Club de Pensadores Universales

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domingo, 7 de julio de 2019

El Romanticismo Español

     Considerado como fenómeno histórico, el Romanticismo rebasa ampliamente los límites de éste trabajo, puesto que es su aspecto español no fuera más que refléjo de un vasto fenómeno común a las clases cultas de todos los países, y no únicamente literario. Tampoco fue una teoría concreta ni una doctrina sistematizada, puesto que no presentó caractéres homogéneos en los diversos países, cuyos medios intelectuales le fueron propicios para su desarrollo.
     En el orden literario y social, el Romanticismo no representó, en sus variadas manifestaciones nacionales, unas mismas ideas o sentimientos. De ahí que o pueda convenirle una definición estrecha, ni que pueda explicárselo desde el ángulo particular de una literatura, o de un país determinado. A semejanza del Renacimiento, fue un estado de espíritu o de conciencia que, al propagarse de uno a otro ambiente, de uno a otro pueblo, de una a otras actividades, cristalizó en formas y contenidos peculiares. Hubo un Romanticismo alemán, distinto del inglés, del francés o del italiano; todos ellos distintos entre sí y diferentes, a su vez, del Romanticismo español.
     Rasgo común a todas sus manifestaciones fue el predominio de la sensibilidad y de la imaginación sobre el frio academicismo, encarcelado en rígidas disciplinas.
     El nombre de romántico apareció por primera vez en la literatura alemana, para designar un género de poesía cuyo origen habían sido los cantos de los viejos Minnesinger, trovadores cuyo lirismo exaltaba el sentimiento cristiano, y el espíritu caballeresco.
    En Inglaterra y en Alemania, el Romanticismo fue, pura y sencillamente, la expresión de unos genios nacionales que ignoraban las coacciones “clasicistas” del siglo XVIII. En Francia y en Italia constituyó una rebelión  contra el academicismo derivado de la hipertrofia neoclásica.
     Los románticos franceses, por reacción contra esa hipertrofia que había llegado a reglamentar todas las bellezas y conquistas del Renacimiento hasta convertirlas en una colección  de fríos manuales, buscaron nuevas y exaltadas formas en su imaginación, en el color local (hay que decir , de pasada, que los románticos franceses abusaron un poco del “color local” español), en el lirismo de las literaturas nórdicas, pobladas de fantasmas extravagantes, en el seno misterioso del mundo medieval y, muy especialmente, en la propia fantasía creadora.
    El estilo, o más bien, la actitud independiente y subjetiva que había de caracterizar el Romanticismo, ya había aparecido con Goethe y Schiller en Alemania; con Macpherson, el genial mistificador de los Cantos de Ossian, Lord Byron, Young, Wordsworth y Coleridge en Inglaterra; con Alejandro Manzoni en Italia. Otro gran precursor había sido Rousseau, tipo cabal del escritor individualista, apasionado de la naturaleza y algunas de cuyas obras, Julia o la Nueva Eloísa; Las Confesiones, ya contienen los rasgos sentimentales que caracterizan el Romanticismo francés; rebeldía, amor a la naturaleza en libertad, sensibilidad exaltada, culto del yo.
     Estos pródromos del movimiento romántico francés, en el que conviene insistir porque fue el que influyó más directamente en el español, se concretan a principios del siglo XIX en la obra de Madame de Staël, que define el nuevo movimiento literario, y en la que Chateaubriand, que ya formula su teoría.
     Fue, en efecto, la autora de, De la Alemania, la iniciadora del romanticismo en Francia. Este libro, publicado en 1810, en plena dictadura napoleónica, llama la atención de los literatos franceses sobre la necesidad de renovar el espíritu de las letras, proponiendo como inspiración más fuerte y profunda las literaturas graves y apasionadas del Norte y preconizado, como Chateaubriand, el predominio de la sensibilidad y de la imaginación sobre el razonamiento y las disciplinas clásicas.
     Mas que una reacción contra estrechez de las leyes “clásicas,” más que una conquista de la libertad imaginativa, mas de una evasión ilusoria hacia las apetencias del ensueño, la poesía románticas constituye un progreso de esa sensibilidad que capta los matices de la conciencia y de la vida, aprehendiendo, como por sorpresa, lo que dormitaba en las zonas oscuras de lo inconsciente.
Romanticismo fue en España sinónimo de libertad. Y el movimiento lo mismo convino a las letras y al arte, que a los sistemas de gobierno.
     Todos los románticos de los primeros años fueron profundamente liberales. La musa hispánica cobra nuevos bríos e inaugura otro brillante periodo, sobre todo en la poesía y en la dramática, aunque por otra parte, una sola figura, la de Mariano José de Larra, basta para que la prosa también ocupe un puesto eminente.
Los Poeta Líricos.
Uno de los poetas más representativos del Romanticismo fue José de Espronceda (1808-1842), cuya vida resultó un breve, pero intenso resumen de inquietudes, de aventuras y de grandes ideales.
La juventud intelectual de la época conspira contra los viejos sistemas, padece persecuciones, conoce la cárcel y la emigración. En plena adolescencia, Espronceda se ve obligado a expatriarse. Pasa a Gibraltar, de transito para Inglaterra, y llega hasta Lisboa.
     De Inglaterra, donde se entregó al estudio de Shakespeare, Milton, y Lord Byron, marchó a Paris, tomando parte como combatiente en la llamada, Revolución de Julio. Vuelto a España, merced a la amnistía de 1833 (nótese que solo contaba Espronceda veintitrés años), se mezcló a los movimientos revolucionarios de 1835 y 1837, sufrió nuevos destierros, secretario de embajada y diputado a Cortes, distinguiéndose por su exaltación en el seno del partido progresista, donde se hizo el campeón de la democracia. Una inflamación de faringe concluyó con su tempestuosa existencia a los treinta y tres años.
     Descolló en la lirica: La Canción del Pirata; El Canto del Cosaco; El Himno al Sol; y el soberbio, Canto a Teresa, entre una abundancia de composiciones admirables. En la épica tiene fragmentos del, Pelayo, en los primeros y vigorosos vagidos de su musa: la leyenda. El Estudiante de Salamanca, segundo don Juan Tenorio, y El Diablo Mundo, poema filosófico de grandes alientos y muchas bellezas que no llego a terminar. Cultivó la tragedia, aunque con poca fortuna, en Doña Blanca de Borbón y la novela histórica de Sancho Saldaña o El Castellano de Cuéllar. Pero es en la lírica donde no admite punto de comparación con ninguno de los románticos españoles.
     Una mujer extraordinariamente dotada para las letras, Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), comparte con Espronceda el principado de la lirica española en su época. La Avellaneda, sincera, elocuente y fervorosa poetisa romántica, nació en la ciudad cubana de Puerto Príncipe, cuando Cuba pertenecía a España; era hija de padre español y en España vivió la mayor parte de su vida, principalmente en Madrid, teatro de sus triunfos literarios.
     Representa la fusión del arte neoclásico de Quintana y de Gallego, con el lirismo de los románticos ingleses y franceses. Ente sus poesías, citase como las mejores: La Pesca en el Mar; La Venganza; Amor y Orgullo; A la Poesía. También sobresalió en la dramática. La mejor de sus obras teatrales es Balastar, y la que sigue en importancia, Alfonso Munio, drama histórico basado en la leyenda del famoso caudillo castellano del siglo XII, que con tan singular fortuna peleó contra los moros andaluces; Saúl; El Príncipe de Viana; La Verdad Vence Apariencias, y La Hija del Rey René, todas ellas de forma acabadamente romántica y muy celebradas en su tiempo. Cultivó, además, la novela de tipo histórico y social: Guatimotzín; Dos Mujeres, aunque no fue éste el género adecuando a su temperamento.
    Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), escritor elegante  y discreto, cuya pluma recorrió todos los géneros, era natural de Granada y a los veinte años ya desempeñaba una cátedra de filosofia moral que tuvo que abandonar, por agitaciones políticas al estallar la independencia. Comisionado a Gibraltar y a Londres para solicitar el apoyo de Inglaterra en ésta lucha contra la invasión napoleónica, Martínez regresó a Cádiz en 1811, y figuró como miembro de las Constituyentes de 1812.  Fernando VII lo persiguió después, como a todos los liberales españoles, desterrándolo a África.
     En 1820, Martínez de la Rosa fue elegido otra vez diputado, y en 1823 tuvo que huir a Francia, donde residió ocho años. En 1834 presidió uno de los gobiernos de María Cristina, siendo más delante embajador en París, embajador en Roma, ministro de Relaciones Exteriores, presidente del Congreso, y Presidente del Consejo de Estado. Como escritor, trató de introducir en España el matiz francés del Romanticismo con sus dramas, Aben Humeya y La Conjuración de Venecia. Es el más apagado de los románticos.
     Juan Arolas (1805-1849), valenciano, brilló en la poesía amorosa, caballeresca y oriental. Versificaba con facilidad, y se inspiró en todos los grandes románticos del momento, desde Lord Byron a Zorrilla, pasando por Lamartine y el Duque de Rivas, sin que sus obras dejáran de tener un sello de originalidad y acento propios. Arolas, que era sacerdote, pulsó sin embargo una lira sensual y voluptuosa, en la que obtuvo grandes efectos coloristas, particularmente en las, Orientales  y en las Leyendas.
Los Poetas Dramáticos.
     El grupo mas numerosos de los románticos españoles, obtuvo sus más sonados triunfos en el género dramático. Cierto que, en general, el drama romántico español exasperó, todavía más, los defectos del drama romántico francés, pero nadie puede discutir las cualidades admirables que resplandecen en algunas de sus obras señeras: la ejecución franca y vigorosa del Don Álvaro, el aliento caballeresco de El Trovador, el hechizo lírico y la fuerza dramática del Don Juan Tenorio, la sobriedad literaria y la intensidad sentimental de, Los Amantes de Teruel.
     Ángel de Saavedra, duque de Rivas (1791-1865), empezó imitando a Quintana según se advierte en algunas de las odas patrióticas de su primera época como: A la Victoria de Bailén; Napoleón Destronado, etc. Y en sus tragedias: Ataúlfo; Aliatar; Doña Blanca, obras también de primera juventud, y todas ellas de gusto y de forma neoclásicos. Al terminar sus primeros estudios, que cursó en su ciudad natal de Córdoba, abrazó la carrera de las armas y cuando estalló la guerra de la Independencia, intervino en ella como guardia de corps, siendo gravemente herido en la batalla de Ocaña. Más tarde pasó a Cádiz, ya con el grado de coronel, y en 1822 fue diputado a Cortes, formando entre los más exaltados prohombres liberales.
     Habiendo pronunciado un violento discurso contra las tendencias absolutistas de Fernando VII, tuvo que emigrar, primero a Gibraltar, y luego a Inglaterra. En 1825 pasó a Italia y no pudiendo establecerse en los Estados de la Iglesia, se refugió en Malta, donde permaneció hasta que pocos meses antes de la Revolución de Julio, se decidió partir para Francia. La modestia de sus recursos lo obligó a dar lecciones de pintura y de dibujo. Al ascender al trono María Cristina, ésta promulgó una amnistía y volvió a España en 1834, con un volumen de versos impreso en París y el manuscrito de Don Álvaro.
     El volumen de versos contenía la leyenda de, El Moro Expósito y varios Romances Históricos; y tanto la leyenda como los romances iban a quedar como instrumentos de la poesía española del siglo XIX.
     El Moro Expósito, obra romántica  al modo inglés, de argumento tradicional y legendario, puede considerarse como novela en verso y fue la primera victoria de las nuevas tendencias literarias. Se refiere a la trágica muerte de los Siete Infantes de Lara, y en esa obra campea la figura del bastardo Mudarra, el vengador de su familia, toscamente bosquejada por los cronistas o juglares antiguos.
Los Romances Históricos son famosos y constituyen un extenso panorama de la antigua historia española. Algunos pintan con gran fuerza de colores los sucesos culminantes de una época, como, El Alcázar de Sevilla; La Victoria de Pavía; Don Álvaro de Luna; El Conde de Villamediana y El Fraticida. Otros presentan un carácter típico, juntando en él los caracteres todos de la especie, como en Amor, Honor y Valor (Don Alonso de Córdoba, genuina representación de la antigua nobleza castellana) y Un Castellano Leal, sobre el conde de Benavente, que incendia su casa por haber tenido que hospedar en ella al condesable de Borbon, puesto al servicio de Carlos Quinto contra Francia, su patria.
     Don Álvaro o la Fuerza del Sino, el principal de los dramas del Duque de Rivas, se estrenó en Madrid el 2 de marzo de 1835. Su autor lo había compuesto en París, enteramente en prosa, y aspiraba a realizar algo análogo a lo que acababa de hacer Víctor Hugo con su Hernani. Alcalá Galiano lo había traducido al francés, y luego el mismo autor había versificado algunas partes, corrigiéndolo en el conjunto y entregándolo para el estréno. Un público ávido de sensaciones, entre el que figuraban  numerosos literatos y artistas admiradores de Byron y de Hugo, aplaudió con frenesí las “rebeldes” escenas de Don Álvaro. Otra parte de ese público, habituado a los estrechos moldes de las tragedias neoclásicas, titubeó, ofreciendo resistencia al éxito. Pero el triunfo de la historia de la obra, y de género, acabo imponiéndose clamorosamente.
     Otro de los principales autores románticos fue Antonio García Gutiérrez (1813-1884), poeta gaditano que había acudido a Madrid desde muy joven con la esperanza de realizar la conquista de la escena. García Gutiérrez recorrió el conocido calvario de todos los autores noveles y, acuciado por la miseria, sentó plaza de soldado. En el espacio de unas horas, éste poeta adquirió la celebridad, conoció la abundancia y saboreó la gloria gracias al éxito de su “drama caballeresco” El Trovador, primer caso en que un público español solicitó la presencia del autor en el escenario para aplaudirlo y vitorearlo. Este éxito valió a García Gutiérrez la licencia absoluta, por lo que pudo dedicarse de lleno al teatro. En 1844 emprendió un viaje a América, residiendo sucesivamente en Cuba y en Mérida de Yucatán para volver, cinco años después, a la Península. Exceptuando el tiempo en que estuvo en Londres como empleado de Comisión de Hacienda, de 1854 a 1857, dedicó el resto de su vida a las tareas literarias.
     Otros dramas de éste autor, menos espontáneos, menos juveniles que el dé su primer éxito, son: Simón Bocanegra; Venganza Catalana; El Encubierto de Valencia y Juan Lorenzo, citados entre una producción muy copiosa donde también figuran muchas comedias y varias traducciones del teatro romántico francés, entre ellas: Margarita de Borgoña; Calígula y Don Juan de Mañara, de Alejandro Dumas padre.

    También la primera obra, la obra “juvenil” de Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880), es la que descuella entre todas las suyas, la que procuró a su autor, joven desconocido y de modesto origen, súbita y duradera notoriedad. Esta obra dramática que, Los Amantes de Teurel, basada en la célebre leyenda de Isabel de Segura y Diego Marsilla, dos amantes desgraciados, separados por la suerte y reunidos demasiado tarde, leyenda que ya había servido de tema a varios escritores españoles : Pedro de Alventosa (1553); Rey de Artieda (1581); Bartolomé de Villalba (1587); Juan Yagüe de Salas (1616); Tirso de Molina (1627) y Pérez de Montalbán (1638). La obra de Hartzenbusch data de 1837, un año después del estreno de El Trovador.
     Los Amantes de Teurel excitaron igual o más tumultuoso clamoreo. El poeta, antes oscuro, adquirió celebridad en una noche, siendo así mismo consagrado por el fallo de Larra, el crítico mas autorizado entonces en España, el cual habló de Hartzenbusch con entusiasmo en el último artículo que escribió, pocos días antes de suicidarse.
     Hartzenbusch, hijo de un ebanista alemán y de madre española, llegó a ser, en virtud de su esfuerzo y amor al estúdio, uno de los mejores castizos españoles, un letrado de vasta erudición. Alentado por el éxito de Los Amantes de Teurel, siguió cultivando el drama histórico, con formas poéticas muy puras y respetuosas de los hechos reales. A este género pertenecen: La Ley de la Raza (época visigótica); Alfonso de Castro; La Jura en Santa Gadea (episodio del Cid); Vida por Honor (época de Felipe IV); etc.
     Otras e sus comedias (llamadas por la critica moratinianas, porque acusan la influencia del autor de El Sí de las Niñas) son: La Visionaria; La Coja y el Encogido y Un Sí y Un No. También sobresale entre la vasta y variada labor dramática de Hartzenbusch, dos comedias de magias muy notables; La Redoma Encantada; Los Polvos de la Madre Celestina.
     Es el escritor dramático de mejor plan entre todos los de su época. Tenía temperamento reflexivo aplicado a estilo de severa elegancia. Refundió muchas obras de los clásicos españoles (Lope, Tirso, Calderón, Rojas) así como los extranjeros  Alfieri, Dumas, Molière, y Voltaire. Escribió excelentes artículos de costumbres y de crítica literaria; y ordenó y preparó la edición moderna de numerosos autores del Siglo de Oro.
     José Zorrilla (1817-1893), nacido en Valladolid, es, ante todo, el poeta de la leyenda nacional. Sobresale en la poesía narrativa y es, además, el padre del más popular y vibrante de todos los “don Juan”; Don Juan Tenorio, muy discutidos por la crítica de entonces y de ahora; pero obra hermosísima por la musicalidad de sus versos, y por el arrogante carácter de su protagonista: difícilmente se encontraría en el teatro español, una obra más aplaudida y representada y con personajes tan característicos y tan bien dibujados, como don Juan, don Luis Mejía, doña Inés, el comendador, Ciutti o Brígida. Entre las producciones dramáticas de Zorrilla, sobresalen: El Puñal del Godo; El Zapatero y el Rey; Traidor, Inconfeso y Mártir.
     Fue Zorrilla poeta extraordinariamente fácil, improvisador bohemio y genial; El Puñal del Godo, lo escribió en dos días y por apuesta. El célebre Tenorio en veintiún días.
     Entre sus libros de versos, citemos, Cantos del Trovador; Recuerdos y Fantasías; Granada; Flor de los Recuerdos; Leyenda del Cid. Simbolizó la llamada postrera de la poesía romántica que en él ya acabó siendo pura declamación adornada con incomparables riquezas musicales, no igualadas ni de lejos por ninguno de sus émulos. Las grandes cualidades de Zorrilla prolongaron arterialmente la vida del Romanticismo, que ya vivió agonizante hasta la terminación del siglo XIX.
Críticos, Escritores de Costumbres, Novelistas.
Si al reseñar en Romanticismo español hubiéramos atendido a un orden cronológico riguroso, la primera figura que se nos habría impuesto en la de Mariano José de Larra (1809-1837), que hizo celebre su seudónimo de Fígaro.
     Nació en Madrid en plena invasión napoleónica. A los veinte años publicó, El Pobrecillo Hablador, periódico satírico redactado íntegramente por él con el seudónimo de “El Bachiller Juan Pérez de Munguía.” Éste ensayo (critica ingeniosa y amarga de la sociedad española) fue breve, el eco ruidosísimo, y El Pobrecillo Hablador, no tardó en sucumbir a las persecuciones del gobierno.
Larra preservó en la ruta del periodismo, y ya con el seudónimo de “Fígaro” hizo critica en diferentes publicaciones de la época, alternando las flechas certeras, de sus artículos satíricos con producciones de índole diversa.
     Mientras tanto, la vida intima de Larra, que siempre ha sido amarga, se agria más aún. “Fígaro” casado y con hijos, sustenta una pasión amorosa al margen de su hogar. Ésta pasión parece dominarlo en absoluto. La mujer amada deja de corresponderle. Lo rechaza una y otra vez. Larra intenta un supremo esfuerzo de conciliación. La entrevista es negativa. Y el gran escritor, dándolo todo por perdido, vuelve a su casa, se refugia en su despacho y se mata. Este final absurdo, exacerbación de un temperamento y de un ambiente que resolvía a pistoletazos los conflictos del corazón, arrebata a la España del siglo XIX su mentalidad más poderosa. La obra comenzada bajo tan hermosos auspicios se interrumpe cuando se anuncia lo más robusto de su fluir. Ni siquiera alcanza el genio de Larra su plena madurez. ¡El pistoletazo romántico le quita la vida a los veintiocho años!
     Junto a Larra, en su aspecto de escritor costumbrista, reclaman un puesto otros dos escritores que representan el antecedente inmediato de la nueva novela de costumbres que iba a hacer su repatriación en la literatura española: Mesonero Romanos  y Estébanez Calderón.
     Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882), madrileño colaboró en la revista Cartas Españolas, y en 1836 fundó y dirigió el famosos Semanario Pintoresco Español. Sus cuadros de Madrid, muy elogiados por Larra, están coleccionados en sus libros: Panorama Matritense; Escenas Matritense; y Tipos y Caracteres. Fue también historiador notable en, El Antiguo Madrid, donde describe y evoca muchos lugares y sucesos de la Villa y Corte, y en sus interesantes, Memorias de un Setentón, de gran amenidad y valor anecdótico. Utilizó el seudónimo, que popularizó, de “El Curiosos Parlante.”
     A Serafín Estébanez Calderón, que se hizo conocer con el seudónimo de “El Solitario” (1799-1867), debemos una serie de Escenas Andaluzas que son admirables por la brillantez, la fidelidad y la gracia con que pintan el ambiente popular de aquella región española.
     Los representantes de la novela de costumbres en el periodo romántico, aunque algo al margen de ese movimiento literario que dominó a su época, fueron Fernán Caballero y Antonio de Trueba.
     Fernán Caballero (1796-1877), seudónimo de doña Cecilia Bohl de Fáber, era hija del erudito hispanista alemán de igual apellido y de madre gaditana. Nació en Suiza; pero pasó casi toda su vida en Andalucía y, por sus gustos y educación, fue una verdadera andaluza. Creó nuevamente en España la novela de costumbres, eclipsada desde el siglo XVII, dándole un tinte religioso y moralizador. Casi todas sus obras son trasunto admirable del ambiente andaluz y abundan en escenas trazadas con encantadora naturalidad. Entre sus novelas descuellan: La Gaviota; Clemencia; La Familia de Alvareda; Dos Almas de Dios. También coleccionó cuentos y poesías populares: Cuadros de Costumbres: Cuentos Oraciones y Adivinas; Cuentos Populares. Es escritora vigorosa y colorista que ejerció indudable influencia en el resurgimiento de la novela.
     Antonio de Trueba (1819-1889), natural de Montellano, escribió a estilo de Fernán Caballero cuentos y narraciones en donde describe en prosa o en verso y con emoción intensa, aunque siempre con sencillez y delicadeza, paisajes y tipos de las provincias vascongadas, su país: El Libro de los Cantares; Fabulas de la Educación; Covadonga; Cantos Infantiles. En prosa compuso varias series de cuentos: Cuentos Populares; Nuevos Cuentos Populares; Cuentos Campesinos; Cuentos del Hogar; Cuentos de color de Rosa; etc., de lectura fácil y amena y de sencilla composición.
     Pero el Romanticismo español tuvo también su gran torrente literario, su Alejandro Dumas, que tal fue Manuel Fernández y González (1821-1888). También tenía “fabrica” de novelas. Los ayudantes de don Manuel eran jóvenes amanuenses que seguían muy de cerca el dictado del maestro y que si alguna vez añadían algo de su cuenta (como hubo de hacerlo Blasco Ibáñez siendo muchacho) era cuando el novelista cabeceaba unos sueñecitos, rendido por el cansancio, abrumado por una vida  imaginativa desordenada y portentosa.
     Fue, además, poeta muy desordenado. Pero su fecundidad era asombrosa, pues escribió o dictó unas 300 novelas, Men Rodríguez de Sanabria; El Alcalde Ronquillo; Los Monfíes de la Alpujarras; El Cocinero del Rey; etc., además de algunos dramas y poesías.   
     Tomado de : Enciclopedia Autodidacta Quillet, Tomo I. Editorial Cumbre S.A. México 1977. Grolier. Pags. 364 y 368.                                                                                      

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