Club de Pensadores Universales

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jueves, 14 de julio de 2011

Las Puertas de la Percepción de Aldous Huxley

           Aldous Leonard Huxley nació el 26 de julio de 1894, y murió en noviembre 22, de 1963, a la edad de 69 años. Huxley fue un escritor Inglés y uno de los miembros más prominentes de la famosa familia Huxley. Él pasó la última parte de su vida en los Estados Unidos, viviendo en Los Angeles desde 1937 hasta su muerte en 1963. Mejor conocido por sus novelas, entre ellas Un Mundo Felíz y una producción de ensayos de una ámplia gama de intereses. Huxley también editó la revista Poesía de Oxford, y publicó cuentos, poesía, literatura de viajes, e historias y guiones para el cine.
       Aldous Huxley fue un humanista y pacifista, quien estuvo interesado, en la última etapa de su vida, en temas espirituales, como la parapsicología y la mística filosófica. También es bien conocido por abogar por la ingesta de drogas psicodélicas.
      
     Al final de su vida Huxley fue considerado, en algunos círculos académicos, como un líder del pensamiento moderno y un intelectual del más alto rango; reconocido como uno de los exploradores más importantes de la comunicación visual y las teorías relacionadas con la vista, también.(Wikipedia)
     
       Aldous Huxley, escritor, visionario y filósofo, fue uno de los pioneros más relevantes en el campo de la psicodelia. Nacido en el seno de una familia británica de reputada tradición intelectual, pasó su infancia entre libros, y a pesar de quedarse prácticamente ciego a raíz de una enfermedad que sufrió durante la adolescencia, su infinita curiosidad acabó por granjearle una renombrada fama de enciclopedia viviente.
      Pasaron los años y el interés de Huxley en el misticismo fue despuntando cada vez más, hasta el punto de concentrar toda su actividad intelectual en la redacción del libro, La Filosofía Perenne, un compendio de tradiciones espirituales orientales que apuntaban hacia el reencuentro del alma humana en contraposición a la amenaza de alienación que ofrecía la técnica. La vivencia directa de la trascendencia había desaparecido de nuestra desalmada sociedad mecánica, y Huxley se preguntaba si el olvido de esta experiencia no habría sido una pérdida inestimable para el ser humano.
       Fue a principios de los años 50 cuando Huxley decidió llevar a cabo su primera sesión con mezcalina, el alcaloide visionario del peyote. De esta primera experiencia nació el libro Las Puertas de la Percepción, un ensayo sobre arte y religión destinado a revolucionar la escena americana de los años siguientes.
     Hasta el mismo momento de su muerte Huxley desplegó una actividad incansable como divulgador de lo que la experiencia psicodélica podía aportar. En su último libro, Isla, describe un mundo sumido en la neurosis de la guerra, en el que un pequeño grupo de personas que habita en una isla conserva la sabiduría de la develación del alma. Los pacíficos miembros de esta sociedad tienen por costumbre ingerir unas misteriosas setas en el momento del tránsito, como vehículo para iluminar este trascendente momento de la vida -Huxley fue un firme defensor de que en el momento de la muerte la persona debería tener la mente más clara que en cualquier otro momento de la vida, por lo que rechazaba la administración de opiáceos y aspiraba a la claridad aportada por los psicodélicos.
        Fiel a su propia profecía, en el momento de su tránsito, Aldous Huxley pidió a su esposa que le administrara 100 mcg de LSD, hecho que más tarde fue alabado por E. Jünger como un gesto del más alto valor psiconáutico.
       Huxley se casó con María Nys (1899- 1955), una belga que conoció en Garsington, en 1919.
       Tuvieron un hijo, Matthew Huxley (1920-2005), quien tenía una carrera como escritor, antropólogo y epidemiólogo destacado. En 1955, María murió de cáncer de mama.
       En 1956 Huxley se casó con Laura Archera (1911-2007), también autor. Ella escribió Este Momento Atemporal, una biografía de Huxley.
        En 1960, a Huxley se le diagnosticó cáncer de laringe, y en los años que siguieron, con deterioro de su salud, escribió la novela utópica Isla. También dio conferencias sobre “Las Potencialidades Humanas” en el Instituto Esalen, que fueron fundamentales para la formación del Movimiento del Potencial Humano.
           En su lecho de muerte, incapaz de hablar, Huxley hizo una petición por escrito a su esposa Laura, para “LSD, 10 μg intramuscular.” De acuerdo con el relato de su muerte en, Este Momento Atemporal, ella complació con una inyección a las 11:45 am, y otra un par de horas después. Murió a la edad de 69 años, a las 5:20 de la tarde, el 22 de noviembre de 1963, algunas horas después del asesinato de John F. Kennedy.
     Las cenizas de Huxley fueron depositadas en la cripta familiar, en el cementerio Watts, casa de la Capilla Mortuoria Watts, en Compton, un pueblo cerca de Guildford, Surrey, Inglaterra.
       La cobertura de los Medios sobre el fallecimiento de Huxley, fue opacada por el asesinato del presidente John F. Kennedy, el mismo día, así como la muerte del autor Británico C. S. Lewis, quien también murió el 22 de noviembre. Esta coincidencia fue la inspiración de un libro de Peter Kreeft’s, Entre el Cielo y el Infierno: Un Dialogo en Algún Lugar Mas Allá de la Muerte con John F. Kennedy, C. S. Lewis, y Aldous Huxley.   
       Las Puertas de la Percepción es un libro de 1954 por Aldous Huxley donde detalla sus experiencias al tomar mezcalina. El libro toma la forma de una memoria de Huxley de un viaje de mezcalina, que tuvo lugar en el transcurso de una tarde. El libro  toma su título del poema de William Blake: El Matrimonio del Cielo y el Infierno.
       Huxley recuerda las introspecciones que experimentó, que van desde lo "puramente estético" a la "visión sacramental." También incorpora más tarde reflexiones sobre la experiencia y su significado para el arte y la religión.
         La mezcalina es el principal agente del cactus de peyote psicodélico, que se ha utilizado en ceremonias religiosas en la América indígena durante miles de años.
        Un farmacólogo alemán, Arthur Heffter, aisló los alcaloides del cactus de peyote en 1891. Estos incluían la mezcalina, la cual él mostró a través de una combinación de experimentos con animales y él, era el compuesto responsable de las propiedades psicoactivas de la planta.
       En 1919, Ernst Späth, otro químico alemán, sintetizó la droga.
       A pesar de que registros personales de ingesta de cactus habían sido escrito por los psicólogos como Weir Mitchell en los EE.UU. y Havelock Ellis en el Reino Unido durante la década de 1890, el germano-estadounidense Heinrich Kluver, fue el primero en estudiar sistemáticamente los efectos psicológicos, en un pequeño libro titulado Mezcal y Mecanismos de las Alucinaciones, publicado en 1928.
       El libro establece que el medicamento podría ser utilizado para la investigación de la mente inconsciente.
     En la década de 1930, un antropólogo estadounidense, Weston La Barre, publicó El Culto del Peyote, el primer estudio sobre el uso ritual del peyote entre los huicholes del oeste de México. La Barre señaló que los usuarios indígenas del cactus lo tomaron  para obtener visiones de profecía, curación y fortaleza interior.
       La mayoría de los proyectos de investigación psiquiátrica de la droga en la década de 1930 y principios de los 40 tendieron a examinar el papel de la droga en la imitación de la psicosis. En 1947, sin embargo, la Marina de los EE.UU. llevó a cabo el proyecto CHATTER, el cual examinó el potencial de la droga como un agente para revelar la verdad. En la década de 1950, cuando Huxley escribió su libro, la mezcalina era considerada todavía como un producto químico en investigación en lugar de un fármaco, y estaba incluido en el catálogo de Parke-Davis de substancias sin control.
      Huxley había estado interesado en los asuntos espirituales y había utilizado terapias alternativas desde hacía algún tiempo. En 1936 le dijo a T.S. Eliot que estaba empezando a meditar, y que usaba otras terapias también. La Técnica Alexander y el Método Bates tuvieron una importancia particular al guiarlo a través de sus crisis personales.
       A finales de los años treinta, Huxley se había interesado en la enseñanza espiritual de Vedanta y en 1945 publicó, La Filosofía Perenne, donde establece una filosofía que, según él creía, se encontraba entre los místicos de todas las religiones.
       Huxley había sabido por algún tiempo de experiencias visionarias a raíz de la ingesta de drogas en ciertas religiones no cristianas. Siendo más específico, Huxley escuchó por primera vez del uso de peyote en las ceremonias de la Iglesia Nativa Americana, en Nuevo México poco después de llegar a los EE.UU. en 1937.
        Llegó a estar consciente del ingrediente activo del cactus, la mezcalina, después de leer un trabajo académico escrito por Humphry Osmond, un psiquiatra británico que trabajaba en un hospital mental de provincia, en Saskatchewan a principios de 1952.
       El ensáyo de Osmond establecía los resultados de su investigación sobre la esquizofrenia usando mezcalina. Osmond había estado llevando a cabo la investigación con sus colegas, los doctores Abram Hoffer y Smythies John.
        En el epílogo de su novela histórica, Los Demonios de Loudon publicada a principios de ese año, Huxley había escrito que las drogas eran, "los atájos tóxicos hacia la auto-trascendencia." Para el escritor canadiense George Woodcock, Huxley había cambiado de opinión porque la mezcalina no era adictiva y además parecía no tener efectos secundarios desagradables físicos o mentales. También Huxley había encontrado que la hipnosis, auto hipnosis y meditación al parecer no producían los resultados que él quería.
       Después de leer el ensáyo de Osmond, Huxley le envió una carta el 10 de abril 1952 expresando su interés en la investigación y poniéndose a su disposición como un sujeto de experimentación. En su carta, Huxley le explicaba sus motivaciones, las cuales se basaban en la idea de que el cerebro es una válvula reductora de presión que limita la conciencia. Huxley le expresaba la esperanza de que la mezcalina pudiese ayudar a acceder a un mayor grado de conciencia, (una idea que más tarde incluyó en el libro). Al reflexionar sobre sus motivaciones, Woodcock escribió que Huxley se había dado cuenta que las formas de la iluminación eran muchas, y que la oración y la mediación eran algúnas técnicas, entre otras. Huxley esperaba también que las drogas pudieran romper las barreras del ego, y le llevasen tanto a la iluminación espiritual como a satisfacer su búsqueda como un amante del conocimiento.
       En una segunda carta, el 19 de abril, Huxley invitaba a Osmond a quedarse durante su visita a Los Ángeles, para que asistiera a la convención de la Asociación Psiquiátrica Americana. También le escribió diciendo que esperaba la experiencia con la mezcalina, asegurándole que su doctor no tenía ningún inconveniente con que él la tomára. Huxley había invitado a su amigo, el escritor Gerald Heard a participar en el experimento. A pesar de Heard estaba demasiado ocupado, se reunió con él para una sesión en noviembre de ese año.
      La Experiencia y la Composición: Osmond llegó a la casa de Huxley en West Hollywood el 3 de mayo, y escribió sus impresiones del famoso autor como un hombre tolerante y amable, a pesar de haber esperado otra cosa. El psiquiatra tenía sus dudas acerca de darle el medicamento a Huxley, y escribió que, "no le gustaba la posibilidad, aunque remota, de convertirse en el hombre que condujera a Aldous Huxley hacia la locura," sin embargo encontró en él al sujeto ideal. Huxley era "astuto, prosáico e iba al punto," y su esposa María, "eminentemente sensible." En general, se agradaron el uno al otro, algo muy importante en la administración de la droga. Lenta en tomar su efecto, Osmond vio que después de dos horas y media, la droga estaba ya trabajando, y después de tres horas Huxley estaba respondiendo bien. La experiencia duró ocho horas y ambos, Osmond y María, estuvieron con él en todo momento.
       La experiencia se inició en el estudio de Huxley antes que el grupo hiciera un viaje de siete cuadras al almacen El Búho de Drogas (Rexall), conocido como la Farmacia Más Grande del Mundo, en la esquina de Beverly y los bulevares de La Cienega. Huxley tenía una gran simpatía por la tienda y por la gran variedad de productos disponibles allí, en marcado contraste con la mucho menor selección existente en los dispensarios químicos ingleses.
      Allí él consideró una serie de pinturas en libros de arte. Para uno de sus amigos, los problemas de visión de Huxley se manifestaron, tanto en un gran deseo de ver como en un gran interés en la pintura, lo que influyó en la fuerte naturaleza visual y artística de su experiencia. Después de volver a casa para escuchar música, comer y pasear por el jardín, un amigo llevó al trío a las colinas dominando la ciudad. Las fotografías muestran a un Huxley de pie, alternando los brazos en las caderas y estirando hacia fuera con una sonrisa en su rostro. Finalmente, regresaron a casa y Huxley a la conciencia ordinaria. Uno de los amigos de Huxley, que se reunió con él ese día, dijo que a pesar de escribir acerca de usar pantalones de franela, en realidad había usando pantalones de mezclilla. Huxley admitió haber cambiado la tela debido a que María pensó que debería estar mejor vestido para sus lectores. Osmond más tarde dijo que había una foto del día que mostraba a Huxley usando franela.
       Después de la partida de Osmond, Huxley y María se fueron en un viaje de tres semanas, por 5 000 millas en auto alrededor de los parques nacionales del noroeste de los EE.UU. Después de regresar a Los Ángeles, Huxley tomó un mes para escribir el libro. Las Puertas de la Percepción fue el primer libro que Huxley dedicó a su esposa María.
     Harold Raymond, en su editora Chatto y Windus, dijo sobre el manuscrito: "Tú eres el conejillo de indias más elocuente con quien cualquier científico podría aspirar a relacionarse." El título fue tomado del poema de William Blake, El Matrimonio del Cielo y el Infierno:
"Si las puertas de la percepción fuesen limpiadas cada cosa aparecería al hombre tal como es, infinita. Porque el hombre las ha cerrado por sí mismo, hasta que lo ve todo a través de las grietas estrechas de su caverna." 
            Huxley había utilizado la metáfora de Blake, (quien a su vez la tomó de Platón) en Las Puertas de la Percepción al examinar las pinturas de Vermeer y los hermanos Nain.  Huxley ya había hecho esto anteriormente en su libro La Filosofía Perenne, primero en relación con el uso de la mortificación como medio para eliminar la miopía espiritual persistente y en segundo lugar, para referirse a la ausencia de separación (discernimiento) en la visión espiritual. A principios de los años cincuenta Huxley había sufrido un ataque debilitante de la Iritis, una afección ocular que consiste en la inflamación del Iris. Esto aumentó su preocupación por su ya empobrecida vista y gran parte de su trabajo en la primera parte de la década ofrecía metáforas de la visión y de la vista.
      El libro encontró una variedad de respuestas, tanto positivas como negativas,  de los escritores en el campo de la literatura, la psiquiatría, la filosofía y la religión. Estos incluyeron un simposio publicado en la revista Saturday Review con el título probable de, Mezcalina: Una respuesta a los Cigarrillos, incluidas las contribuciones de Huxley, JS Slotkin profesor de Antropología, y un médico, el Dr. WC De corte.  Para el poeta escocés Edwin Muir, "La experiencia del Sr. Huxley es extraordinaria y bellamente descrita."  Thomas Mann, el autor y amigo de Huxley, creía que el libro demostraba la evasión de Huxley. Pensaba que, si bien la evasión que se encuentra en el misticismo podía ser considerada honorable, las drogas no lo eran. La auto indulgencia estética de Huxley y la indiferencia de la humanidad llevaría al sufrimiento o a la estupidez, y llegó a la conclusión que el libro era irresponsable, aunque no completamente inmoral, en alentar a los jóvenes a probar la droga.
     Para la biógrafa y amiga de Huxley, la autora Sybille Bedford, el libro combinaba la sinceridad con la sencillez, y la pasión con la objetividad.  "Refleja la mente y el corazón abiertos para conocer lo dado, listo, y aún deseoso, para aceptar lo maravilloso. Las Puertas de la Percepción es un libro tranquilo. Es uno que también postula una buena voluntad, la elección, una vez más de la hipótesis más noble. Pero resultó que, para ciertos temperamentos, era un libro seductor." Para el biógrafo David King Dunaway Las Puertas de la Percepción, junto con El Arte de Ver, pueden ser vistos como lo más cercano que nunca Huxley llegó a la escritura autobiográfica.
     Respuestas psiquiátricas incluyeron las de William Sergeant, el psiquiatra británico polémico, que revisó el libro en la revista British Medical Journal y en particular, se centró en las reflexiones de Huxley sobre la esquizofrenia.
       Sergant escribió que el libro trajo a la luz el sufrimiento mental de los esquizofrénicos, que debería hacer estremecer a los psiquiatras, e inquietarlos por su incapacidad para aliviar esto. Además, esperaba que el libro alentaría la investigación de los aspectos fisiológicos, y no psicológicos, de la psiquiatría.
       Otros investigadores médicos cuestionaron la validez del relato de Huxley. De acuerdo con Ronald Fisher, el libro contenía, “un 99% de Aldous Huxley, y solo medio gramo de mezcalina,” Mientras que Joost AM Meerloo encontró las reacciones de Huxley, “no necesariamente semejantes...a las experiencias de otras personas.”  Para Steven J. Novak, Las Puertas de la Percepción (y el Cielo y el Infierno) redefinió el tomar mezcalina (y el LSD, aunque Huxley no lo había tomado hasta después de que él escribió los dos libros) como una experiencia mística con posibles beneficios psicoterapéutico. Los médicos habían pensado previamente en la droga en términos de imitar un episodio psicótico, conocido como psicotomimésis.  La popularidad del libro también afectó la investigación de estas drogas, porque los investigadores necesitan una muestra aleatoria de sujetos sin ideas preconcebidas acerca de la droga con el fin de llevar a cabo experimentos, y esto llegaba a ser algo muy difíciles de encontrar.
       En el campo de la religión, el amigo de Huxley y mentor espiritual, el Vedanta monje Swami Prabhavananda, pensaba que la mezcalina era un camino ilegítimo a la iluminación, una “herejía mortal,” como Christopher Isherwood lo puso. 
        Martin Buber, el filósofo religioso judío, atacó la noción de Huxley de que la mezcalina podía participar en el “ser común,” y sostuvo que la droga introdújo a los usuarios, “sólo a un ámbito estrictamente privado.” Filosóficamente, él creía que las experiencias con drogas eran días de fiestas, “desde donde la persona participa en una comunidad de logos y el cosmos, días de fiesta con el recordatorio muy incómodo para uno mismo de estarse verificando que uno es esa persona.” Según Buber, el hombre debe dominar, resistir y cambiar su situación, o incluso salir de ella, "pero el vuelo fugitivo que reclama una situación donde el hombre es impotente, no es un asunto legítimo del hombre."
        Fue probablemente la crítica de, Las Puertas de la Percepción propuesta por Robert Charles Zaehner, profesor de la Universidad de Oxford, la más completa y más temprana desde la perspectiva religiosa y filosófica. En 1954, Zaehner publicó un artículo titulado La Amenaza de la Mezcalina, en donde afirmaba que, “la interferencia artificial con la Consciencia,” no tenía nada que ver con la “Visión Beatífica,” de los Creyentes.
     Zaehner amplió esta crítica en su libro, Misticismo Sagrado y Profano (1957), la cual actúa también como una respuesta teísta  a lo que él ve como el monismo de Huxley, que aparece en el libro de Huxley titulado, Filosofía Perene. Aunque Zaehner reconoció la importancia de, Las Puertas de la Percepción como un desafío a las personas interesadas en la experiencia religiosa, también señaló lo que consideraba como inconsistencias y auto-contradicciones en el texto. Zaehner concluye que las aprehensiones de Huxley bajo la mezcalina se vieron afectadas por su profunda familiaridad con el Vedanta y el Budismo Mahayana. Por lo tanto, la experiencia no puede ser la misma para otros que toman el medicamento y no tienen estos antecedentes, a pesar de que, sin duda, experimentarán una transformación de sus sensibilidades. Zaehner era un converso al catolicismo.
      El comentario de Huxley de que el anhelo de trascender a sí mismo es, “uno de los principales apetitos del alma,”  es cuestionado por Zaehner. Todavía hay personas que no sienten este deseo de escapar, y la religión en sí misma no tiene por qué significar escapar del ego. Zaehner critica lo que él ve como la llamada aparente de Huxley para todas las religiones al uso de drogas (incluyendo alcohol) como parte de sus prácticas. Citando a las proscripciones de San Pablo contra la embriaguez en la iglesia, en 1 Corintios 11, se señala que los estados de éxtasis artificial y unión espiritual con Dios no son los mismos.
      Sosteniendo que hay similitudes entre la experiencia de la mezcalina, la manía en una psicosis maníaco-depresiva, (Desorden Bipolar) y las visiones de Dios de un santo místico sugiere, para Zaehner, que las visiones de los santos deben ser las mismas que las de un loco. La personalidad se disipa en el mundo, para Huxley bajo la mezcalina, y para la gente bajo un estado maníaco, lo que es similar a la experiencia de la naturaleza mística. Sin embargo, esta experiencia es diferente de la mística teísta que se absorbe en un Dios, que es muy diferente del mundo objetivo.
       Los apéndices de Misticismo Sagrado y Profano incluyen tres relatos de experiencias con mezcalina, incluidos los de Zaehner mismo. Él escribe que fue transportado a un mundo sinsentido absurdo y señala que la experiencia fue interesante y divertida, pero no religiosa.
        Poco después de la publicación de su libro, Huxley escribió a Harold Raymond de la editora Chatto y Windus, que le parecía extraño que cuando Hilaire Belloc y GK Chesterton escribieron las alabanzas de alcohol, aún se les siguió considerando como buenos cristianos, mientras que cualquier persona que sugería otras vías para la auto-trascendencia era acusado de ser un adicto a las drogas y pervertidor de la humanidad. Más tarde, Huxley respondió a Zaehner en un artículo publicado en 1961: “Para la mayoría de aquellos a quienes la experiencia se les ha concedido, su valor es evidente por sí mismo. Según el Dr. Zaehner, autor del libro, Místicísmo Sagrado y Profano, su inducción deliberada se considera inmoral. A lo cual, su colega, el profesor Price, replicó con vigor, ‘¡Habla por ti!, [o sea, el efecto de la experiencia es relativo]’”
       Huston Smith, profesor de religión y filosofía se opuso a la creencia de que el libro Misticismo Sagrado y Profano, había examinado plenamente y rebatido los argumentos que Huxley hizo en, Las Puertas de la Percepción. Smith afirma que las sustancias que cambian la conciencia, se han relacionado tanto con la religión, como a lo largo de la historia y en todo el mundo.  Además, es posible que muchos puntos de vista religiosos tuviesen su origen en ellos, y que cayeron en el olvido después. Reconociendo que la personalidad, la preparación y el medio ambiente juegan un papel en los efectos de las drogas sobre quien las toma, Huston Smith llama la atención sobre la evidencia que sugiere que el resultado de la experiencia religiosa no puede limitarse al temperamento de Huxley. Además, porque la experiencia de Zaehner no fue religiosa, no significa que no lo será. Al contrario de Zaehner, Huston Smith llama la atención sobre la evidencia que sugiere que estos fármacos pueden facilitar la experiencia mística teísta.
       Como las experiencias místicas de ocurrencia natural y las estimulas por drogas no se pueden distinguir fenomenológicamente, Huston Smith considera la posición de Zaehner con respecto a Misticismo Sagrado y Profano, como producto del conflicto entre ciencia y religión, puesto que la religión tiende a ignorar los resultados de la ciencia. Sin embargo, aunque estos fármacos pueden producir una experiencia religiosa, no tiene por qué producir una vida religiosa, a menos que se establezcan dentro de un contexto de fe y disciplina. Finalmente, concluye que las drogas psicodélicas no deben ser olvidadas en su relación con la religión, porque el fenómeno de la reverencia religiosa, o el encuentro con lo sagrado, está disminuyendo y la religión no puede sobrevivir mucho tiempo en su ausencia.
     Huxley continuó tomando ésta sustancia varias veces al año hasta su muerte, pero con una estructura mental seria y templada. Rechazó hablar sobre las sustancia fuera de reuniones científicas. Declinó una invitación para hablar de ello en la televisión y se negó a tomar la dirección de una fundación dedicada al estudio de las drogas psicodélicas, explicando que ello era sólo uno de sus diversos intereses.
     Para Philip Thody, un profesor de literatura francesa, las revelaciones de Huxley lo hicieron  consciente de las objeciones que se habían presentado a su teoría de misticísmo establecido en Eyeless in Gaza y Grey Eminence, y por lo tanto Island revela una filosofía más humana. Sin embargo, este cambio en la perspectiva puede estar dondequiera. En octubre de 1955, Huxley tuvo una experiencia bajo el LSD, que él consideró más profunda que la que se detalla en Las Puertas de la Percepción. Huxley estaba tan abrumado que confesó que sus experimentos anteriores, los que se detallan en Las Puertas de la Percepción y El Cielo y El Infierno, habían sido simplemente juegos de entretenimiento. 
       Huxley escribió en una carta enviada a Humphry Osmond, donde explicó que él mismo experimentó, "lo directo, la consciencia total, desde el interior, por así decirlo, del amor como el hecho cósmico primario y fundamental ... yo era este hecho, o tal vez sería más exacto decir que este hecho ocupaba el lugar donde yo había estado ... . Y las cosas que habían llenado por completo mi atención en aquella primera ocasión, ahora percibo como tentaciones, la tentación de escapar de la realidad central, hacia una falsa, o por lo menos imperfectos y parciales Nirvanas de la belleza y el mero conocimiento.”  La experiencia abrió el camino hacia el último capítulo de su libro, La Isla. Esto plantea una cuestión problemática. ¿Era mejor seguir un cuidadoso curso de la experimentación psicológica…o el valor real de estos medicamentos consistió en, “estimular el tipo más básico de éxtasis religioso?”
       Una gran variedad de influencias han sido atribuidas al libro. Al proselitísta psicodélico, Timothy Leary, le fue dado el libro por un colega, poco después de regresar de México donde se había tomado por primera vez hongos de psilocibina, en el verano de 1960. Él encontró que el libro, Las Puertas de la Percepción corroboró lo que había experimentado y “Más cosas.” Leary pronto planeó una reunión con Huxley y los dos se hicieron amigos. El libro también puede ser visto como una parte de la historia del modelo enteógeno para la comprensión de estos fármacos, que los ve en un contexto espiritual. Visto en una cultura más amplia, el experimento de Huxley puede ser visto, junto a las obras de otros artistas como John Cage y Jackson Pollock, como propuestas de un modelo de imaginación opuesto a las simbólicas, estructuras de representación que habían gobernado el pensamiento occidental durante siglos. A pesar de esta nueva dirección no se puede atribuir enteramente a la mezcalina o a Huxley, logró un fuerte impacto en la política, el arte y la religión. (Wikipedia)
Las Puertas de la Percepción de Aldous Huxley
       Fue en 1886 cuando el farmacólogo alemán llamado Ludwig Lewin publicó el primer estúdio sistemático del cactus, al que después se le daría el nombre científico de Anhalonium Lweimi. Para la religión primitiva y los indios de México y del suroeste de los Estados Unidos, el cactus era un amigo de tiempo inmemorial. Uno de los primeros visitantes españoles al Nuevo Mundo, escribió que esos indios, “comen una raíz que llaman Peyotl, a la que veneran como una deidad.”
       La importancia del peyotl fue comprobada cuando psicólogos como Jaensch, Havelock Hellis, y Weir Mitchell,  iniciaron experimentos con la mezcalina, la substancia actíva del peyote. Administrada en dosis adecuadas, el peyote cambiaba la cualidad de la conciencia más profundamente, y era al mismo tiempo, menos tóxica que cualquier otra substancia del repertorio de la farmacología. Desde entonces, la investigación ha continuado a tal grado que los químicos han logrado aislar el alcaloide y han aprendido a sintetizarlo. Neurólogos y fisiólogos han averiguado algo acerca de cómo actúa la mezcalina sobre el sistema nervioso central.
       Hasta hace dos o tres años (1952), un joven psiquiatra inglés que trabaja en Canadá, notó la estrecha semejanza que existe entre la composición química de la mezcalina y la adrenalina. Posteriormente se reveló que el ácido lisérgico, un alucinógeno muy poderoso que se obtiene del cornezuelo del centeno, tiene con ambas una relación bioquímica estructural. Después se descubrió que el adrenocromo, que es un producto de la descomposición de la adrenalina, puede producir muchos de los síntomas observados en la intoxicación con la mezcalina. Sin embargo, el adrenocromo se produce de manera natural en el cuerpo humano. En otras palabras, los seres humanos somos capaces de producir una substancia química que, según se sabe, administrada en dosis mínimas, causa profundos cambios en la conciencia. Muchos de éstos cambios son análogos a los cambios que se manifiestan en una de las enfermedades más características del siglo XX: La esquizofrenia. ¿Será que la locura tiene por causa un desorden químico?
         Invitado por un investigador en California, a fungir como “Conejillo de Indias,” una mañana de mayo de 1953 ingerí cuatro décimas de gramo de mezcalina, disueltas en medio vaso de agua y me senté a esperar los resultados.
          Vivimos juntos y actuamos y reaccionamos los unos sobre los otros, pero siempre, en todas las circunstancias, estamos solos. Los mártires entran en el circo tomados de la mano, pero son crucificados aisladamente. Abrazados, los amantes tratan desesperadamente de fusionar sus aislados éxtasis en una sola auto trascendencia, pero es en vano. Por su misma naturaleza, cada espíritu con una encarnación está condenado a padecer y gozar en la soledad. Las sensaciones, los sentimientos, las intuiciones, imaginaciones y fantasías son siempre cosas privadas y, salvo por medio de símbolos y de segunda mano, incomunicables.
         La inteligencia en su propio lugar, y los lugares habitados por los locos y los excepcionalmente cuerdos, son tan diferentes de aquellos en que viven los hombres y mujeres corrientes, que hay poco o ningún terreno común de memoria que pueda servir de base para la comprensión o la comunidad de sentimientos. Se pronuncian palabras, pero son palabras que no ilustran. Las cosas y los acontecimientos a que los símbolos hacen referencia, pertenecen a campos de experiencia que se excluyen mutuamente.
         Así me parece casi indudable que nunca sabré qué se siente cuando se es un Sir John Falstaff o un Joe Louis. En cambio, siempre me ha parecido que, por ejemplo mediante la hipnosis o la auto hipnosis, por medio de una meditación sistemática o también tomando la droga adecuada, es posible cambiar mi modo ordinario de conciencia hasta el puntos de quedar en condiciones de saber, desde dentro, de que hablan el visionario, el médium, y hasta el místico. Por lo que había leído sobre las experiencias con la mezcalina, creía que la droga me haría entrar, en la clase de mundo interior descrito por Blake, un mundo lleno de visiones geométricas multicolores. Pero no sucedió lo que yo creía, pues no había tenido en cuenta algo que era evidente: las idiosincrasias de mi formación mental, los hechos de mi temperamento, mi preparación y mis hábitos.

     Siempre he sido poco imaginativo. Las palabras de los poetas no evocan imágenes en mí. Solo cuando tengo mucha fiebre mis imágenes mentales adquieren  una vida independiente. Sin embargo, media hora después de tomar la droga, advertí una lenta danza de luces doradas. En otro momento, cuando cerré los ojos, se me reveló un complejo de estructuras grises dentro del que surgían esferas azuladas que iban adquiriendo intensa solidéz y, una vez completamente surgidas, ascendían si ruido hasta perderse de vista.
        Pero jamás hubo rostros en forma de hombres o animales. El otro mundo al que la mezcalina me daba entrada no era el de las visiones; existía allí mismo en lo que podía ver con los ojos abiertos. Hora y media después estaba sentado en el estúdio con la mirada fija en un florerito de cristal. Aquella mañana me había llamado la atención la viva disonancia de los colores. Pero no se trataba ya de eso. No contemplaba ahora unas flores. Estaba contemplando lo que Adán había contemplado la mañana de su creación: el milagro, momento por momento de la existencia desnuda. Durante esta parte del experimento se grabaron todas las conversaciones en un dictáfono. Alguien me preguntó: ¿Es agradable? Yo contesté: “Ni agradable ni desagradable. Simplemente, es.”
    
       Platón parece haber cometido el enorme y absurdo error de haber separado el Ser del devenir, e identificarlo con la abstracción matemática de la idea. Aquello era vida eterna, un perpetuo perecimiento que era puro Ser. Era un puñado de particularidades insignificantes y únicas en las que cabía ver, por una indecible y evidente paradoja, la divina fuente de toda existencia. Al ver las flores, me vinieron a la mente palabras como Gracia y Transfiguración. Por primera vez comprendí, no al nivel de las palabras, sino precisa y completamente a que hacías referencia esas prodigiosas palabras: Ser-Conocimiento-Bienaventuranza. Recordé unas palabras que había leído en un ensayo de Suzuki, donde un novicio de un monasterio zen le pregunta al maestro, “¿Qué es el Dharma-Cuerpo del Buda?” Dharma-Cuerpo del Buda es otra forma de decir Inteligencia, Divinidad, Vacío, Identidad. El maestro contesta: “El seto al fondo del jardín.” El novicio pregunta: “Y el hombre que comprende ésta verdad ¿Qué es? ¿Puedes decírmelo?” El maestro contesta: “Un león de dorado pelaje.”
     
       Cuando lo leí, no fue para mí más que un desatíno con un algo dentro vagamente presentido. Ahora todo era claro como el día, evidente como Euclides. Los libros que cubrían las paredes de mi estúdio, brillaban con colores vivos al igual que las flores. El investigador me preguntó: “¿Qué me dices de las relaciones espaciales?” Las relaciones espaciales habían dejado de importar mucho en mi mente. Estaba percibiendo el mundo en términos que no eran los de las categorías espaciales. En tiempos ordinarios, el ojo se dedica a problemas como: “¿Dónde? ¿A qué distancia? ¿Cuál es la situación respecto a tal o cual cosa?” En la experiencia de a mezcalina, las preguntas implícitas a las que el ojo responde, son de otro orden. El lugar y la distancia dejan de tener mucho interés. La mente obtiene su percepción en función de identidad de existencia, de profundidad de significado, de relaciones dentro de un sistema.
    
      Esto no significaba la abolición de la categoría del espacio. Cuando me levanté y caminé, pude hacerlo con absoluta normalidad, sin equivocarme en cuanto al paradero de los objetos. El espacio seguía allí, pero había perdido su importancia. La mente se interesaba primordialmente no en las medidas y en las colocaciones, sino en el ser y en el significado. Y junto a la indiferencia por el espacio, había igualmente una completa indiferencia por el tiempo. Cuando el investigador me pedía que le dijera lo que sentía acerca del tiempo, todo lo que contestaba era: “Se diría que hay tiempo de sobra.”
    
       El investigador hizo que mi atención pasára de los libros a los muebles. Había una mesita de máquina de escribir, una silla de mimbre y una mesa. Los tres muebles se unían en una composición que parecía a una pintura de Braque, o Juan de Gris, una naturaleza muerta que, según se advertía, se relacionaba con el mundo objetivo, pero expresándolo sin profundidad, sin ningún afán de realismo fotográfico. Veía a los muebles no en su función utilitaria, sino en su función estética, interesado en las formas. Las patas de la silla, por ejemplo, ¡Qué maravillosamente tubulares eran, y que extraordinariamente pulidas. No era mera contemplación de esas patas de bambú, sino yo mismo estaba siendo ellas.
     
        Al reflexionar sobre mi experiencia, me sentí de acuerdo con el eminente filósofo de Cambridge, el doctor, C.D. Broad cuando mencionó la teoría que Bergson presentó en relación con la memoria y la percepción de los sentidos. Según estas ideas, la función del cerebro, el sistema nervioso y los órganos sensoriales es principalmente iluminativa, no productiva. Cada persona en cada momento tiene el potencial de recordar cuanto le ha sucedido y de percibir cuanto está sucediendo en cualquier parte del universo. La función del cerebro y del sistema nervioso es protegernos. Para ello, el cerebro tiene que impedir que quedemos abrumados y confundidos por ésta masa de conocimientos en gran parte inútiles y sin importancia. El cerebro tiene que dejar fuera lo que de otro modo percibiríamos o recordaríamos en cualquier momento. Por lo tanto, el cerebro tiene que admitir únicamente una muy reducida y especial selección que tiene probabilidades de sernos prácticamente útil. De acuerdo a ésta teoría, cada uno de nosotros es potencialmente Inteligencia Libre. Pero en la medida en que somos animales, lo que nos importa es sobrevivir a toda costa. Para que la supervivencia biológica sea posible, la Inteligencia Libre tiene que ser regulada mediante la válvula reductora del cerebro y del sistema nervioso. Para formular y expresar el contenido de éste reducido conocimiento, el hombre ha inventado e incesantemente elaborado esos sistemas de símbolos y filosofías implícitas que denominamos lenguajes.
    
        Cada individuo se convierte enseguida en el beneficiario y la victima de la tradición lingüística en la que ha nacido. Se beneficia porque el lenguaje le procura acceso a las acumuladas constancias de la experiencia ajena. Pero también es víctima, porque cree que este reducido conocimiento es el único, hechizando su sentido de la realidad, tomando los conceptos por datos y las palabras por cosas reales. Lo que la religión llama “Mundo Terrenal” es el universo del conocimiento reducido, expresado, y petrificado por el lenguaje.
 
       Sin embargo, ciertas personas parecen nacidas con una especia de “válvula adicional” que permite trampear la “válvula reductora.” Otros adquieren el mismo poder ya sea espontáneamente o como resultado de deliberados “ejercicios espirituales,” de la hipnosis, o de las drogas.
    
       El cerebro cuenta con una serie de sistemas de enzimas que sirven para coordinar sus operaciones. Algunas de estas enzimas regulan el suministro de glucosa a las células cerebrales. La mezcalina impide la producción de éstas encimas determinadas y disminuye así la cantidad de glucosa a disposición de un órgano que tiene una constante necesidad de azúcar. ¿Qué sucede cuando la mezcalina reduce la normal ración de azúcar del cerebro?
1)    La capacidad de recordar y de “pensar bien” queda poco o nada reducida.
2)    Las impresiones visuales se intensifícan mucho y el ojo recobra parte de esa inocencia perceptiva de la infancia cuando el sentido no está inmediata y automáticamente subordinado al concepto. El interés por el espacio disminuye y el interés por el tiempo, casi se reduce a cero.
3)    La voluntad experimenta un cambio profúndo y no para bién. Quien toma mezcalina no ve razón alguna para hacer nada determinado y juzga carentes de todo interés a la mayoría de las causas por las que en otro momento estaría dispuesto a actuar y sufrir. Hay cosas mejores en qué pensar.
4)     Esas cosas mejores se experimentan en ambos mundos interior y exterior, o simultáneamente, y pueden ser experimentadas por todo tomador de mezcalina con un hígado sano y un ánimo sereno.
     Cuando la persona se queda sin azúcar, el ego se siente débil, desnutrido, y se resiste a hacer los quehaceres necesarios. En la fase final de la desaparición del ego, hay un “oscuro conocimiento” de que Todo está en todo, de que Todo es realmente cada cosa. Yo supongo que esto es lo más que una inteligencia finita puede acercarse a “percibir cuanto esté sucediendo en todas las partes del Universo.”
    
         Según Von Frisch, las abejas solo reconocen unos cuantos colores. El muy desarrollado sentido del color que tiene el hombre es un lujo biológico. Es precioso para el hombre como ser intelectual y espiritual, pero innecesario para su supervivencia como animal. (293)
     Cuatro o cinco horas después, cuando se estaban desvaneciendo los efectos de una escaséz cerebral de azúcar, fui llevado a dar una pequeña vuelta por la ciudad. Esto incluía, hacia el anochecer, lo que modestamente se llamaba La Mayor Droguería del Mundo. Allí tomé un libro de arte. Era sobre Van Gogh, y el cuadro en el que el libro se abrió era La Silla. La silla que Van Gogh había visto era evidentemente la misma que en esencia yo había visto. Pero, aunque incomparablemente más real que la silla de la percepción ordinaria, la silla de su cuadro no pasaba de ser un símbolo desusadamente expresivo del hecho, el cual había sido “Identidad Manifestada;” esto, en cambio era únicamente un emblema.
      Emblemas así son las fuentes del verdadero conocimiento acerca de la naturaleza de las cosas, y este verdadero conocimiento puede preparar a la inteligencia que lo acepta para intuiciones inmediatas por propia cuenta. Sin embargo, por expresívos que parezcan, los símbolos no pueden ser las cosas que representan. ¿Qué clase de cuadros contempló Eckhart, San Juan de la Cruz, Alcunio? Sospecho que la mayoría de los “Grandes Conocedores de la Identidad” dedicaron muy poca atención al arte. Supongo que el arte es únicamente para principiantes, para quienes se contentan con símbolos y no con lo que significan; con el menú elegantemente presentado en lugar de la comida real.
    
        Devolví el Van Gogh a su sitio y tomé el volumen que estaba a su lado. Era un libro sobre Botticelli. Lo hojeé. El Nacimiento de Venus, nunca fue uno de mis favoritos. Luego un cuadro poco conocido: Judit. No me llamó la atención la pálida cara de la neurótica heroína, o la hirsúta cabeza de la víctima, sino la purpúrea seda del corpiño y de las largas faldas, agitadas por el viento, de la figura principal. Lo mismo me había sucedido en la mañana, entre los muebles y las flores, cuando miré los pliegues de mi pantalónes. ¡Qué laberinto de complejidad! Todo eso se hallaba también en el cuadro de Botticelli. Los seres humanos civilizados llevamos ropa. No puede haber cuadros sin representación de figuras textiles. Es evidente que los artistas siempre han tenido afición al ropaje por el ropaje. Aquí están los inquietantes mantos y túnicas viscerales del Greco y los duros, retorcidos y llameantes pliegues en los que Cósimo Tura envuelve sus figuras.
     O consideremos a Watteau: sus personajes pisan aterciopelados céspedes. Watteau halla expresión  no en los rostros o las acciones de los personajes, sino en el relieve y la textura de las faldas de tafetán. Hay una incesante modulación de tono sobre tono. El artista esta congénitamente equipado para ver todo el tiempo lo que los demás vemos únicamente bajo la influencia de la mezcalina. La percepción del artista no está limitada a lo que es biológico o socialmente útil. Para el artista y para el que toma mezcalina, los ropajes son jeroglíficos vivos que representan, de un modo peculiarmente expresívo, el insondeable misterio del Ser puro. Al observar las faldas de Judit, comprendí que Botticelli y muchos otros habían contemplado los ropajes con los mismos ojos transfigurados que yo había tenido esa mañana. Porque la gloria y la maravilla de la existencia pura pertenecen a otro orden más allá del poder de expresión que tiene el arte más elevado.
    
              “Así es como deberíamos de ver” dije. “Sin embargo, si viéramos siempre así, no querríamos hacer otra cosa.” Entonces ¿Qué sería de los demás? ¿Qué de las relaciones humanas? En la grabación de las conversaciónes de aquella mañana hallo constantemente la pregunta, “¿Qué hay de las relaciones humanas?”  ¿Cómo se podría conciliar ésta bienaventuranza sin tiempo, de ver como se debería ver, con los deberes temporales de hacer lo que se debería hacer, y de sentir lo que se debería de sentir?   
    
          En esta fase del experimento, me mostraron una representación del Autorretrato de Cezanne. La cabeza adquirió muy pronto una tercera dimensión y surgió a la vida como un duendecillo que se asomára a la ventana de la página que yo tenía delante. Me eché a reír.
       El pintor Jan Vermer estaba triplemente dotado, y podía ver la Identidad en toda su celestial belleza y expresarla en una sutil y suntuosa naturaleza muerta. Más recientemente hemos tenido a Vuillard, el pintor, en sus mejores momentos, de cuadros inolvidablemente esplendidos del dharma cuerpo manifestado en un dormitorio burgués.
       ¿Cómo esta percepción purificada podía conciliarse con el debido interés por las relaciones humanas, con los necesarios quehaceres y deberes, para no hablar de la caridad y la compasión práctica? Se renovaba el muy viejo debate entre los activos y los contemplativos. Porque, hasta esta mañana conocía la contemplación en sus formas más humildes y ordinarias, como un pensar discursívo; como el trance creador en poesía, pintura o música; como una paciente espera de esa inspiración sin la que el mas prosáico escritor puede aspirar a realizar nada; como un sistemático silencio que lleva a veces atisbos de un “oscuro conocimiento.” Pero ahora conocía la contemplación en sus cumbres, mas no en su plenitud. Porque en la plenitud, el camino de María incluye el camino de Marta, y lo eleva, por decirlo así, a su propio poder superior.
         La mezcalina abre el camino de María, pero cierra el camino de Marta. La mezcalina procura acceso a la contemplación, pero a una contemplación que es incompatible con la acción y hasta con la voluntad de actuar. En los intervalos entre sus revelaciones, el tomador de mezcalina se inclina a la impresión de que, si bién, en cierto aspecto todo es supremamente como debe ser, en otro hay algo que anda mal. La mezcalina no puede  resolver nunca este problema; solo puede plantearlo, de modo apocalíptico, a aquellos que nunca se habían visto ante él. Por encima del quietista está el contemplatívo-actívo, el santo, el hombre que, en palabras de Eckhart, está dispuesto a bajar del séptimo cielo para llevar un vaso de agua a su hermano enfermo. Para el Bodhisattva, la Identidad y el mundo de las contingencias son una misma cosa. Para su compasión sin límites cada una de estas contingencias es una ocasión, no solamente de comprensión transfiguradora, sino también de la caridad más práctica. Los pintores son eminencias inaccesibles. Esa memorable mañana de mayo, no podía más que estar agradecido a una experiencia que me había mostrado, más claramente que nunca antes, la naturaleza última del problema y su solución completamente liberadora.
    
       No hay forma de contemplación, incluyendo la quietista, que no posea valores éticos. La mitad de toda la moral es negativa y consiste en no hacer nada malo. El contemplativo unilateral deja sin hacer muchas cosas que debería hacer, pero compensa esto absteniéndose de infinidad de ellas que estaría mal hacer. Pascal observó que la suma del mal disminuiría mucho si los hombres aprendieran a quedarse sentados en sus habitaciones. El contemplativo cuya percepción ha sido purificada puede dedicarse a sus cosas satisfecho de ver el divino orden de las cosas participando sin tener la tentación de aceptar las “Sucias Dádivas del mundo.” Cuando nos sentimos los únicos herederos del universo, cuando por nuestras venas el mar discurre y nuestras joyas son las estrellas, cuando todo lo que percibimos es infinito y santo, ¿qué razones podemos tener para la codicia o la ambición, para buscar el poder o formas de placer mas funestas? No es probable que los contemplativos se conviertan en fulleros, alcahuetes o borrachos; por lo general no predican la intolerancia ni hacen la guerra; no juzgan necesario robar, estafar ni explotar a los pobres.
    
        Pasé por indicación del investigador al retrato de Cezanne a lo que estaba ocurriendo dentro de mi cabeza cuando cerraba los ojos.  El campo visual estaba lleno de estructuras, como de material plástico o de estaño esmaltado, de brillantes colores y constante cambio. Estos bastos móviles de hojalata y plástico eran mis contribuciones personales al Universo. La mezcalina me había procurado temporalmente la facultad de ver cosas con los ojos cerrados, pero no pudo revelar un paisaje interior que fuera comparable a mis flores, mi silla, o mis pantalones “allí afuera.”   
    
         La mayoría de los imaginatívos se transforman con la mezcalina en visionarios. Algunos de ellos no necesitan transformación; son visionarios todo el tiempo. La especie mental a la que Blake pertenecía está muy difundída, hasta en las sociedades urbanas industriales de nuestros días.
       El visionario sin talento puede percibir una realidad interior no menos tremenda, hermosa y significativa que el mundo contemplado por Blake, pero carece totalmente de la capacidad de expresar, en símbolos literarios o plásticos, lo que ha visto. El hombre ha atribuído más importancia al paisaje interior que a las exigencias objetivas, así como a lo que vela con los ojos cerrados una significación espiritualmente más alta que a lo que veía con los ojos abiertos. ¿La Razón? La familiaridad engendra el desdén, y el cómo sobrevivir es un problema cuya urgencia va de lo crónicamente tedioso al autentico tormento. En el mundo exterior, tenemos que esforzarnos por vivir. En el mundo interior, no hay en cambio ni trabajo ni monotonía. No es extraño que los hombres en su búsqueda de lo divino hayan mirado hacia adentro. Los taoístas y budistas zen se distinguen del cristianismo por la doctrina del pecado. Sin embargo Lallemant decía en el siglo XVII algo con sentido: “Nada nos debe asombrar en la Naturaleza, con la sola excepción que la Encarnación de Cristo.” Hoy sonaría a locura esta frase que niega y condena al mundo.
    
         La elevación de la pintura de paisaje al rango de arte mayor se produjo en China hace unos mil años, en Japón hace unos seiscientos, y en Europa hace unos trescientos. Se unió el naturalismo taoísta con el trascendentalismo budista. Fue en el Lejano Oriente donde los paisajistas consideraron conscientemente su arte como religioso. En Occidente, la pintura religiosa consistía en retratar a santos personajes, en ilustrar textos sagrados. Los paisajistas se consideraban a sí mismos artistas del siglo. Hoy reconocemos en Seurat a uno de los supremos maestros de lo que podría ser llamada pintura mística de paisajes.
          Sin embargo, este hombre que fue capaz de expresar el Uno en los muchos, se indignaba cuando alguien ele alababa por la “poesía” de su trabajo. “Yo me limíto a aplicar el sistema,” decía. Lo mismo sucedió cuando Blake le dijo a John Constable, “Esto no es dibujo; sino inspiración,” Constable dijo, “Yo he tratado que sea dibujo.” Ambas partes tenían razón: las pinturas eran ambas cosas a la vez. El boceto era una expresión imperfecta, pero a la vez una contemplación, una visión, como las de Blake, de los “originales maravillosos.” La pintura de paisaje del siglo XIX fue abandonada, sin embargo, los pintores continuaron buscando en ese mundo arquetípico donde los hombres han hallado siempre las materias primas del mito y de la religión. ¿Dónde había visto antes esas chucherías de hojalata y materias plásticas? En cualquiera de las galerías que exponen lo último en arte no figurativo.
    
         Alguien trajo un fonógrafo y puso un disco. Escuché con placer, pero no experimenté nada comparable a los apocalipsis de flores y franela que había visto. ¿Podría oír un músico naturalmente dotado, las revelaciones que fueron exclusivamente para mis visuales? Sería interesante hacer el experimento.
         Cuando terminó la música, el investigador propúso un paseo por el jardín. Acepté, y aunque mi cuerpo parecía haberse disociado casi completamente de mi mente, consegui levantarme, abrir la puerta y salir con un solo mínimo de vacilación. Era curioso, desde luego, sentir que “yo” no era el mismo que estos brazos y piernas de “ahí afuera.” Era curioso pero pronto se acostumbraba a ello. El cuerpo podía andar por si mismo. Todo lo que el ego consciente puede hacer es formular deseos, realizados luego por fuerzas a las que apenas comprende en absoluto. En mi estado presente, la conciencia no se refería a un ego; estaba, por decirlo así, en sí misma. Esto significaba que la inteligencia fisiológica que gobierna el organismo también se sentía autómata.    
    
       Desde la puerta me dirigí a una especia de pérgola. Brillaba el Sol y las sombras de los listones formaban un dibujo de cebra en el piso y sobre la silla, cuya incandescencia en los colores de sus tapices era difícil de creer. Hoy el precepto se había tragado al concepto. Muebles de jardín, luz solar, sombras. Todas estas cosas no eran más que nombres y nociones, meras verbalizaciones para propósitos utilitarios y científicos después del suceso. Era algo indescriptiblemente maravilloso, hasta el punto de ser casi aterrador. Y de pronto tuve una vislumbre de lo que se debe sentir cuando se está loco. La esquizofrenia tiene sus paraísos, del mismo modo que sus infiernos y sus purgatorios.
       Recuerdo lo que un viejo amigo, muerto hace varios años, me dijo a cerca de su mujer loca. Un día, en las primeras fases de la enfermedad, cuando la desgraciada tenía todavía intervalos lúcidos, mi amigo fue al hospital para hablarle de los hijos. Ella lo escuchó un rato, pero de pronto lo interrumpió. ¿Cómo podía perder el tiempo hablando de chiquillos ausentes cuando todo lo que realmente importaba, en aquel momento, eran la indescriptible belleza de los dibujos que formaba, en su chaqueta de mezclilla de color castaño, cada vez que movía los brazos? Pero, ay, no iba a durar este paraíso de percepción purificada, de contemplación unilateral sin mácula. Las bienaventuradas treguas se hicieron cada vez más raras y breves, hasta que finalmente desaparecieron y solo quedó el horror.
     Para la persona sana, la mezcalina es completamente inocua. Sus efectos pasan al cabo de ocho a diez horas sin dejar rastros y con deseos de renovar la dosis. Fortificado por este conocimiento, el tomador de mezcalina se embarca en el experimento sin miedo y sin ninguna disposición a convertir una experiencia excepcionalmente extraña y poco humana, en algo espantoso, en algo verdaderamente diabólico.
     Ante una silla, me ví de pronto en los lindes del pánico. Tuve bruscamente la impresión de que el asunto estaba yendo demasiado lejos, aunque fuera una ida hacia una belleza más intensa, hacia un significado más profúndo. El miedo, según lo advierto al analizarlo en retrospectiva, era quedar aplastado, y desintegrarme bajo la presión de una realidad más poderosa de la que una inteligencia, acostumbrada al cómodo mundo de los símbolos, podía soportar. La literatura de la experiencia religiosa abunda en referencias a aflicciones y terrores que abruman a quienes se han visto, demasiado bruscamente, ante alguna manifestación del Mysterium Tremendum.
         En lenguaje teológico, este miedo es debido a la incompatibilidad entre el egotismo del hombre y la divina pureza, entre el apartamiento auto agravado del hombre y la infinitud de Dios. Con Boehmey William Law, podríamos decir que, para las almas no regeneradas, la divina Luz en todo su esplendor solo puede ser sentida como un fuego quemante, de purgatorios. Se halla una doctrina casi idéntica en El Libro Tibetano de los Muertos, donde se describe el alma del difunto como huyendo angustiada de la Clara Luz del vacío y hasta de luces menores y mitigadas, para lanzarse de cabeza a la confortadora obscuridad de sí mismo, como ser humano renacido o hasta como animal, infeliz espectro o habitante del infierno. Cualquier cosa antes que el brillo abrazador de la Realidad sin mitigaciones. ¡Cualquier Cosa!
    
        El esquizofrénico es una alma no solamente no regenerada, sino además desesperadamente enferma. Es como un hombre que está permanentemente bajo la influencia de la mezcalina. No puede rechazar la experiencia de una realidad con la que no puede convivir, porque no es lo bastante santo. Una vez que nos lanzamos por la infernal cuesta abajo, ya no hay modo de detenerse. Esto resultaba ahora evidentísimo.
    
       Si se emprendiera la marcha por el mal camino—dije, contestando a las preguntas del investigador—, cuanto sucediera sería una prueba de la conspiración de que se es víctima. Todo se justificaría a sí mismo. No se podría suspirar sin saberlo parte de la conspiración.
--Entonces, ¿Usted cree saber dónde se encuentra la locura?
Contesté con un “sí” rotúndo y muy sentido.
--¿Y no podría usted dominarla?
--No, no podría dominarla. Si se empieza con el miedo y el odio como premisa mayor, en la cadena del razonamiento, hay que ir hasta la conclusión.
--¿No podrías—me preguntó mi mujer—fijar la atención en lo que El Libro Tibetano de los Muertos llama la Clara Luz? Vacilé.
--¿Mantendrías alejado al mal, si pudieras fijarla? ¿Es que no podrías fijarla?
Medité un rato sobre la pregunta.
--Tal vez pudiera fijarla—contesté finalmente--, pero únicamente si hubiera alguien que me hablara de la Clara Luz. No habría modo de hacerlo por mí mismo. Ese es el sentido, supongo, del ritual tibetano: alguien que esté ahí sentado todo el tiempo y diciéndonos qué es qué.
    
       Después de escuchar las grabaciones de esa parte del experimento, tomé mi ejemplar de El Libro Tibetano de los Muertos, y lo abrí al azar: “Oh, tu, de alta alcurnia, no permitas que tu mente se perturbe!” Ese era el problema: permanecer sereno. No dejarse perturbar por el recuerdo de los pecados cometidos, por el placer imaginado, por el amargo dejo de los antiguos errores y humillaciones, por todos los miedos, odios y ansias que ordinariamente eclipsan al luz. ¿No podría el moderno psiquiatra hacer por los locos lo que aquellos monjes budistas  hacían por los moribundos y los muertos? Que haya una voz que les asegure, de día y hasta cuando estén durmiendo que, a pesar de todo el terror, de todas las perplejidades y confusiones, la realidad últimas sigue siendo inmutablemente ella misma y es de la misma substancia que la luz interior de la mente mas cruelmente atormentada.
    
        Posteriormente fui apartado de mi silla de jardín. En verdes parábolas que bajaban del seto, las hiedras brillaban con una especie de radiación cristalina, parecida al jade. Después unas kniphofia uvaria rojas explotaron ante mi vista.
       El siguiente Haikú de Shiki, traducido por E. H. Blyth, expresa exactamente lo que yo sentía entonces: la excesiva y demasiado evidente gloria de las flores en contraste con el milagro más sutil de su follaje.
Rosas:
Las flores son fáciles de pintar;
difíciles las hojas. 
      Salimos a la calle. Se hallaba junto a la vereda un gran automóvil de color azúl pálido. Al verlo me sentí repentinamente movido a risa. ¡Que complaciencia y qué absurdo engreimiento irradiaban las combadas superficies de lustrosísimo esmalte! El hombre había creado la cosa a su propia imagen, o mejor dicho, a la imagen de su personaje favorito en la novela. Me reí hasta tener lagrimas en las mejillas.
    
      Volvimos a la casa. Se había preparado una colación. Alguien cayó sobre ella con voraz apetito. Terminada la colación, subimos al coche para dar un paseo. Los efectos de la mezcalina estaban ya declinando. Sin embargo, las flores aún eran sobrenaturales. Delante de nosotros los coches desfilaban en una corriente contínua. Eran miles, brillantes y relucientes, cada uno más ridículo que el anterior. De nuevo me destornillé de risa.
       A los pocos minutos estábamos en un punto ventajoso de las alturas y teníamos a la ciudad extendida a nuestros pies. Seguimos el paseo en automóvil. La mágia comenzó a actuar de nuevo cuando bajamos, entramos en otro suburbio y desfilamos entre dos hileras de casas. A pesar de la peculiar fealdad de la arquitectura de aquel suburbio, había reanudaciones de la alteración trascendental, indicios del paraíso matutino. Las chimeneas de ladrillo y los verdes tejados de compuestas tejas brillaban al sol como fragmentos de la Nueva Jerusalén. De pronto vi lo que Guardi había visto y expresado tantas veces--¡Con qué incomparable maestría!—en sus cuadros: una pared de estuco con una sombra al sesgo; una pared sin adorno alguno, pero inolvidablemente hermosa; vacía, pero cargada con todo el significado y el misterio de la existencia.
     Una hora después, con quince kilómetros más y la visita a la Droguería Mayor del Mundo a salvo detrás de nosotros, estábamos de nuevo en casa y yo había vuelto a ese tranquilizador aunque muy poco satisfactorio estado que conocemos como “estar en sus cabales.” 
    
       Parece muy improbable que la humanidad en liberad pueda pueda alguna vez dispensarse de los paraísos artificiales. La mayoría de los hombres y las mujeres llevan vidas tan penosas en el peor de los casos y tan monótonas, pobres y limitadas en el mejor, que el afán de escapar, el ánsia de trascender de sí mismo aunque sea solo por breves momentos es, y ha sido siempre, uno de los principales apetitos del alma.
       El arte y la religión los carnavales y los saturnales, el baile y el escuchar la oratoria son cosas que ha servido, usando la frase de H. G. Wells, de Puertas en el Muro. Y para el uso privado y cotidiano siempre ha habido tóxicos químicos. Los sedantes y narcóticos vegetales, los eufóricos que crecen en los árboles y los alucinógenos que maduran en las bayas pueden ser exprimidos de las raíces y han sido conocidos y utilizados sistemáticamente, todos, sin excepción por los seres humanos desde tiempo inmemorial. A estos modificadores naturales de la conciencia, la ciencia moderna ha añadido su cuota de sintéticos: por ejemplo, el coral, la bencedrina, los bromuros, y los barbitúricos.
    
        Actualmente la mayoría de estos modificadores de conciencia no pueden ser tomados si no es por prescripción médica o ilegalmente y con grave riesgo.
     Occidente solo permite el úso sin trabas del alcohol y del tabaco. Las demás puertas químicas en el muro se califican de tóxicos y quienes las toman sin autorización son viciosos.
    
         Gastamos actualmente en bebidas y tabaco más de lo que gastamos en educación. Esto desde luego no es sorprendente. El afán de escapar de sí mismo y del ambiente se halla en la mayoría de nosotros casi todo el tiempo. El deseo de hacer algo por los niños es fuerte únicamente en los padres y solo durante los pocos años en que sus hijos van a la escuela. Tampoco puede sorprender la actitud corriente frente al alcohol y el tabaco. A pesar del creciente ejército de alcohólicos sin remedio, a pesar de cientos de miles de personas muertas o incapacitadas cada año por conductores borrachos, los comediantes siguen haciéndonos reír con sus bromas a cerca de los aficionados a empinar el codo. Y a pesar de las pruebas que relacionan el cigarro con el cáncer de pulmón, prácticamente hay personas que consideran que el fumar es casi tan normal como el comer. Desde el punto de vista del racionalista utilitario, esto puede parecer extraño. Para el historiador es exactamente lo que cabía esperar.
       La firme convicción de la realidad material del infierno nunca impidió a los cristianos medievales hacer lo que su ambición, su lujuria o su codicia les reclamaba. El cáncer de pulmón, los accidentes de tráfico y los millones de alcohólicos miserables y transmisores de miseria son hechos todavía más ciertos de lo que eran en el tiempo de Dante, el hecho del infierno. Pero todos ellos son hechos remotos e insustanciales al lado del hecho próximo y muy sentido del ánsia, aquí, ahora, de un alivio, de un sedante, de un trago o un cigarrillo.
    
        El alcohol es incompatible con la seguridad en las carreteras y su producción, como la del tabaco, condena a la esterilidad a millones de hectáreas del suelo mas fértil. Los problemas planteados por el alcohol y el tabaco no pueden ser resueltos, sobra decirlo, por la prohibición. El afán universal y permanente de auto trascendencia no puede ser abolido cerrando de golpe las más populares puertas del muro. La única acción razonable es abrir puertas mejores con la esperanza de que hombres y mujeres cambien sus viejas malas costumbres por hábitos nuevos y menos dañinos. Algunas de estas puertas mejores podrán ser de naturaleza social y tecnológica, otras religiosas o psicológicas, y otras más dietéticas, educativas, o atléticas. Pero substituirá indudablemente la necesidad de tomarse frecuentes vacaciones químicas del intolerable sí mismo y del repulsivo ambiente. Lo que hace falta es una nueva droga que alivie y consuele a nuestra doliente especia sin hacer a la larga más daño del bien que hace a la corta. Una droga así tiene que ser poderosa en muy pequeñas dosis y sintetizable. Si no posee estas cualidades, su producción, como la del vino, la cerveza, los licores, y el tabaco dificultará el cultivo de los alimentos y fibras indispensables.
       Debe ser menos tóxica que el opio o la cocaína, tener menos probabilidades que el alcohol o los barbitúricos de producir consecuencias sociales desagradables y hacer menos daño al corazón y pulmones que los alquitranes y la nicotina del tabaco. Y, en el lado positivo, debe producir cambios en la conciencia que sean más interesantes e intrínsecamente valiosos que el mero alivio o la mera ensoñación, que ilusiónes de omnipotencia o escapes a la inhibición.
    
       Para la mayoría, la mezcalina es casi completamente inocua. En contraste con el alcohol, no lleva a quien la toma a esa especia de acción sin trabas que se traduce en riñas, crímenes de violencia y accidentes de tráfico. Un hombre bajo la influencia de la mezcalina se dedica tranquilamente a sus propios asuntos. Además, los asuntos que le interesan constituyen una experiencia de lo más constructiva, que no debe ser pagada luego, esto es muy importante, por secuelas compensadoras. De las consecuencias a la larga para quien toma mezcalina, sabemos muy poco. Los indios que consumen capullos de peyote no se observan física o moralmente degradados por el hábito. Sin embargo, las pruebas de las que disponemos son escasas e incompletas.
    
        Aunque evidentemente superior a la cocaína, el opio, el alcohol y el tabaco, la mezcalina no es todavía la droga ideal. Junto a la feliz transfigurada mayoría de tomadores de mezcalina hay una minoría para la que la droga representa únicamente un infierno o un purgatorio. La química y la fisiología son prácticamente en nuestros días, capaces de cualquier cosa. Si los psicólogos y los sociólogos definen el ideal, tengamos la seguridad de que neurólogos y farmacólogos descubrirán el modo de que alcancemos ese ideal. Cuando, por razón cualquiera, los hombres y las mujeres no logran trascender de sí mismos, por medio del culto, las buenas obras y los ejercicios espirituales, se sienten inclinados a recurrir a los sustitutivos químicos de la religión: el alcohol y las “píldoras” en el moderno Occidente, el alcohol y el opio en el Este, el hachís en el mundo mahometano, el alcohol y la mariguana en América Central, el alcohol y la coca en los Andes, y el alcohol y los barbitúricos en las regiones mas al día de América del Sur. En el libro Poisons Sacres, Ívreses Divines, Philippe de Félice ha escrito con detenimiento y mucha documentación a cerca de la inmemorial relación entre la religión y la ingesta de drogas. He aquí, sus conclusiones resumidas o en citas directas. El empleo para fines religiosos de substancias toxicas está, “extraordinariamente difundido.” “Las prácticas en este volumen pueden ser observadas en todas las regiones del mundo, lo mismo entre los primitivos que entre los que han alcanzado un alto grado de civilización. Estamos, por tanto, no ante hechos excepcionales, que podrían con justificación ser pasados por alto, sino ante un fenómeno general y, en el mas ámplio sentido de la palabra, un fenómeno humano, la clase de fenómeno que no puede ser desdeñada por nadie que trate de descubrir que es la religión y las hondas necesidades que la religión debe satisfacer.”
    
        Idealmente, todos deberían ser capaces de hallar la auto trascendencia en alguna forma de religión pura o aplicada. En la práctica, parece muy improbable que esta esperada consumación pueda ser realizada alguna vez.
     Las iglesias modernas, con algunas excepciones entre las sectas protestantes, toleran el alcohol, pero ni la más tolerante ha intentado nunca convertir el estimulante al cristianismo o un sacramento su úso. El bebedor piadoso se ve obligado a poner su religión en un compartimiento y su sustitutivo de la religión en otro. Esto tal vez sea inevitable. Beber no puede ser sacramentado salvo en religiones que no dan valor al decoro. El culto a Dionisios o al dios celta de la cerveza era cosa grosera y desordenada. Los ritos del cristianismo son incompatibles hasta con la embriaguez religiosa. Esto no daña a los viñateros  y licoristas, pero es muy malo para el cristianismo. Son innumerables las personas que desean la auto trascendencia y que se alegrarían de encontrarlas en la iglesia. Pero, ay, “las hambrientas ovejas levantan la vista y no son alimentadas.” Participan en los ritos, escuchan los sermones y repiten las oraciones, pero su edad queda sin satisfacer.

        Decepcionadas se vuelven hacia la botella, por lo menos durante un tiempo y, en cierto modo, esto les da resultado. Cabe todavía asistir a la iglesia, pero esto no es más que el banco musical del Erewhon de Butler. Aún reconocen a Dios pero es un Dios al estilo Pickwick. El objeto efectivo del culto es la botella y la única experiencia religiosa es ese estado de euforia sin trabas y beligerante que sigue a la ingestión del tercer coctel.
    
       Vemos, pues, que el cristianismo y el alcohol no se mezclan ni pueden mezclarse. El cristianismo y la mezcalina parecen mucho más compatibles. Esto ha sido demostrado por muchas tribus de indios, desde Tejas hasta tan al norte como Wisconsin. Entre estas tribus hay grupos afiliados a la Iglesia Norteamericana Indígena, una secta cuyo rito principal es una especia de ágape o fiesta de amor al estilo de los primeros cristianos, donde las rodajas de peyotl ocupan el lugar del pan y el vino sacramental. Estos indígenas norteamericanos consideran el cactus como una concesión especial de Dios a los indios, así como a sus efectos una equivalencia de la obra del divino espíritu.
   
       El profesor J. S. Slotkin, uno de los pocos anglos que han participado en los ritos de una congregación peyotlísta, dice al hablar de sus compañeros de secta: “Desde luego, no quedan pasmados o borrachos…Nunca pierden el compás o farfullan al hablar, como lo haría un hombre bebido o pasmado…Todos se muestran serenos, corteses y considerados con los demás. Yo no he visto un templo de anglos donde haya tanta religiosidad y tanto decoro.” ¿Y podemos preguntar qué experimentan estos devotos y corteses peyotlistas? No esa muy mitigada sensación de virtud que sostiene, por lo general, al que va a la iglesia los domingos durante noventa minutos de aburrimiento. Tampoco a esos altos sentimientos, inspirados por la mediación sobre el Creador y Redentor, sobre el juez y Confortador, que animan a la persona realmente piadosa. Para estos indígenas norteamericanos, la experiencia religiosa es algo más directo e inspirador, más espontáneo, menos el producto casero de una mente superficial y falta de naturalidad. A veces—según los datos reunidos por el doctor Slotkin—tienen visiones, que pueden ser el mismo Cristo, otras veces oyen la voz del Espíritu Santo, algunas más tienen coincidencias de la presencia de Dios y de estos defectos personales que deben ser corregidos, si ha de hacerse la divina voluntad. Las consecuencias prácticas de estas puertas químicas que se abren al otro mundo parecen ser totalmente buenas. El doctor Slotkin dice que los peyotistas habituales son, por lo general, más despiertos, más moderados—algunos de ellos se abstienen por completo del alcohol—y más pacíficos que los peyotlistas. Un árbol con frutos tan satisfactorios no puede ser condenado a la ligera.
     Al sacramentar el uso del peyotl, los indios de la Iglesia Norteamericana Indígena han hecho una cosa que es psicológicamente acertada e históricamente respetable.  En los primeros siglos del cristianismo  fueron bautizados muchos ritos y fiestas paganos, es decir, se pusieron al servicio de la Iglesia. Estos jolgorios no resultaban muy edificantes, pero calmaban una especie de hambre psicológica y, en lugar de empeñarse en suprimirlos, los primeros misioneros tuvieron el acierto en de aceptarlos como lo que eran—expresiones gratas al alma de impulsos fundamentales--, y de incorporarlos a la contextura de la religión. Lo que han hecho los indígenas norteamericanos es esencialmente análogo. Han tornado una costumbre pagana –una costumbre dicho sea de paso, mucho más noble e inspiradora que la mayoría de las brutales francachelas y mojigangas que fueron tomadas del paganismo europeo--, y le dieron una significación cristiana.
    
        Aunque introducidos muy recientemente en los Estados Unidos septentrionales, el hábito de tomar peyote y la religión basada en él, se han convertido en importantes símbolos del derecho del piel roja a la independencia espiritual. Algunos indios han reaccionado ante la supremacía blanca norte americanizándose y otros retirándose a un indigenismo tradicional. Pero otros más bien han intentado sacar el mejor partido posible de los dos mundos o, en realidad, de todos los mundos: del indigenismo, del cristianismo y de esos otros mundos de experiencias trascendentales, donde el alma se advierte a si misma no condicionada y del mismo natural que lo divino. De esto ha surgido la Iglesia Norteamericana Indígena. En ella, dos grandes apetitos del alma—el afán de independencia y autodeterminación y el afán de auto trascendencia se fusionaron con un tercero, a cuya luz fueron interpretados: el afán de adoración, de justificar los modos de Dios con el hombre, de explicar el universo por medio de una teología coherente.
     Ved al indio mísero, cuya alma sin tutela por delate tan solo le cubre con su tela.
    
     Pero, en realidad, somos nosotros, los ricos y muy educados blancos, los que andamos con el trasero en el aire. Nos cubrimos por delante con alguna filosofía—cristiana, marxista, freudianas-física--, pero por detrás andamos al aire, a merced de los vientos de las circunstancias. El mísero indio, en cambio, ha tenido el ingenio de proteger su trasero completando la hoja de parra de una teología con el taparrabos de la experiencia trascendental.
    
       No soy tan insensato que equipare lo que sucede bajo la influencia de la mezcalina o de cualquier otra droga, preparada ya o que se prepare en el futuro, con la realización del fin último y definitivo de la vida humana: el esclarecimiento, la visión beatífica. Yo me limité a decir que la experiencia es lo que los teólogos católicos llaman una “gracia gratuita,” no necesaria para la salvación, pero que puede ayudar a ella y debe ser aceptada con agradecimiento, si es que llegamos a recibirla. Ser arrancados de raíz de la percepción ordinaria y ver durante unas horas sin tiempo el mundo exterior e interior, no como parece a un animal obsesionado por la supervivencia o a un ser humano por palabras y nociones, sino como es percibido, directa e incondicionalmente, por la Inteligencia Libre, es una experiencia de inestimable valor para cualquiera y especialmente para el intelectual. Porque este último es por definición el hombre para el que, según la frase de Goethe, “la palabra es esencialmente fecunda.” Es el hombre que entiende que, “lo que percibimos con los ojos nos es extraño como tal y no debe impresionarnos mucho.”
       Sin embargo, aunque el mismo es un intelectual y uno de los supremos maestros del lenguaje, Goethe no se muestra siempre de acuerdo con su propia valoración de la palabra. En la maduréz de su vida escribió: “Hablamos demasiado. Deberíamos hablar menos y dibujar más. A mí, personalmente, me gustaría renunciar totalmente a la palabra y, como la naturaleza orgánica, comunicar cuanto tenga que decir por medio de dibujos. Esa higuera, esa lombriz, ese capullo en el alfeizar de mi ventana a la serena espera de su futuro, son firmas trascendentales. Una persona capaz de descifrar bien su significado, podría dispensarse totalmente de la palabra escrita o hablada. Cuanto más pienso en ello, mas me convenzo de que hay algo inútil, mediocre y hasta—siento la tentación de decirlo—afectado en la palabra. En cambio, ¡Cómo impresiona la gravedad y el silencio de la naturaleza, cuando se está cara a cara con ella, sin nada que nos distraiga, ante unas desnudas alturas o la desolación de unos viejos montes!” No podemos nunca eximirnos del lenguaje o de los otros sistemas de símbolos; porque es gracias a ellos, solamente a ellos, como hemos podido elevarnos por encima de los brutos, al nivel de los seres humanos. Pero, así como somos sus beneficiarios, podemos también muy fácilmente convertirnos en sus víctimas. Debemos aprender a manejar con eficacia las palabras, pero, al mismo tiempo, debemos preservar y, en caso necesario, intensificar nuestra capacidad para mirar al mundo directamente y no a través del medio semiopaco de los conceptos, que deforma cualquier hecho determinado dándole el aspecto demasiado conocido de algún marbete genérico o de alguna abstracción explicatíva.
    
      Literaria o científica, liberal o especializada, toda nuestra educación es predominantemente verbal y, en consecuencia, no cumple la función que teóricamente se le asigna. En lugar de transformar a los niños en adultos plenamente desarrollados, produce estudiantes de ciencias naturales que nada saben de la naturaleza como hecho primordial de la experiencia e impone al mundo estudiantes de Humanidades que nada saben de humanidad, ni de la suya ni de la ajena.
    
        Toda clase de sectarios y personajes raros enseñan las técnicas mas diverss para alcanzar la salud, el contentamiento y la paz del alma. Y para muchos de sus seguidores. Muchas de estas técnicas resultan manifiestamente efectivas. Pero ¿vemos a psicólogos, filósofos o sacerdotes respetables bajar valientemente a estos extraños y a veces malolientes pozos, en cuyo fondo se ve obligada a sentarse con demasiada frecuencia la pobre verdad? La respuesta es no.
    
       Veamos ahora la historia de la mezcalina. Hace 70 años, hombres extraordinariamente capaces describieron las trascendentales experiencias de quienes, con buena salud, en las debidas condiciones y con el espíritu adecuado, toman droga. ¿Cuántos filósofos, cuántos teólogos y cuántos educadores profesionales han tenido desde entonces la curiosidad de abrir esta Puerta en el Muro? La respuesta, a todos los efectos prácticos, es ninguno.
    
        En un mundo donde la educación es predominantemente verbal, las personas muy cultas hallan punto menos que imposible  dedicar una seria atención a lo que no sea palabras y nociones. Siempre hay dinero y doctorados para la culta necedad para lo que constituye entre los eruditos el problema más importante: ¿Quién influyó en quién para decir tal o cual cosa en tal o cual ocasión? Hasta en estos tiempos de tecnología se rinde pleitesía a las Humanidades. En cambio, apenas se hace el menor caso a las humanidades no verbales, a las artes de percibir directamente los hechos concretos de nuestra existencia. Es completamente seguro que se hallarán aprobación y ayuda financiera para cualquier proyecto verbal. Pero si se trata de averiguar cómo usted y yo, nuestros hijos y nietos podemos hacernos más perceptivos y abiertos al espíritu, menos propensos a caer en nuestros vicios psicológicos, ninguna universidad o religión hará absolutamente nada. Los verbalistas temen a los no verbales; los racionalistas temen al hecho concreto no racional. Además, el asunto de la educación de las Humanidades no verbales no encaja en ninguno de los casilleros establecidos. No es religión, neurología, gimnasia, moral, civismo, psicología experimental. El tema de los efectos académicos no existe. Los humanistas no verbales son vistos como farsantes, charlatanes, curanderos, y aficionados ineptos, por los fanáticos de la ortodoxia verbal.            
      
         Blake escribió con mucha amargura: “Siempre he advertido que los ángeles tienen la vanidad de hablar de sí mismos como de los únicos sabios. Hacen esto con una confiada insolencia que brota del razonamiento sistemático.” 
     El razonamiento sistemático es algo de lo que tal vez no podamos prescindir n como especie ni como individuo. Pero tampoco podemos prescindir, si hemos de permanecer sanos, de la percepción directa, cuanto menos sistemática mejor, de los mundos interior y exterior en los que hemos nacido. Esta realidad es un infinito que está más allá de toda comprensión y, sin embargo, puede ser percibida directamente, y desde cierto punto de vista, de modo total. Es una trascendencia que pertenece a un orden distinto del humano y que, sin embargo, puede estar presente en nosotros como una inmanencia sentida, como una participación experimentada. Bajo un sistema de educación más realista y menos exclusivamente verbal que el nuestro, todo ángel—en el sentido que Blake da a la palabra—tendría autorización para un banquete sabático. Sería inducido y hasta, en caso necesario, obligado a hacer de cuando en cuando, por medio de alguna “Puerta Química en el Muro,” un viaje al mundo de la experiencia trascendental. Si esto le aterrara, sería una desdicha, sin duda, pero probablemente saludable. Si le procurara una iluminación breve, pero sin tiempo, tanto mejor. En cualquiera de los casos, el ángel perdería algo de la confiada insolencia que brota del razonamiento sistemático y de la conciencia de haber leído todos los libros.             
      
       Cerca ya del fin de su vida, Tomás de Aquino experimentó la contemplación infusa. Después de esto se negó a trabajar en su libro no terminado. Comparado con esto, cuanto había leído, discutido y escrito Aristóteles y las sentencias, las cuestiones, las proposiciones, las majestuosas sumas--, no era más que broza o paja. Para la mayoría de los intelectuales, una huelga de brazos cruzados así sería una equivocación y hasta algo moralmente malo. Pero el doctor Angélico había hecho más razonamiento sistemático que doce ángeles ordinarios juntos y estaba ya maduro para la muerte. Había conquistado el derecho, en esos últimos meses de su mortalidad, a pesar de la broza o paja meramente simbólica al pan del hecho real y sustancial. Para ángeles de un orden menor y con mejores perspectivas de longevidad, conviene que haya un retorno a la broza.
       Pero el hombre que regresa por la Puerta del Muro ya no será nunca el mismo que salió por ella. Será más instruido y menos engreído. Estará más contento y menos satisfecho de sí mimo. Reconocerá su ignorancia más humildemente. Pero, al mismo tiempo, estará más equipado para comprender la relación de las palabras con las cosas, del razonamiento sistemático con el insondable Misterio que trata, por siempre jamás, vanamente de comprender.   

 Adaptación: José Escobar.