Club de Pensadores Universales

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lunes, 9 de diciembre de 2024

Creed en Dios de Gustavo Adolfo Becquer

    Creed en Dios, es un relato de Gustavo Adolfo Bécquer, incluido en sus, Leyendas. Fue publicado por vez primera, los días 23, 25, y 27 de febrero de 1862.
  Se subtitula Cantiga Provenzal, y se abre con el epitafio del protagonista, Teobaldo de Montagut; la narración referida por un juglar, se divide en pequeños capítulos, que describen la vida del personaje.

Sinopsis

   Su madre, la condesa de Montagut, poco antes de traerlo al mundo, vio en sueños que concebía una serpiente que se transformaba en una paloma. Muerta su madre en el parto, y fallecido su padre poco después en una emboscada, Teobaldo como primogénito, se convierte en el Conde. Su vida es la de un malvado que comete todas las fechorías imaginables, sin respetar ni humano ni divino.

   Un día de caza, encuentra a un sacerdote, que le reprocha su perversidad; indignado Teobaldo lanza sus perros para cazar al religioso, como si fuera un animal, pero en ese momento se reinicia la cacería del jabalí, y Teobaldo es incapaz de darle alcance. Justo cuando va a lograrlo, su caballo perece.
  Entonces llama a sus servidores, para que le den otro. Montado en su nuevo corcel, Teobaldo inicia un viaje fantástico al Cielo y al Infierno, gracias al cual, reconoce sus errores y blasfemias. Retornado a la realidad, como si hubiera sido solo un sueño, vuelve a su castillo que encuentra convertido en un monasterio.
    El abad le cuenta que hacía cosa de siglo, o siglo y medio, Teobaldo de Montagut había sido llevado por el diablo, y que esas tierras, habían pasado a manos de los religiosos. Teobaldo, arrepentido ante el prodigio, pide ser admitido en el convento. (Wikipedia en Español)

Creed en Dios

de Gustavo Adolfo Bécquer

  Corría el año de 1500 y en el valle de Montagut, al norte de Francia, se encontraba el señorío de Fortcastell. Ahí se estaban preparando grandes fiestas con motivo del próximo enlace del barón de Fortcastell. Uno de los sirvientes del castillo, dijo a otro sirviente, “Mañana llega la noble dama Alina. Dicen que es bellísima.”

   Al día siguiente, cuando llegó la prometida del barón, ambos bajaron las escaleras del salón del castillo, los invitados gritaban, “¡Vivan los novios! ¡Viva nuestro señor y su prometida!” Y una semana después se efectuó la ceremonia, mientras el santo oficiante declaró, “Los declaró marido y mujer.” Y empezó para la pareja una vida de felicidad sin límites.
  Una mañana, el barón abrazó a su esposa, y le dijo, “Alina adorada, cada día al despertar tengo miedo de que solo sea un sueño, la dicha que estoy gozando.” Ella le dijo, “Mi amor, Dios ha bendecido a nuestra unión, no temas…” La baronesa, mujer bondadosa, no sólo había dado felicidad a su esposo, sino también a sus vasallos.
   Un día la baronesa se levantó temprano, y fue a llevar una cesta de pan a la choza de una anciana de la aldea, quien le dijo, “Es usted un Ángel, mi señora.” Alina le dijo, “No diga eso, como esposa del señor de estas tierras, debo velar por ustedes.” Poco después, una mañana dos mujeres aldeanas dialogaban entre si. Una de ellas, una anciana, dijo a la otra más joven, “En todo el señorío, sólo se escuchaban alabanzas hacia la noble dama.”
   La joven dijo, “No hay otra mujer más buena que ella. Tan piadosa. Tan caritativa.” La joven dijo, “Con razón el barón la ama con locura.” La anciana dijo, “Dicen los servidores del castillo, que él venera el suelo que ella pisa.” La joven dijo, “Y como no, es una santa.” Así transcurrieron los meses y el día que cumplían el primer aniversario de bodas, el barón depositó un collar de joyas en su cuello, y le dijo, “Para la esposa maravillosa y perfecta de la Tierra.”
   Ella exclamó, “¡Oh Alfonso! Me mímas en exceso.” Enseguida, Alina lo abrazó y le dijo, “El regalo que yo te tengo, es…¡Un hijo!” El barón exclamó, “¡Mi vida, un hijo!” Ella le dijo, “Lo sé desde hace un mes, pero quise esperar esta fecha para contártelo.” Alina agregó “Sé lo mucho que deseas un heredero, y a pesar de ello, jamás lo mencionaste.”
   El barón le dijo, “Alina, nada es más importante para mí que tú.” El barón puso sus manos en las mejillas de Alina y agregó, “Si Dios no hubiera querido enviárnoslo, yo habría aceptado su voluntad sin dolor. Porque no tengo palabras ni acciones para agradecerle a nuestro señor el haberme dado una esposa como tú.” Alina dijo, “Alfonso, me haces sentir tan dichosa escucharte hablar así.”
   Ambos se besaron. En medio de una gran felicidad transcurrieron los meses de la dulce espera. Cuando faltaban unas semanas para el alumbramiento, Alina exclamó, “Ana ayúdame. Hoy me siento muy cansada.” Ana le dijo, “Y cómo no, mi señora. Recibió a cuanta aldeana vino a verla. Si el señor barón estuviera aquí, no se lo habría permitido. Por suerte regresa mañana.” Alina dijo, “Lo extraño tanto, pero no volverá a ausentarse hasta después del nacimiento de nuestro hijo.”
   Minutos después, Alina se recostaba. Ana le dijo, “Descanse mi señora. Estaré pendiente por si algo necesita.” Alina le dijo, “Gracias Ana.” Apenas puso la cabeza en la almohada, Alina se quedó dormida y empezó a soñar. En su sueño, Alina arrullaba la cuna de un bebe recién nacido, en el jardín del castillo, y decía, “Dios me ha colmado de gracias dándome el hijo más hermoso de la Tierra. No me canso de cuidarlo, de mimarlo, jamás imaginé que ser madre era algo tan maravilloso.”
   Se acercó a la cuna para contemplar una vez más a la criatura y Alina quedó horrorizada con lo que vio, y exclamó,“¡AAHHH NOOO!” Una enorme víbora saltaba de la cuna. Ante su espanto, el asqueroso reptil se deslizó de la cuna. Llena de temor Alina exclamó, “¡Socorro!” Y fue a esconderse entre los matorrales. Cuando los sirvientes la vieron pasar asustada, dijeron, “¡Señora baronesa! ¿Qué le sucede?” Aline los llevó hacia unos matorrales y les dijo, “¡Una serpiente! ¡Allíii!”
   Cuando los sirvientes corrían hacia los matorrales, Aline vio algo volar, y exclamó, “¡Una paloma!” La blanca paloma se remontó hacia el cielo. Uno de los sirvientes dijo, “Señora baronesa, no hay nada. Hemos revisado todo.” Aline señaló hacia los matorrales y dijo, “¡Allí se escondió! Era asquerosa, horrible…” Aline despertó y exclamó, “¡Oh, qué espantosa pesadilla!” Al día siguiente cuando el varón regresó, le dijo, “Mi vida, estás muy pálida, ¿Te sientes mal?”
   Aline le dijo, “No, solo que anoche tuve una pesadilla y…Alfonso, tengo un terrible presentimiento. Fue algo horrible. Tengo miedo…Tengo miedo…” Alfonso le dijo, “Amor cálmate y cuéntame. Cuando lo hagas, te sentirás mejor.” Cuando ya terminó de relatar la pesadilla, Alfonso le dijo, “Fue solo un sueño, olvídalo.” Ella le dijo, “Lo intento pero a cada momento vuelve a mi mente.” Dos semanas después, una de las sirvientes llegó con Alonso y le dijo, “Señor, el niño ya nació, pero la señora…” Alfonso le dijo, “¿Que le sucede?”
  La sirviente lloraba, y dijo, “Está muy mal…quiere verlo…ella.” Alfonso acudió a ella y dijo, “¡Alina, mi vida!” Ella le dijo, “¡Alfonso…nuestro hijo…tú cuidarás de él.” Alfonso le dijo, “No hables así. Ambos lo cuidaremos…” Alina dijo, “No…yo me muero…júrame que velarás por nuestro pequeño… No debe sufrir por no tener madre…Harás que sea feliz…¡Júramelo!” Alfonso le dijo, “Te lo juro, pero tú sanarás…yo no puedo vivir sin ti.” Alina le dijo, “Yo desde el cielo…velaré por los dos…” Alfonso derramó una lagrima y dijo, “No, Alina, no me dejes.”
  Alina dijo, “Te amo Alfonso…Te amo y te amaré más allá de la vida…” Alfonso dijo, “Alina, mi cielo, mi esposa idolatrada. Por favor, no te dejes vencer.” Alfonso notó que Alina ya no respondía, y dijo, “Ya verás cómo…¡Alina…!¡Alina!” El barón inconsolable no aceptaba el golpe que el destino le había propinado. Postrado ante la tumba, en el velorio, Alfonso exclamó, “¿Cómo podré vivir sin ti¡ Compadécete de mi dolor, y llévame a tu lado.”
   Cuando pasaron los funerales, Alfonso meditando pensaba, “No puedo quitarme la vida, porque le prometí velar por nuestro hijo. Debo preocuparme de que el niño sea feliz, como lo deseaba Alina. ¡Él jamás sufrirá!” Alfonso ordenó se reunirá toda la servidumbre, y les dijo, “Juré a la baronesa, mi amada esposa, en su lecho de muerte, velar por la felicidad de nuestro hijo. Es mi deseo que todos y cada uno de ustedes, ponga su máximo empeño para que Teobaldo de Montagut, futuro barón de Fortcastell, no tenga nunca el más mínimo pesar. Mi hijo no debe llorar, ni ser contrariado en nada, ¡Jamás!”
   Alfonso agregó ante el asombro de todos, “El culpable del mínimo dolor en su persona, de que derrame una lágrima, pagará con su vida. ¿Me han entendido?” Todos los sirvientes exclamaron al unísono, “Sí...sí, señor barón.” Y cuando el barón se retiró, uno de los siervos dijo a otro, “¿Cómo evitar que el bebé no llore?” El otro siervo dijo, “Tendremos que hacerlo, o nos matarán.” Otro de los hombres dijo, “Me parece que el varón ha enloquecido.” El otro hombre dijo, “El dolor le hizo perder la razón, no sabe lo que dice.” Pero el temor de perder la vida, los llevó a todos a obedecer.
   Un día, una niñera que cargaba al niño, dijo cansada, “Por favor carga el niño, ya no puedo más. Si lo dejo en la cuna, de inmediato empieza a llorar, y si lo escucha el barón…” Así varias mujeres se turnaban para tenerlo en brazos día y noche. Apenas Teobaldo tuvo edad para comprender, se dio cuenta de que era más que un rey en el castillo. Los sirvientes comenzaron a sufrir su carácter. Un día, uno de los sirvientes dijo a Teobaldo, “Mi señor, no se enoje. Haré lo que usted quiera.” Pero Teobaldo contestó con una patada, y dijo, “¡Vete!”
  En lugar de un niño dulce y bueno, Teobaldo era un verdadero demonio. Un día, Teobaldo dijo a su padre, “Padre quiero aprender a tocar el laúd.” Su padre le dijo, “Veo que te agrada la música, igual que a tu madre, mi adorada Alina.” De inmediato el barón envió por un maestro de música, quien tambien tenía su carácter, y poca paciencia.
  Un día, el maestro levantó la voz y dijo, “No, así está muy mal, usted debe…” Teobaldo le dijo, “¡Como! ¿A mí me está diciendo que lo hago mal?” El profesor le dijo, “No sólo mal, sino pésimo. Usted no tiene aptitudes musicales.” Teobaldo rompió el laúd y dijo, “¡Estúpido, pagarás cara a tu insolencia!” Enseguida Teobaldo fue hacia su padre y exclamó, “¡Padreee! ¡Aaaahhhh! ¡Padreeeeeeee!”
   Su padre exclamó, “¡Hijo de mi corazón! ¿Qué te sucede?” Teobaldo dijo, “¡El maestro de música rompió mi laúd! Dice que soy un tonto. ¡Ah, qué desgraciado me siento!” Su padre puso su hombro sobre el joven, y dijo, “¡No digas eso! Pagará su osadía, te lo prometo. Buscaré otro maestro.” Teobaldo pensó satisfecho, “Ya sabía que mi padre me haría justicia. ¡Je, Je, Je!” Y no se equivocaba porque, Alfonso enseguida fue hacia el maestro, y dijo a sus sirvientes, “¡Hazótenlo! Y luego échenlo como un perro.”
   El profesor exclamó “Pero señor barón, escúchenme.” Nada era capaz de conmover al Barón, quien solo vivía para hacer feliz al hijo de su amada esposa, quien sólo hacía lo que sus malos instintos le indicaban. Un día, Teobaldo descansaba en el salón, y entonces pensó, “¡Que aburrido estoy! Hoy nadie me ha dado motivo para castigarlo, por más que he buscado la forma. Cada día tienen mayor cuidado de no hacerme enojar…¡Los odio a todos! ¡Ajá, allí viene Tomás, se me ocurre algo!”
   Tomas pasó junto a él, y Teobaldo le puso el pie. Tomas exclamó, “¡Auch!” Teobaldo exclamó, “¡Bruto, idiota! ¡Mi pie!” Tomas le dijo, “¡Perdón, mi señor!” Teobaldo exagero y exclamó, “¡Aahhh! ¡Me pegaste! No es la primera vez que lo haces.” Mientras Teobaldo corría hacia su padre, gritando, “¡Padreee!¡Aaayyy!” Tomas gritó, “Le juro que yo no quise…” Cuando llegó con su padre, Teobaldo le dijo, “¡Tomas me pegó! ¡Padre, él me odia! Pasó junto a mí y me dio una patada.”
   Alfonso exclamó, “¡Pegarte a ti! Se arrepentirá de haber nacido.” Echando chispas por los ojos, el barón ordenó el castigo al atrevido, “¡Ahórquenlo!” Tomas suplicó incado, “Señor barón, por piedad, escúcheme…” Alfonso exclamó, “Ni una palabra. Has faltado a tu amo en la persona que más quiere él en éste mundo. ¡Su hijo! ¡El hijo de la mujer más santa y digna de veneración y respeto! ¡Merece la muerte!”
   Tomas insistió, “Juro que no le pegué. Él estiró la pierna cuando yo pasaba…” Teobaldo explotó, y dando una bofetada a Tomas, dijo, “¡Padre, miente! ¿Porqué permites que hable así de mí? ¡Ah, quisiera estar muerto junto a mi madre! Ella me defendería.” Alfonso dijo, “¡Hijo, no digas eso! Si ella está escuchando, pensará que no he cumplido con mi juramento. ¡Ahórquenlo, he dicho!”
   Tomas exclamó, “Piedad, ¿Qué va a ser de mi esposa, de mis hijos?” Ante el estupor de los criados, la orden se cumplió. Teobaldo sonrió y pensó satisfecho, “Después de esto, nadie se atreverá siquiera a levantar la vista ante mí.” Cuando Teobaldo cumplió 18 años, le habló a Teobaldo desde su lecho de muerte, “Hijo, voy a reunirme con tu madre. Tú eres mi único heredero, y sé que llenarás de honor y gloria a nuestro nombre. En mi nombre y en el de tu santa madre te voy a bende…” Teobaldo lo interrumpió, y exclamó, “¡No quiero bendiciones! Quiero que vivas. ¡No puedes morirte, yo te necesito!”
    Pero el barón por primera vez, no pudo complacer al tirano, quien zarandeando al inerte cuerpo de su padre, exclamó, “¡Padre, padre, contéstame! ¡No te atrevas a morirte! ¡No te atrevas!” Desde ese momento, la vida del nuevo barón de Fortcastell se pudo comprar con un huracán.
   Un día, Teobaldo amarro a un sirviente por una mínima desobediencia, y comenzó a azotarlo, diciendo, “¡Así aprenderás a eso a no desobedecer!” El pobre sirviente exclamaba, “Señor barón, yo…¡Ahhh!” Nada era capaz de conmoverlo, y peor era, a medida que transcurrían los años. Un día un campesino agricultor, observó cómo una comitiva de hombre a caballo, cruzaban su sembradío de trigo. Era Teobaldo, quien iba en su caballo diciendo, “¡Síganme! Todos vayan por donde yo paso.”
   El campesino exclamó, “¡Oh, no! Mi sembradíos.” Por donde pasaba, Teobaldo dejaba señalado su camino con lágrimas y sangre. Un día Teobaldo llegó a una cabaña de la aldea, donde un humilde campesino le suplicaba, “Señor barón, se los suplico, mi hija se casará la próxima semana.” Teobaldo le dijo, “Soy el amo, el dueño de ti y de todos los que habitan estas tierras. Tu hija me agrada, y quiero que esta noche esté en el castillo. Si no obedeces mis órdenes, tú, ella, y toda tu familia, lo pagarán.”
   El hombre suplicó, “Se lo ruego, por lo más sagrado…” Teobaldo fue implacable y dijo, azotando al hombre, “¡Estúpido para mí lo único sagrado que existe es el diablo!” Llegado el momento de despedirse, la mujer dijo a su padre, “Padre…no llores…yo…yo salvaré a la familia.” Su padre le dijo, “Hija, no puedo permitirlo.” Ella lo abrazó y dijo, “¿Acaso podemos hacer otra cosa? El barón en nuestro amo, y por amo tenemos al mismo demonio.” Las más hermosas jovenes de la comarca, debían sufrir la humillación de complacer sus deseos.
   Cuando Teobaldo la tuvo frente a él, dijo, “Acércate y cambia de cara. Agradece el honor de que me he fijado en ti.” Fue así como las mujeres perdían lo único de valor que poseían: su honra. Sus vasallos le tenían terror, y su solo nombre los ponía a temblar. Asi, el padre de la campesina vejada, dijo a su esposa, “¡Es Satanás en persona! No comprendo cómo siendo hijo de una mujer tan buena, él…¡Es una bestia que podría matarme si un día me cruzo en su camino, y tiene deseos de asesinar a alguien!”
   Su esposa le dijo, “Ese hombre no tiene temor a Dios.” El campesino dijo, reflexionando, “Lo único que sabe es blasfemar y maldecir las cosas sagradas.” Lo que más apasionaba al cruel barón, era la caza, y a ello dedicaba la mayor parte de su tiempo. Un día, el barón salio a cazar con sus sirvientes, todos montados en sus caballos y con sus perros. Entonces, del cielo comenzó a caer lluvia y el barón exclamó, “¡Maldición, empieza a llover, y no logramos capturar al jabalí!” Uno de sus siervos le dijo, “¿Regresemos al castillo, señor barón?”
    El barón exclamó, “¡No! Vamos a la aldea, allí nos guareceremos hasta que pase el temporal. Luego, seguiremos la cacería.” Cuando llegaron a la aldea, el barón dijo, “Entremos en la iglesia, allí que cabemos todos.” Pajes, arqueros, perros, caballos, y señor, entraron en el lugar sagrado. Un sacerdote recién llegado al lugar, apenas dio crédito a lo que veía, y exclamó, “¿Qué hacen impíos? ¡Fuera de aquí! ¿Cómo se atreven a invadir la casa de Dios?” Inmediatamente Teobaldo reaccionó, “¿Qué dices? ¿Te atreves a hablarme así a mí, Teobaldo de Montagut, barón de  Fortcastell?”
    El sacerdote le dijo, “Ya había escuchado de ti tus fechorías. ¡En nombre del cielo, te ordeno salir de aquí!” Tras una pausa, el anciano agregó, “Vete a pie, como un peregrino, a pedir al papa la absolución de tus culpas.” Teobaldo le dijo, “¡Déjame en paz, viejo loco!” El sacerdote le dijo, “¡Vete, he dicho! O…” Teobaldo dijo enfurecido, “¿O qué? ¡Cállate o ya que no encontré una sola pieza durante el día, te echaré a mis perros…! y te casaré como un jabalí para distraerme.”
    El sacerdote dijo, “Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona. Si muero a tus manos, borrarás mi nombre del libro de su indignación, para escribir el tuyo y hacerte expiar tu crimen.” Teobaldo rió, diciendo, “¡Un Dios que castiga y perdona! ¡Ja, Ja, Ja!” Teobaldo agregó, “Yo no creo en Dios, y para darte una prueba, voy a cumplir con lo que te he prometido. Porque aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mi palabra.”
   Enloquecido, Teobaldo dio la orden, diciendo, “¡Ramiro! ¡Gerardo! ¡Pedro! ¡Azuzen a la jauría y denme al venablo! Vamos a darle una casa a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus altares.” Después de dudar un instante, y ante una nueva orden, los seguidores se dispusieron a obedecer. La jauría de perros comenzaron a ladrar. Teobaldo dijo, “Ahora verán éste. ¡Ja, Ja, Ja!”
   El sacerdote tomó un rosario en su mano y extendió los brazos, pensando, “Padre, aguardo tranquilo la muerte. Que se haga tu voluntad y no la mía.” En ese momento, se escuchó una voz afuera de la iglesia que gritó, “¡El jabalí va hacia el monte! ¡Se esconde en las breñas!” Teobaldo exclamó, “¿Escuchan? ¡Están persiguiendo un jabalí!” El anuncio de la deseada presa, olvidó lo que pensaba hacer. Teobaldo dijo, subiendo a su caballo, “¡Vamos por él! ¡Vamos!”
   Teobaldo salio de la iglesia montado en su caballo, y dijo, “¿Por dónde va el jabalí?” Uno de los hombres que estaba afuera dijo, “Se dirigió a la cañada.” Partió a todo galope, seguido por sus servidores. Pronto el barón se separó de los demás. Su caballo más ligero, corría como el viento. Teobaldo dijo, “¡Allá va! ¡No se me escapará!” Dos o tres veces se empinó en los estribos, dispuesto a disparar, pero el jabalí desapareció entre las tupidas cañas. Teobaldo exclamó, “¡Maldito, otra vez se me escapó!” Así corrió largo tiempo.
   Atravesó la cañada y se internó en el bosque. Teobaldo pensó, “Lo cazaré, aunque tenga que ir hasta el fin del mundo.” Teobaldo disparó su arco, y exclamó, “¡Le di! ¡Ya es mío!” Teobaldo detuvo su caballo, y dijo, “Sigue huyendo, de nada le valdrá, el rastro de sangre me llevará a él.” Pero el caballo se desplomó, y Teobaldo cayó al suelo, exclamando, “¡Ahgggh!” Teobaldo se incorporó, y movió con su bota al caballo, diciendo, “¡Maldito, levántate! ¡Te estoy ordenando bestia, que te pongas de pie!” Pero el animal había caído muerto de fatiga.
   Teobaldo exclamó, "¡Estúpido, justo cuando estaba a punto de capturar a la presa!” Lleno de ira, lanzó todas las maldiciones y blasfemias que vinieron a su mente. Al darse cuenta que estaba solo, Teobaldo exclamó, “¡Eh! ¿Dónde están? Tráiganme un caballo. ¡Los mataré a todos por dejarme aquí solo!” Pero solo el eco le contestaba en aquellas soledades. Teobaldo continuó gritando, “¡Quiero un caballo! Pues no me daré por vencido, lo seguiré a pie aunque tenga que reventarme.” Se disponía a partir, cuando, un extraño hombre apareció guiando un caballo.
   Teobaldo exclamó, “¡Vaya, el infierno me lo envía!” El paje, quien llevaba el caballo, sonrió de una manera extraña al presentarle las bridas. Apenas sintió al jinete, el caballo relinchó con una fuerza que estremeció el bosque y, Teobaldo exclamó, “¡Eh, detente! Quiero que vayas rápido, pero no a tan extremo!” Pero el corcel corría como un rayo sin detenerte. No supo cuánto tiempo transcurrió, cuando se atrevió a abrir los ojos.
   Teobaldo pensó, “¿Dónde estoy? Este es un lugar desconocido para mí.” Teobaldo se empezó a asustar, y ordenó al caballo, “¡Detente!  ¡Obedéceme!” Nada lograba con sus gritos, y nuevos horizontes aparecían ante sus ojos desapareciendo para dar paso a otros. Atravesaba valles y campiñas, desiertos candentes. Regiones y nieves eternas, donde gigantescos témpanos semejaban fantasmas. Todo esto y más vio en su fantástica carrera, hasta que dejó de percibir el sonido de los cascos del caballo. Teobaldo exclamó, “¿Qué sucede? Una niebla oscura me ha envuelto.”
   Teobaldo pensó, “Todo lo que he visto, es producto de mi imaginación, pero, ¿Dónde estoy ahora?” Poco después un estremecimiento de terror lo recorrió. Teobaldo exclamó, “Un poder sobrenatural me arrastra. El caballo va flotando.” De pronto, Teobaldo fue testigo de truenos y ángeles exclamando, “¡Somos los ministros de la cólera del señor!” Teobaldo pensó, “Debo estar soñando. Esto tiene que ser un sueño.” Sin poder evitarlo, subió más alto. Teobaldo exclamó, “¿Qué es esto?”
   Una voz se escuchó decir, “Son los hilos de luz imperceptibles que atan a los hombres a las estrella.” Teobaldo exclamó, “¡El Arcoíris con todos sus colores! Me parece un puente colosal.” Nuevamente se escucharon voces, que provenía de un cumulo de luces que iban hacia abajo, “Somos las almas que vamos a la Tierra.” Y de otro cumulo de luces que subía, se escuchó, “Somos las almas que vamos al cielo.” Entonces Teobaldo pensó, “¡Que inmensa cantidad baja, y que pocos suben!”
    De pronto, una niebla rosada y azul que flotaba en el espacio, se abrió como una cortina y el paraíso se ofreció a sus ojos. Teobaldo exclamó, “¡Esto…esto es maravilloso!” Y vio a los profetas, las vírgenes, los Ángeles. El caballo no se detenía, y lo llevaba de un lugar a otro. Y las voces se escucharon decir, “¡Padre, compadécete de nosotros! ¡Padre, misericordia! ¡Padre, ayúdanos! ¡Que se haga tu voluntad, padre nuestro!”
   Allí entre las plegarias de los humildes y las oraciones de los limpios de corazón, escuchó la voz de su madre. “Padre, perdona mi hijo Teobaldo. No sabe lo que hace.”
   Quiso detenerse, pero el caballo seguía su marcha, y más allá, hirieron sus oídos: gritos blasfemias juramento sacrílegos. “¡Malditos me vengaré de todos! ¡Por Satanás, que los parta un rayo!” Y escuchó su propia voz que resonaba vibrante y atronadora en medio de aquel concierto infernal, “¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios!” Dejó atrás aquellas regiones, y llegó a un lugar donde los serafines adoraban al Señor.
    Teobaldo pensó, “Tengo que verlo…ver si es Dios, si en realidad existe…” Pero, Teobaldo fue testigo de un estruendo de luminosidad. Teobaldo exclamó, “¡Aaaah!” Y fue lanzado al vacío como una piedra candente arrojada por un volcán. Sintió que bajaba sin caer nunca, cómo cayó aquel Ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo.
   La noche había caído, y el viento gemía. Teobaldo ya estaba en tierra, y se levantó de entre la maleza, diciendo, “¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy?” Tras una pausa de confusión, Teobaldo dijo, “Yo perseguía a un jabalí…sí, así era…debo haberme caído del caballo y me aturdí.” Teobaldo apenas podía caminar, y dijo, “¿Y mis servidores? ¿Por qué no han venido a socorrerme? No podre llegar esta noche a mi castillo, está muy lejos. Iré hasta la aldea, y allí pediré alojamiento. ¡Qué pesadilla tuve! Necesito un buen descanso. Me siento realmente agotado.”
   Cuando llegó, Teobaldo llamó a la primera casa. Tocó la puerta fuertemente, y desde adentro una voz pregutó, “¿Quién vive?” Teobaldo respondió, “El barón de Fortcastell.” Desde dentro de la casa, una voz incrédula dijo, “¿Qué? Usted debe estar loco. ¡Vayanse o le echaremos los perros!” Otra voz desde dentro de la casa dijo incrédula y burlándose, “¡Ja, Ja, Ja! El barón de Fortcastell. Nada menos.” 
  Teobaldo dijo, “Los que están locos son ellos. Si no estuviera tan cansado, les daría su merecido.” Se dirigió a otra casa y tambien tocó la puerta, diciendo, “Abran a Teobaldo de Montaug, el señor de esta comarca.” Desde la ventana de una habitación en la parte alta, se escuchó una voz que dijo, “No vengas sacar a su sueño a la gente honrada, para burlarse de ella.” Entonces Teobaldo dijo, “No comprendo por qué me responden así. Está visto que tendré que irme al castillo, pero mañana ya verán.” Mientras se alejaba de la aldea, Teobaldo pensó, “¡Todos los habitantes de la aldea pagarán la osadía de haberse negado el reconocimiento a su señor!”
   Al amanecer, Teobaldo llegó a la entrada del castillo y, lleno de sorpresa exclamó, “¿Qué has pasado aquí? De ayer a hoy, mi castillo se ha transformado prácticamente en una ruina.” Al avanzar, Teobaldo notó algo, y dijo, “¿Y esa campana? ¿Quién la puso en la torre¡”
    Al avanzar más Teobaldo exclamó, “Frente a la entrada, hay una cruz. ¡Una cruz en mi castillo! Porque es el mío, de eso no tengo dudas.” En ese instante, se abrió una de las puertas y Teobaldo exclamó, “¡Un monje! ¡Esto es demasiado!” Teobaldo se acercó al monje y le dijo, “¿Quién es usted, y qué hace aquí?” El monje le dijo, “Soy un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio de Montagut.”
   Teobaldo le dijo, “Pero Montagut es un señorío.” El monje le dijo, “Lo fue hace mucho tiempo. A su último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo. Como no tenía nadie quien lo sucediera en el feudo, los condes soberanos hicieron la donación de estas tierras, y las dieron a los religiosos de nuestra orden, que están aquí desde hace cien años. Y usted, ¿Quién es?” Teobaldo permaneció unos minutos en silencio.
   Después, se arrodilló ante el monje, y habló balbuceante. “Yo…yo soy…un miserable pecador que, arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a su abad…” Teobaldo derramó lágrimas en los pies descalzos del abad, y agregó “…y  a pedirle que me admita en el seno de su religión.” El monje no dijo, simplemente lo invitó a seguirle. Mientras ingresaba, Teobaldo exclamó con lágrimas en los ojos, “Yo negué a Dios y él me dio una prueba de su existencia. Pude verle, pero yo no lo merecía.”
    Desde entonces no existió en el monasterio, otro religioso más piadoso, cumplido, y sacrificado, que aquel pecador arrepentido. Era como si una asquerosa serpiente, se hubiera convertido en paloma. Ya muy anciano, murió como un santo, y en el valle de Montagut aún se conservan los restos del castillo.
  Y a un lado de las ruinas, se pueden ver un grupo de abandonadas tumbas. Entre ellas, en la más humilde de se puede leer una inscripción: “Yo fui Teobaldo de Montagut, barón de Fortcastell. Noble o villano, cualquiera que seas, qué te detienes un instante al borde de mi sepultura, cree en Dios como yo he creído y ruégale por mí.”

Tomado de, Joyas de la Literatura. Año 9, No. 174. Marzo 15 de 1992. Guión: Herwigd Comte. Segunda Adaptación: Jose Escobar.