándola. Isabela pensó, “¡Ah! Se apaga…” “¡Debo apurarme! Ayúdenme santos del cielo…” Pero entonces, sintió que se le cuajaba la sangre. Isabela vio una puerta por donde entraba la luz, y a un hombre, y pensó, “¡Hay alguien ahí!” El miedo la petrificó, pero soltó la cada vez más débil antorcha. Isabela exclamó, “Piedad!” Isabela cayó contra el muro, exclamando “¡Ah!”
     Entonces el hombre le dijo, “Señora, ¡No le haré daño!” Era la voz de un joven, una voz humilde y respetuosa que le devolvió la esperanza. Isabela le dijo, “Quienquiera que seas…estoy al borde de la destrucción, ¡Tengo que huir de aquí!” El joven le dijo, “No tema…” Entonces Isabela vio una trampa, o puerta en el piso, con la débil luz de la antorcha caída. Isabela exclamó, “¡Ahí es! Abajo queda la escalera.” “Pero…¡Es tan pesada!” El joven dijo, “¡Yo la ayudaré, princesa!”
     En eso, resonaron terribles imprecaciones. “¡LA ENONTRARÉ!¡NO LE TEMO A LOS NIGROMANTES!” Isabela dijo, “¡Estoy perdida, es Manfredo!” Pero el joven abrió la trampa del piso, y dijo, “¡Ah! Listo, báje señora mía…” Pero al pasar, Isabel se le zafó violentamente. El estruendo hizo eco por todo el siniestro laberinto. ¡CLANG! Manfredo, quien estaba con dos de sus soldados dijo, “¡Ah! Tiene que ser ella…¡Al pasadizo!” Momentos después Manfredo quedaba asombrado, exclamando, “¿Cómo?” Ahí estaba el campesino que habían dejado prisionero bajo el yelmo. Manfredo le dijo, “¡Traidor!¡Nigromante!” “¿De quién eres cómplice?¿Cómo escapaste del yelmo?”  
     El campesino dijo, “Diré todo, señor…” Poco después estaban en el patio, pues la trampa de hierro del piso, se habia atrancado, y no se dejaba abrir. El campesino, cuyo nombre era Teodoro, dijo, señalando al piso, “¡El yelmo hundió parte del patio, quedó una entrada al subterráneo! Y no soy cómplice de…” Más lo interrumpieron bruscamente tres soldados que llegaron de repente, uno de los cuales dijo, “¡Señor!” “¡Un gigante! Un fantasma monstruoso…” Manfredo dijo, “¿Qué dices, estás loco?” El soldado le dijo, “Buscábamos la princesa Isabel cuando lo vimos…” “Es un gigante, lleva armadura de pies a cabeza, y sus pasos resonaban infernalmente…” El soldado finalmente dijo, “¡Que venga el capellán a exorcizar el castillo! O tendremos que dejarlo…” Otro de los solados dijo, “¡Está embrujado!” Pero Manfredo, enojado les dio la espalda y dijo, “¡Vamos!¡Esto lo veré con mis propios ojos!” Los soldados se arrodillaron llenos de temor y uno de ellos dijo, “¡Ni por todas sus rentas, príncipe y señor!” Otro dijo, “¡Piedad!”

     Curiosamente solo el joven campesino Teodoro se ofreció a acompañar a Manfredo a buscar al gigante, pero finalmente no pudieron ver nada. Aquella noche, el señor de Otranto parecía más preocupado que nunca. Mirando el horizonte en la oscura noche, arriba del castillo, en la almena, Manfredo pensaba, “Yo sé que no son apariciones…¡Quizá se acerca la hora!” Sus ánimos estaban tan agitados como el helado viento. Manfredo presentía algo y pensaba, “Quizá…quizá comienza a cumplirse la profecía…” Por otro lado, mientras la princesa Hipólita tenía sueños tenebrosos, el joven campesino habia sido encerrado en una celda del castillo. En las habitaciones de Matilde, Bianca trataba de tranquilizar a su ama,  pues Matilde le dijo, “Mi padre ha sido grosero con mi madre.”
 Bianca trató de fortalecerla y le dijo, “Piense en otra cosa…¡Ahora el señor Manfredo la casará a usted para tener un heredero! ¿No le gustaría ser esposa de un príncipe joven y encantador, de ojos y rizados mechones negros? ¿De alguien como el joven Alfonso, el del cuadro ante el que pasa tantas horas sentada y orando?” Matilde se estremeció, y dijo, “No hables de eso. Mi madre me obliga a rezar ahí por él…” Matilde se levantó y dijo, “¡Sé que en todo esto hay algún secreto fatal, pero lo ignoro!” En eso, entre el ulular del viento, escucharon que alguien silbaba. Bianca se asustó y dijo, “¡Debe ser un fantasma!¡Huyamos!” Pero Matilde la detuvo y le dijo, “¡Espera! Yo no tengo miedo.” Al Matilde abrir más la ventana, ésta chirrió siniestramente. ¡CRIIN! Matilde dijo, en voz alta, “¿Quién silba, quien canta?” Matilde entonces escuchó una voz noble y melancólica.
“Soy yo, señora, un forastero desdichado…pero suspiro por otros, no por mí.” Matilde bajó su cabeza, pues vio que esa voz venia de una abertura con rejas que estaba situada exactamente debajo de su ventana. Matilde dijo, “Si sufres, acude a la Iglesia de San Nicolás. Ahí, el padre Jerónimo recibe dinero de la princesa Hipólita, para los menesterosos.” El joven campesino prisionero dijo, “¡Bondadosa dama! Permítame una pregunta…¿Es cierto que la princesa está ausente del castillo?” Matilde se extrañó, y le dijo, “¡Cómo! ¿Investigas lo que ocurre en Otranto?” Ya en su aposento, Bianca se veía presa de gran emoción, y le decía a Matilde, “¡No hay duda! Es el joven campesino que encontraron junto a la trampa en el piso…por donde huyó Isabel… Quizá es cómplice, o amante de Isabel…quizá el campesino si es un mago, y hubo juego sucio en la muerte de su hermano Conrado…” Durante largo tiempo, la princesa Matilde pensó en todo aquello, y dijo, “No Bianca, sé que Isabel es virtuosa como santa. ¡No hablemos más de ello, a dormir por ahora!”

     Al día siguiente, temprano por la mañana, se tuvieron finalmente noticias de Isabel de Vicenza. Tales noticias las trajo el padre Jerónimo de la Iglesia de San Nicolás, a Manfredo e Hipólita. El padre Jerónimo dijo, “La princesa envía sus mejores votos a sus altezas…” Manfredo le dijo, “¿Dónde está, habla?” El santo varón ignoró la impaciencia del príncipe, y dijo, “Isabel está en la iglesia, y quiere permanecer ahí hasta tener noticias de su padre, el marques…” Gritando Manfredo lo interrumpió, “¡Eso lo hablaremos a solas! Hipólita, retírate…” Hipólita dijo, “¡Obedezco, señor!” Al empezar a hablar con el padre, Manfredo parecía fuera de sí, “¡Isabel debe regresar aquí inmediatamente! Su conducta da margen a extrañas sospechas…asi como la conducta del joven villano…causa o cómplice de su huida….” El padre Jerónimo dijo, “¿Un joven…?”
     Manfredo le dijo, “Escuche padre…¡La seguridad de mi reino y de mi pueblo, exigen que tenga un hijo! ¡Lo tendré con Isabel!” “Ademas, debe disolver mi matrimonio con Hipólita y convencerla de retirarse a un convento…” El padre Jerónimo le dijo, “¡Adúltero! No prosigas con tus intenciones.” Enseguida, el padre le mostró un crucifijo y le dijo, “Casándote con Isabel no detendrás los fatales sucesos que visitan tus dominios…¡Arrepiéntete ante el cielo!” El padre Jerónimo agregó, “¡El cetro de Otranto pasó de la raza de Alfonso a la tuya, quizá ahora debes resignarte a perderlo!” Pero Manfredo no parecía escucharlo, y le dijo, “¡Hipólita es pariente mía en cuarto grado! Es por ésta unión maldita que la catástrofe ha caído sobre mi…” El atónito padre tuvo que meditar todo lo dicho. Era obvio, ante todo, que Manfredo recuperaría a Isabel costára lo que costára. El padre Jerónimo pensó, “¡Tengo que proteger a esa infeliz!”
     Así que el religiosos decidió seguirle el juego al príncipe, y dijo, “La iglesia es una madre indulgente…puede disolver un matrimonio si hay autentica razón…” Manfredo dijo, “Por fin nos entendemos. Recompensaré generosamente esto…” Pero la mente malvada de Manfredo pensaba lo peor, y poco después, Manfredo decía al padre Jerónimo, “Pero dígame padre, seguramente Isabel le confesó todo, ¿El joven campesino es su amante…su cómplice?” Desgraciadamente, Jerónimo también engañó al príncipe a éste respecto, y dijo, “Hay motivos para pensar que se conocen…” Manfredo exclamó, lleno de celos, “¡Ah!”

     El señor Manfredo no tardó en ver al campesino, y le dijo, “¡Te torturaré si no me dices la verdad! ¿Quién eres? ¿Desde hace cuanto tiempo conoces a la princesa Isabel?” El campesino le dijo, “Soy labrador de un pueblo cercano. Anoche vi a la princesa por primera vez en mi vida…ya expliqué cómo salí de abajo del yelmo…es la verdad…” Manfredo le dijo, “¿Y porque la ayudaste a huir? ¡Habla!” En eso, Matilde y su sirvienta pasaban detrás de las celosías del otro extremo de la sala. Matilda dijo, al escuchar la voz de Teodoro, “¡Esa voz!” Bianca dijo, “¡La voz del joven de la ventana!” Ambas espiaron a través de la celosía. De pronto, Matilda sintió un violento escalofrío, y susurró, “¿A caso sueño? ¡Ese joven es igual a la pintura de Alfonso en la galería!” Entonces Teodoro dijo, “¡No diré más! Me alegro de haber ayudado a la princesa…”
     Manfredo le dijo, “¡Insensato! Pero, veras…” Manfredo enfureció, y le dijo, “¡Tu amada tendrá noticias tuyas!¡Sabrá que fuiste decapitado!¡Llévenselo al patio a morir!” Al escuchar la sentencia, Matilde se desmayó, pero Bianca comenzó a gritar y a chillar. “¡La princesa ha muerto!¡Auxilio!” Mientras los soldados lo sujetaban, el Teodoro dijo, “¿La princesa?...¡Cómo!” Manfredo dijo, “¡Ah! ¿Qué nueva fatalidad es esta?” Sin embargo, pronto se supo que todo era una confusión. Un hombre llevó cargando a Matilda a su habitación, mientras Bianca decía, “¡Despierte, señora mía!” Manfredo dijo, “¡Qué estúpido pánico femenil!” Manfredo se retiró, y dijo, “¡Ahora veré caer la cabeza de ese bellaco!” Y momentos después, en uno de los tenebrosos patios del castillo, Teodoro estaba listo para ser decapitado. Manfredo dijo, “¡Pide tu último deseo, insensato!” Teodoro dijo, “Solo pido un confesor.”

     Al acudir Jerónimo, el sacerdote pensó, “¡Dios! Yo soy el culpable de esto…por sugerir que habia algo entre él e Isabel, provoqué que Manfredo quiera matarlo.” Entonces Jerónimo dijo, “¡Piedad, príncipe de Otranto!” El sacerdote cayó de rodillas, y confesó todos los equívocos que habia sembrado en el corazón de Manfredo, pero todo fue inútil. Manfredo dijo al verdugo, “¡Cumple tu deber!” A continuación dispusieron a Teodoro para recibir el hacha del verdugo, pero entonces, Jerónimo miró una marca que tenía Teodoro en el hombro y dijo, “¿Qué es lo que veo?” Jerónimo se acercó y dijo, “¡No hay duda!¡Esta marca en tu hombro es única en el mundo!”
     Estremeciéndose, el santo varón lo abrazó y gritó, “¡Eres Teodoro, mi niño, mi hijo!” La extraordinaria reunión del padre y del hijo conmovió incluso al verdugo y a los soldados, mientras que los ojos de Manfredo brillaron diabólicamente. Manfredo dijo, “¡Ahora sí, Isabel será mía!” Jerónimo dijo a Teodoro, “¿Y…ella…tu madre, Teodoro…?” Teodoro le dijo, “Desde hace tiempo su alma esta con el señor.” Enseguida, Jerónimo se arrodilló ante Manfredo, y le dijo, “¡Señor! concédame la vida de mi hijo…” Manfredo le dijo, “¿Tu hijo…?” Tras una pausa, Manfredo agregó, “¿Desde cuándo los sacerdotes tienen hijos con las campesinas?”
    Jerónimo le dijo, “Antes…yo era…el conde de Falconara…” Manfredo le dio la espalda y le dijo, “¡Ya me contarás tu historia! Pero, si no me obedeces, ¡Tu Teodoro morirá!” Enseguida Manfredo dijo enfáticamente, “¡Trae ahora mismo a la princesa Isabel, o será decapitado!” Teodoro gritó, “¡No lo hagas padre!¡Prefiero morir!¡Protege a la princesa!” Furioso, el poderoso príncipe echó mano de su daga, y dijo, “¡Lo sabía, ámas a Isabel!¡Todos me han engañado!”
     Pero en eso, sonó fuertemente una trompeta que estaba a la entrada del castillo, alguien pedía entrar. Y misteriosamente el milagroso yelmo que seguía en el patio, pareció inclinarte como si saludára. Manfredo tuvo un horrible presentimiento, y cambió su actitud, y dijo, “¡Padre Jerónimo! Pregúnte quién está afuera. Perdonaré a Teodoro.” Esperanzado, el misterioso padre obedeció, y al bajar a la puerta del castillo, dijo, “¿Quién eres?” Un hombre dijo, “¡Me envía el caballero del sable gigante!”  “¡Vengo a hablar con el usurpador de Otranto!¡Déjenme entrar!” Al saber aquello, Manfredo dijo al padre Jerónimo, “¡Es un villano insolente!¡Retírese, yo hablaré con él!” Manfredo agregó, “¡Y encierren a Teodoro en la torre negra!” Jerónimo le dijo, mientras se llevaba a Teodoro, “¡Pero me prometiste su vida!” Manfredo le dijo, “¡Trae a Isabel!¡Lo ordeno!”

     El hombre, quien era un pregonero mensajero, leyó ante Manfredo el siguiente mensaje, “Me envía el invencible caballero del sable gigante, en nombre de su señor Federico Marques de Vicenza, para reclamar a la dama Isabel, hija del marques, y exige que renuncies al principado de Otranto…principado que usurpaste de dicho señor, por sangre del pariente más cercano, del ultimo señor de derecho, Alfonso el Bueno…si no accedes de inmediato el caballero te reta a un duelo a muerte.” Manfredo pensó, “Tengo que obrar con cautela.” Manfredo sabía que la reivindicación de Federico estaba bien fundada.
     Sentado en su trono, Manfredo pensó, “Otranto debió ser de los antepasados de Federico, cuando murió sin descendencia Alfonso el Bueno. Pero yo, mi padre y mi abuelo éramos poderosos y nos hicimos del señorío…en Vicenza Federico se casó con una hermosa dama quien habría de morir al dar a luz a Isabel. Aquella muerte afecto tanto a Federico que partió a Tierra santa. Después de años de combates, Federico cayó prisionero, y luego se le dio por muerto. Entonces convencí a sus tutores a que me entregáran a Isabel…y como sea, ¡Tiene que ser mía ahora!” Manfredo puso en juego toda su astucia.
     El mensajero insistió, y dijo, “¡El caballero del sable gigante espera a una legua de aquí!” Manfredo dijo, “Bien heraldo…¡Le dirás a tu ámo que mañana mediremos nuestras fuerzas! Por hoy, lo recibiré en mi castillo. ¡Por mi fe no correrá peligro!” El mensajero dijo, “Eso le diré…” Y poco después, todo el castillo esperaba la llegada del misterioso caballero del sable gigante. Hipólita pensaba, “¿Se acerca la hora fatal?”

     Mientras, en la Iglesia de San Nicolás, Jerónimo encontraba a un solo fraile, a quien le dijo, “¿Dónde están todos?” El fraile le dijo, “Rezando por el alma de la princesa Hipólita…en la capilla.” Aquella era una confusión iniciada por los gritos de la sirvienta Bianca, al desmayarse la princesa Matilde horas antes. Jerónimo le dijo, “¡Todo es falso! Pero, ¿Dónde está la dama Isabel?” El fraile dijo, “No sé…en su cuarto…” Momentos después supieron que Isabel se habia fugado. Jerónimo pensó, “Debió pensar que Manfredo habia matado a Hipólita, y que ahora vendría por ella…¿Qué va a pasar? ¡Esto enfurecerá al señor de Otranto, y seguramente Teodoro morirá! Iré con otros frailes a explicarlo todo…”

     Mientras tanto, el sequito del enviado del marques de Vicenza llegaba al castillo. Eran cientos de hombres, a caballo y a pie, precedidos por varias trompetas. El forastero caballero cabalgaba entre estandartes que llevaban unidos los escudos de Otranto y Vicenza, y todo el sequito viajaba en gran silencio. Pero algo impresionó a todos aún más.
     Cien hombres cargaban una enorme espada que lograron llevar hasta uno de los patios. Se pronto un gran viento se abatió sobre ellos, y la espada comenzó a escapárseles. Con enorme estruendo, la gigantesca arma quedo juntos al yelmo encantado, cuyas plumas negras agitaba el silbante viento. El caballero cuyo rostro permanecía siempre oculto, rezó en silencio ante las dos misteriosas apariciones. Endurecido ya contra las apariciones preternaturales, Manfredo estaba más decidido que nunca a triunfar contra el que parecía ser un destino fatal, y dijo al caballero, “¡Bienvenido!” Con gran retórica y astucia, quiso voltear las cosas a su favor, y adornándolo todo, quiso seguir adelante con sus nefastas intenciones, pensando además, en ganarse el favor del marques de Vicenza.
     Manfredo le dijo, “Dí al marqués que me divorciaré de mis esposa por estar emparentados en grado prohibitivo…en cuanto a Isabel…¡Como Conrado murió, yo me casaré con ella y asi terminarán las disputas entre nuestras familias!” Finalmente el caballero rompió su profúndo silencio, y dijo, “¡Jamás!¡Devuélveme a Isabel!” En ese momento, Jerónimo y otro fraile irrumpieron en la sala, gritando nerviosamente. “¡Isabel ha huido de la Iglesia, pero debe andar cerca…” La voz del caballero se hijo ronca y gritó, “¡Entonces Isabel no está! ¡Aquí ha ocurrido algo sucio!” Enseguida, el caballero apuntó hacia Manfredo y le dijo, “¡Ya ajustaremos cuentas, Manfredo!¡Por ahora tengo que encontrar a la princesa!”

     Momentos después, sin darse tiempo para reunir a todo su sequito, el misterioso caballero salía de Otranto, diciendo, “¡Tenemos que hallarla!” Por su parte, Manfredo, Jerónimo y varios soldados también iniciaron la búsqueda, a caballo, mientras al frente Manfredo decía, “¡Tenemos que encontrarla primero!” Y mientras tanto, en la siniestra torre negra del castillo, Matilde liberaba al joven Teodoro, pues no soportaba la idea de verlo morir. Cuando Matilde entro en la torre, Teodoro exclamó, “¡No puedo creerlo, debes ser un ángel!” Matilde le dijo, “¡Huye de mi padre, aprovecha que ahorita todos salieron!” Teodoro le dijo, “¿Tú eres la princesa?” Teodoro se arrodilló y al tomarle la mano, le dijo, “Te salvé anoche, y hoy me salvas tú…”
     Pero Matilde le dijo, “Te equivocas. Mejor vete. ¿Qué pensaría Isabel si te viera asi? ¿No dijiste anoche que suspirabas por alguien…?” Hasta entonces, como no las habia visto nunca de cerca, Teodoro habia pensado que Matilde e Isabel eran una sola. Teodoro le dijo, “Temía solo por su bienestar…pero ya veo, tú no eres la joven que estaba ayer en el pasadizo…” Matilde insistió, y le dijo, “¡Debes huir!¡Vete!” Teodoro arrodillado le dijo, “¡Jamás! Dame una espada. No tengo la culpa pero quiero enfrentar mi destino armado…¡Oh, maravillosa mujer!” Finalmente Matilde accedió, y en la armería del castillo, Teodoro se equipó de pies a cabeza, y una vez puesta su armadura, Matilde le dijo, “Mas allá del bosque hay un laberinto de cuevas que llegan a la costa…allá puedes ocultarte hasta que pase algún barco que te lleve lejos…” Con los ojos húmedos, la hermosa Matilde se despidió, “¡Que el cielo te guíe y recuérdame en tus oraciones!” Teodoro, arrodillado y besando su mano le dijo, “¡Todas las mías serán por ti! Ángel mío…” Teodoro besó su mano y dijo, “¡En cuanto pueda me haré nombrar caballero para poder aspirar a merecerte y entonces…”
     Súbitamente un espantoso trueno lo interrumpió. ¡BROOM! Aterrada por aquel rayo misterioso, Matilde huyó, diciendo, “¡Te los suplico, huye!” Y poco después, profundamente conmovido por la pasión de nacía entre ellos, Teodoro se dirigía a la Iglesia. Pero ante la ausencia de Jerónimo, y al saber de la fuga de Isabel, decidió alejarse de San Nicolás, pensando, “Iré a las cuevas que mencionó Matilde…ahí podré meditar todos los sentimientos que me embargan.” Asi, en algunas horas después, Teodoro llegaba al extraño laberinto, pensando, “En esta oscuridad encontraré algo de paz...”  Y tras de penetrarlo durante algún tiempo, se dio cuenta de escuchar pasos frente a él. Teodoro pensó, “¡Alguien huye!” De pronto vio aun silueta femenina que retrocedía aterrada ante él, diciendo, “¡Un solado de Otranto!¡Estoy perdida!” Teodoro le dijo, “¡No temas dulce dama, no soy lo que parezco!”
     Teodoro se quitó el yelmo para tratar de tranquilizarla, y dijo, “¡No soy esbirro de Manfredo! Tú debes ser la dama Isabel…” Isabel exclamó, “¡Ah! Pero…¡Conozco tu voz!” Isabel se hincó y le dijo, “¡Tú eres el que me ayudó a escapar anoche! Eres mi ángel guardián…” Teodoro le dijo, “De pie, gentil princesa.” Una vez de pie, Teodoro le dijo, “Si el destino me pide protegerla, lo haré. ¡Entremos más en el laberinto para protegerla mejor!” Isabel dudó y dijo, “Pero…” Tras una pausa, Isabel agregó, “Si nos encontráran juntos, ¡Dudarían de mi virtud!” Teodoro le dijo, “La entiendo, pero de mí no hay que temer, y además, mi alma está dedicada a otra…”
     En ese momento, alguien gritó a la entrada de la cueva. ¡ISABEL! ¡ISABEL! Isabel dijo aterrorizada, “Ahora sí, ¡Es el fin!” Teodoro sacó su espada y dijo, “Por mi honor, ¡Nadie la tocará!” Al salir de la cueva, Teodoro vio a un caballero completamente armado, que estaba afuera de la cueva. Teodoro le dijo, “¡Vuelve allí de donde vienes!” El caballero le dijo, “¡Un campesino vio entrar aquí a una dama!” Una vez dicho esto, el caballero desenvaino y avanzó. Entonces Teodoro le dijo, “Isabel no será víctima de tus odiosos intenciones!” Ambos caballeros chocaron impetuosamente, y se entablo un combate furioso pero no largo. Teodoro, peleando como un demonio, hirió al caballero en tres partes distintas. Y finalmente lo desarmó, cuando cayó desmayado por la pérdida de sangre.

     Aparecieron entonces dos campesinos que auxiliaron al caído. Teodoro se acercó al herido y le dijo, “¡Lacayo de Manfredo!” Uno de los campesinos dijo, “No, caballero, ¡Este hombre es enemigo del Señor de Otranto!” Atónito Teodoro se acercó quitándose el yelmo. El hombre caído le dijo, “Generóso enemigo, nos equivocamos los dos. Ninguno de nosotros es instrumento del tirano…pero te ruego…si Isabel está cercas, llámala…tengo secretos importantes para ella…” Mientras uno de los campesinos le acercaba una cruz al caballero herido, Teodoro voló por la dama, aunque ella se acercó con gran temor cuando llegó. Isabel dijo, “¡Pobre hombre!¡Que el cielo lo sane!” Pero entonces, Isabel se hincó acercándose. El caballero le dijo, “¡No temas! Dime por favor si en verdad eres Isabel de Vicenza…” Isabel bajó la mirada y dijo con tristeza, “¡Lo soy!”
     El caballero dijo, “Entonces tú…entonces tú…” El hombre agregó, “¡Estas viendo a tu padre, Federico Marqués de Vicenza!” Isabel dijo, “¿Qué es lo que oigo? Por el amor del cielo ¿Usted…mi padre?” El hombre dijo, “Es la absoluta verdad, después de tantos años, regresé de las cruzadas…y vine a liberarte…pero siento…que se acerca mi hora…bésame, hija mía…” Después de recibir un beso en la frente, Federico dijo, “Y tú, valiente caballero, júrame que protegerás la inocencia de mi hija…” Teodoro quien estaba ya hincado le dijo, “¡Lo haré, aun a costa de mi vida!” Y tras de aquella promesa, Teodoro convenció a Federico y a Isabel de llevarlo al castillo, y asi, lenta y tristemente, regresaron hacia la lúgubre fortaleza.

     Los recibió Hipólita y de inmediato Federico fue atendido. Después de revisarlo y vendarlo, el médico le dijo, “Sanará, señor Vicenza…” Poco después, Federico recibió la visita de cuatro: Teodoro, Isabel, Matilde e Hipólita. Federico dijo, “Agradezco su hospitalidad, Hipólita…” Para ese momento, Isabel se habia dado cuenta que Matilde era el objeto de los sentimientos de Teodoro, y pensaba, “Sí…no cabe duda…se hablan con la mirada…” La cortesía que mostró Hipólita, disminuyó un poco la furia de Federico hacia Manfredo. Hipólita le dijo, “¿Por qué se disfrazó para reclamar a Isabel?”
     Federico le dijo, “Cuando caí prisionero de los infieles, tuve un extraño sueño…soñé que Isabel era prisionera en un castillo, y que corría un terrible peligro…y soñé que debía ir a Joppa a donde sabría más cosas. Pero mi desesperación era absoluta. En Europa muchos me daban por muerto. Finalmente unos príncipes católicos pagaron mi rescate, y me dirigí de inmediato a Joppa. Ahí encontré a un venerable ermitaño al borde de la tumba, quien nos dijo al vernos llegar, ‘¡S-San Nicolás se me apareció…! Él debe enviarlos…’ Antes de morir, el ermitaño me dijo, ‘Después de enterrarme…caven bajo el séptimo árbol de la izquierda de aquí.’ Yo y otro hombre cumplimos los deseos del santo y, al hacerlo, nos dimos cuenta de un gran portento. Ahí estaba el gigantesco sable, y en la hoja, habia una extraña inscripción, que decía, ‘Donde está el casco que va con la espada, tu hija peligra, y solo la sangre de Alfonso la salvará, y apaciguará el espíritu de un príncipe, largo tiempo inquieto.’ Finalmente tras tiempo y duras jornadas, reuní mi gente, y llegué aquí con las espada.”

     En ese momento llegaron corriendo Manfredo y Jerónimo, parcialmente enterados de todo lo ocurrido. Manfredo exclamó, “Pero…¿Qué veo?” Enseguida, al ver a Teodoro, el príncipe Manfredo cayó presa del terror y asombro, y dijo, “¡Espantoso espectro! ¿Llegó mi hora?” Pero Manfredo solo miraba a Teodoro. Hipólita le dijo, “¡Señor! Pero…¿Qué ves?” Con la armadura, Teodoro era casi irreconocible. Manfredo dijo apuntando hacia él. “¿No es aquel Alfonso…o estoy delirando?” Hipólita le dijo, “¡Es tan solo el hijo de Jerónimo! Es Teodoro…”
     Entonces, el miedo de Manfredo se tornó en furia. Manfredo se dirigió hacia Jerónimo y le dijo, “¡Ah! Y seguramente tú lo has liberado…” Teodoro dijo, “Sí, como lo haría cualquier padre…” Para no revelar que Matilde lo habia liberado, Teodoro acusó a su padre de liberarlo, y asi, Teodoro tuvo que ofrecer su propia vida ante Manfredo. Teodoro se hincó y ofreciendo su espada, dijo, “¡Aquí estoy, máteme, y que mi padre quede libre!” Aquel sacrificio conmovió a todos, incluso al atormentado príncipe Manfredo, quien dijo, “Por ahora…¡Cuéntame tu historia!”

     Suspirando el joven comenzó, “Cuando tenía cinco años, mi madre y yo caímos en manos de piratas, que nos llevaron a Argel. Mi madre murió al año, pero me hizo saber que yo era hijo del conde Falconara. Yo fui esclavo hasta hace dos años. Fui liberado en una batalla naval, pero al volver a Falconara, todo estaba destruido. Después llegue hasta aquí, trabajando de campesino, y he tenido la dicha de reencontrar a mi padre.” Y asi, poco después terminó la jornada en Otranto, y con permiso de Manfredo, Teodoro y Jerónimo, volvieron a la Iglesia, y los demás permanecieron en el castillo, en el que pronto culminaría la tragedia que habia unido a tan diversos personajes.

     Al día siguiente se reunieron rápidamente Matilde e Isabel, ambas convencidas de que Teodoro sentía cariño por la otra. Matilde dijo a Isabel, “Teodoro estuvo contigo en dos ocasiones peligrosas.” Isabel solo quería la felicidad de Matilde, a quien conocían desde la infancia, y le dijo, “Sí, pero te explicaré todo…” E Isabel la tomó de la mano, y le explicó todo, “…y ¡Teodoro te ama a ti!” Matilde sintió que el corazón le abandonaba el pecho, exclamando, “Ah, y es tan extraño todo…” Matilde tomó de las manos a Isabel y le dijo, “¿Viste como mi padre lo confundió con Alfonso? Teodoro es tan parecido a la estatua que está en la Iglesia…” Isabel le dijo, “No me habia fijado…”
     En eso, llegó Hipólita visiblemente emocionada, diciendo, “Princesas…parece que el cielo se opone a nosotros los de Otranto…el mal nos persigue…” Hipólita hizo una pausa y luego dijo, “Y por ello, para unir nuestras familias, ¡Hemos ofrecido a Matilde para que sea esposa de Federico!” Matilde exclamó, “¡No!¡Piedad!” Matilde e Hipólita se abrazaron. Siguieron amargas lágrimas y llantos, al explicar Matilde que amaba a Teodoro. Pero Hipólita le pidió resignación, pues el trato se habia hecho, y Matilde seria esposa del padre de Isabel, pero entonces, Isabel dijo lo inesperado, “¡Oh, infame destino, esto no puede ser!” Hipólita dijo, “¿Qué dices?”
     Isabel se hincó, y confesó el terrible secreto, “¡Manfredo quiere divorciarse de ti, y casarse conmigo, ya que Conrado murió!” Hipólita dijo, “¿Casarse contigo?...” Entonces, tras de meditar aquella terrible noticia, Hipólita dijo, “¡Sí! Me retiraré a un convento a orar por nosotros…” Matilde exclamó, “¡No! ¡Madre, no dejes que me casen con el padre de Isabel!” Isabel dijo, “¡Entonces Manfredo seguramente me hará suya!” Como dormida en un sueño, Hipólita las dejó, diciendo, “¡Iré a orar, el cielo me aconsejará…lo que será, será!”

     La noche anterior, en la Iglesia de San Nicolás, Teodoro pidió disculpas a su padre, por encubrir a Matilde. Teodoro dijo a Jerónimo, “Es que la ámo…lo sé.” Jerónimo le dijo, “¡Eso no puede ser! Mañana sabrás porque…” Pero a pesar de la advertencia, Teodoro pasó la noche teniendo visiones de amor. Teodoro pensaba entre fantasías, “Maltilde…¡Dulce Mujer!” Y a la mañana siguiente, Teodoro se reunió con su padre ante la estatua de Alfonso. Jerónimo le dijo, “¡No puedes querer a Matilde! El cielo la ha destinado a la destrucción…” Teodoro dijo, “¡Ella es una santa!” Jerónimo se encolerizó, y levantando la mano dijo, “¡La raza de un tirano será barrida de la faz de la tierra, hasta la tercera y cuarta generación.”
     Enseguida, Jerónimo señaló a la estatua y dijo, “¡De rodillas ante la efigie del buen Alfonso! Ahora tengo que contarte una historia de horror, que te llenará de un deseo de…” Pero en eso, llegó la princesa Hipólita, interrumpiendo la terrible revelación. “¡Debemos hablar a solas!” Tanto Hipólita como Jerónimo se apartaron de Teodoro. Ella habia decidido concederle el divorcio a Manfredo, pero, Jerónimo le dijo, “¡Jamás! El cielo se opone…”

     Mientras tanto, Manfredo habia convencido a Federico de realizar la doble boda. Manfredo pensaba por su parte, “¡Isabel será mía si me divorcio!” Y por otro lado, Federico pensaba, “Sí, Matilde es tan bella…” Poco después, el ambicioso señor Manfredo llegaba a San Nicolás. Y sorprendiendo a Jerónimo con Hipólita, Manfredo les dijo, “¡Ajá! ¿Qué traman contra el príncipe?” Jerónimo lo enfrentó, y le dijo, “¡No eres un príncipe legítimo!” Manfredo encolerizado, desenvainó su espada y dijo, “¡Bah! Federico ya me dió la mano de Isabel, y si tengo un hijo con ella…” En eso, ocurrió algo sobrenatural que heló la sangre de todos. Tanto Hipólita, como Jerónimo y Manfredo miraron hacia la estatua. Hipólita exclamó, “¡Piedad, santo cielo!”
     Lentamente tres gotas de sangre fluyeron de la nariz de la estatua de Alfonso. Jerónimo dijo, “¡Augurio fatal! Desiste Manfredo…” Hipólita se arrodillo asida de Manfredo, y dijo, “¡Olvida tus designios!” Pero Manfredo dijo a Jerónimo, “¡Jamás! Dile a tu hijo que lo destierro de mis dominios. ¡Él jamás se casará con Isabel! Iré directamente a Roma a pedir la disolución de mi matrimonio…¡Largo!”

     Después, en Otranto, Manfredo era presa de los más tormentosos pensamientos. “Juraría que Jerónimo es cómplice del amorío entre Isabel y Teodoro. ¿Y porque Teodoro se parece tanto a Alfonso, el antiguo señor de Otranto? ¿Por qué? ¡Es indiscutible que Alfonso murió sin descendencia! ¿Qué misterio hay aquí?” Tras de mucho meditar, Manfredo pensó, “En fin…Hipólita me dará el divorcio, Isabel será mía. Iré a ver a su padre y…” Entonces Manfredo se topó con Bianca, la doncella de su hija. Manfredo pensó, “¡Ah, ella conoce los secretos de Matilde y de Isabel!” Entonces Manfredo la tomó del brazo y le dijo, “Ven, escúchame.”
     Manfredo le ofreció un anillo, y le dijo, “Toma, y dime…¿A quien áma la dama Isabel?” Bianca le dijo, “¡G-Gracias! P-Pero n-no sé nada, alteza…” Y más devorado por la duda que nunca, Manfredo pensó en tratar de adelantar el doble matrimonio. Manfredo fue con Federico y le dijo, “Federico, debemos pensar que…” Pero Bianca lo interrumpió gritando aterrada, “¡La profecía se cumple!¡Auxilio!¡Piedad!” Manfredo trató de calmarla, y le dijo, “¿Qué pasa, jovencita?” Bianca le dijo, “¡La Mano gigante…!¡La mano del gigante que vieron el otro día! Subí una escalinata con mi anillo nuevo, y lo iba a frotar…” Manfredo dijo, “¡Por Dios, deja el anillo y habla!” Bianca continuó, “De pronto, ¡Ahí estaba! Parecía solo una mano gigante, pero estoy segura que todo el espectro gigante estaba ahí.” Furiosos el príncipe Manfredo echó a la doncella, cuando ella decía, “¡L-La profecía se c-cumple…Jerónimo tenía razón…!” Manfredo le dijo, “¡Vete de este castillo!”

     Aquel suceso y la noticia de una profecía, hizo meditar profundamente a Federico de Vicenza. Manfredo le explicó todo a Federico, diciendo, “Es una loca, marques…” Federico meditó, pensando, “¡Vaya…!” Pero las cosas cambiarían radicalmente, pues Federico le dijo, “¡El cielo se opone a ti, Manfredo!” Pero Manfredo, queriendo persuadirlo le dijo, “¡Escucha!” Sin embargo, Federico le dijo, “¡Quédate con tu hija y olvida a Isabel!” Controlándose, Manfredo recurrió a la astucia, y le dijo, “Descanse, alteza, hablaremos de todo en un banquete…” Federico dijo, “E-Está bien…”  Y esa noche hubo un gran agasajo. Isabel e Hipólita permanecieron calladas, y Manfredo hizo muchos brindis secretos, pues la cercanía de la hermosa Matilde, hacía gran efecto, sobre el padre de Isabel.
     Manfredo levantaba su copa y pensaba, “¡Triunfaré!” Y horas después Federico decidió preguntarle a la mismísima Hipólita, si en verdad pensaba darle el divorcio a Manfredo. Tocando a la puerta de su habitación, Federico pensó, “Nadie contesta…¡Entraré!” Una vez que entró, Federico notó que el cuarto estaba solo, pero en la capilla anexa notó a una figura que oraba. Era un personaje cubierto por una capucha, con el hábito de un monje. Federico, pensando que era Jerónimo le dijo, “Ah, padre, buscaba a Hipólita…” Al voltear hacia él, la figura no mostraba rostro, sino solo dos ojos brillantes, y una voz cavernosa que dijo, “Federico de Vicenza…” Federico exclamó, “¡Ángeles del cielo, piedad!” Entonces, el personaje le dijo, “Tú…me conociste en el bosque de Joppa…” Federico exclamó, “¡Tú eres el santo ermitaño! ¿Qué puedo hacer por ti…?”
     La aparición le dijo, “No fuiste liberado para perseguir doncellas…¡olvida a Matilde! Recuerda el sable enterrado y la inscripción…” La tétrica aparición se desvaneció, y Federico huyó casi enloquecido. Al verlo pasar frente a ella, Hipólita llevaba una vela y dijo, “Pero…¡Marques!” Y momentos después, Federico le azotó la puerta al príncipe Manfredo, quien acudía a seguirlo, convencido de sus nefastas intenciones. Al ver como se cerraba la puerta, Manfredo pensó, “¡Ah, ya veremos!” Manfredo quedó en el más peligrosos de los estados de ánimo. En eso, llegó un sirviente que espiaba la iglesia de San Nicolás, quien dijo, “¡Señor, una noticia importante! Una dama…y el joven Teodoro rezan en la capilla…” Manfredo dijo, “¡Debe ser Isabel!” Sin tardanza, Manfredo se dirigió allá, y encontró dos figuras hincadas orando ante la estatua de Alfonso. Llegando, Manfredo escuchó quedamente algo que lo terminó de enloquecer. Manfredo alcanzó a escuchar que la mujer dijo, “Manfredo jamás permitirá nuestra unión.” 
     Manfredo exclamó, “¡Ah!” Tomó su filosa daga, la cual brillo en su mano, y acercándose sin que ellos se dieran cuenta, Manfredo pensó, “¡Sí, ésta daga impedirá esa unión!” Y la daga se hundió en el pecho de la doncella. Pero entonces, Manfredo retrocedió absolutamente horrorizado, exclamando, “¡Nooo!” ¡La doncella herida era la princesa Matilde! Matilde exclamó, “¡Cielo misericordioso, acoge mi alma!” Gritando desgarradoramente, Teodoro la abrazó, diciendo, “¡Amor mío!” Manfredo horrorizado exclamaba, “¡Debo morir!” Solo la llegada de unos frailes impidió que Manfredo se enterrára su propia daga. Cuando los frailes lo sujetaron, Manfredo dijo, “¡Suéltenme, no debo vivir!” Y al llegar el padre Jerónimo, exclamó, “¡El mal ha culminado! Vertiste tu propia sangre frente al sepulcro de Alfonso.” Por su parte, Matilde se debatía entre la vida y la muerte, diciendo, “¡Llévenme al castillo! Quiero morir al lado de mi madre…” Teodoro, quien la tenía en sus brazos, le dijo, “¡No digas eso…!”

     Con grandes cuidados cumplieron los deseos de Matilde, y a su alrededor se reunieron Isabel e Hipólita, Federico, Teodoro, Jerónimo y Manfredo. Matilde yaciendo en su lecho de muerte exclamó, “En el cielo oraré por todos…ustedes…” Entonces sucedió algo insólito. Teodoro se dirigió a Jerónimo y le dijo, “¡Padre, cásame con la princesa Matilde!” Manfredo exclamó, “¡Cómo!” Manfredo se acercó a Teodoro y le dijo, “¿Con qué derecho aspiras a la mano de una princesa?” Teodoro le contestó, “¡Con el derecho de un príncipe!” Aquella revelación estremeció a todos.
     Teodoro insistió y dijo, “¡Yo soy el verdadero soberano de Otranto!” Sin embargo, Matilde exclamó,. “¡Adiós todos…oren por mi…Teodoro…!” Y suspirando, Matilde entregó su alma al señor. Manfredo gritó fuera de sí. “¡Maldigo el día en que nací!” En ese momento se escuchó el infernal chirriar de una gigantesca armadura. ¡CRRIIICH! Manfredo exclamó, “¡S-Se acerca el fin!” Una serie de truenos cimbró todo el castillo, y sus piedras comenzaron a caer. Aterrados, todos huyeron de las habitaciones a los patios de Otranto. ¡BROOM! ¡CRAACK! Y ahí, vieron la última y más terrible de todas las apariciones. Manfredo exclamó, “¡Dios Mío!” Una gigante y portentosa figura de Alfonso se elevó en el castillo, destruyéndolo casi por completo. Su voz preternatural retumbó espantosamente, “¡Escuchad! ¡Teodoro es el auténtico heredero de Alfonso!” Poco a poco, la figura se elevó hacia el cielo tormentoso, y diciendo, “¡He conocido a vanidad del hombre!” Estruendósamente, el cielo se abrió y apareció San Nicolás, recibiendo a la sombra de Alfonso, entre una cascada de luces divinas. Y tras de un largo y meditabundo silencio, Manfredo cayó de rodillas, diciendo, “Lo confesaré todo.”

     Manfredo habló, “Durante las cruzadas, mi abuelo Ricardo envenenó a Alfonso, y además preparó un falso testamento que nos cedía Otranto. Pero al llegar aquí, San Nicolás le advirtió, en una especie de profecía, que perderíamos todo, al ir creciendo de tamaño el legítimo propietario de Otranto.” Jerónimo dijo, “Es por eso que el pecado de tu abuelo Ricardo recayó sobre Conrado y Matilde, la tercera y cuarta generación…”
     Manfredo dijo, en tono triste, “Debí acatar las profecías y los augurios…” Entonces, Manfredo reflexionó, y señalando a Teodoro dijo, “Pero…¿Cómo puede ser heredero de Alfonso? ¡Alfonso murió sin hijos!” Jerónimo dijo, “Yo les diré…hace muchos años, rumbo a Tierra Santa, en Sicilia, Alfonso tuvo un hijo con una doncella llamada Victoria. Se casó con ella, pero la dejó, y al saber ella que habia muerto, murió de pena poco después de dar a luz a una hija…” Hubo una pausa, y Jerónimo continuó, “Esa hija de Alfonso seria mi esposa, y por ello, Teodoro resulta nieto de aquel príncipe valiente…” Tras una pausa, Jerónimo agregó, “Tengo documentos que lo prueban todo…” Manfredo dijo, con la mirada caída, “¡El cielo ya probó la verdad! Te creo absolutamente…”

     Al día siguiente, el sol brilló como nunca en el principado de Otranto. Manfredo  firmó su abdicación en favor de Teodoro, y con su esposa Hipólita, se retiraron a un convento cercano a rogar por la absolución de sus terribles pecados. Poco después, Federico le ofreció a Teodoro la mano de Isabel, pero de momento, el heredero de Otranto se vio demasiado apenado para pensar en el amor. Isabel no buscó presionarlo. Pues también su corazón estaba enlutado por la muerte de la hermosa Matilde. Isabel dijo a Teodoro, “¡El señor le dará a Matilde la paz!” Pero, al paso de la reconstrucción de Otranto, las penas se fueron olvidando. Y finalmente sus corazones pudieron unirse, más allá de la tragedia que habían vivido.

     Federico de Vicenza volvió a sus dominios, y el padre Jerónimo, dedicó el resto de su vida, al servicio del Señor. Teodoro e Isabel se casaron, ya que Teodoro sabía que él solo podría vivir con alguien como Isabel, quien comprendería la melancolía que para siempre había tomado posesión de su alma.

Tomado de, Joyas de la Literatura, Año 1, No. 7, Enero 15 de 1984. Primera Adaptación: R. Bastien. Guión: Mercedes Arce. Segunda Adaptación: Jose Escobar.  

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