Club de Pensadores Universales

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jueves, 22 de marzo de 2012

Pepita Jimenez de Juan Valera

     Juan Valera y Alcalá-Galiano, nacido en Cabra, Córdoba, el 18 de octubre de 1824 , y fallecido en  Madrid, el 18 de abril de 1905,  fue un diplomático, político y escritor español.
     Juan Valera fue hijo de José Valera y Viaña y de Dolores Alcalá-Galiano, marquesa de la Paniega. Estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada en 1841. Luego inició estudios de Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada. 
     Empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador y poeta Ángel de Saavedra, Duque de Rivas.
      Allí estuvo dos años y medio aprendiendo griego y entablando una amistad profunda con Lucía Paladí, marquesa de Bedmar, "La Dama Griega" o "La Muerta", como Valera gustaba de llamarla, a quien quiso mucho y que le marcó enormemente. 
     Posteriormente, distintos destinos lo llevaron a viajar por buena parte de Europa y América, Dresde, San Petersburgo, Lisboa, Río de Janeiro, Nápoles, Washington, París, Bruselas y Viena
     De todos estos viajes dejó constancia en un entretenido epistolario excepcionalmente bien escrito e inmediatamente publicado sin su conocimiento en España, lo que le molestó bastante, pues no ahorraba datos sobre sus múltiples aventuras amorosas. Fue especialmente importante su enamoramiento de la actriz Magdalena Brohan.
     En 1858 se jubiló y decidió establecerse en Madrid, donde inició una desganada carrera política: fue diputado por Archidona, oficial de la secretaría de estado, subsecretario y ministro de Instrucción Pública con Amadeo de Saboya. En 1860 explicó en el Ateneo de Madrid la, Historia Crítica de Nuestra Poesía con un éxito inmenso. 
     En 1861 se casó en París con Dolores Delavat. Le eligieron miembro de la Real Academia Española en 1862. Fue embajador en Lisboa, Bruselas, Viena y Washington; en esta última ciudad mantuvo una relación amorosa con la hija del secretario de estado estadounidense, Katherine C. Bayard, que acabó suicidándose.
      Durante sus últimos años, aquejado de ceguera, mantuvo una famosa tertulia nocturna en su casa de Madrid a la que acudían, entre otros, Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Pérez de Ayala.
      Juan Valera colaboró en diversas revistas. Sus colaboraciones iniciaron en la revista, La Alhambra, cuando era estudiante. 
    Fue director de una serie de periódicos y revistas, fundó El Cócora y El Contemporáneo y escribió en Revista de Ambos Mundos, Revista Peninsular, El Estado, La América, El Mundo Pintoresco, La Malva, La Esperanza, El Pensamiento Español y otras muchas revistas. Fue diputado a Cortes, secretario del Congreso y se dedicó al mismo tiempo a la literatura y a la crítica literaria. Perteneció a la época del Romanticismo, pero nunca fue un hombre ni un escritor romántico, sino un epicúreo andaluz, culto, irónico y amante del sexo.
Amplió largamente su cultura mediante los viajes y un estudio constante. El hispanista y literato Gerald Brenan asegura que fue el mejor crítico literario del siglo XIX después de Menéndez Pelayo. Valera actuó siempre por encima y al margen de las modas literarias de su tiempo, rigiéndose por unos principios estéticos generales de sesgo idealista
     Fue uno de los españoles más cultos de su época, propietario de una portentosa memoria y con un gran conocimiento de los clásicos grecolatinos; además, hablaba, leía y escribía el francés, el italiano, el inglés y el alemán. Tuvo fama de epicúreo, elegante y de buen gusto en su vida y en sus obras. Además, Valera fue un literato muy admirado como ameno estilista y por su talento para delinear la psicología de sus personajes, en especial los femeninos. 
    También cultivó el ensayo, la crítica literaria, el relato corto, la novela, la historia (el volumen VI de la Historia general de España de Modesto Lafuente y algunos artículos) y la poesía. Se declararon  sus admiradores escritores de la talla de José Martínez Ruiz, Eugenio D'Ors y los modernistas. De hecho, una crítica suya presentó a los españoles la verdadera dimensión y méritos de la obra de Rubén Darío.
     Ideológicamente, Valera era un liberal moderado, tolerante y elegantemente escéptico en cuanto a lo religioso, lo que explicaría el enfoque de algunas de sus novelas, la más famosa de las cuales continúa siendo Pepita Jiménez (1874), publicada inicialmente por entregas en la “Revista de España”, traducida a diez lenguas en su época y que vendió más de 100.000 ejemplares. 
El gran compositor Isaac Albéniz hizo una ópera del mismo título.
    Fue tío del escultor, Lorenzo Coullaut Valera, quien precisamente sería el encargado de realizar el monumento que se le dedicó en el Paseo de Recoletos de Madrid.
    Cultivó diferentes géneros. Como novelista, fueron dos sus ideas fundamentales:
§  La novela debe reflejar la vida, pero de una manera idealizada y embellecida. Es realista porque rechaza los excesos de fantasía y sentimentalismo y porque escoge ambientes precisos, pero a la vez procura eliminar los aspectos penosos y crudos de la realidad. La diferencia con Galdós es evidente, ya que éste considera que la novela tiene que ser fiel reflejo de la realidad.
§  La novela es arte, su fin es la creación de la belleza. De ahí que cuide tanto el estilo. Éste se caracteriza por su corrección, precisión, sencillez y armonía.
Se pueden reducir a dos los temas fundamentales de sus obras: los conflictos amorosos y los religiosos.
     Cultivó todos los géneros literario: epistolar, periodístico, crítica literaria, poesía, teatro, cuento y novela. Sus obras completas alcanzan los 46 volúmenes. (Wikipedia)
     Pepita Jiménez es la primera novela del diplomáticopolítico y escritor español Juan Valera. Publicada en 1874, fue una obra escrita a sus 50 años de edad, aún siendo su ópera prima.
    Siguiendo el modelo de Cervantes, Valera hace pensar en la recuperación de un manuscrito encontrado en los papeles de una catedral de Andalucía, en el que se narra una historia sobre unos personajes a los que se cambiará el nombre para preservar su identidad.
   En la época de Valera, la obra recibió del público lector y la crítica literaria opiniones muy favorables siendo traducida a diez lenguas y consiguiendo más de 100.000 ejemplares vendidos. 
     Isaac Albéniz escribió una ópera en 1895 basada en está obra.
     El joven seminarista Don Luis de Vargas regresa a su pueblo natal para unas breves vacaciones allí antes de pronunciar sus votos. Se encuentra con que su padre, Don Pedro, se dispone a contraer nupcias con la joven Pepita Jiménez de 20 años y viuda de un octogenario. Los contactos entre el futuro sacerdote y la joven viuda son novedosos para el joven ya que ha pasado su adolescencia recluido en el seminario
     El seminarista acompaña a Pepita en sus paseos por el campo, asiste a reuniones en su casa y, sin darse cuenta, cede poco a poco a una pasión que él considera pecaminosa, pero que se hace más fuerte que su vocación y que su amor por su padre, en el que ve secretamente un rival. Luis se quiere marchar, pero Pepita que le ama y que ha hecho todo lo posible para enamorarle, se finge enferma y le convence de que reconozca su amor y se comunique a su padre. Así lo hace, pero en lugar de hallar la oposición en su padre, éste le dice que lo comprende y que a escondidas había estado haciendo todo lo posible para que las cosas llegasen a su solución natural.
     El director mexicano Emilio Fernández dirigió en 1946 una película homónima. (Wikipedia)
Pepita Jiménez
de Juan Valera
      Transcurrían los primeros meses del mes de marzo de 1860, en la ciudad de Sevilla. En la catedral, el señor Dean, cabeza del cabildo en las catedrales, despedía afectuoso a su discípulo Luis de Vargas quien además era su sobrino. El Dean le daba un abrazo y le decía, “¡Que tengas buen viaje hijo!”
     Ambos hombres salieron, cruzándose en el camino con los numerosos fieles que acudían a los oficios religiosos. Mientras lo acompañaba, el Dean le dijo, “Seguramente a tu regreso, la dispensa papal ya habrá llegado…” Luis le dijo, “Nada me hará más feliz, querido tío y maestro.” Estando ya fuera de la catedral, Luis era esperado en un carruaje por el escribano de su padre, quien era don Pedro de Vargas. Al despedirse, el Dean le dijo, “Disfruta tu estancia en el pueblo andaluz que te vio nacer. ¡Salúdame a tu padre!” Luis le dijo, “Le escribiré a menudo tío.”
     Mientras la carroza se alejaba, el señor Dean miro partir a su estimado sobrino, pensando, “Este viaje debe servirle a Luis para madurar su deseo de ser sacerdote. Pocas veces en la vida he visto a un joven que tenga una verdadera vocación religiosa como él.” Atardecía en aquel pueblo andaluz, cuando Luis y compañía atravesaban las risueñas calles. Al mirar por la ventana del carruaje, Luis pensaba, “Todo parece más chico, pero también más bonito.”
     Por fin llegaron ante la magnífica casona del cacique del pueblo, quien era el padre del joven religioso. Al llegar, Luis pensó, “¡Mi hermosa casa! ¡Gracias Dios mío, por haberme permitido volver a verla!” El entrar, Luis fue recibido por uno de los sirvientes, quien le dijo, “Veo que su padre viene atravesando el patio a toda carrera. ¡Lo ha esperado con tanta impaciencia!” Luis solo dijo, “Lo sé, lo sé.” El encuentro entre padre e hijo fue emotivo. Don Vargas le dijo, “¡Hijo mío…saliste de aquí tan niño y vuelves hecho todo un hombre!” Luis solo dijo, “¡Padre!” Don Vargas le dijo, “Pero anda Luis, entra a tu casa, la cual al igual que yo te espera desde siempre.” Luis le dijo, “Gracias por recibirme con tanto gusto, padre.”  Don Pedro le dijo, “Se que en el pasado no fui lo suficientemente afectuoso que un padre debe ser, sobre todo con su único hijo, pero eso no significó nunca que yo no te quisiera.” Luis le dijo, “Por favor, no hablemos del pasado.” Don Pedro de Vargas le dijo, “¡Ha, hijo! Es que los remordimientos por todo lo que hice sufrir a tu madre y a ti me perseguirán por siempre.” Luis le dijo, “Te dejaran de atormentar así si pides perdón a Dios.”  Don Vargas le preguntó, “¿Me has perdonado tú?” Luis le dijo, “Yo no tengo nada que perdonarte. Te he querido y respetado siempre.”
     Una vez en el interior de la casa de Don Pedro de Vargas, la servidumbre expresó, “¡Ha llegado el niño Luisito!” Don Vargas dio instrucciones, “Lleven esos baúles a la habitación de mi hijo.” Cinco mujeres se abalanzaron contra el sorprendido joven, quien dijo, “Pe-pero…¿Qué su-sucede?” Don Vargas le dijo, “¿No las recuerdas? Ellas fueron tus nanas…” Una de ellas dijo, “Sí, niño Luisito…¡Queremos que nos eche la bendición!” Luis abrazó a dos de sus nanas y dijo, “¡Les agradezco su afecto! Pero no puedo bendecirlas porque aun no soy sacerdote.” Una de ellas le dijo, “Pero si usted desde chiquito a sido un verdadero santo.” Don Vargas dijo, interrumpiendo, “Señoras, permítanme llevar a mi hijo a descansar.” Luis solo dijo, “Una de estas tardes rezaré con ustedes el santo rosario.”
     Mientras lo acompañaba a su habitación, Don Vargas le dijo, “Ya verás que tu estancia aquí, será muy agradable. Te llevare a ver las huertas, los olivares, las viñas y los cortijos.” Luis le dijo, “Solo podre quedarme aquí, poco más de un mes.” Su padre le dijo, “Lo recuerdo hijo, como recuerdo también la promesa de ir contigo a Sevilla para acompañarte a tomar los hábitos sacerdotales. ¡Para todo nos dará tiempo!” Don Vargas agregó, “Ahora descansa…vendré por ti para la merienda.” Luis dijo, “De acuerdo padre.”
     Luis entró a la que había sido su habitación, pensando, “Permanece tal como la deje hace años.” Luis se sentó en la cama y pensó, “Aquí tendré tiempo de sobra para leer todos los libros que cupieron en uno de los baúles.” En eso, un hombre llegó a su habitación, “Patrón, perdone mi intromisión, pero toqué varias veces y usted no me oyó.” Después de una pausa, el hombre continuó, “Como usted sabe, su señor padre es el cacique del lugar.” Luis dijo, “Y se también que es uno de los mas labradores del pueblo. ¿A qué viene todo esto?” El hombre dijo, “P’os a que allá abajo lo espera una comitiva que, pa’ quedar bien con su señor padre, viene a darle recibimiento.” Luis dijo. “Pero si acabo de llegar y ya saben que estoy aquí.” Luis agregó, “Dile a mi padre que bajare enseguida.” El hombre dijo, “Sí, padrecito.” Luis se quedo pensando, “Bien se ve que este hombre, a pesar de su escasa instrucción, sabe los intereses que mueven a las sociedades.”
     A partir de la llegada del hijo del cacique al pueblo, no había un solo día que éste no tuviera visitas. Uno de los invitados, en una ocasión, tomando el té, le dijo a Luis, “Usted jovencito debería ahorcar los hábitos…”  Don Vargas dijo, “Eso es lo que yo desearía, pero mi hijo tiene un verdadero fervor religioso y debo resignarme a perderlo.” El invitado insistió, “Pero es que eso de ser párroco esta bueno para los pobres, pero no para un rico heredero.” Luis intervino, “Eso no se elige por posición económica, sino por amor al que todo lo puede.” El invitado insistió, “Usted debería casarse y consolar la vejez de su padre con media docena de nietos.” Otro de los invitados que tomaba el té, agregó, “Aproveche su apostura y la picardía de sus ojos, conquistando una linda moza que lo haga feliz.”
     Al otro día, Don Pedro de Vargas y Luis desayunaban en compañía de dos damas pertenecientes a familias amigas de aquella casa. Una de las damas en la mesa, le decía a Luis, “Luisito, creo que el estudio es el culpable de su excesiva delgadez.” Luis le dijo, “¿Usted cree así?”  La dama dijo, “Por eso le hemos traído estos primores de repostería y unos tarritos de almíbar.” Luis dijo, “Se los agradezco, estimadas señoras, ¡Que dios se los page y multiplique!” Mientras comía, Don Vargas dijo, “No hay familia conocida que no le haya enviado un obsequio a mi santo hijo.”
      Un criado apareció entonces en el comedor, diciendo, “Las esposa del señor escribano manda al niño Luis este cuajado y un poco de piñonate.” Luis solo pensó, “¡Oh, no. Lo que todos quieren es cebarme!” El criado agregó, “Además me encargaron recordarle a los dos señores que esta tarde los esperan a comer en su casa.” Luis dijo, “Diles que estaremos puntuales a la cita ya convenida.”
     Al caer la noche los De Vargas volvían a su casona. Al entrar Luis dijo, “¡Qué días tan agitados he pasado desde mi llegada!” Su padre le dijo, “No puedes quejarte, la gente de aquí te tiene en alta estimación.” Luis dijo, “No, padre, de eso no me quejo. Lo que pasa es que no he abierto uno solo de los numerosos libros que traje conmigo.” Su padre le dijo, “Pero si hasta muy noche te he escuchado orar…aunque no comprenderé nunca a los teólogos.”
     Don Pedro Vargas, continuó, “Escúchame hijo, quiero contarte algo muy importante para mí.” Luis dijo, “¿Es algo grave? Estas enfermo?” Don de Vargas rió, “¡Ja, Ja! No Luis, jamás en mis 55 años de existencia me había sentido tan  bien.” Luis le dijo, “¿Entonces?” Su padre le dijo, “Siéntate por favor. Sucede que estamos invitados a comer mañana en casa de Pepita Jiménez.” Luis dijo, “¿Pepita? No recuerdo a esa persona.” Don Pedro le dijo, “Debe ser porque en tus veintidós años, has estado ausente doce.” Luis dijo, “¿Quién es ella?” Su padre le dijo, “En el pueblo nadie ignora que pretendo a esa linda mujercita, quien a pesar de ser tan joven ya es viuda.” Luis le dijo, “Me sorprende gratamente enterarme que piensas volver a casarte, pero, ¿Esa dama merece que hayas puesto tus ojos en ella?” Don Pedro le dijo, “Para despejar tus dudas, te contaré cuanto hay de la historia de la hermosa Pepita Jiménez. Esta beldad tiene veinte años de edad, y sólo tres años estuvo casada.”
     “Huérfana de padre desde pequeña, vivía en la más completa pobreza al lado de su madre, doña Francisca, quien le decía, ‘¿Qué vamos a hacer, Pepita? Hoy no tenemos nada que comer.’ Cuando Pepita acababa de cumplir 16 años, la angustiosa situación económica se había agravado aún mas, pues doña Francisca enferma y achacosa casi no podía trabajar. Un día llegó a su casa Don Gumersindo. ‘Buenas tardes Don Gumersindo’ Al mirar a Pepita, don Gumersindo dijo, ‘¡Niña linda, pero si pareces un angelito!’ Don Gumersindo Gálvez era un hombre bueno, aunque algo avaro, y debido a ese mismo defectillo, había conseguido hacer crecer su fortuna y posesiones, realizando préstamos a los necesitados de la comarca. ‘Me alegra verlo en esta mísera casa, señor.’ Pero este anciano usurero, a diferencia de los demás que hacían prestamos al 30 por ciento, solo pedía un cinco por ciento, por lo que la gente lo consideraba un hombre caritativo.
     Don Gumersindo frisaba ya los ochenta años de edad y jamás se había casado. ‘Madre, voy a casa de los Estrada.’ ‘Esta bien hija.’ ‘Con su permiso señor.’ Gumersindo la tomó de las manos diciendo,  ‘¿Pero a dónde vas hermosa criatura?’ ‘Va a lavar ropa de los Estrada. Me está ayudando a trabajar.’ ‘Con esas labores impropias para ti jovencita, estropearas tus sedosas manitas, que deberían estar resguardadas con guates.’ ‘De-debo marcharme.’ ‘Muchacha, ¿Quieres casarte conmigo?’
     Las dos mujeres quedaron pasmadas ante esta pregunta inesperada por venir de un anciano tan adinerado como Don Gumersindo Gálvez. La madre le dijo, ‘Mira no seas malcriada, contesta al caballero lo que debes contestar: Con mucho gusto, cuando usted quiera.’ Tras largos minutos Pepita consiguió repetir mecánicamente el mandato imperioso de su madre. ‘Con mu-mucho gusto, cu-cuando usted quiera…’ ‘¡Serás mi esposa dentro de un mes!’ Y Pepita Jiménez se casó con don Gumersindo, lo que desencadenaría la envidia general hacia la joven.
Sin embargo Pepita se consagraría a cuidar de don Gumersindo, a ser su enfermera, a dulcificarla los últimos años de su vida. Mientras ella lo atendía, don Gumersindo le decía, ‘Eres un ángel que ha tomado forma humana.’ Tres años después, luego de padecer una larga enfermedad, don Gumersindo murió, dejando a su viuda como su heredera de una gran fortuna. Cuando Pepita le cerró los ojos a su difunto esposo, dijo, ‘¡Que el señor te acoja en su seno!’
     Solo un mes después de la muerte de don Gumersindo, Pepita perdió a su madre. Al ir en la procesión Pepita lloraba pensando, ‘¡Ay de mi! ¡He quedado tan sola!’ A partir de esos injustos sucesos, Pepita se encerró en su casona, lo cual provocó murmuraciones. La gente rumoraba cosas como, ‘Esa mujer llora la muerte del marido como si hubiera sido un hermosos mancebo.’ ‘Yo más bien creo que no sale pues su conciencia la atormenta por la vergonzosa forma en que se hizo rica.’ ‘Tienes razón, por eso busca en la soledad y en la austeridad el repaso a sus culpas.’ El tiempo se encargaría de mostrar que el dinero hace amistades, y Pepita, hermosa y rica, hoy es considerada y respetada extraordinariamente por todos.”
     Don Pedro continuó comentando con Luis, “Tiene poco más de un año que ella enviudó. Desde entonces los más brillantes partidos de este pueblo y de todos los de las cercanías han acudido a pretenderla. Pero a todos ha rechazado en forma dulce, y nos ha ofrecido a cambio una amistad franca y desinteresada.” Luis dijo, “Eso significa que también a ti te ha…” Su padre dijo, “Pienso que nos ha desdeñado a todos, porque tiene su alma llena de la más ardiente devoción y solo le preocupa llevar una vida llena de piedad religiosa.” Luis perturbado dijo, “Bien, pues mañana conoceré a esa dama tan virtuosa.”
     Luis le dijo a su padre, “Nada me agradaría más que verte unido a una mujer tan digna y buena.” Don Pedro le dijo, “No cabe duda que a ti no te interesa heredar mis riquezas y mucho menos el cacicazgo de este lugar.” Luis le dijo, “Padre, yo me siento llamado al sacerdocio, y los bienes de la tierra hacen poca mella en mi ánimo.” Don Pedro dijo, “Lo sé, pues si tú fueras otro preferirías que yo me quedara solo para disfrutar tu del producto de mi trabajo.” Luis le dijo, “Mi único deseo es ser elevado a la dignidad de representante del altísimo.” Don Pedro le dijo, “¿Y después que has pensado hacer?” Luis le dijo, “¡Dejaré España y me iré a tierras distantes a predicar el evangelio!”
     Su padre continuó diciéndole, “A los diez años, luego de la muerte de tu madre, a quien hice sufrir tanto por mis liviandades, te envié con mi hermano, quien supo educarte en la fe. ¡Cuánto debo agradecerle!”
     Al medio día siguiente. Pedro y Luis De Vargas se presentaron al convite en casa de Pepita Jiménez. Pepita, quien ya tenía a varios invitados en casa los recibió, “Don Pedro, pase usted.” Don Pedro dijo, “¡Buenas tardes tengan todos, y principalmente usted!” Don Pedro continuó, “En esta ocasión me acompaña mi hijo.” Luis se presentó, “Luis de Vargas y me pongo a sus ordenes señora.” Pepita dijo, “¡Qué bueno que ha traído con usted al santo de este pueblo!” Luis dijo, “No soy un santo, solo un siervo de Dios.” Pepita le presentó a Luis a un invitado, “Nos acompaña el señor vicario, gran amigo de esta casa y padre espiritual de su servidora.” Luis dijo, “Encantado de conocerlo señor vicario.”
     El señor vicario, por afinidad de ideas, encontraría en Luis a un grato compañero de charla: “Su padre nos haba contado que por ser usted aún muy joven, el señor Dean, su tío, pidió una dispensa especial al papa.” Luis le dijo, “Es verdad, pues aún tengo veintidós años de edad. Pero mis inmensos deseos por alcanzar la virtud espiritual, que solo el sacerdocio ayuda a logar, estoy seguro que existen en mí, desde el momento en que nací.”  El vicario le dijo, “Me place escuchar hablar así a un joven que lo tiene todo y al que no le importa renunciar a ello, por amor a Dios.” Luis le dijo, “Y cada día que pasa me acerco mas al cumplimiento de mi sueño, el único anhelo que he tenido en mi vida.”
     Poco después todos se encontraban ante una esplendida mesa provista de numerosas delicias. Uno de los comensales comentó, “Este año la cosecha de vino y aceite estuvo muy buena.” El joven religioso miraba con atención a la anfitriona con el objeto de descubrir cómo era la mujer de quien su padre se había prendado. “No se puede negar que es hermosa y discreta tanto en su forma de expresarse como en su modo de vestir. Advierto que es muy amable con mi padre, lo cual creo, le da alguna esperanza de ser aceptado.” El vicario se dirigió a Luis, “Nuestra querida Pepita es una mujer piadosa y compasiva con todos los menesterosos, ¡En suma es casi una santa!” Luis le dijo, “Su juicio me lleva a desear que mi padre se case con ella.”
     Más tarde en el camino de regreso, don Pedro iba alegre con castañuela. Mientras viajaban en la carroza, don Pedro le dijo a Luis, “Hijo, tu sabes que he sido un calavera, y que a pesar de mis años aún no logro enmendarme del todo. Pero estoy seguro que Pepita seria mi salvación. Hasta ahora he recibido calabazas de parte de ella, pero a diferencia de sus quince o veinte pretendientes, a mi me distingue de entre todos ellos. Estoy seguro de que muy pronto accederá a casarse conmigo, pues aunque es tan espiritual, es notorio que no piensa recluirse en un convento.” Luis le dijo, “Tienes razón, Es claro que todo su esmero y acicalamiento tienen algo de monjiles.” Don Pedro le dijo, “Aunque viste en forma sencilla, se nota su elegancia y distinción propios de un ser superior. ¡Yo seré el afortunado mortal que ella elegirá!” Bajaron del carruaje, y Luis pensó, “Lo que pienso es que esa mujer finge modestia, pero es víctima de un orgullo desmedido. Ella imagina que su alma esta plena de amor por Dios, y ve a todos los mortales indignos de ella.”
     Mientras entraban a la casona Don Pedro dijo a Luis, “Por la noche quiero que me acompañes al casino, donde jugaremos al tresillo.” Luis le dijo, “Ignoro como se juega eso.” Así habían pasado los días sin que en ninguno faltaran comidas, paseos y reuniones. Luis pensaba, “A pesar de que llevo aquí una vida muy activa, me siento fuera de lugar. Todo este tiempo no he tenido oportunidad de leer, pensar o de meditar sosegadamente. Lo único que no he dejado de hacer es escribir a mi tío el señor Dean.” Su padre lo sacaría de su ensimismamiento, “¿Qué te han parecido las fincas que hemos recorrido hoy?” Luis le dijo, “Todo lo que hay en ellas me ha maravillado, porque en la naturaleza se manifiesta la bondad de Dios.” Su padre le dijo, “Regresemos a casa, que esta tarde nos espera Pepita, quien nos ha invitado a su huerta para que probemos las fresas tempranas que en ellas se cultivan.” Luis pensó, “ese antojo de Pepita de obsequiar tanto a mi padre, y luego desdeñarlo, me parece una coquetería digna de reprobación.” Don Pedro dijo, “¡Apúrate hijo!No debemos hacer esperar a la linda mozuela.”
     A la hora convenida llegaron a la hermosa finca de Pepita Jiménez. Al llegar Luis dijo, “¡Esto es una maravilla…hay nogales, higueras, avellanos!” Don Pedro le dijo, “Veo con gusto que amas todo lo que la naturaleza nos proporciona. Si tu te quedaras a mi lado…”
     En la terraza de una bonita casita campirana, se encontraba Pepita con sus demás invitados. Al entrar, Pepita dijo, “¡Qué bueno que llegaron señores De Vargas!” Don Pedro al querer saludar a una de las invitadas dijo, “¡Casilda, querida prima tú también estas aquí!” La invitada dijo, “Sabia que vendrían y mi hijo Currito y yo quisimos darles una sorpresa.”
La invitada saludó a Luis, “Luisín, eras un mocoso cuando deje de verte.” Luis dijo, “En cambio tu sigues igual a como te recordaba, tía.” Pepita complacida dijo, “Me alegra haber reunido a parte de la familia De Vargas. Pero los interrumpiré, ya que la merienda esta a punto.” Uno de los invitados dijo, “Me saboreo ya las fresas que nos prometió.”
    Todos pasaron a la mesa y mientras la servidumbre servía las fresas, Luis pensó, “Ahora seguirá la conversación sobre mil cosas relativas a la labranza. ¡Ah, y la amabilidad perfecta de la anfitriona que no ama a nadie, solo a sí misma.”
     Esa noche, mientras su padre hacia cuentas, Luis se dispuso a escribir: “Y el vicario de aquí no hace mas que hablar de la bondad y la caridad de la dama que podría ser mi madrastra y cuñada de usted. Sin embargo, tanta bondad en una mujer se me hace extraña. Mi padre me ha rogado me queda aquí unos días más, tras los cuales él me acompañará a la cuidad para tomar por fin los hábitos sacerdotales. En tanto seguiré sus consejos de acabar con mi soberbia, pues acepto que tengo mucha en mi alma. Me humillaré ante Dios y ante los demás para conseguir la gracia divina.”
     Días después, sentados en la mesa jugando baraja, Don Pedro le dijo a Luis, “Para que no te aburras cuando me acompañes al casino, te enseñaré a jugar el tresillo. El hombre, hijo, no es solo espíritu.” Luis le dijo, “Aprenderé solo por complacerte.” Don Pedro le dijo, “Además, te enseñaré a montar, ya que vi las burlas de que te hizo objeto tu primo Currito.” Luis le dijo, “Pero es que todo eso no me servirá en absoluto padre.” Luis agregó, “¡Ah, no solo él me humilló, aunque sutilmente también lo hizo Doña Pepita!” Don Pedro rió, “¡Ja, ja, ja! Es que hiciste un papel poco airoso montado en una burra mansa.” Luis dijo, “Pepita me dijo que eso estaba bien para el señor vicario a sus ochenta años, pero no para un hombre de veintidós.” Don Pedro le dijo, “Y estarás de acuerdo en que dio la verdad. ¡Ja, ja!”
     Así dio inicio el florido mes de mayo. Luis empezó a aprender a montar a caballo. Al verlo, Don Luis le dijo, “¡Bien se ve que eres mijo! Estas convertido en un excelente jinete.” Luis le dijo, “Es que tuve al mejor de los maestros.” Don Pedro le dijo, “Tenia tu edad cuando fui guardia de Corps. Buscare mis floretes, guantes y caretas y también te enseñaré la esgrima.” Luis objetó, diciendo, “Pero es que todo…” Don Pedro le dijo, “¡Nada! En os buenos tiempos los clérigos y hasta los obispos, andaban a caballo acuchillando infieles. Así que también te enseñaré a usar navaja.” Luis le preguntó, “¿Es cierto que el día de la cruz se hará un gran festejo en las calles del pueblo?” Don Pedro le dijo, “Sí. La presidirá el señor vicario. Y como punto final habrá en la noche fiesta en la casa de Pepita.” Luis pensó, “¡Y todo será exaltaciones sobre las bondades de la mujer!” Luis dijo, “¿Y cuando nos iremos a Sevilla, padre?” Don Pedro dijo, “¡A finales de mayo!”
     Esa noche, Pepita Jiménez sorprendió a todos, pues por fin había abandonado el luto. Ya en la reunión, el vicario le dijo, “Muchacha, te ves como una rosa en botón.” Pepita loe dijo, “Desde hoy recibiré a mis amigos cada noche.” Desde ese día, todas las noches, de nueva a doce, se efectuaban animadas tertulias en casa de la joven viuda, a las que acudían, señoras, señoritas, caballeros jóvenes y maduros. Luis de Vargas asistía siempre acompañando a su padre. Una noche, al asistir a una de las tertulias, al llegar Luis pensó, “No sé de que lado ponerme. Si me voy con los jóvenes, estorbo con mi adustez, en sus juegos y enamoramientos. Si me voy con los mayores, solo me queda hacer el papel de mirón, o escuchar la enorme admiración de la gente hacia la señora Pepita. Estoy fastidiado de esta vida profana, y eso se debe a que ansío ya consagrarme a los altares.”
     A la mañana siguiente, Don Pedro se decidió mostrar a sus amigos, lo bien que ya montaba su hijo. Pepita al ir acompañada de un caballero en un carro, los vió y dijo, “¡Oh, pero si es Don Luis!” Don Pedro al verlos dijo, “¡Y vaya que se necesitan pantalones para montar a Lucero Negro.” El carro se detuvo y el acompañante de Pepita dijo, “Pe-pero si es el teólogo.” De pronto el caballo de Luis reparó nervioso. Luis sereno mostró quien era el amo. Don Pedro dijo, “¡Bien por los mozos crudos y de arrestos!”
     Esa noche, luego de la hazaña ecuestre del joven religioso, Pepita lo recibió alborotada he hizo lo que nunca había hecho…alargarle la mano. “Buenas noches, Don Luis de Vargas!” Luis pudo sentir la suavidad de la mano de Pepita, a pesar de tenerla enguantada. Pepita se retiró a platicar con otros invitados, mientras Luis pensaba, “No entiendo por qué me alertó el contacto de esa mano. Tal vez sea porque nunca salud de esa forma a ninguna dama, de acuerdo con lo que recomiendan los ascetas y moralistas.” Sin embargo los verdes ojos de Pepita, buscaban constantemente los del hijo de Don Pedro. El joven nervioso y exaltado fue en busca de su padre, a quien dijo, “¿Te sería molesto si nos retiramos en este momento?” La tía dijo, “¿Te sientes mal Luisín?” Luis dijo, “N-no, tía…lo que sucede es que debo cumplir un deber propio de mi condición religiosa.” La tía le dijo, “Ni duda cabe que eres un santo mas santo que todos los santos.”  Do Pedro le dijo, “¡Debemos despedirnos de Pepita!” Luis le dijo, “Discúlpame con ella, prefiero esperarte en el carri-coche.”
     A partir de esa noche, Luis pretextó diversos males para no asistir a las reuniones de la bella viudita. Ya en casa, Luis pensaba, “Mi tío tenia razón en sus cartas, donde me prevenía del peligro que podía representarme la dama que pi padre pretende. Es cierto, no puedo negárselo más. He puesto mis ojos en Pepita Jiménez. Si, la primera sugestión es la cabeza de la serpiente, pero yo la hollare con mi pie firme, para que ese ponzoñoso reptil que me amenaza, no suba a esconderse en mi pecho. ¡Dios mio, ayúdame! Aunque me siento conturbado. No me juzgo perdido. ¡No permitas que me aleje de tu reino! Debo desperdiciar a esa mujer que trata de enamorarme de un modo mundano, para hacerme caer en el averno.”
     No obstante, don Pedro insistía en que su hijo lo acompañara a la casa de la dama. Cada noche, ellos eran los últimos en retirarse. Ya una vez en las reuniones, estando a la mesa, Luis pensaba, “Mi padre sin darse cuenta me empuja a enamorar a su pretendida.” Mientras servía los alimentos en la mesa, la domestica dijo, “Prueben y verán las delicias que se sirven siempre en esta mesa.” Enseguida, el vicario dijo, “Mi admirada y querida Pepita…” Entonces Luis pensó, “Ahora el señor vicario se dedicara a exaltar las virtudes conocidas y desconocidas de la anfitriona.” Pepita rompió el hielo y dirigiéndose a Luis dijo, “Su padre me ha dicho que ya sabe usted jugar al tresillo.” Entonces Luis hizo una oración, “¡Señor, no me abandones! Apresúrate en venir en mi auxilio.”
     Poco después, Don Pedro, Luis, y la joven viuda jugaban a los naipes. Luis pensaba, “No se como puedo hablar y discurrir con juicio si estoy todo con ella.” Al despedirse los jóvenes se miraron largamente, como hablándose con los ojos. Pepita solo dijo, “Hasta mañana señor Vargas.” Al salir ambos, Don Pedro dijo, “¡Presiento que Pepita pronto me aceptara como pretendiente!” Al escucharlo, Luis pensó, “Esta será la última noche que vuelvo aquí!” Don Pedro agregó, “Sin embargo, mañana debo cumplir uno de mis compromisos como cacique de este lugar, y no podre asistir con mi dama.” Luis le dijo, “No creo que eso le moleste a la señora Jiménez.” Don Pedro le dijo, “No digas eso, hijo. Aunque se de sobra que te aburres en las tertulias, quiero que asistas en mi representación.” Luis lo interrumpió, “Padre. Quisiera aprovechar ese tiempo para dedicarme a mis oraciones, y mis…” Su padre lo interrumpió, “¡Ya tendrás tiempo de sobra para hacerlo cuando seas sacerdote! ¡Ahora compláceme, por favor!”  
     A la noche siguiente, Luis De Vargas llegó puntual a la casa de Pepita. Al llegar la doméstica lo recibió, “¡Pase niño…es el primero en llegar!” Al saludarse, los jóvenes se dieron la mano tímidamente y sin pronunciar palabra. La domestica dijo, “Estaré en la cocina Pepita.” Permanecieron tomados de la mano, mirándose con angustia. Pepita dejo escapar de sus hermosos y deslumbrantes ojos lágrimas de dolor. Luis le dijo, “¿Por qué lloras?” Pepita le dijo, “Por ti.” Entonces Pepita y Luis unieron sus labios en un tierno beso.
     Leves golpes en la puerta los volvieron a la realidad. Pepita dijo, “Debe ser el señor vicario.” Luis le dijo, con aspereza, “¡Nunca más mujer!”
     Esa noche Luis no pudo conciliar el sueño, pensando, “Mi padre se extrañó ante mi vehemencia por partir de aquí. Ya es el mes de junio, y mi padre me ha prometido formalmente que partiremos de aquí el 25, pasado el día de San Juan. Todo el tiempo que falta lo pasare aquí para no ver más a Pepita. Mañana escribiré a mi tío, avisándole mi llegada para dentro de quince días, ¡Será la última carta que le escriba, pues estaré sin falta en Sevilla el 25 de junio! Mi padre espiritual me ayudara a combatir la tempestad que se agita en mi corazón.”
     En su casa Pepita se desahogaba con su fiel Antoñona quien era su nana y fiel confidente, y  le decía, “Así que ese sujeto ha enfermado de amor a mi niña bonita.” Pepita dijo, “Creo que tu lo supiste antes que yo me diera cuenta de que lo amaba.” Antoñona le dijo, “Desde que se presentó aquí ese fulano, me di cuenta de las miradas que le lanzabas y que él correspondió.” Pepita le dijo, “Me besó esta noche….y luego me rechazó…¡Ayyy!” Antoñona dijo, “Y con sus retrecharías te hirió de muerte ¡Canalla sinvergüenza!”
     Así, en un estado lamentable, Pepita veía pasear los días. Y pensaba, “He sabido que dentro de ocho días se ira de aquí mi amado Luis.” En ese momento apareció Antoñona, “Pepita, ya está aquí el señor vicario. Te espera en el despacho.”  Pepita dijo, “Gracias Antoñona.” Minutos después, la demacrada y entristecida joven se reunía con su consejero espiritual. “Me alegra hija mía que me hayas llamado. Todos extrañamos las reuniones a que nos habías acostumbrado. ¡Qué pálida estas! ¿Qué tienes hija mia?” Pepita dijo, “¿No adivina mi enfermedad?” El vicario le dijo, “Dime ya lo que ye sucede muchachita”
     Pepita dijo, “Padre, soy muy mala…¡La peor de las pecadoras!” El vicario le dijo, “¿Que sabes tu de pecados Pepita?” Pepita dijo, “¡Lo he estado engañando, me he engañado yo misma y he querido engañar a Dios! ¡Soy avarienta, soberbia y Dios me ha castigado!” El vicario le dijo, “¡Ave María Purísima! No desatines jovencita, ¿Qué te ocurre?” Pepita dijo, “¡Si padre, he dado caridad para lucimiento mio y he despreciado a muchos hombres, no por virtud, sino por orgullo mezquino! ¡El altísimo me ha enviado como castigo un amor prohibido!” El vicario dijo, “Pero si todos tus pretendientes son honestos y libres.” Pepita volteó hacia el vicario y le dijo, “¡Estoy enamorada del hijo de Don Pedro de Vargas!” El vicario dijo, “¿Co-como dices?”
     La consternación más dolorosa se dibujo en el rostro del cándido y afectuoso sacerdote. “E-Ése es un amor imposible. ¡Él nunca te amará!”Pepita le dijo, “¡Me ama! ¡Y usted ha sido el culpable!” El vicario le dijo, “¿Yo tengo la culpa?” Pepita dijo, “Usted con su extremada bondad no ha hecho mas que alabarme ante don Luis. Esos elogios poco merecidos lo obligaron a abrir los ojos, pues él no es de bronce...ni lo soy yo tampoco." El vicario dijo consternado, "Tienes razón de sobra. ¡Soy un mentecato! He contribuido poderosamente a esta obra de Lucifer." Pepita le dijo, "No se aflija usted. Soy tan perversa que lo he culpado de mi grave falta." Ambos se abrazaron y el vicario le dijo, "Tranquilízate, hija. Don Luis debe estar arrepentido de su falta, y se marchará pronto Tú deberás hacer lo mismo ...y punto. ¡Dios los perdonara y los volverá santos!"
     La fuerza que el vicario había dejado en el ánimo de Pepita, desaparaecio apenas el clérigo se marchó. Pepita pensó, "¡Qué fácil es dar consejos! ¡Qué difícil es seguirlos! Don Luis partirá sin que vuelva a verlo, ¡Bujuu! ¡El no puede renunciar a su destino por una aldeana ignorante como yo, ¡Aay!" Al escuchar los gemidos de la joven, la fiel antoñona se precipitó al despacho, "¡Ese zángano, teólogo pisaverde, cómo te ha trastornado el juicio, niña mía!" 
     Por su parte Luis sufría igual que Pepita. Mientras paseaba a caballo Luis pensaba, "Mi fe y devoción no pueden caer al suelo por culpa de una mujer. No es posible que mi ideal se derrita ante la mirada de Pepita Jiménez. El sacerdocio esta por encima de todas las miserias de la humanas. ¡Esto debe ser una prueba que me pone el señor! 
     La noche del dia de San Juan, previo a su partida, Luis aceptó acompañar a su primo Curro al casino. Cuando ambos entraron al casino, Curro dijo a su primo, "Esto es mas entretenido que estar todo el tiempo de papamoscas." Luis e dijo, "¿Qué sabes tú de la vida clerical?" Curro llevó a Luis hasta la mesa donde jugaba el noble y apuesto conde de Genazahar, quien también había pretendido a Pepita Jimenez.
     En ese momento, el conde comentó, "No es mala pécora la tal viudita de don Gumersindo, pero quiere hacer olvidar que vivía en la miseria..." Luis había llegado en el mismo momento en el que el odio por el desdén de la mujer deseada, salia de los labios del conde. "Y luego pactó con Satanás para deshacerse del rico vejete con el que se caso ahora la tal Pepita finge ser virtuosa y casta...Pero seguramente esta enredada con algún gañán y se burla de todo el mundo. ¡Ja, ja!" Aparentando calma que no sentía, Luis se dirigió al conde, "Eso que acaba de expresar sobre una dama, no es propio de un buen cristiano y sí es una acción ruín y cobarde." El conde voletó y dijo, "De modo que es la hora del sermón dominical, ¡Ja, Ja, Ja!" 
     Luis había predicado en el desierto. Escarnecido y humillado salió del casino, dejando en el interior a su cobarde primo Curro. Luis comenzó a caminar, pensado, "Las calles están animadas, pues es la noche de San Juan, por suerte, mi última noche aquí."
     De improviso entre la gente apareció ante el joven la recia figura de Antoñona, diciendo, “Don Luis, lo andaba buscando para pedirle cuentas de mi niña!” Luis le dijo, “Antoñona, ¡Dejame en paz, no me atormentes!” Antoñona le dijo, “Si eres un santo, acompáñame a darle paz a mi niña, que se consume de amor por ti.¡Los santos son compasivos y generosos!” Luis le dijo, “Lo que me propones es tentar a Dios.”
     Tiempo después, Luis estaba en casa de Pepita Jiménez. Al verlo, Pepita le dijo, “¿Tú a-aqui?” Luis le dijo, “He venido a despedirme mañana me marcho hacia Sevilla.” Pepita le dijo, ¿Estás seguro de tu vocación? ¿Serás un buen sacerdote?” Luis le dijo, “Dios en castigo a mi soberbia, me ha hecho enamorarme de ti. El amor que me inspiras es inmenso. Pero no quiero dejar al creador por una criatura. ¡No quiero bajar del cielo al suelo! Pero tú y yo podemos amarnos sin mancha y sin pecado, separando nuestros cuerpos pero no nuestras almas.” Pepita dijo, “¡Ay que indigna soy de esa clase de amor!” Luis dijo, “Yo seguiré mi destino, que es el culto a los altares, y tú…” Pepita dijo, “¡No! ¡Yo no soy más que una idólatra materialista! ¡Harás bien en despreciarme! ¡Márchate en paz!” Pepita le dijo la espalda diciendo, “¡Adiós! ¡Te limpiaré para siempre de mi presencia profana y pecadora!” Luis le dijo, “¡Espera!”


     Como atraído por un poder sobrehumano, Luis corrió en pos de Pepita. La sala quedó sola. Afuera, la gente celebraba con bailes y reuniones, la noche de San Juan. El tiempo seguía su inexorable curso.
     Cuando a lo lejos se escuchaban las campanas que anunciaban las dos primeras horas del nuevo día, en la habitación de Pepita Luis se arreglaba. Pepita dijo, "No te desesperes ni te aflijas ¡De nada eres culpable! ¡Vete, ahora te merezco menos que nunca! Limpio de toda culpa, cumple tu voluntad y se ministro del altísimo." Luis le dijo, "¡Pepita!" 
    Pepita se arrodilló diciendo, "¡Márchate Luis! ¡Despréciame y     olvídame!" Luis arrepentido le dijo, "¡Vida mía! El pecador he sido yo. ¡He sido un santio postizo! Mi virtud era solo hojarasca y pedantería. ¡Si mi virtud hubiera sido solida, no habriamos pecado ni tú ni yo! Mi devocion era mas bien sacrílega e hipócrita!" Pepita le dijo, "Yo te amo Luis..."
     Un beso rompería el tormentoso diálogo, poniendo fin a las culpas de los jovenes enamorados. No sin antes hacer ruido para anunciar su llegada, Antoñona entró a la habitación, diciendo, "¡Vaya plática larga! Este sermón no fue el de las siete palabras sino el de las 40 horas¿Verdad Don Luis? Son mas de las dos de la mañana." Luis dijo, "Me ire en seguida, mujer..." Luis la besó y dijo, "En cuanto salga el sol hablare con mi padre..." Pepita dijo, "Adiós, dueño amado." Antoñona acompañó a Luis a la salida. Luis le preguntó, ¿Conoces al conde de Genazahar?" Antoñona le dijo, "Si, es un conde de muy mala cabeza, que ha pretendido a mi niña, recibiendo como todos los demas grandes calabazas. Además hace años don Gumersindo le prestó mil duros que nunca ha pagado. ¿Porqué la pregunta señor teólogo?” Luis le dijo, “¡Ya lo sabrás! ¡Gracias por todo Antoñona!” Luis le dijo, “¿Conoces al conde de Genazahar?" Antoñona le dijo, "Si, es un conde de muy mala cabeza, que ha pretendido a mi niña, recibiendo como todos los demas grandes calabazas. Además hace años don Gumersindo le prestó mil duros que nunca ha pagado. ¿Porqué la pregunta señor teólogo?” Luis le dijo, “¡Ya lo sabrás! ¡Gracias por todo Antoñona!”
     Luis De Vargas se alejó, reflexionando en el drástico cambio que su existencia habia sufrido, hacia apenas unas horas. Mientras caminaba Luis pensaba, "¿Qué pensará de mi, el señor Dean, mi querido maestro? ¿Y cómo irá a reaccionar mi padre?" Después de su caída, ésta le parecía menos profunda y menos espantosa, de como la había temido. Luis pensaba, “Siempre fui indigno de ser sacerdote, pues mi religiosidad era falsa. ¡Mi petulancia la disfrazaba de humildad!” Con paso decidido. Luis entro al casino donde aún se encontraban jugando varios hombres, entre ellos el conde de Genazahar. Al entrar Luis pensó, “Por suerte sigue aquí ese canalla…y acompañado del cobarde de mi primo Curro.”
     Dispuesto a dar su merecido al conde, el joven se acercó a la mesa de juego. Al verlo, Curro le dijo, “¿Tú por aquí, a estas horas?” El conde le dijo, “Curita, ¿Viene a echarme otro sermón?” Luis le dijo, “Nada de eso. He comprobado que Dios no me llama por ese camino, y ya he elegido otro. ¡Abandono la vida sacerdotal!” El conde le dijo, “Usted ha cenado bastante fuerte…” Luis le dijo, “¡He cenado lo que quiero!” El conde se levantó, y dijo, “¡Yo no tolero que ningún mocete, sea quien sea, me responda!” Curro lo tomó y dijo, “¡Cálmese conde, mejor hagan responder los dineros probando la fortuna!” Luis le dijo, “Para estos juegos no hay que calentarse la cabeza.” Luis se sentó a la mesa. Entonces el conde dijo, “Debe tener usted un entendimiento macho…” Luis le dijo, “No solo el entendimiento, sino también la voluntad, y con todo disto de ser un macho como tantos por ahí!” Mientras el conde repartía las cartas, pensaba, “Le ganaré todo su oro a este novato.” Curro pensó, “¡Vaya si ha salido parlanchín el santo teólogo!”
     Se sucedieron una serie de juegos, ganados todos por el “novato” quien había sido bien adiestrado por su padre. Entonces Luis dijo, “¿Para que estarnos en vela toda la noche? Juego en un golpe cuanto tengo en la banca contra otro tanto.” El conde dudando dijo, “D-de a-acuerdo…¡Va el copo!” El conde que tenía todo su capital  puesto en la banca, se vio comprometido de esa suerte, y no tuvo más remedio que aceptar. Cuando se entregaron las cartas, el conde pensó, “¡Maldita sea, no me sale ningún tres!”
     Entonces Luis dijo, “Tire usted señor conde…” El conde dijo, “No hay para que…el rey de copas. ¡Un curita me ha desplumado!” Luis comenzó a recoger el dinero con indiferencia y serenidad. Entonces el conde dijo, “Curita, entre caballeros, es necesaria la revancha.” Pero Luis dijo, “No veo la necesidad.” El conde insistió, “Es una importante regla del juego.” Luis dijo, “Por esa regla lo mejor sería ahorrarse ahorrarse el trabajo de jugar. Pero seré generoso con usted y le daré el desquite. ¿Dónde está el dinero de su nueva banca?” El conde dijo, “Aquí no tengo dinero, pero pienso que basta y sobra con mi palabra.” El conde le dijo, “Debería bastar…pero ya he visto como se expresa usted de sus acreedores. ¡No puedo prestarle dinero, que no me pagaría, como no ha pagado sino con injurias, el que le debe a Pepita Jiménez.”
  El conde dijo, “¡Mientes deslenguado! Eres un…” Con agilidad asombrosa, tino y gran fuerza, Luis propinó un puñetazo en el rostro del conde de Genazahar. Los presentes tuvieron que tomar al conde quien enfurecido dijo, “¡Suélteme, déjeme que lo mate!” Luis dijo, “No tratamos de evitar el duelo, sino que deben librarlo como corresponde a unos caballeros.”
     Uno de los hombres presentes en el lugar mostró a los rijosos un par de sables. Luis dijo, “Aquí vienen las armas.” Los dos combatientes eran poco diestros en el manejo del sable, lo que no evitó que se lanzaran violentos tajos sin orden ni concierto. Entre dos personas que no sabían para ni defenderse, la lucha debía ser brevísima, y lo fue. El conde cayó herido y Luis dijo, “¡Yo que me creía incapaz de matar a un gorrión…acabo de matar a un hombre!”
     Luis fue sacado del casino por su sorprendido primo y por personas que habían presenciado todo. Mientras era llevado, Luis dijo, “¡En menos de seis horas he cometido todos los pecados mortales!” Un hombre al lado le dijo, “¿Es cierto que has ahorcado los hábitos? ¡Eres un valiente para todos!”
     Tres días después, Don Pedro De Vargas hablaba con Luis, “El doctor me ha dicho que han quedado restablecidas las leves heridas que el conde te propinó y por lo que toca a ese hombre, le llevará meses reponerse.” Don Pedro agregó, “No sabes cuánto agradezco a que haya salvado de la muerte al conde de Genazahar.” Luis le dijo, “Por cierto, he sabido que ha pagado los mil duros que le debía a Pepita.” De pronto Luis cayó incado frente a su padre, “¡Debo confesarte una gravísima falta que me llena de escarnio y vergüenza!” Su padre le dijo, “Pues estoy más que dispuesto a escucharte.” Visiblemente turbado el joven inició su penosa confesión. “¡Mi secreto es que estoy enamorado de …Pepita Jiménez!” Su padre rió, “¡Ja, Ja, Ja! Hijo, bravo secreto me revelas. No hay perro ni gato en este lugar que no esté al tanto de todo.” Luis le dijo, “¿Lo sabías entonces?” Don Pedro le dijo, “Los pollos no pueden engañar a los recoveros. Pepita y tu se dieron cuenta al último de que se amaban, pues el primero en notarlo fue mi hermano el Dean. Por las cartas que le enviabas él pudo predecir que caerías redondito en brazos de la viudita, y te olvidarías de catequizar a los chinos, a los mongoles y a los negritos del monicongo. Me dolió un poco saberlo, pero luego reflexioné en que Pepita no es para mí, por lo que con ayuda de Antoñona, hice un plan…Sin duda quien más contribuyó, aunque en forma inconsciente, fue el padre vicario, quien con sus constantes alabanzas a la dama logró que te fijaras en ella.” Luis le dijo, “¿Y mi tío ya sabe lo que paso en la noche de San Juan?” Don Pedro le dijo, “Si, y me culpa de todo. Pero ya le escribí invitándolo a que venga a realizar la boda, o en todo caso les envíe a ti y a Pepita la bendición y un buen regalo.” Luis le dijo dándole un abrazo, “¡Padre, no tengo palabras para agradecer tu comprensión y apoyo!”
     Un mes más tarde, el padre vicario efectuaba la boda de Pepita Jiménez y Luis de Vargas, ya que el señor Dean pretextó numerosas ocupaciones por miedo a ser embromado por su hermano Don Pedro. Cuatro años después, la familia De Vargas se reunía, como hacía a menudo, para pasar un agradable día juntos. Don Pedro recibia a sus nietos diciendo, “Han llegado mis querubines sin alas a proporcionarme las incomparables delicias domesticas.”   
Tomado de Novelas Inmortales, Año XVI. No. 773, Septiembre de 1992. Novedades Editores S.A. de C.V. Guión: Víctor M. Yañez. Adaptación : José Escobar.