Club de Pensadores Universales

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lunes, 27 de mayo de 2013

La Rumba de Angel Del Campo "Micrós"

     Ángel Efrén de (o del) Campo Valle nació en la Ciudad de México, el 9 de julio de 1868 y falleció el 8 de febrero de 1908, a los 39 años de edad. Del Campo fue novelista y periodista, conocido por su seudónimo Micrós y fue precursor de la novela realista.
     Huérfano desde los cuatro años, sus tíos maternos se hicieron cargo de él, y estudió sus primeras letras en los colegios de Canónigo Díaz, y de don Emilio Bas de México. En la Escuela Nacional Preparatoria, tuvo a Ignacio Manuel Altamirano como maestro, y como compañeros, a Luis González Obregón, Luis G. Urbina, Victoriano Salado Álvarez, Balbino Dávalos y Federico Gamboa, quienes también cultivaron las letras. Al estudiar el primer año de letras, murió su madre, y tuvo que dejar la carrera para hacerse cargo de sus tres hermanos menores. A pesar de poseer una avasalladora vocación literaria, trabajó pane lucrando como empleado de la Secretaría de Hacienda y como profesor de literatura y periodista; esta última actividad le dio fama bajo los seudónimos, Micrós y, Tick Tack.
     Reunió sus artículos en tres volúmenes: Ocios y Apuntes (1890), Cosas Vistas (1894) y Cartones (1897). Además escribió cuentos, crónicas, artículos de costumbres y dos novelas por entregas en publicaciones periodísticas como: El Nacional, El Partido Liberal, El Mundo Ilustrado, la Revista Azul, Cómico y El Imparcial. Su novela La Rumba apareció en veinte entregas del diario El Nacional (1890-1891).
     Fiel al ideario nacionalista de su maestro Ignacio Manuel Altamirano, fundó en 1885 el Liceo Mexicano. Por el uso del humor dirigido a revelar los aspectos amargos de la sociedad de su tiempo, ha sido relacionado por la crítica con autores como, José Joaquín Fernández de Lizardi, y José Tomás de Cuéllar. Aunque no se lo propuso, al escribir, La Rumba (1890-1891) dejó un vívido cuadro de las condiciones sociales que provocaron la Revolución mexicana, que resulta conmovedor de las miserias del pueblo, que describe desde el punto de vista de éste. Su segunda novela: La Sombra de Medrano, se considera perdida.
     El estilo de Del Campo, es el propio del realismo: detalle, minuciosidad y exactitud descriptivas, pero también existe brillantez y colorido. Su obra, fue muy leída durante el porfiriato, y su estilo, trascendió como canónico hasta la cuarta década del siglo. Consiste en una mezcla ecléctica de la estética romántica, realista, naturalista y modernista. Murió en la Ciudad de México, víctima del tifus, el 8 de febrero de 1908 y sus restos fueron sepultados en el Panteón Civil de Dolores. (Wikipedia)
     Este escritor mexicano, fue estudiante de medicina, pero abandonó sus estudios en aras de su vocación literaria y acabó siendo empleado de Hacienda. Costumbrista singular, su realismo es impulsado por una intensa ternura que en muchos casos lleva al narrador a verdaderos excesos sentimentales; sin embargo, su sentimiento es siempre generoso, sin las profundidades ni la morbosidad ocasional del naturalismo.
     Derramó por periódicos y revistas numerosos artículos humorísticos firmados con el seudónimo Tick-Tack y produjo tres volúmenes de cuentos con el seudónimo Micrós, a los que tituló Ocios y Apuntes(1890), Cosas Vistas (1894) y Cartones (1897). Publicó en El Nacional como folletín su novela corta La Rumba.
     Entre los novelistas mexicanos de su época, es posiblemente el autor más limitado en cuanto a construcción y creación se refiere, pero es también el más ponderado y generoso, y quizás el costumbrista más estimable; su finura y su sentido artístico, pese a lo descuidado del lenguaje, le permiten lograr efectos literarios de indudable belleza. Nadie le superó en la expresión del detalle con exactitud, brillantez y colorido. (Biografías y Vidas)
La Rumba
de Ángel del Campo “Micrós”
     ¡Cuánto nos afanamos, porque nuestra vida confortable, feliz y segura, sea algo más que un sueño nacido de nuestras estrecheces cotidianas! Todos tenemos en mente alcanzar esa meta, pero…A veces hay metas engañosas y el intento por lograrlas nos coloca en el camino de la tragedia. En ese momento, un escribiente preguntaba frente a una máquina de escribir a Ángel Del Campo, “Señor Campo, ¿Cómo se llamaba, la muchacha, esa del crimen pasional…?” Ángel le dijo, “Se llamaba Remedios Venas, pero se hizo célebre como, La Rumba.”
     Remedios vivía en el mal llamado barrio de la Rumba, del que se contaba era el albergue de la gente de mala alma, una temible guarida de ladrones y asesinos. Un barrio sucio, enorme y triste, donde la vida de todos los días era una contienda. Lugar donde lo mismo el vicio que el bullicio encontraban acomodo. Era aquel uno de los barrios más populares cercano a la gran ciudad de México. Un arrabal donde también se podían encontrar anhelos ingenuos y arrebatados. La historia comienza con un abarrotero quien tomaba a una chiquilla por el brazo, y ésta le decía, “Ya suélteme o le llamo a mi papá.” Don Mauricio, el abarrotero le dijo, “No, no chiquilla. Toma estos caramelos.” Todo era sentimientos incomprendidos, ecos de amores inmaduros. La niña dijo, “¡Yaaa!¡Deme mi cambio don Mauricio!” Don Mauricio, el abarrotero, le dijo, “¡Qué linda eres Remedios! Anda, quédate otro ratito.” La niña Remedios solía ser como una de esas que juegan a la comidita, como refigurando sus deberes de mujer. Mientras tanto, los niños jugaban a cosas de hombres.  Uno de los niños jugaba que toreaba a un perro, como si fuese un toro de verdad. 
     Pero a veces, los juegos traían dificultades. Uno de los niños planeó hacer travesuras, y dijo, “Vamos a quitarle la comida amigos.” Llegó con Remedios, y arrebatando una bolsa de comida, dijo, “¡Presta!¡Esto me gusta!” Remedios no hizo esperar su respuesta, y dándole un golpe dijo, “¡Toma!¡Esto también te va a gustar!” El niño golpeado le dijo, “No te rías. Le voy a decir a tu papá.” Remedios le dijo, “¡A ver cuánto te dan por el chisme!¡Mariquita!” El juego se iba convirtiendo en un mal inesperado. Cuando el niño llegó con el padre de Remedios, quien era un herrero, para quejarse de lo que la niña le había hecho, el señor le dijo al niño, “¿Cómo que te pegó?¡Tarugo!” 
     En los buenos momentos en la infancia de Remedios, solo quedaba un espacio para un resentimiento, que iba creciendo con cada desengaño, con cada regaño injusto. Cuando Remedios le ayudaba a su padre en la herrería, éste le decía, “¡Fíjese, tonta! ¡Sostenga bien eso! No fuera el borlote…” Remedios no se conformaba a que esa fuera siempre su vida. Ella quería ser distinta, y pensaba, “Cómo me gustaría ser rica y viajar muy lejos…” Con cada golpiza que le daba su padre, cuando andaba borracho, su ánsia de ser distinta se fortaleció. Remedios le decía, “¡Ya no me pegues, papá!” Su padre le decía, “¡Cállese! ¡Para que aprenda a obedecerme, mocosa!” A Remedios le gustaba ver pasar los coches y el tranvía. Envidiaba a las “Rotas” que veía pasar rumbo al centro, pensando, “¡Malditas “Rotas”! Pero qué bonito sería parecerme a ellas.”
     Así pasaron algunos años, y ella creció. Lastima causaba aquel vehículo cuando atravesaba la enorme plaza de La Rumba, bañada por el sol reverberante del mediodía. El cochero silbaba dormitando, sosteniendo apenas las riendas de las mulas, que caídas las cabezas, oscilantes las orejas, y tranquilo el paso, rumiaban el freno. El boletero dormitaba apoyado en la plataforma del vagón con los brazos y la gorrilla sobre los ojos. La resolana deslumbraba, y los pasajeros tenían que cerrar los vidrios y persianas. Mareaban el polvo y el humo de los cigarros, que adormecían con venenoso sueño.
     Cuando Remedios, conocida por todos como, La Rumba, subía al vehículo, todo cambiaba. El oficial supervisor del vagón decía, “Suba usted señorita.” Uno de los pasajeros al verla decía, “Mira nomás quien subió.” Remedios había crecido hermosa, provocativa, sus formas de mujer despertaban las miradas y obligaban al pirópo. Otro de los pasajeros dijo al verla, “Debo estar en el cielo. Ya veo ángeles compadre. Válgame Dios.” Diariamente ,Remedios cruzaba la plazuela para ir a su trabajo. Era costurera. Empleada de madre Gogol, una francesa ágria y exigente, que la trataba con desdén, diciendo, “Usted es muy irresponsable Remedios…” Pero de eso no se acordaba mientras iba en el vagón. En el camino había hecho amigos, entre ellos, el que más le gustaba era un francés de nombre Napoleón Cornichón. El trayecto al centro en el tranvía de mulitas, se volvía más corto con las ocurrencias del francés, el caliginoso sol de verano, y los comentarios acerbos de los otros pasajeros. Un pasajero comentó con otro, “Que se me hace que el francés se come esa tuna.” El otro dijo, “P’os como amor no les tengo, ni cuidado les pongo.”
     Ocasionalmente, Remedios tenía que ir al almacén donde vendía el señor Cornichón, para surtir a madame Gogol. Entre cliente y cliente, él no dejaba en sus intentos de enamorarla, diciendo, “Con que, ¿En qué quedamos mi alma?” Remedio le dijo, “No, eso no Napoleón. No conviene.” Napoleón le dijo, “¿Quiere decir…quiere decir, que usted no me quiere ya?” Remedios dijo, “No, hombre. Pero ya sabe usted que no puedo, no puedo.” Napoleón dijo, “¿No soy un caballero acaso?” Remedios dijo, “Si, pero…” Napoleón dijo, “Con que, ¿Qué sucede?” Remedios dijo, “No, no, Cornichón, una cosa es una y otra es otra.”
     Una cliente dijo, “Bueno, ¿me va a despachar o no?” Remedios nos dijo, “Le hablan. Nos vemos.” Napoleón dijo, “¡Remedios! Un momento señora…” Remedios salió de allí con el corazón latiéndole muy fuerte y el ánimo confuso. Cornichón pedía una solución violenta. Remedios pensó, “¿Qué le responderé?” Al salir del trabajo, entrada la tarde, a Remedios le gustaba caminar por las calles del centro antes de regresar a su barrio. Entraba en los portales en los que se oprimía un apiñado gentío…sospechosos sujetos vendían bastones y paraguas usados. La música tocaba en el kiosco del zócalo. Se oían los cascabeles y bocinas que descomponían los nervios. A ella le gustaba ver los carruajes y los vestidos de las damas que los ocupaban. Contemplaba atónita coches, vestidos y personas. Envidiaba secretamente a las mujeres de belleza frívola y los detalles que resaltaban su opulencia inicua. No podía evitar el enfado cuando comparaba ese oropel con las grises imágenes de su casa en la Rumba, rodeada de la enorme y maloliente plazuela. Y su padre borracho, su madre colérica, sus hermanos sucios e incapaces. Había ocasiones en que los reflejos de los aparadores le servían de recipiente de sus sueños. Y se entregaba por entero a soñar que era una de esas “rotas.” Entonces se veía como una damita elegante, recubierta de seda y alhajas costosas, sirvientes y deseos cumplidos. Con pretendientes ricos y guapos, espléndidos en sus regalos. 
     La realidad le fastidiaba con sus intromisiones, recordándole su barrio de procedencia, a través de Don Mauricio, por ejemplo. Aquel azafranado antipático que la tenía hasta el copete, que olía a queso y tenía aquel tono verdoso en los dientes que le revolvía el estómago. O Chito, el aprendiz de su padre, con aquella su pasión brutal declarada a empellones; que la llamaba a silbidos, y la trataba como una soldadera, diciéndole, “Déjese mi alma y hasta casa le pongo.” Remedios le decía, “¿Es que tienes que venir siempre tan sucio?” También estaba Cornichón, y ése sí que era un buen mozo. Remedio se decía a sí misma, “Si no he de pasar de una más, prefiero mil veces a Cornichón.”  Cornichón era franco, gastador y rico. Al fin, Remedios despertaba de su sueño, y se decía, “Pero, ¿Qué puedo ser aparte de pobre, metida en el barrio sucio?¡Siempre encerrada!” Piensa y piensa se la pasaba la tarde caminando por plateros, pensando, “Si pudiera salir de todo eso. ¿Porqué no me había de levantar como las ‘rotas’?” 
     Cornichón se encontraba en esos paseos y juntos enfilaban el paso, hasta la alameda donde clareaban entre el ramaje las faldas claras de las muchachas con tapalito. Al apartarse de los otros paseantes Cornichón no desaprovechaba la oportunidad de expresar su pasión y su fogosidad. Las caricias fervorosas y las promesas persuasivas iban minando la virtud de Remedios. Estando ambos abrazados, Cornichón le dijo, “¡Júramelo!” Remedios le dijo, “Te lo juro. Seré tuya, siempre tuya.” Y se alejaban perdiéndose a lo lejos, en las calzadas, envueltos por las sombras, esas eternas cómplices. 
     Entretanto, en la cantina de la Rumba, los parroquianos mataban el tiempo conversando sobre temas edificantes en una mesa. Uno de ellos decía, “Amigo, eso del casorio es un albur.” Otro dijo, “¡Sí, señor! Las mujeres son el diablo.” Don Mauricio dijo, “Pero hombre, se llega a una edad en que es preciso ir a la parroquia.” El primero dijo, “Eso era antes, amigo, cuando las mujeres eran de otro modo…” El segundo dijo, “Hoy, les da por ‘Rotas,’ malo…” El tercero dijo, “¡Caramba! si somos ‘pobres’ así tenemos que quedarnos.” En otra mesa, otros dos parroquianos conversaban de otros temas. Uno de ellos decía, “Usted exagera, Celedonio. La instrucción es la única base del adelanto de las masas.” Sin embargo, Don Mauricio murmuraba aparte, mirando su reloj, “Ya son las 8:30. ¿Porqué no vendrá Remedios?” Todos hablaban a la vez. Cada loco con su tema. En eso la plática fue interrumpida por Chito, quien con voz sofocada se dirigió a Mauricio: “¡Don Mauricio!¡Don Mauricio! Que dice doña Porfiria que vaya usted luego, luego. ¡Remedios se ha perdido!” Todos los asistentes quedaron asombrados. Don Mauricio se levantó, y dijo, “¡Con su permiso señores!” Y salió presuroso. Los comentarios no se dejaron esperar. Uno de los parroquianos dijo, “No les digo…son el diablo.” El viejo encarnación dejó escapar unas coplas al punto: “♪Úrsula yo soy tu gallo y tu gavilán pollero/me he de comer esa tuna/aunque me rajen el cuero…♪”
     Mauricio trataba como podía de consolar a la madre de Remedios, diciendo, “Señora, ya sabe que cuenta conmigo para todo.” Ella le dijo, “Usted es mi paño de lágrimas.” Cosme, el padre de Remedios dijo, “Chito me dice que la han visto, en veces, con un fulano güero de sombrerito encintado.” Porfiria, la madre dijo, “Morí para ella.” Don Mauricio dijo, “No diga eso señora.” La de malas cayó sobre esa pobre gente. El padre dijo, “Si me pone un pie aquí, la mato. Si la mato.” La vecindad se volvió una olla de murmuraciones, a cual más llena de perfidia y mala voluntad. Una mujer le dijo a otra, “Tenía que ser. Si de que empiezan con la mascadita y el botín. ¡Ave María Purísima! Perdición segura.” La otra le dijo, “Ah, pero si fuera mi hija le hubiera dado unos azotes. ¡Gracias a Dios que a mi Toncha no le da por ahí!” 
     Otras dos señoras del barrio conversaban. Una de ellas era Doña Porfiria, la madre de Remedios. La otra le dijo, “¿Oye, qué han sabido de Remedios?” Doña Porfiria dijo, “Pues creo que se juyó.” Doña Porfiria se deprimió y dijo, “Se me cae la cara de vergüenza vecina, pero yo siempre se lo dije, que no se metiera en enredos porque no iba a sacar de ellos nada bueno. Yo siempre se lo dije.” La mujer le dijo, “P’os si Porfirita…ya estaría de Dios.” En la Rumba, en casa de don Mauricio, no se dejaron esperar las palabras de consuelo con su pilón de picardía. Uno de los parroquianos dijo, “Se la birlaron patrón.” Otro dijo, “Uste sí, Don Mauricio, que hizo la torta para que otro se la comiera.” Otro dijo, “Al fin hay muchas vecino.”
     En un papelito pegado en la puerta de la iglesia, se leían las siguientes palabras: “Se suplican tres aves marías por la enmienda de una joven en peligro.” Unos días después, Gualupita, la mejor amiga de Remedios, fue a buscarla a una vecindad del rumbo de Santa María. Gualupita preguntó a una señora, “Dígame usted señora, ¿Aquí vive Remedios Vena?” La mujer dijo, “No, no vive aquí.” Gualupita dijo, “Me dijeron que vivía en el cinco. Ella es todavía muchacha, gordita, alta, que trae un vestidito pajita y tiene un lunar.” La señora dijo, “Ah, es la que vive con le francés. No sabía cómo se llamaba.” Gualupita dijo, “Entonces con permiso, ¿Eh?...y, ¡Gracias!” La señora le dijo, “Ande…de nada.” Gualupita tocó la puerta. Una mujer abrió la puerta, Gualupita dijo, “¡Remedios!” Remedio dijo, “¡Lupe!¿Qué milagro? Pásale.” Gualupita dijo, “¡Qué calor, tú! ¿Me das tantita agua? No daba con la casa.” Remedios dijo, “¿Quién te dijo?” Gualupita dijo, “Cornichón, pues tanto me encargó que te sermoneara. Estaba muy enojado, tú.” Remedios dijo, “Te traigo el agua en tasa porque la muchacha ha acabado con los vasos. A ver, présta tu tápalo.” Gualupita dijo, “No, no, si me voy luego…si nomás vine de pasada.” Remedios dijo, “Pues mi alma, lo que es yo, ya te había echado la bendición.” Gualupita dijo, “No, tú. Pero ya ves…el quehacer. Cuéntame, ¿Porqué se ha enojado?” Remedios dijo, “No, yo no me he enojado, sino que, ¿Dime si no tengo razón? Me salgo de mi casa, le pido que hable con mi papá y nada…Le dije: Mira Napoleón, tú eres hombre y nada pierdes, ¿Pero yo?, y él solo me dice: Sí, mujer, mañana voy…Pero lo peor es que es muy celoso, tú. Cree que todo mundo me anda enamorando.” Gualupita dijo, “Qué feo ha de ser…” Remedios dijo, “La otra noche, en las tandas, por poco se agarra a golpes con uno, diciéndole: ¿Qué le ve, amigo, le gusta? No viene sola, ¿Sabe? Yo le dije: Espérate, Napoleón, el señor no me está viendo a mí, sino al cartel. Además, Cornichón no trae un centavo. Todo lo que me regaló está empeñado. Y si le pido…bueno, yo quisiera que lo oyeras…” Gualupita dijo, “Eso está malo.” Remedios dijo, “Me contaron que mi mamá está mala, y don Mauricio también.” Gualupita dijo, “¿El azafranado?” Remedios dijo, “Si, pobre. Quedó de venir.” Gualupita le dijo, “No vaya a saberlo Cornichón, si no estás amolada.”  Remedio se quedó pensando en lo que últimamente había pasado, cuando en una ocasión Cornichón le dijo, cuando ella se miraba al espejo, “¡Quítate eso! Te queda mal, te ves ridícula.” Ella le dijo, “Pues es muy mi gusto!” Al verse en el espejo podía adivinar lo que pensarían otros. Era preciso confesarlo, no había nacido para ricachona. Remedios recordaba como la veían otros cuando vestía como todas. Un soldado le decía, “Usté nomás dice, mi alma. Y hasta el casorio arreglamos.” Otro soldado decía, “Que bonita piedrecita, para darme un tropezón.” Remedios también recordaba las miradas y las murmuraciones de la gente en la calle, cuando se vestía como una ‘rota.’ Una señora decía al verla, “¡Mira nada más que adefesio!” Y otra decía, “Pero si parece una de esas.” 
     Al despertar Remedios de sus ensueños desagradables suspiraba como único consuelo, diciendo, “¡Ahhh! Sea por Dios.” Remedios continuó explicándole a Gualupita, “Cornichón no come aquí y no me da un quinto. Quién sabe qué ideará…y no dejas la maldita copa.” Gualupita le dijo, “¡Plántatele, mujer!¡Exígele!” Remedios le dijo, “¡Ni lo mande Dios! Si viene borracho, capas que hasta me pega.” Gualupita le dijo, “Mira, Remedios, no te dejes humillar. Al que se vuelve miel, se lo comen las abejas.” Remedios dijo, “Y el que se pone en cuatro patas, lo ensillan. Ya sé.” Gualupita le dijo, “Eso. ¿Ya ves? ¡Ponte tiesa y díselo!¿Sabes yo en tu lugar qué haría?” Remedios le dijo, “¿Qué?” Gualupita le dijo, “Le ponía un papelito para forzarlo.” Remedios le dijo, “Pero, ¿Con quién se lo mando?” Gualupita le dijo, “Yo se lo llevo.” Remedios le dijo, “¿Tú? ¿Y qué le dijo?” Gualupita le dijo, “Pues nada, ‘Napoleón no tengo un centavo, hazme favor de mandarme…tanto…’” Remedios dijo, “¿Y si se enoja?” Gualupita dijo, “¡Qué se enoje! Peor es que no comas.” Remedios tomó un pedazo de papel y dijo, “Bueno, pues ándale. Ya casi sale de trabajar.” Gualupita dijo, “Si una no te anima, eres capaz de dejarte degollar.”
     Muy de prisa, Remedios escribió unas líneas, y dio el recado a Gualupita, quien le dijo, “Ahí te encargo mi envoltorio, es un corte. Con que…nos vemos.” Remedios le dijo, “¡Ándale y gracias!” Al quedarse sola, Remedios recordó la notita que le había mandado Don Encarnación: “Remedios, su papá está muy enojado. No quiere ni oír su nombre. Don Mauricio le contará a usted lo que dijo su mamá, que está muy mala desde el martes por las reumas. Su servidor: Encarnación Zapata.” Remedios quedó muy triste luego de leer el recado, y dijo, “Nada más me faltaba esto. ¡Pobre de mi mamacita!”
     Mientras tanto, Porfiria, su madre, dialogaba con el sacerdote, “Figúrese usté, Remedios se nos ha ‘jullido,’yo quisiera que uste nos aconsejara lo que hacemos.” El sacerdote dijo, “Hmmm… válgame Dios. Malo, malo, ¿No se lo dije a usted?: ‘Señora, mientras no cuide uste a esa señora, nada bueno ha de salir.’ ¿Cuántas veces no la regañé?: ‘…hija, no es bueno que nades así provocando pasiones, ni entrado a la iglesia de modo que hablen mal de ti.’” La mujer le dijo, “Pues sí, padrecito, pero…” El sacerdote dijo, “Todo por picar alto y no conformarse con lo que es. Todo por andar en bola con las de tapalito y botita. ¡Y todas esas, señora, todas esas son pasto para el infierno! Por eso no adelantan ustedes, por inconformes. Ni siquiera hacen méritos para conseguir lo que quieren. ¡Todo por soberbia ciega! No tienen dinero y roban. Están tristes y al trago. Yo no sé cómo aguantan. ¡Matiana…mi chocolate!” Una mujer llegó y dijo, “Aquí está, padre.” El padre dijo, “Déjelo ahí. Gracias.” El sacerdote tomó su tasa de chocolate y continuó, “Ahora, que los menores no sigan el camino de la hermana; que Cosme no se emborrache, y usted a rogarle a Dios.” La mujer e dijo, “Puse en la iglesia un papel, padre…” El padre dijo, “No basta eso. Ah, dígale a Cosme que me urge la tina que le di a soldar. Y no llore, mujer. Nada gana.” El padre partió en dos un lustroso y tostado pan dulce de hueso de manteca, y lo hundió suavemente en la espuma del chocolate. El padre saboreaba con deleite su chocolate y muy tranquilo reconvenía a Porfiria, diciendo, “Son pruebas que Dios nos manda. Ande, haga lo que le digo y no se aflija.” Enseguida Porfiria dijo, “No padre…este, le traje un animalito.” El sacerdote dijo, “¡Ah, hija! No se hubiera molestado…déselo a Matiana!” Porfiria dijo, “Ya me voy, gracias, padrecito.” El padrecito tosió y dijo, “Adiós Porfiria.” 
   Mientras eso sucedía, Lupe cumplía el encargo que le sugirió a Remedios. Lupe daba el recado de Remedios a Cornichón en su tienda, diciéndole, “Mire, si yo quisiera a una gente, y esta gente después de haberme sacrificado por ella, me hiciera menos…” Cornichón la interrumpió, diciendo, “¡Ah! Qué Gualupita tan sufrida.” Gualupita le dijo, “No se ría. Ustedes los hombres son muy sinvergüenzas. Una les da lazo y sin miel, pero después, ¿qué tal?” Cornichón le dijo, “Oiga Guadalupe. Así, cuando se enoja se ve más bonita.” Lupe le dijo, “¡Oh, qué usted! Lo oyera Remedios…” Cornichón le dijo, “Qué le hace, si yo no soy su esclavo, ¿o qué?” Lupe le dijo, “Estése sosiego, ándele. Léa ese papel que ya me voy.” Cornichón le dijo, “¿De quién es?” Mientras leía el texto, se le cambió el gesto, y dijo, “Oiga, esto ya es un abuso! No, dígale que no tengo, pues qué se cree!” Lupe le dijo, “Yo le traje ese papel porque me rogó mucho.” Cornichón dijo, “No se mortifique…¡Esa…! Ojalá fuera como usted, ya me tiene hasta el copete.” Lupe le dijo, “No sea malo. Mándele algo; pero es que le pida a otro” Cornichón dijo, “¡Cómo que otro! ¿A quién, a quién?” Lupe dijo, “No se enoje. ¡De veras que es celoso! A nadie, a nadie.” Cornichón dijo, “Es que siempre me anda comparando con otros. Si no le conviene estar conmigo, que se largue.” Lupe dijo, “Pero hablando con justicia, Don Mauricio, por ejemplo, la quiere mucho.” Cornichón dijo, “¡Se la regalo!” Lupe dijo, “¿A qué no lo dice de veras?” Cornichón dijo, “Dígame la verdad, Lupe, ¿Sabe usted algo?” Lupe dijo, “¡No, hombre, no sé nada.” Cornichón dijo, “Cuando el rio suena agua lleva. Déme su palabra.” Lupe dijo, “palabra, hombre…nomás chanceaba, créame. Mejor me voy.” 
     De camino a la casa de Remedios, Lupe pensaba con malicia, “Esa Remedios es muy tonta, muy poca cosa para Cornichón. Yo, porque no quise, sino a estas horas…me estuviera dando la gran vida. Yo no soy creída como ella. Además, soy muy decente.” Por fín Lupe llegó con su amiga y Remedios le dijo, “¿Qué pasó?” Lupe le dijo, “Malas noticias, tú. Se enojó.” Remedios dijo, “Figúrate, no tengo lo que se dice nada.” Lupe dijo, “Pues ándate con tiento, ya lo conoces…Pero eso sí, muy chistoso, vacilándome, tú. Eso sí, yo no le di motivo, pero hasta me quería regalar un percalito.” Remedios dijo, “Y para mí no tiene siquiera un real.” Lupe dijo, “No te enojes mi alma. La verdad, me enfadas encelándote.” Remedios dijo, “¿Celosa yo? Y luego de ti.” Lupe dijo, “Pues mira, ya me ves así, pero no solo tú tienes quien te mantenga.” Remedios dijo, “Pero no te enojes.” Lupe dijo, “Si, me enojo. Pero eso y más merezco por ser buena amiga.” Remedios dijo, “Perdóname Lupe, no lo he hecho con mala intención.” Lupe dijo, “Yo tengo la culpa. Nomas te digo que ese orgullo de ‘rota’ te va a traer problemas.” Remedios dijo, “¡Orgullosa yo! ¡Pero eres una fresca! Si tú la que se enoja por nada.” Lupe dijo, “¡Bueno! Ya está. Doblemos la hoja. A mí no me importas tú ni tu Cornichón.” Remedios dijo, “Eres una pleitera.” Lupe dijo, “Más vale eso y no mantenida de un, ¡hombre casado!” Remedios le dio una bofetada diciendo, “¿Qué? ¡Mientes! ¡Cállate!”
     Después del alegato y la bofetada, Lupe salió llorosa y Remedios se quedó colérica, diciendo, “¡Mientes! No es casado. ¡Envidiosa, envidiosa! ¿Es casado? Si es cierto, ¡Soy capaz de matarlo!” Entre tanto, en la escuelita del barrio, Mauricio fue a pedirle consejo al maestro Borbolla. Un alumno dijo, “¡Ahí lo buscan a usted, maestro!” El profesor dijo, “Adelante, vecino, ¡En pie señores!” Mauricio entró al salón y el profesor dijo, “¿Qué milagro mi grande y buen amigo? ¿Qué dice esa famosa salud?” Mauricio dijo, “Bien, ¿y usted?” El maestro dijo, “Aquí, con esta percha de burros.” Mauricio dijo, “Pues vengo a un negocillo, ¿No está ocupado?” Ambos se apartaron del bullicio del salón de clases. Allí Mauricio le contó el motivo de su visita, diciendo, “Pues venia a pedirle un consejo, es que, es que…” El profesor le dijo, “Pero vecino, ¿No estará enamorado, verdad?” Mauricio dijo, “Sí…es…es de Remedios.” El profesor dijo, “¡Remedios!¡Pero, vecino!¿De Remedios?” Mauricio dijo, “Sé que es mi perdición. Pero, ¿Qué culpa tiene uno de amar?” El profesor le dijo, “Eso es una locura. Si me pide un consejo, le digo que no la vea siquiera…” Mauricio preguntó, “¿Pero si ella me manda llamar?” El profesor dijo, “No vaya. Mire, vecino, vamos hablando con calma…” Mauricio dijo, “No…es que tengo que ir al centro. Nos vemos mas tarde.” El profesor dijo, “Como usted quiera, vecino. Adiós, pues, y …felicidades.”
     Con unos comestibles sencillos y una botella de Jerez, Mauricio fue a visitar a Remedios. Iba temeroso, no sabía si encontraría con ella al francés. Mauricio toco la puerta, y una señora lo recibió. Mauricio dijo, “¿Aquí vive la señorita Remedios?” La señora le dijo, “¿Qué mandaba usted señor?” Mauricio dijo, “Quisiera hablar con ella.” La señora dijo, “Voy a ver si está. Siéntese usted.” En la cocina, en voz baja, la criada daba el recado a Remedios, quien dijo, “¿Mauricio? Si viene Cornichón se arma. Dile que no estoy. Que te deje recado.” La señora dijo, “Si, niña.” La mujer fue con Mauricio y dijo, “No señor. No está. Se me figuró que estaba, pero ha de haber salido mientras fui a un mandado, ¿Quiere dejarle algún recado?” Mauricio dijo, “Sí, le da esto y le dice que vino Don Mauricio. ¡Ah! Y esta carta.” Al salir Mauricio, dos vecina cuchicheaban, una de las cuales dijo, “¡Petrita! ¿Vido al gachupín ese? ¿Qué traerá ente manos?” La otra vecina dijo, “P’os que se ande con cuidado que el patrón es de cajeta.” La vecina dijo, “Y mírela a esa, qué calladito se lo tenía.” La otra dijo, “Es una mosca muerta, ¿Qué no?”
     Esa noche, cuando Cornichón llegó a su casa, saludó a Remedios quien dijo sumisa, “Buenas noche, Napoleón.” Remedios tejía. Cornichón fue por agua y vio un vaso con los residuos del jerez y trocitos de galleta de lo llevado por Mauricio. Cornichón dijo, “¿Qué es esto?¿Quien vino?” Remedios dijo, “Nadie.” Malhumorado y sin dar explicación, el francés salió, diciendo, “Ya vengo.” Remedios dijo, “¿A dónde vas?” Cornichón dijo, “¡Qué! ¿Te interesa? Ahorita vuelvo.” Cornichón salió al patio de la vecindad y le dijo a una mujer, “Oiga, vecina, ¿No vio a alguien venir hoy?” La mujer dijo, “P’os…uno así, gordito, güero, como español.” Cornichón le dijo, “¿Traía algo? ¿Un bulto, algo?” La mujer dijo, “Sí, señor. Una botella y unos como alcatraces grandes.” Cornichón le dio un billete y le dijo, “Bueno vecina, no diga nada ¿Eh? Tome, gracias y buenas noches.” La mujer dijo, “Dios se lo page patrón, buenas noches…”
     Cornichón entro a su casa, sin hacer ruido. Remedios seguía con su labor. Ni siquiera levanto el rostro cuando él le habló. Cornichón dijo, “¿Qué, no cenamos?” Remedios dijo, “Nomás me dices qué…” Cornichón dijo, “¿Cómo qué…? Lo de siempre.” Remedios  dijo, “Pues no hay cena. Como no das con que hacerla…” Cornichón dijo, “Pues si no hay cena en mi casa, me voy a la calle.” Remedios le dijo, “Que te vaya bien.” Cornichón salió dejando a Remedios en su tejido y se fue directo a la cantina. Se sentó en la barra y pidió un coñac. Remedios seguía tejiendo cuando llego Cornichón con unos paquetes de comida, diciendo, “¿Hay pan siquiera, Remedios? Si no hay, que traigan.” Enseguida, Cornichón la tomó del hombro, “Vamos a ver mal geniuda, ¿Porqué estas enojada?” Remedios dijo, “Tú eres el que se enoja de todo. No me quieres.” Un beso de reconciliación devolvió a la noche su encanto. Cornichón dijo, “Vamos a cenar, China. Mira, hasta traje vinito.”
      En la noche, un velador paseaba su pregón contra el silencio de la madrugada, “¡La una y toooodo sereeeenooo!” De pronto, un estallido volvió la noche boca arriba, “¡Socorro!” La criada de Remedios salió a media calle gritando a grandes voces, “¡Casera! Lo ha matado. ¡Un gendarme!” El grito despertó al vecindario. En la calle, creció el tumulto. Trágico parecía ese cuadro de sorda agitación bajo la serena dulce y pálida luz de la luna. Pasaban los gendarmes con linternas. Los niños lloraban asustados. Un oficial había entrado a caballo hasta el patio. Entre toda esa confusión, el oficial daba órdenes, enojado, “¡Trescientos cincuenta y siete, venga acá! ¿Qué quieren ustedes, señores? ¡Atrás! ¡Me hace usted el favor de retirarse!” El oficial dio otra orden, “¡Casera! ¡Eche a todos los que viven aquí!” La mujer dijo, “¡Ya voy, señor!” En la calle los vecinos platicaba de balcón a balcón: “Creíamos que era una quemazón. ¿Oyó usted el tiro? ¡Cómo no! Fue tremendo.” Enseguida se oyó el rodar de un coche. Llegó el médico, diciendo, “¡Atrás señores! ¡Atrás! Favor de retirarse.” El médico revisó el cuerpo de Cornichón el cual yacía en el piso, y dijo, “Traigan una camilla para llevárselo.” Un gendarme se dirigió a Remedios, diciendo, “Señorita, usted tendrá que acompañarnos…”
     Salió Remedios entre una pared humana, envuelta en un tápalo subió a un coche y se perdió en la primeras horas de la aurora. Dos hombres intercambiaron opiniones. Uno de ellos dijo, “¿Qué pasó, por fin?” El otro dijo, “Dicen que mató a un hombre.” El oficial y el doctor también intercambiaron opiniones, “¿Cómo la ve, doctor? Ésta no se salva de la cárcel de Belén.” El doctor dijo, “Lástima, es muy jovencita, pobrecilla.” 
     Al día siguiente, en la tienda de Mauricio, dos rancherotes armados con una varita de membrillo, penetraron a la tienda y pidieron dos anises Francisquillo, el joven que atendía. Uno de los hombres dijo, “Oiga, usté qué es de aquí, ¿Qué ha sabido de Remedios?” El joven dijo, “¿Qué Remedios?” El otro hombre dijo, “¡Hágase! La hija de ese herrero que dizque se largó con uno.” Francisquillo dijo, “Pues yo no sé.” El hombre dijo, “¡Háblele a su patrón!” Francisquillo dijo, “Don Mauricio, aquí lo buscan.” Don Mauricio llegó y dijo, “Servidor, ¿Qué ocurre?” El otro de los hombres dijo, “Que lea este papel…Don Mauricio.” Don Mauricio leyó y dijo, “Pero ha de ser un equívoco. ¿Preso yo?” El hombre dijo, “Usted es Mauricio Peláez, ¿No? Entonces ¡Arre!” Don Mauricio dijo, “Pero, ¿Quiénes son ustedes para aprehenderme?” El hombre dijo, “Ya verá. Llámate un gendarme.” El gendarme, en buen tono, confirmó la orden, “Don Mauricio, vamos a la inspección.” Don Mauricio dijo, “Pero, ¿Porqué? ¿Qué he hecho?” El gendarme dijo, “Es la orden, Don Mauricio. Más vale por la buena.” Don Mauricio dijo, “¿Y quién se queda aquí?” Uno de los hombres dijo, “Aquí yo no sé.” Don Mauricio dijo, “Francisquillo, ahí te quedas, cierras ¿eh?”
     Así, aprehendieron a Don Mauricio y se lo llevaron en un coche, rumbo a la cárcel de Belén, diciendo, “Esto es un injusticia.” Pronto llegó a toda la Rumba la noticia del paradero de Remedios y Mauricio Borbolla les consiguió la información. Francisquillo leyó con anisa la nota en el periódico. Le temblaba la voz, “Según nos informan, estaba el joven Cornichón locamente enamorado de Remedios Vena, y ella lo engañaba con un tal Mauricio. Hasta ahora se ignoran los móviles que pueden haber guiado a la joven Remedios a cometer el crimen.” Las caras expectantes de los amigos seguían atentas al lector. “Se sospecha que fue instigada por el Mauricio del que hemos hablado.” El profesor, quien estaba escuchando la noticia, dijo, “¿Qué tal? ¡Ya lo ven! Ya me lo sospechaba.” Otro hombre dijo, “¡Qué barbaridad!” El profesor dijo, “Se amoló.” Francisquillo dijo, “¡Pobre de mi patrón!” Otro hombre dijo, “¡De veras que… pobre.”
     Esa fue una noche sombría y desesperanzadora. La tarde pronto se llenó de sombras prematuras. Venía una tormenta. Al día siguiente, Cosme Vena se entrevistaba con el padre Milicua, quien le dijo, “¿Qué pasó por fin con Remedios?” Cosme le dijo, “Pues la de malas señor, ya usté sabrá.” El padre Milicua dijo, “Sí, leí el periódico, ¿ya ve usted? Si hubiera seguido mi consejo…” Cosme dijo, “Pues si…me puede que mi hija esté en boca de todos y yo…” El padre Milicua dijo, “¿Pero, para qué se es padre? La hubiera perdonado.” Cosme dijo, “Si padrecito, pero debería haber venido y de rodillas…” El padre Milicua dijo, “¡Sea por Dios! ¿Cómo ha seguido Porfiria?” Cosme dijo, “Todavía en cama, padre…” Luego de recordarle lo del trabajo pendiente, el padre Milicua despidió, con indiferencia, a Cosme. 
     Cosme salió de la casa del cura con el corazón dolorido, atravesado por los piquetes de la melancolía, que duelen de un modo especial cuando se es padre. Enfiló a la cantina, seguido por la mirada atenta de dos vecinas, una de las cuales dijo, “Pero, la culpa la tiene la Rumba esa…” La otra dijo, “Y él también. Mírelo, va a emborracharse, la mujer casi muriéndose y los chiquillos sin tragar.” 
     Un día nuevo en la cárcel de Belén. Allí fue donde conocí a Remedios. Me encontraba fuera de la prisión, esperaba el tranvía, cuando un hombre se dirigió a mí y me dijo, “¿Qué hay, amigo? ¿Qué hace por tan sospechoso lugar?” Yo le dije, “Esperando el tranvía, ¿Y usted insigne reportero?” Él me dijo, “Vengo a saber de un nuevo reo.” Yo le dije, “¡Hombre! ¿Y usted conoce la cárcel?” Él me dijo, “¡Vaya! ¿Nunca ha entrado ahí?” Yo le dije, “Nunca.” Él me tomó del hombro y me dijo, “Pues lo voy a meter, nada más déjeme ver…¡Véngase!” Me introduje a la prisión de Belén y desde un corredor alto observé, diciendo, “¡Qué cantidad de gente!” Él me dijo, “Y todavía falta…esos son los talleres.” Me mostró los patios de hombres, el paredón de ejecución y el patio de las mujeres. Ahí estaba ella, cabizbaja tejiendo. Yo dije, “¿Remedios Vena?” ÉL me dijo, “La del callejón de las mariposas, reporteada por mí. Bonita, ¿No? ¡Quién lo iba a decir!” Yo le dije, “De veras que solo en la calle puede uno comparar la cárcel.” Pobres los que ha caído allí persiguiendo un sueño, como aquella Rumba. Infeliz ya de sí y para colmo reporteada por el inquilino Rebolledo. El proceso de la Rumba prometía estar muy animado. Una multitud de curiosos invadía el patio del palacio de justicia, cuando aún no se abrían las puertas del salón. Era el público especial que se escalonaba: sujetos de raída levitilla, veladores de grandes melenas y sombrero ancho. Mujeres del pueblo cargando niños. Ávidos de presenciar esos debates que impresionan por su realismo. 
     El día del juicio de la Rumba llegó con esperada impaciencia y expectación. Don Encarnación, Francisquillo y Chito acudieron solidarios. El maestro Borbolla no pudo dejar las clases. Él los esperaría en el barrio. Al verlos, Rebolledo pensaba, “Esta plebe. Luego se nota que son de la Rumba.” Los preliminares del juicio eran hasta divertidos. Un gendarme que contenía a la gente a la entrada, se enfrentó con un bravucón. El gendarme le dijo, “Atrás.” El hombre le dijo, “No me voy.” El gendarme le dijo, “Lo saco…” El hombre le dijo, “Me saca y no respondo…” El gendarme lo empujó y le dijo, “Lo saco, sí señor.” El hombre dijo, “Eso lo veremos. Le costará el empleo, treinta y cinco.” El gendarme le dijo, “Sí, señor, mire bien mi número, que no se le va a olvidar.” El hombre le dijo, “¿A poco?” En eso, se abrieron las puertas y la multitud entró provocando un ruido como de enjambre. Ni tiempo para quitarse el sombrero y en medio de empellones y risas trepó el público a las graderías. Los hombres fatigados y las mujeres despeinadas. Uno de los hombres de la multitud dijo a otro, “Órale, baboso. Fíjese dónde pisa.” El otro hombre le dijo, “Pues arrejunte las pezuñas.” Los periodistas se empinaban bajo la barandilla para ver si podían distinguir, al menos, el perfil de la acusada. Flotaba en el aire la densa y azulada humareda de los cigarrillos. Pesada la atmosfera y saturada por el olor de la multitud, reinaba una semi-oscuridad. Adquirían un aspecto terrorífico los once jurados y el juez que llegaba. 
     Llegó el juez y dio comienzo la audiencia, golpeando su martillo y diciendo, “¡Silencio, silencio!” Poco a poco se formó un silencio pastoso. El juez dijo, “Señorita Remedios Vena. Va usted a decirnos cómo pasó el hecho, confesando la verdad.” Remedios dijo, “Pues verá señor juez…esa noche, él llegó borracho y me pidió de mal modo la cena. Yo no tenía dinero y le reclamé. Él salió enojado pero regresó pronto. Nos contentamos. Me pidió pan, así que fui a sacar cinco pesos del ropero.” El juez le dijo, “¿Quién le dio ese dinero? Dijo que no tenia.” Reme dios dijo, “Me lo mandó, Don Mauricio.” Remedios continuó su relato, “Cenamos. Él trajo vino. Se acabó de emborrachar y en eso me preguntó por la botella de jerez.” El juez le preguntó, “¿Quién se lo regaló?” Remedios dijo, “Don Mauricio. Para esto, él ya se estaba poniendo muy impertinente y grosero. Tomó la botella de jerez y me dijo, ‘Pues para que me haga daño, voy a tomar del de tu querido.’ Yo le dije, ‘Mira, no seas malo, yo no tengo querido…’ Me siguió diciendo muchas cosas feas. Por fin nos fuimos a dormir pero él insistió, diciendo, ‘Anda Rumbita, ven a brindar conmigo.’ Yo le dije, ‘No tomo porque se me sube.’ Lo vi riéndose y le dije, ‘Tú no tomes que ya se te subió.’ Él me dijo, ‘A mí nadie me dice borracho.’ Y furioso me aventó la botella y siguió diciéndome muchas cosas muy feas, ‘No te muevas tú #$%&*’” 
     A estas alturas, en la sala todos reían, aquello parecía un manicomio. El juez dijo, “Si no guardan silencio desalojo el salón. Prosiga usted…” Remedios continuó, “Él, estaba necio en que yo tenía un querido, y hasta se puso a llorar, diciendo, ‘Confiésame que tienes un querido.’ Yo le dije, ‘No, no seas necio Napo.’ Entonces revolvió todo y encontró la pistola. Se volvió y me apuntó, diciendo, ‘No me dices. Ahora veras si no.’ Yo grite como loca. Él me dijo, ‘O me dices o te mato.’ Yo me asusté mucho y él me dijo, ‘¡Miedosa, cobarde!¡Está descargada!’ Yo le dije, ‘Dame esa pistola, con las armas no se juega. Las carga el diablo.’ Entonces me pegó, forcejeamos, nos resbalamos y caímos. Entonces se salió el tiro. Yo vi que se agarró en la panza y me dio más miedo. Pero yo le juro que no quise matarlo…no quise…” El juez dijo, “¿Desea el ministerio público interrogar a la acusada?” El abogado dijo, “Sí señor. Que diga porqué no pidió auxilio.” Remedios dijo, “Ay señor, pues de puro miedo.” El juez dijo, “Siéntese usted. Qué introduzcan a Peláez.” En la sala se oyeron los sollozos lastimeros de Mauricio. 
     A Mauricio lo interrogó poco, y eso fue porque todo el tiempo que le preguntó el juez, estuvo tartamudeando por los sollozos que daba. Entonces el juez dijo, “Que pase mejor la criada…” Una vez presente, el juez la interrogó, “¿Dónde conoció usted a la acusada?” La mujer dijo, “Pues en su casa. Estuve  sirviendo ocho días hasta que sucedió lo del señor.” El juez le dijo, “Cuénteme lo que sepa de eso.” La mujer dijo, “Pues verá, señor juez…” Socorro contó todo otra vez. La discusión, el pleito con la pistola, el disparo…finalmente dijo, “Cuando oí el tronidazo, la niña me dijo, ‘Y ahora qué hago. Ya lo maté…’” El juez le dijo, “Diga usted si era la primera vez que Cornichón y Remedios discutían.” Ella dijo, “No señor. Todas las noches que el señor llegaba borracho se disgustaban.” El juez dijo, “Tiene la palabra el ministerio público.” El abogado habló, “Señor juez, señores del jurado: Dicen que la sociedad marcha hacia su desorganización moral y esto se debe a la mujer.” Mientras el abogado hablaba el público y los acusados guardaban silencio. El hombre apuntó hacia Remedios diciendo, “¡Mirádla! Salida de un hogar humilde, seducida por un profesional de la maldad y …víctima de sus instintos. No señores, no fue el suyo un homicidio casual. Lo que la acusada ha dicho es una fábula absurda. Esto es la consecuencia natural de una mala conducta y de quien tiene sangre para matar a su amante. Pido un castigo para esta mujer en nombre de la dignidad de los que formamos a la sociedad ofendida.”
      La Rumba oía los reproches y soportaba las miradas compasivas y coléricas del público. El abogado concluyó, “¡Señores del jurado! Que el recuerdo de la víctima no os pida cuenta de vuestro fallo desde la tumba.” Hubo una algarabía y aplausos del público, y una persona de la multitud dijo, “¡Viva!¡Bien dicho!” Ahora le tocaba el turno a Guerra, el defensor, quien dijo, “Señores del jurado ¡Remedios Vena es inocente! Condenarla sería un crimen. Estoy aquí para limpiar la calumnia que ha manchado la limpia conciencia de una honra. ¡Ella amó, señores jurados! ¡Amó como se ama solo una vez! ¡Oh, los que aman!” El proceso se iba desarrollando como si fuera una muestra de frases cursis y rebuscadas. El abogado defensor continuó, “La que mucho amó, ¡Nunca!¡Jamás! es posible que hiera a sangre fría a un hombre. Actuó en defensa propia. ¡Clemencia, señores!” El juez no pudo contenerse más, elevó la voz y sonó el martillo de madera, diciendo, “¡Ya es suficiente señores! Pasemos a deliberar.” 
     Una hora duraron las deliberaciones. Se encendieron las velas y el público se puso de pie. Se leyó la sentencia… Moría la tarde. El viento levantaba remolinos de polvo. Comenzó a llover…Una persona del público dijo, “Yo creí que veríamos más acción.” Otro dijo, “Ya no es como antes, hombre…” Quedaron desiertas las aceras y las calles de plateros, que sedujeron a la Rumba. También estaban desiertos y cerrados sus escaparates. Tal parecía que todo se conjuraba para castigar a la Remedios Vena, cuyo nombre gritaban los voceadores, ¡Habían absuelto a la Rumba! Dentro de un coche de alquiler iban don Mauricio Oronoz, ayudante del defensor y Remedios. Ella lloraba en silencio, diciendo, “¿Qué haré?¿Dónde pasaré la noche?” Don Mauricio le dijo, “Remedios, yo creo que debería ir a casa del padre Milicua, mientras arreglamos otra cosa.” Remedios no contestó. Todo le daba vueltas. Durante el juicio le dieron la noticia de la partida de sus padres a su pueblo natal. Ahora estaba sola. Remedios dijo, “¡Dios! Me voy a volver loca.”
     En eso Remedios alcanzó a oír a alguien que gritaba, “Muchachos, ¡ya está aquí! ¡Ya está aquí!” Eran los amigos que se reunían en la Rumba. Todos estrechaban al asturiano que no podía que no podía responder, embargado de emoción, y una desafinada bandita de música tocaba. Los gritos, los brindis y los aplausos, ¡cómo resonaban en el silencio de aquella plazuela solitaria! Pero como toda fiesta…poco a poco el ambiente dio paso a las despedidas. Don Mauricio dijo, “Muchas gracias licenciado, ya sabe que aquí tiene su casa.” El licenciado le dijo, “Amigo, solo cuídela mucho. Adiós.” Una pregunta era obligada, uno de las personas que se despidieron dijo, “¿Y Remedios?” Don Mauricio dijo, “Está allá atrás. Quiere estar sola.”
     Más tarde, Borbolla y Mauricio llamaban a zaguán de la casa curial. Cuando el padre abrió la puerta, don Mauricio dijo, “Padre…¿Podemos hablar con usted?” El padre dijo, “Claro, los esperaba…” Don Mauricio dijo, “Padre, se trata de Remedios…” Borbolla dijo, “Queremos decirle que la reciba aquí por un tiempo.” El padre dijo, “ Pero, ¿cómo? ¿Después de todo ese escándalo?” Borbolla dijo, “Acuérdese padrecito de sus evangelios. Ella está arrepentida…” Don Mauricio dijo, “Sus padres se fueron a Zimapan. Solo cuenta con nosotros.” El padre dijo, “Sea pues. Ojalá sea cierto su arrepentimiento. Tráiganla. Yo me haré cargo.”
     La puerta del cuarto donde estaba Remedios se abrió. Remedio dijo, “¿Eh?” Don Mauricio dijo, “Venga Remedios. Ya hablamos con el padre y accedió a darle alojamiento por un tiempo. Venga, confíe en nosotros.” Las tres sombras cruzaron la plazuela encharcada, iluminada por la luna. El padre los esperaba, y al llegar le dijo, “Bienvenida, hija. Pasa con confianza.” Remedios dijo, “Padre, yo…” Borbolla dijo, “Señores me retiro. Hay que madrugar en las clases.” Remedios dijo, “Buenas noches maestro. Gracias por todo.” El maestro dijo, “Adiós Remedios.” Remedios dijo, “Adiós maestro.” El maestro se perdió en un callejón próximo. El padre dijo, “Bueno, vámonos. Es tarde y tienes que descansar.” Remedios dijo, “Sí padre. Nada más me despido.” El sacerdote perspicaz se alejó, y dijo, “Bueno, te espero Adentro.” Remedios dijo, “Solo unos minutos, padre.” Don Mauricio dijo, “Adiós, Remedios…no sé porqué digo esto, si nos vamos a ver mañana.” Remedios dijo, “Sí, don Mauricio, mañana.” Don Mauricio dijo, “Yo…quiero…este…quiero…decirle…que…” Remedios dijo, “¿Qué quiere decirme don Mauricio?” Don Mauricio dijo, “Que…que…que pase buena noche.” Remedios dijo, “Usted también, que pase buena noche.” Don Mauricio agregó, “Y cuidado con volver a…” Remedios dijo, “¿Las andadas? No. Ya no, se lo juro. Le aseguro que nunca más querré parecerme a las ‘Rotas.’” Don Mauricio dijo, “¡Dios lo haga!” Remedios dijo, “¡Don Mauricio!” Don Mauricio dijo, “¿Sí?” Remedios dijo, “¡Gracias!” Se besaron. Fue un beso breve y sincero. La muchacha se perdió en las sombras del patio, sombras quizá protectoras y no cómplices. 
     La puerta del zaguán se cerró tras Mauricio, quien se fue tarareando una canción. Así fue la historia. Sólo cambié algunos nombres, pero lo más importante de todo fue que aprendí que no es la apariencia o la fortuna la que nos puede hacer felices, sino el trabajo y el amor que podamos practicar con los demás. Al final, lo que compartimos se iguala a lo que hacemos. Aprendí que en ese barrio de la Rumba, pudo haber desgracias, pero también hubo esperanza, que solo es posible si se confía y ama a los demás con desinterés.  
Tomado de Novelas Inmortales, Año X, No. 473, diciembre 10 de de 1986. Guión: J. Antonio Martínez. Adaptación: Remy Bastien. Segunda Adaptación: José Escobar.