Club de Pensadores Universales

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viernes, 20 de septiembre de 2024

El Periquillo Sarniento de Jose Joaquín Fernandez de Lizardi

     José Joaquín Eugenio Fernández de Lizardi Gutiérrez, nació en la Ciudad de México, el 15 de noviembre de 1776, y falleció el 21 de junio, de 1827, ​ también conocido como, El Pensador Mexicano, fue un escritor novohispano, autor de la novela, El Periquillo Sarniento.

    La mayor parte de su trabajo, se desarrolló en el ámbito de la escritura periodística, "una de las cumbres de la prosa decimonónica en nuestra lengua",​ según el crítico literario, Christopher Domínguez Michael, pero es mejor recordado por ser el primer novelista de América Latina, al escribir, en 1816, El Periquillo Sarniento.

   Su obra ha sido de interés para los estudiosos de la lingüística, de la dialectología, de la sociolingüística, y de la psicología, por la descripción de la vida, la lengua, y las costumbres de la Nueva España en sus postrimerías.
     En, El Periquillo Sarniento, Fernández de Lizardi recrea el lenguaje de la 
jerga estudiantil; el habla de los abogados y los médicos; la jerigonza de los jugadores, de los ladrones, del bajo mundo en general; el dialecto de los indígenas; la variedad léxica de las comidas, las bebidas, y la indumentaria. Las leyendas, las supersticiones, los tabúes, y el habla popular, por él presentados, han sido también relevantes para los estudios del folclor mexicano.


Primeros Años

     Fernández de Lizardi nació el 15 de noviembre de 1776, en la Ciudad de México, hijo de los criollos, Bárbara Gutiérrez, hija por su parte del librero poblano, Agustín Gutiérrez Dávila, y Manuel Hernández Lizardi, nombrado físico, o médico, en el Real Colegio de Tepotzotlán.

   Fue en la misma Tepotzotlán, donde Lizardi obtuvo sus primeros estudios, y donde aprendió latín. Más tarde, en 1793, Lizardi habría de realizar sus estudios secundarios y universitarios, en el Colegio de San Ildefonso, donde ingresó en 1793, y estudió por cinco años.
   Sin embargo, en palabras de Lizardi: "no me gradué ni de Bachiller, porque al tiempo de los grados, se enfermó mi padre que era médico del colegio de Tepotzotlán, fui a asistirlo, y destripé el curso".​

     Después de la muerte de su padre, Lizardi obtuvo el puesto de juez interino en Taxco y, luego, de un pueblo del distrito de Acapulco. En 1805, se casa con Dolores Orendain, y es hasta 1808, cuando aparece su primera colaboración literaria: un verso celebratorio, una Polaca, en loor de Fernando VII. ​
    A partir del 11 de noviembre de 1810, cuando todavía ejercía como juez interino en Taxco, entra en correspondencia con el virrey novohispano, 
Francisco Xavier Venegas. En sus cartas, Lizardi le sugiere al virrey, "que para evitar una incursión sangrienta de parte de los rebeldes, se les engañara recibiéndolos con vítores y fiestas".

   Con la entrada de los realistas en Taxco, Lizardi será aprisionado. En enero de 1811, Lizardi se dirigirá a la Ciudad de México, para defenderse frente al virrey, y buscar su libertad, ​ la cual obtiene al argumentar que él solamente buscaba actuar en beneficio de la población de la ciudad.

Actividad Periodística

   Después de que Lizardi obtiene su libertad, permanece en la Ciudad de México, donde vivirá precariamente de su labor como periodista. Es a partir de éste momento, que comienza, "su labor de escritor volcada hacia la preocupación social, política y satírica."

   Además, en éste periodo, también comienza la polémica entre el autor y los poetas vinculados al, Diario de México. Ésta inicia cuando Juan María Lacunza, publica un ataque contra Lizardi, el 31 de octubre de 1811, en ese mismo periódico. El conflicto durará hasta 1817, fecha en que el, Diario de México, se disuelve.

    En marzo de 1812, la Constitución de Cádiz es promulgada en todo el imperio español, garantizando la libertad de imprenta, a lo cual, Fernández de Lizardi fundó, el 9 de octubre de ese mismo año, el periódico más importante en la época de independencia: El Pensador Mexicano.
   En ese periódico, se denunciaban las injusticias del virreinato, como la mala distribución de la riqueza, la pésima educación, o los privilegios que gozaban algunas personas. En el número 9 de El Pensador Mexicano, publicado el 3 de diciembre de 1812, Lizardi pide al virrey, 
Francisco Xavier Venegas, la abolición del tribunal militar a los clérigos insurgentes.
    Dos días después, el virrey suprime la libertad de imprenta, y ordena la detención de Lizardi, quien escapa brevemente, pero es capturado el 12 de diciembre, aunque continúa la publicación del periódico desde el encierro. Lizardi permanece en la cárcel, hasta julio de 1813, cuando es liberado después de que el general 
Félix Calleja, tomára posesión como Jefe Político Superior de Nueva España.

   El Pensador Mexican, dejó de imprimirse en 1814, año en que se abolió la Constitución de Cádiz; sin embargo, siguió con su labor periodística, a pesar de la censura y amenazas que sufrió. Los periódicos que entre 1915 y 1916, sustituyeron al, Pensador Mexicano, fueron la, Alacena de Frioleras, y los, Cajoncitos de la Alacena, además de, Las Sombras de Heráclito y Demócrito, el que contó con dos entregas, y en el cual se presentó un diálogo ficcionalizado entre los fantasmas de esos dos filósofos clásicos. ​
   Después Lizardi publicará los periódicos, El Conductor Eléctrico (1820), El Amigo de la Paz y de la Patria (1822), El Payaso de los Periódicos (1823), El Hermano del Perico que Cantaba la Victoria (1823), y Conversaciones entre el Payo y el Sacristán (1824-1825), éste último, es considerado por algunos como, "su obra más importante"​ y como la, "culminación de su periodismo, por la fluidez del estilo, su ironía, y su audacia".​

   Lizardi hacía todo el trabajo para publicar sus periódicos, lo que incluía redactar, corregir, y distribuir.

Actividad Novelística

   En un contexto en el que realizar periodismo, se volvía cada vez más difícil de llevar a cabo, por la Restauración en España, la derogación de la Constitución de Cádiz, y la derrota inicial de la insurgencia en la Nueva España, Lizardi decide llevar a cabo el trabajo que ya había estado realizando con el periodismo, a través de otros medios.

    Para ello, escribe, El Periquillo Sarniento (1816), novela con la cual puede continuar con su trabajo moralizador y educacionista, sirviéndose de la narración picaresca,​ y la máxima horaciana de, "enseñar al lector y entretenerlo".​
   Escrito con el ejemplo de, 
Gil Blas de Santillana, como modelo, la novela es conocida por ser la primera escrita en América Latina, y se caracteriza por la introducción del lenguaje llano y popular en su prosa. Su recepción ha sido mixta: a veces, alabada por su representación de la realidad mexicana, otras, desdeñada por sus digresiones moralizantes. ​

   Entre la escritura de las diferentes partes de, El Periquillo, Lizardi escribió otras tres novelas: Noches Tristes y Día Alegre (1819, 1831), La Quijotita y su Prima (1818-1819) y la Vida y Hechos del Famoso Caballero don Catrín de la Fachenda (1832).

  Las, Noches Tristes, fueron escritas en imitación de las, Noches Lúgubres, de José Cadalso, a su vez imitación de, Las Noches, de Edward Young
   La Quijotita, continuaba con el afán moralizador de Lizardi, ahora enfocado a las mujeres. Por su parte, Vida y Hechos del Famoso Caballero don Catrín de la Fachenda, fue escrita por Lizardi, para, "demostrarse a sí mismo y a sus críticos, que podía escribir una verdadera novela, sin incurrir en el fárrago tratadístico (La Quijotita), la imitación edificante (Noches Tristes y Día Alegre) o el desorden picaresco (Periquillo)"

Vida Posterior y Muerte

   En 1821, Lizardi se muestra solidario al Plan de Iguala, y se une al Ejército Trigarante, nombrándosele director de la prensa insurgente en Tepotzotlán.

   Una vez decretada la independencia de México, Lizardi publica el polémico panfleto, Cincuenta Preguntas del Pensador a Quien Quiera Responderlas, que aboga por la construcción de un sistema democrático liberal, en la nueva nación.
   Gracias a esto, Lizardi gana la antipatía de 
Agustín de Iturbide, miembro de la recién Junta Provisional Gubernativa, y futuro monarca del Primer Imperio Mexicano, a quien ataca duramente, durante los años siguientes.

    A finales de 1824, siendo México ya una república federal, Lizardi es nombrado director de, La Gaceta del Gobierno, y recibe un sueldo de capitán retirado por sus servicios a favor de la insurrección.

   José Joaquín Fernández de Lizardi muere el 21 de junio de 1827. Fue sepultado en el cementerio de la iglesia de San Lázaro, pero sus restos han desaparecido.

Lizardi en el Cine

   Un Vago Sin Oficio (1958), basada en, El Periquillo Sarniento, y dirigida por Zacaría Gómez Urquiza, con Pompín Iglesias, como El Periquillo.

    La Antorcha Encendida (1996) muestra los primeros años de Lizardi, así como sus estudios en TepotzotlánEstado de México, y en el Antiguo Colegio de San Ildefonso en 1793. También se recopila la escena donde, por culpa de los cartoncillos, su padre lo denuncia al Tribunal de la Santa Inquisición, y uno de sus amigos le cuenta lo ocurrido en Cuautitlán, en ese estado.

Obras

El Pensador Mexicano (1812), periódico.

La Quijotita y su Prima (1818).

Noches Tristes y Día Alegre (1818).

Vida y Hechos del Famoso Caballero Don Catrín de la Fachenda (1832).

El Triste de Altamirano (1822).

El Periquillo Sarniento

  El Periquillo Sarniento, es la obra cumbre del escritor mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi, publicada por primera ocasión en 1816, durante la guerra de Independencia de México,​ y considerada la primera novela hispanoamericana.

    A Lizardi se lo ha reconocido como el precursor de la literatura romántica en México, un autor producto de la Ilustración y de naturaleza rebelde. Lizardi publicó uno de los primeros periódicos del México insurgente, al cual tituló con lo que después sería su seudónimo, el Pensador Mexicano; la imprenta fue clausurada por el gobierno virreinal con la acusación de que estimulaba perniciosamente la imaginación de sus lectores, y podía causar otra rebelión en la Nueva España.

    La novela es una obra satírica sobre un personaje pintoresco de origen popular, Pedro Sarmiento, alias, “el Periquillo Sarniento”, sus venturas y desventuras, su vida y su muerte, todo lo cual transcurre a finales de la dominación española en México. La novela tiene un elevado valor testimonial, y según el escritor y filósofo españolFernando Savater: “En el fondo, los malos de ésta novela, contribuyen a divertirnos y entretenernos”.

    El Periquillo Sarniento puede leerse como una novela de construcción nacional, escrita en un momento crítico en la transición de México, y América Latina, de la colonia a la independencia. Jean Franco ha caracterizado la novela como, "una acusación feroz de la administración española en México: la ignorancia, la superstición y la corrupción se consideran sus características más notables".

Su lenguaje está repleto de mexicanismos, chistes, formas de hablar típicas del pueblo, y del hampa, porque Periquillo es un pillo y ladrón.

   Sus tres primeros tomos aparecieron en 1817, mientras que el cuarto fue censurado, por criticar la esclavitud. No se publicaron completos hasta 1830, ya muerto Lizardi, pues durante el virreinato estaba prohibido leer ciertas obras de ficción, aunque circulaban clandestinas, porque se consideraba que fomentaban un uso, “ocioso,” de la imaginación y el pensamiento, y en especial, por su repercusión en la crítica social. (Wikipedia en Español)


El Periquillo Sarniento

de José Joaquín Fernández de Lizardi

   Siglo 19, siglo de guerras de independencia. Los sobresaltos políticos de México no impidieron la actividad literaria. Al contrario, para muchos el escribir dejó de ser un entretenimiento, y se convirtió en un sacerdocio, dedicado a la lucha por la libertad.

   En México el siglo pasado, vio la creación de notables ensayos políticos, de valiente periodismo independentista, de poesía patriótica, y también vio desarrollarse a uno de los primeros novelistas de América, autor de la primera novela de importancia y mérito, escrita en México y el continente.
   Hablamos, claro está, de José Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador Mexicano. Revolucionario, activo impresor y periodista, inspirador en la novela picaresca española, Lizardi adaptó el género a México, y dentro de esta tradición literaria, criticó las costumbres de su época, planteando a la vez alternativas a las mismas, todo esto en la que a la fecha, es su más famosa creación literaria.

   Mi vida no ha sido ejemplar, ni mucho menos, pero creo que la innumerable serie de locuras, pillerías, y errores, que he cometido, deben ser descritos y explicados, para que los jóvenes tomen ejemplo. Por ello decidí pasar los últimos meses que me quedan, escribiendo mis memorias. En ellas narraré, como la mala educación, y el exceso de mimos que recibí en mi infancia, me convirtieron en un pícaro, y en un inútil, que a punto estuvo varias veces de ir a parar a la horca...
   Nací en México, capital de la América septentrional, allá por 1771. La casa de mis padres era modesta, pero cómoda, y se encontraba en un barrio de medio pelo. Siendo mi madre joven y bonita, mi padre, que la adoraba, no quiso que estropeára el físico amamantándome. Así que fui entregado a una nodriza, o chichigua, en cuanto nací. De ella recibí mis primeros alimentos. Aquella mujer no solo me proporcionó su leche, sino también su mugre y sus piojos.
    Pero como era moda muy entretenida en toda la ciudad contratar amamantadoras, para que las madres se quitáran el trabajo de alimentar a sus niños, había pocas y eran caras. Así que mi padre no podía ponerse muy exigente. Me bautizaron a los pocos días de nacido, poniéndome por nombre Pedro Sarmiento. No hubo más niño que yo en la casa, así que crecí mimado por todos. Mi madre me decía al alimentarme con su cucharita, “Ánde, ánde, mi pichoncito. Tóme su papilla.” Tanta ternura despertó en mí el deseo constante de hacer majaderías.
    Y a menudo escupía mi alimento, manchando el vestido de mi madre.  Mi padre llegaba enojado, diciendo, “¡Oh no, mira cómo te puso otra vez ese mocoso! Creo que voy a darle su primera paliza.” Mi madre decía, “¡Ay, no, Pedro! El Niño no sabe lo que hace. Es muy pequeñito para que lo castiguemos.” Conforme crecía, mis pillerías eran cada vez peores. Mi madre quería ponerme un preceptor en casa, como a los niños ricos, pero en esto sí mi padre mantuvo firme su oposición, y me inscribió en una escuela pública.
    Sin embargo, aquella no fue muy buena idea porque el lugar era un verdadero caos, y poco se podía aprender allí, que no fueran juegos, peleas, y malas mañas. Lo que sucedía era que el maestro, a pesar de ser un buen hombre, no tenía vocación pedagógica. Ejercía aquel oficio para comer, y porque no había otro a mano, su desgáno e indiferencia, hacían que los alumnos no lo respetarán. El profesor nos decía en la clase, “Por favor niños, guarden compostura.” Y alguien le aventaba un mango en la cara, diciendo, “¡Y usted guárdeme este mango profesor!”
   Todos reíamos, “¡Ja, Ja, Ja, Ja!” La mayor parte de las veces, lo que inspiraba aquel pobre ser, era lástima. Pues mientras se limpiaba las manchas de mango en la cara, decía, “¡Ay, yo debiera ser albañil, soldado raso, carpintero…cualquier otra cosa, menos maestro!”
   Mi padre al ver que yo no aprendía nada, decidió cambiarme de plantel, y me llevó con un clérigo que tenía fama de estricto y excelente maestro, diciendo, “Le encárgo a mi muchacho, padre.” El hombre dijo a mi padre, “No se preocupe, señor Sarmiento, le haré aprender las letras, los números, y en latín, ya verá.”
   Desde el primer día comenzaron mis penurias con aquel terrible señor, quien me gritaba, diciendo, “¿Cuál es la capital de Finlandia, Pedro?” Yo decía, lleno de temor, “¿De Finlandia, este…pues…” Y el profesor me lanzaba un reglazo, diciendo, “¡Burro y más que burro!” Adiviné desde entonces, que los golpes y los jalones de orejas, eran parte fundamental del sistema pedagógico del clérigo, quien me decía, “¡Ven aquí y observa este globo terráqueo! Busca Finlandia y su capital, ¿Entiendes?” Jalándome el profesor la oreja, yo exclamaba, “¡Ay, ay, sí, sí!”
   Los dos meses que estuve bajo la férula de aquel sádico, me parecieron eternos. Sí con mi anterior maestro no había aprendido casi nada, con éste tampoco lo hice, debido al miedo. El profesor me ponía orejas de burro, y decía, mientras golpeaba a un niño, “¡Todos ustedes son unos zánganos! ¡Ya les enseñaré cómo comportarse!” El pobre niño exclamaba, “¡No, no me pegue!” Fue mi santa madre que había visto mi sufrimiento, quien me libró de aquello. Cuando mi madre me retiraba del salón, el profesor le dijo, “¡Usted consiente demasiado a ese muchacho, señora! ¡Se arrepentirá!”
    Unos días después, mi padre me llevó a la tercera escuela. Allí había un hombre joven y amable, que salió a recibirnos. Era una casa alegre llena de pájaros y flores. En mi interior pensé que nos habíamos equivocado de sitio, y que aquello no era un plantel. El hombre me dijo, “Así que tú eres Pedrito Sarmiento. Ya tu padrino, don Cosme, me había hablado de ti.” Aquel sí era un verdadero maestro, y el mejor que pude haber encontrado. Explicaba todo con paciencia y energía. Nos llevaba a las afueras de la ciudad, para que conociéramos de manera directa la naturaleza.
   Recuerdo que nos decía, “Fíjense bien hasta dónde se extiende el valle de México, niños, y cómo está rodeado de montañas y volcanes.” Allí aprendí a leer y escribir correctamente. Además, adquirí nociones de Geografía y de Historia Patria. Él siempre tuvo una sonrisa para mis aciertos, y un firme reproche para mis errores, y solía decir, “La mejor recompensa que uno recibe por su esfuerzo, es un trabajo bien hecho.” Cuando terminé la enseñanza elemental, mi padre me dijo, “Yo creo que ahora debes entrar de aprendiz de algún taller. Pedro, dime, ¿Qué clase de artesano te gustaría ser: carpintero, sastre, o platero?”
    Mi madre intervino, y dijo, “¡De ninguna manera! ¡No permitiré jamás que mi hijo se rebaje a hacer ninguna de esas cosas comunes y propias de léperos! Él tiene que seguir estudiando y conseguir el título de bachiller.” Mi padre dijo, “No sé para qué va a servirle eso en la práctica, querida. Pero si tú lo deseas, así será.” Me preparé en Gramática, tomando clases con un profesor particular, y logré pasar el examen de ingreso al antiguo y prestigioso, Colegio de San Idelfonso. Allí pasé estudiando dos años y medio, en los cuales, además de aprender los rudimentos de la Metafísica, la Ética, la Física, la Lógica, y otras materias, hice muchos amigos.
    Uno de esos amigos se llamaba Martín Pelayo. Tenía mi edad, y era como yo, un estudiante poco aplicado, atolondrado, y socarrón, que solía beberse libros y apuntes dos horas antes de cada examen, para compensar el olvido en que los había mantenido. El otro era el joven Januario, al que decíamos, Juan Largo, precisamente por su carácter fanfarrón, y aficionado a las mentiras. Ese tampoco era un estudiante aplicado, y solía decirme, “¿Qué hay de nuevo, Perico? ¿Cómo saliste en la prueba de Filosofía?” Yo le decía, “¡Ni lo preguntes, Januario! Después de la parranda que nos corrimos anoche en lugar de prepararnos, creo que salir reprobado.” Januario me decía, “¡Ja, Ja! Eso te pasa por tonto, amigo mío. Yo le pagué a Cazuelas, el más machetero del grupo, para que hiciera mi examen como si fuera suyo. ¡Ya verás qué buenas notas saco!”
  A aquel truhán le debía yo por entonces varias cosas, entre ellas el apodo que me acomodó, debido a una molesta enfermedad de la piel qué padecí unos meses, y que hizo que me conocieran en toda la escuela, como, El Periquillo Sarniento. Además, me había enseñado algunas de sus malas mañas, y me había introducido a ambientes de juerga continua. Así, Januario me decía, “Nos vemos por la noche en casa de la Cucaracha.”
   Gracias al insigne Juan Largo, me hice hombre, como solían decir mis amigotes, en un antro lúgubre y con mujeres de mala nota. Por fin, mis amigos, mis condiscípulos y yo, nos graduamos. Nuestros padres y parientes asistieron a la ceremonia, felices y satisfechos por nuestros logros. Algunos días después, y como premio por haber finalizado los estudios, mis padres me dieron permiso de ir a la hacienda de don Martín, tío de Januario, a pasar unos días de descanso y diversión. Mi madre nos despidió diciendo, “Cuídense mucho, y pórtense bien.”
   El lugar situado a unas millas de la Ciudad de México, era hermoso, y lleno de encantos. Pero el principal atractivo que tenía, era que había allí un escogido grupo de lindas jovencitas, hijas y sobrinas de los dueños. Don Martin nos dio la bienvenida, diciendo, “Pasen y tómense un refresco con las muchachas.” Januario me dijo, “Mira Pedro, te presento a mi prima Poncianita, la más bella flor de estos contornos, y mi parienta preferida Poncianita. Él es mi mejor amigo, el señor Sarmiento.” Yo me presenté diciendo, “A sus pies señorita.” Esa tarde paseamos por los potreros y campos de la hacienda.
    Mientras caminábamos con las señoritas, Januario me dijo, “Mañana torearemos unas vaquillas. ¿Eh Perico?” Yo solo dije, “Sí, sí, Claro…” La verdad era que yo que hasta entonces no había salido de la ciudad, ni siquiera sabía de lo que hablaba Juan Mario, quien dijo a las muchachas, “Aquí mi amigo Periquillo, es un experto torero, ya verán las suertes y chapoteos que hace mañana.” Yo pensé, dentro de mi, “¿Yo torero?” La mañana siguiente fue una de las más funestas de mi vida. Ya en el ruedo, lleno de miedo, dije a Januario, “¡Pero Juan, si yo nunca he lidiado vaquillas! Hasta ahora sólo las había visto en adobo.”
  Januario dijo, entregándome el capote, “¡Vamos, vamos! ¡No querrás hacerme quedar mal con las chicas!” El primer becerro salió bufando al ruedo. En las gradas se hallaba don Martín, su señora, Poncianita, las primas, y un grupo de invitados. Juanario me lanzó al ruedo, gritando, “¡Adelante Perico! ¡Y no temas, porque los cuernos del novillo están despuntados, hombre!” Yo trataba de extender la maldita capa, y me proponía imitar las posiciones que les había visto a los toreros de los carteles, pero el animal avanzaba demasiado rápido. Y sin que yo tuviera tiempo de evitarlo, me arrancó de las manos la capa. Entonces, vi de cerca sus cuernos agudos desafiantes. No se me ocurrió cosa mejor que salir corriendo.
  Mientras corría huyendo, grité, “¡Juanarioooo, eres un mentiroso! ¡Me engañaste mal amigo. Los cuernos de este animal están despuntados!” En ese momento, la vaquita me lanzó al aire. El batacazo que me di, fue soberbio. Pero aún más que el dolor de la caída, me escocían la vergüenza y el miedo. Escuché a mis ayudantes gritar, “¡Vaquita, vaquita! ¡Ven!”
  En cuanto pudieron controlar al animal, me sacaron del ruedo, y me llevaron a mi recámara, donde la esposa de don Martín, me obligó a beber un bálsamo, diciendo, “Éste preparado es muy bueno para los sustos, muchacho.” Dormí un poco, y cuando desperté, vi a Januario sentado a un costado de la cama. Inmediatamente le dije, “¡Eres un desdichado sinvergüenza! ¡Me hiciste creer que el toreo no era peligroso!”
   Januario me dijo, “¡Olvídate de eso hermano! Ahora te traigo un mensaje de amor.” Januario agregó, “Ponceanita lloró mucho cuando te vio en mal estado, y me confesó que te ama. Mi desdichada prima se ha enamorado de ti como loca. Dice que si deseas corresponder a su arrebato, vayas esta noche a las once a su recámara.” Yo le dije, “Pero…¡Duerme con su señora madre!” Él me dijo, “Es verdad, pero la señora tiene el sueño pesado, y si entras sin hacer ruido, y te acercas a la cama de Poncianita, que es la del lado derecho, no te escuchará. Además, cualquier riesgo vale la pena por un beso. ¿No lo crees así, Perico?”
    Januario salió dejándome sumergido en cursis ensueños, pensando, “¡Ah, Poncianita!” Esa noche a las once, me atreví a cruzar los pasillos y abrir la recámara donde dormían la esposa y la hija de don Martín. Acaricié suavemente las trenzas perfumadas que sobresalían de entre las mantas, susurrando, “Poncianita, amor mío, aquí estoy.” De pronto, una mujer furibunda, que no era otra que la madre de Poncianita, se incorporó llenándome de insultos. “¡Qué haces aquí a estas horas, granuja? ¿Así que te has atrevido a faltarme al respeto?”
  Enseguida, la mujer me lanzó una almohada, gritando, “¡Fuera de este santo lugar, mocoso perverso! ¡Pillo desventurado! ¿Así pagas nuestra hospitalidad, tratando de seducir a mi hija? ¡Largo de mi casa!” El rebumbio despertó a don Martín, que empuñó su escopeta, me arrojó mi ropa a la cara, y me corrió. Mientras yo corría huyendo, el disparaba, diciendo, “¡Apúrate desgraciado! Si no te alejas pronto de mi vista afinaré la puntería.” Yo pensaba, “¡Ay Diosito Santo, dame alas!” Hasta el día siguiente logré llegar a mi casa, muerto de cansancio y hambre, y dolorido aún por el golpe que me había arreado la vaquilla.
   Juré nunca volver a ver a Januario, y no caer en trampas de supuestos amigos. Sin embargo, esa misma tarde llegó a visitarme Martín Pelayo, diciendo, “¿Qué hay de nuevo, Perico? ¿Te divertiste en la hacienda?” Yo le dije, “Sí, sí, más o menos, pero extrañaba la capital. Además, tengo que decidir de qué voy a hacer en el futuro.” Martín me dijo, “Escucha, amigo mío, ¿Por qué no te haces fraile? Tengo un pariente en la curia que podría recomendarte con el provincial del convento de San Diego. La vida que se dan allí adentro, te convendría. No tendrías que trabajar, comerías bien, y tendrías cobijo gratis. ¿Te animas?”
   Aunque no abrigaba vocación religiosa, decidí que Pelayo tenía razón, y entré como novicio en el convento. El padre del convento me recibió diciendo, “¡Bienvenido a la casa de Dios, hijo mío!” La vida aquella no era regalada ni mucho menos. Cama de tablas, comida frugal, trabajo sobre trabajo, y rezos al amanecer. Ya estaba profundamente arrepentido, no de mis pecados como pedían los frailes, sino de haber hecho caso a Pelayo cuando, el padre llegó a mi habitación, y dijo, “Hermano Pedro, tengo que darle a usted una noticia terrible. Debe tener resignación para recibirla. Su señor padre ha muerto. Es necesario que vaya usted a su casa, y consuele a su madre viuda. Luego decidirá si desea continuar su noviciado.”
   Triste es decir que casi me alegré de la muerte de mi progenitor, pues me libraría de aquella esclavitud. Durante el velorio, repartir bebidas, ponches, y golosinas a los asistentes, que más que dolientes, parecían invitados a una fiesta. Me dedique a yo mismo ofrecer el ponche, diciendo, “¿Más ponchecito? ¿Otro Alipus?” No respeté tampoco el luto de mi madre, y solo dos o tres meses después comencé a organizar saraos, tertulias, y toda clase de bataclanes en mi propia casa.
   Ella me lo advirtió, diciendo, “Hijo, estamos gastando demasiado. Sé que eres joven y quieres divertirte, pero al paso que vamos, se acabará lo poco que nos dejó tu padre.” Yo le decía, “Tú solo quieres aguarme la fiesta, mamá! ¡El dinero se hizo para gastarlo!” Hasta que sucedió lo que tenía que suceder. Comencé a gastar lo que no era mío. Me endeudé y los acreedores vinieron a cobrarse, embarcándolo todo, y dejándonos en la calle. Mi madre me abrazó, diciendo, “¡Hay Virgencita Santa! ¿Qué vamos a hacer ahora?” Lo que hicimos fue meternos en un patio de vecindad y vivir a manera miserable.
   Mi pobre madre, acostumbrada por mi padre a la comodidad y el sosiego, envejeció prematuramente y murió. Yo que no tenía ni un quinto para enterrarla, me hice el desaparecido, y dejé su sepelio a los vecinos. Para consolar mi orfandad, Juan Largo me llevó a un arrastradito, o salón de juegos pobretón y sórdido, para que aprendiera el oficio de tahúr. Januario me decía, “Fíjate bien lo que hago yo, y verás que aquí es fácil sacar para la cama y la comida.” Por lo menos, después de varias horas de observación, decidí que estaba listo y tomé el lugar de mi compañero.
   Gané varias tandas consecutivas, y me retiré llevando no solo para el petate y los frijoles, sino para mucho más. Asi, rejuntando mi dinero, les dije, “¡Ja, Ja, Ja! ¡La suerte me acompaña, amigos! ¡Ni modo!” Cuando iba de salida con mis bolsillos llenos, el Payo, que era un campesino que se habia trasladado a la ciudad, que había jugado conmigo, y que había perdido cuanto traía, me alcanzó, y me dijo, “¿Me permite invitarle a usted una probadita del pulque de mi Tierra, señor? ¡Es del mero refino! Así verá que no le guardo mala voluntad.”
    Acepté, solo por no encontrar palabras para rechazarlo, pero cuando estaba en su cuarto, el Payo sacó una daga, y me dijo amenazando, “¡Ahora te enseñaré a hacer trampitas, Rotito! ¿Crees que no me apercibí de que tenían las cartas marcadas? No nomás vas a devolverme mi dinero, sino todo lo que le robaste a esos tontos.” Diciendo esto, me tundió a trancazos, diciendo, “Toma esto por quererme ver la cara, y esto por mi madrecita santa, y esto otro por pillo…y esto…”
  El maldito payo salió de allí llenándose con mi dinero los bolsillos, contento de su hazaña, mientras yo me quedaba otra vez sin un quinto, moribundo y ensangrentado. Januario me dijo, “¡Ay Perico! ¡Qué suerte la tuya, muchacho! siempre terminas lleno de moretones.”
    Pasé varias semanas en un hospital de pobres, y sobreviví por purito milagro, pero ni ahí me dejaba en paz Juan Largo, y me decía, “Ya me retiré del juego, Perico. Ahora me dedicaré a robar en las casas. Ya me estoy entrenando, y resultará buen negocio.”
    Cuando salí del hospital, mi ilustre amigo ya tenía todo un plan. Y me dijo, “Mi primera víctima será una viuda sola. Ya logre que su criada, una jovencita tonta, se enamorará de mí. ¿Qué dices Perico? ¿Te asocias conmigo? El golpe será esta noche.” Yo le dije, “Aún no estoy sano como para arriesgarme, Juan. Mejor ve tú solo.” Juan Largo me dijo, “Éste rosarito de nácar y oro, me lo regaló la criada de la viuda, en prenda de su amor. Yo te lo regalo, Perico, en prenda de estimación, y en recuerdo mío, por si algo me pasara.” Estaba tan nervioso por la suerte que podría correr mi amigo, que me aproximé a la casa donde él me había dicho que vivía la viuda.
    Era un verdadero palacio, ubicado en el centro de la ciudad. Se aproximaba la hora del asalto. Pedí fuego al sereno, para encender mi cigarrillo. Las manos me temblaban. En ese momento, salió una muchacha de la casa gritando desaforadamente, “¡Auxilioooo! ¡Ladrones! ¡Han matado a mi ama! ¡Socorro, por el amor de Dios!” Respiré al darme cuenta que Januario había logrado escapar por una puerta trasera, mientras la criada pedía auxilio. Pero, al entrar al palacio, vi que la viuda yacía en su cama. Entonces pensé, “¿Será verdad que la asesinó?”
    Afortunadamente el hombre que la revisaba, dijo, “Solo está desmayada. Póngale una almohada bajo la cabeza y dele a oler sales de amoniaco.” Mientras la señora se reponía del susto, llegaron los guardias e interrogaron a la criadita, quien dijo, “No vi bien al hombre. Cuando entré, jaloneaba a mi ama, para quitarle una medalla de la virgen santísima…creo que era un tal Juanario, que me ha estado cortejando.”  Previniendo un segundo estornudo, saqué mi pañuelo y entonces se me cayó el Rosario que Juan Largo me había dado.
    La criadita gritó, “¡Ese rosario es mío! Yo sé lo regalé al pillo del que les hablo. ¡Éste debe ser su cómplice!” Fui torturado, y conté mi vida entera la de Juanario, la de su familia, y la mía. Pero nadie me creyó una palabra, y todos estuvieron de acuerdo en que yo había sido el autor intelectual del robo. Ni siquiera trataron de localizar al verdadero ladrón de la viuda, así que fui a parar a la cárcel con todo y zapatos. Por cierto, los presos me despojaron de los zapatos y de la chaqueta, y se los rifaron. Yo exclamé, dentro de mi, “¡Maldita suerte!”
    Pasado algún tiempo, y luego de firmar muchos papeles, donde me declaraba inocente, o me declaraban culpable, esto según lo que mis carceleros me pedían, me mandó llamar el escribano, don Cosme Cazalla, a quien apodaban, Chanfaina. El hombre me dijo, “Señor Pedro Sarmiento, solo quiero preguntarle una cosa. ¿Tiene usted o sus parientes dinero para sacarle de aquí?” Yo le dije, “Mis parientes no quieren saber nada de mí, señor escribano. Soy huérfano, y no poseo nada, pero la ley…”
   Chafaina me dijo, “¡La ley, la ley! ¡No me venga con eso! Si no tiene dinero para pagar los costos de un juicio, se quedará usted preso toda la vida, jovencito. Eso, a menos que acepte mis condiciones.” Ante aquella perspectiva, cualquier condición me parecía poca, y dije, “¡Haré lo que usted quiera, señor escribano, pero sáqueme de aquí!” Resultaba que Chanfaina había visto mi bonita letra de bachiller, y le había parecido que sacándome de las de la cárcel, podía tener un escribiente listo, educado, y gratuito. Así que se las ingenió para librarme del penal, me puso un traje suyo, algo viejo y remendado, y me llevó a su casa.
   Cuando hice mis primeros trabajos, él me dijo, “Esto está muy bien, Perico. Si sigues aplicándote pronto te daré algunas monedas.” Pero las prometidas monedas nunca llegaron a mis manos, y la torre de papeles por transcribir aumentaba. No había descanso. Hasta por las noches tenía que trabajar. Mi patrón era un hombre tramposo e inmoral como pocos, extorsionaba a las familias de los presos, seducía a las viudas bonitas, y despojaba mediante trampas ilegales a cuánta desdichada gente podía.
  Gracias a todo esto se había hecho de una regular fortuna. Una mañana le escuché hablar en la biblioteca con una bonita muchacha. “Tu hermano saldrá libre en unos días, Luisilla. No te preocupes, ya conseguí un indio pata rajada que irá en su lugar al penal de el Morro, de La Habana. El indio robó unas gallinas, pero confundí sus papeles y le echarán a él la sentencia por crimen y robo a mano armada.” Vi como el escribano enlazaba por la cintura a aquella jovencita, y le hablaba con voz cada vez más melosa, “Ahora debes cumplir tu promesa, preciosa criatura, y venirte a vivir a mi casa para endulzar mis días.”
    Al día siguiente, Chanfaina me decía, “Señor Sarmiento, le presento a Luisita. Ella vivirá aquí desde ahora.” Me incliné, y dije, “A sus pies, señorita.”  
   Ya estando aparte, Chanfaina me dijo, “Quiero que estés atento Pedrito, y vigiles a esta muchacha, discretamente. Le he prohibido recibir visitas, o salir a la calle sin mi permiso. Tú me dirás si les obedece mis órdenes, escribe cartas, o hace alguna cosa aprovechándose de mis ausencias.” Aquel fue un error garrafal de Chanfaina, porque la Luisita a nadie visitaba ni escribía, pero tenía a su principal enamorado en casa. En cuanto el escribano salía, yo me dedicaba a ayudarla en sus quehaceres, y decirle requiebros. “Está usted más bonita ésta mañana que ayer.”
    Ella me decía, “¡Ja, Ja, Ja! ¡Váyase con cuidado, señor Pedro, o le diré a su patrón qué clase de pillo es usted!” Entonces me acerque y la tome de la cintura diciendo, “Mejor dígame a mí en la clase de pillo que le parezco, Luisa. Pero antes, deme un beso.” Al principio ella se resistió, pero sucumbió a mis caricias, y finalmente, prefiriendo mis amores a los de Chanfaina, solo aguardaba a que éste desapareciera para caerme encima, diciendo, “Ven acá, mi Periquito.” Chanfaina solía interrogarme, “¿Qué Perico? ¿Cómo se porta Luisa? ¿La has vigilado como te encargué?”
    Y yo siempre le contestaba lo mismo, “Claro que sí, señor. Ella es muy seria y comedida, se lo aseguro. No se preocupe usted ya que sus intereses los cuido como míos, y más en lo que se refiere a la señorita.” Una noche, Chanfaina llegó antes de lo esperado de una sesión de cortes, y nos encontró tirados en el suelo entre sus papeles, y besándonos con verdadero fervor.
   Aún recuerdo su exclamación, “¡Ah canallas!” Segundos después salía yo por piernas de aquella casa, mientras escuchaba sus gritos, “¡Ven acá y hazme frente, pícaro bribón! ¡Vuélvete! ¡Se hombre!” No paré de correr hasta la alameda. Allí me recosté por fin a salvo, pesando, “¡Ah, qué mala suerte la mía! ¡Ese chanfaina casi me mata!”
     Llevaba yo un buen rato allí, rumiando mis desgracias, cuando me encontró don Agustín Rapamentas, el antiguo barbero de mi padre, quien me dijo al verme, “¡Pedrito, hijo, qué mal te veo! ¿Qué te ocurrió?” Conté aquel buen hombre una historia totalmente plagada de mentiras, “…y entonces, los acreedores de mi pobre padre, en paz descanse, me echaron a la calle. Tuve que servir a un amo cruel, que cuando le pareció que la sopa estaba fría, me golpeó y me arrojó de su casa.”
   Entonces, Don Agustín me dijo, “Pues, si quieres quedarte conmigo como aprendis, te daré cuarto y comida, Pedrito, y cuando aprendas el oficio, podrás poner tu propio negocio, y ganar el sustento honradamente.” Pasaron algunos días y en la primera ausencia de mi maestro, yo quise demostrar lo poco que sabía. Jalé a un hombre de la calle, maltrecho, y le dije, “¡Vente para acá, sin miedo! ¡Verás que bien voy a dejarte!” El hombre no quería que le cortara el pelo, y me dijo, “Oiga señor Pedro, yo creo…”
    Yo le dije, “¡Quita de ahí hombre! Voy a dejarle esas greñas a este indio, y lo haré de gratis. Así, yo comprobaré cuánto he aprendido, y él mejorará su aspecto.” Cuando terminé pensé, “¡Pobre descendiente de Cuauhtémoc!” Cuando el hombre se vio en el espejo, con su barba llena de heridas y curitas. El hombre dijo, “No hiciste trabajo bueno, señor. Tú me engañaste. ¡Mira cómo me dejaste!” Yo le dije, “¡Bah! Los rasguños de navaja se te curaran enseguida, y el pelo te volverá a crecer, no te preocupes.”
   Como ponía poca atención a las enseñanzas de don Agustín Rapamentas, continué rapando indios, malamente lastimando de manera terrible a la gente que acudía a la barbería a sacarse las muelas, y dejando marcados a los que se atreverían a confiarme sus barbas, así que mi patrón me rogó que ahuecara el ala, y probara en otro oficio. Tuve la suerte de inspirar simpatía a un modesto boticario, que me contrató como ayudante al comprobar que yo sabía leer y escribir.
     Aquel nuevo amo, confiaba demasiado en mis supuestos conocimientos, y solía dejarme solo cada vez más frecuentemente. En una ocasión, una mujer me trajo una receta, y tras leerla, le dije, “En esta receta le piden a usted que de al paciente una pequeña dosis de polvo de magnesia, cada tres horas. Se lo prepararé.” Cuando yo iba a bajar la magnesia del anaquel, llegó una muchacha bonita, y el verla pensé, “¡Vaya! ¡Hoy es mi día de suerte! Pocas veces entra alguien aquí, que no sea viejo o enfermo.”
   Puse el polvo en un papelito, y se lo di a la señora, sin apenas saber lo que hacía ella. Se fue confiada y yo me quedé charlando con la jovencita. Esa misma noche se presentaron los guardias, y se llevaron preso al maestro boticario. Mientras lo llevaba capturado, la mujer gritó, “¡En esta maldita droguería fue donde me dieron el veneno que mató a mi marido! ¡Deben ahorcar a ese viejo por tener empleados asesinos!”
    El maestro boticario, solo decía, “¡Yo no fui, se los juro!” Yo espiaba la escena desde el callejón cercano, cuando sentí una mano que me tocaba en mi hombro, y escuché una voz que decía, “¡Hola Pedrito Sarmiento, así que has hecho una broma buena a tu amo!” Lleno de temor pensé, “¡Dios Santo! ¡Estoy perdido!” Me tranquilice al ver que se trataba del doctor Purgante, un galeno pedante y burlón que solía enviarle clientes al boticario. Mi alivio se debió al comprobar que no era el alguacil. Purgante me dijo, “Don José no debió dejarte solo en la botica, puesto que eras sólo su ayudante. Si quieres ven a trabajar conmigo.”
    Durante los meses que siguieron a esto, me convertí en asistente del doctor, y allí observé sus curaciones bárbaras. Le vi poner sinapismos, cataplasmas, aplicar sangrías y lavativas, y en numerosos casos distintos, aplicar la misma pócima, que si no los curaba, tampoco los mataba, según decía. Mientras lo asistía, yo pensé, “Pues esto no tiene, a decir verdad, ninguna ciencia.” Robé entonces al doctor Purgante, una mula, su maletín, y todos los aparatos que tenía. Me vestí como él, y me fui a Tula, poblado en donde yo sabía que no había médicos, pensando, “¡Ahora sí que haré fortuna!”
     Ya una vez instalado en mi local, un vocero, o jalador me promovía, gritando, “¡Pásenle, pásenle a curarse de sus males! ¡Aquí tenemos al mejor de los médicos! Lo cura todo, varices, jitotes, tisis, malos partos, sarna, y cólico, miserere.” Poco a poco me fue aumentando la clientela. Tuve la suerte de que los primeros enfermos fueran gente básicamente sana, que padecía algún leve malestar. Así que ellos corrieron la voz de que yo era realmente un buen médico.
   Recuerdo a una anciana que me decía, “Gracias por curarme de la tos, señor doctor. ¡Rezaré por usted al santísimo!” Yo le dije, “Hágalo, querida señora, por favor hágalo.” Luego de la buena racha, vino la peste los enfermos. Caían en cama con una fiebre repentina, acompañada de asco y delirio. En cuatro o cinco días expiraban. Un día, un hombre llego corriendo a mi local, diciendo, “¡Siñor dotor, siñor dotor, el gobernador me mandó a buscarle! Dice que venga usted enseguida a su casa, porque su mujer si muere.”
   Se trataba del gobernador de los indios de Tula, un aborigen viejo y desconfiado. Como el curandero no había podido aliviar a su señora, recurrió a mí, en último término. Después de revisar la situación, yo tuve que decirle, “Siento decirle, señor gobernador, que se trata de la peste. ¡Yo no puedo hacer nada!” El hombre se encolerizó, y me dijo, “¿Que no puede hacer nada, siñor médico blanco? ¿O es que no quiere curar a mi mujer porque no es española?”
   Los ojos de aquel hombre destilaban tan odio que me sentí perdido, y mientras se me ocurría algo para escapar, aparenté que intentaba una curación, y dije, “Trataré de aliviarla, gobernador. ¡Pero no le prometo nada!” El hombre me dijo amenazante, “No quiero que me prometa, doctor, ¡Sálvela!” A los pocos minutos, y antes de que yo pudiera hacerle nada, la India expiró. Mientras intentaba reanimarla, pensé, lleno de preocupación, “¡Oh, no te mueras! ¡Ahorita no! ¡No seas mala!” Cuando me animé a salir, hallé no sólo al mal encarado gobernador, sino a toda la indiada de Tula dispuesta a lincharme. El gobernador me señalaba, diciendo, “Así que no quiso salvar a mi Lupe, médico.” Yo dije, lleno de temor, “Está usted en un error, yo…”
    Los gritos de la multitud, ahogaron mis palabras de disculpa. “¡Médico ladrón! ¡Farsante! ¡Asesino de indios! ¡Que se vaya de Tula!” Había llegado una vez más la hora de correr. Aquellos endemoniados me persiguieron, gritando majaderías, y arrojando piedras sin compasión. “¡Muera el doctor! ¡Asesino de nuestra gobernadora! ¡Hijo del diablo!”
    Me dejaron, me insultaron, me quemaron la casa. Solo me permitieron llevar la mula, y los enseres médicos que le había robado al doctor Purgante. Salí de Tula al anochecer, adolorido y lleno de vergüenza y rabia, contra la turba. De regreso en la Ciudad de México, me refugié en una cantina, para ahogar en refino mis penas de médico fracasado. Allí conocí a Roque, un muchacho avispado que trató de consolarme. Roque me dijo, “Se le ve a usted muy serio. Si me platica lo que le ocurre, a lo mejor se recupera, señor. ¿Me permite ser su amigo?”
     Entre copa y copa, aumentó la simpatía que me había despertado el muchacho. Le conté, pelo por pelo, mi aventura en Tula, y me aconsejó que olvidar aquello de las curaciones, porque podía costarme la vida. Fuimos entonces con un almonedero, un revendedor de objetos usados, a vender mis instrumentos médicos. Allí volví a encontrar a Luisa, trabajando cómo ayudante del almonedero. Cuando me vio me dijo, “¿Qué tal te ha ido, Pedro? Desde la noche aquella no te había vuelto a ver.” La esperé, y en cuanto se vio libre del trabajo por aquel día, la invité a cenar.
     Ella me platicó, “Cuando Chanfaina regresó esa noche, no me encontró. Dicen que murió de fiebre debido al coraje y al amor que me tenía. Yo te busqué por la ciudad, pero nadie supo darme razón de tu paradero entonces me puse a trabajar.” Yo le dije, tomándola de las manos, “Pues ya no trabajarás más en este lugar inmundo. Vente a vivir conmigo. Yo ganaré tu sustento y el mío, Luisita querida.” Ella me dijo, “¿De veras, Pedro?” Con el dinero que había ganado en Tula y la venta de los instrumentos, alquilé una casa y llevé a vivir conmigo a Luisa y a Roque. Me vestí con las mejores galas, y me presenté ante Luisa y Roque, diciendo, “¿Qué tal me veo?”
    Todo aquello obedecía a una idea que Roque había puesto en mi cabeza, y de la que Luisa no sabía nada. Roque me dijo, “Tu apariencia es correcta para lo que nos proponemos. Recuerda que debes cortejar discretamente a Mariana.” Se trataba de una joven y bonita heredera. Yo debía conquistarla y casarme con ella. Así Roque y yo no tendríamos que volver a preocuparnos por obtener dinero. Esa noche ella y sus padres quedaron impresionados, creyéndome un muchacho de fortuna. Aunque mi amiga y amante, Luisa, estaba un poco ciscada por tanto preparativo y tanto invitado rico, no sospechó la verdad.
     Pasaron dos meses y yo logré hacerme novio y luego prometido formal de Mariana. Se fijó la fecha de la boda. Roque bailaba de contento, diciendo, “Todo ha salido de perlas, amigo mío.” Yo le dije, “Lo único que me preocupa es Luisa. ¿Qué voy a hacer con ella?” Luisa se había convertido en el ama de nuestra casa, pero Roque y yo íbamos a poner en marcha, un canallesco plan para despojarla. Luisa solía decirnos, “Llegan a tiempo, muchachos. La comida está caliente y me salió riquísima.” Lo primero que hice fue alejarme poco a poco de su lado, e ignorar sus atenciones, y le dije, “Pues yo no puedo quedarme, debo comer con el general Costa.”
    Roque dijo, “Yo sí le haré los honores a tu comida, Luisita.” Roque fue ganándose poco a poco la voluntad de la hermosa muchacha, y le decía, “No estés tan seria, sólo porque perico salió. Yo me quedaré el resto del día contigo. Si quieres, jugamos a las cartas.” En realidad, le costó poco esfuerzo a Roque ganársela. Mientras jugaban, ella reía, diciendo, “¡Ja, Ja, Ja! ¡Ésta vez el truco sí te salió!” Y como yo me ausentaba casi todas las noches, la relación dejó de ser platónica. Yo hice entonces el papel que meses antes le había tocado representar a Chanfaina, cuando en aquella ocasión nos sorprendió, y grité, “¡Traidor, te aprovechaste de mi confianza para seducir a la mujer que amo!”
    Y luego dije a Luisa, “Y tú, mala mujer, bien pronto olvidaste que te recogí de ese tendajón, y te traje aquí como dueña de mi casa. Pero eso se acabó.” Y Luisa dijo, “¡No, por Dios Perico, perdóname! ¡No sabía lo que hacía!” Diciendo esto, y gritando mi supuesta penuria a voz en cuello, la arrojé al lodo de la calle, y le grité, “¡Pues yo sí voy a saber lo que hago, y a quíen meto en mi casa de ahora en adelante! ¡Malahembra!” Minutos después, Roque y yo llorábamos de risa. Roque me dijo, “¿No te lo dije, hermano? ¡Cayó en la trampa como una tortolita!” Yo riendo le dije, “¡Ja, Ja, Ja! Realmente creyó que por ella me había traicionado.”
    Tres semanas después, se celebraba mi boda con Marianita. La iglesia estaba llena de invitados. Roque fue uno de los padrinos, y yo resplandecía de satisfacción y contento, creyendo que por fin me había labrado un brillante porvenir. Sin embargo, mi mujer quedó embarazada enseguida de la Luna de miel, y comenzaron nuestros problemas. Ella comenzó a decirme, “¿Vas a salir otra vez? Soy tu esposa, tu deber es quedarte a acompañarme.” Y yo le dije, “Lo siento querida, Roque me espera en el club. Soy hombre, y los hombres no estamos hechos para permanecer aferrados a las faldas de las mujeres.”
  Las quejas de mi mujer aumentaban, diciéndome, “Todo el día me la paso recibiendo cobradores. Usaste el nombre de mi padre para comprar una gran cantidad de cosas a crédito. Ahora me pregunto si tienes con qué pagarlas.” Incapaz de pedir ayuda a su padre, Mariana soportó aquella situación sola. Tuvimos que cambiarnos de casa para eludir a mis acreedores. Yo me pasaba el tiempo jugando a las cartas, para gastar el poco dinero con que contábamos. Ella vivía triste y decepcionada. Una noche, al llegar a mi casa, una mujer anciana que vivía con nosotros y nos ayudaba, me dijo, “¡Ah, señor Sarmiento! Menos mal que llega. Su esposa está en el trabajo de parto. La comadrona dice que la criatura está muerta, y qué va a sacarsela como pueda.”
    Un terrible alarido de Mariana nos aterró a los dos. Cuando entré, ya había muerto. La comadrona se lavaba las manos después de arrancar al feto del vientre de la pobre Mariana con sus manos sucias. Una gran angustia me embargó, y por primera vez en mi vida, sentí un profundo arrepentimiento. Me arrodillé, exclamando, “¡Mariana perdóname!” Vagué varios días enteros por las calles, sucio, abandonado de mí mismo, comiendo poco y bebiendo mucho. De pronto, a las puertas de una modesta vivienda de barrio, ví a Luisa. Me acerqué y le dije, “¡Luisita querida!”
   Ella me dijo, “¡Vaya, pero si es el grande, poderoso, y digno señor Periquillo Sarniento! ¿Qué hace un hombre tan rico y orgulloso en un barrio de pobres?” Yo le dije, aun en estado de ebriedad, “¿Por qué no me dices mejor lo que tú haces aquí esta es tu casa?¿No me invitas a tomar un refresco?” Ella me empujó, diciendo, “Déjese usted de preguntas y mejor váyase, don Perico, porque si viene mi marido, habrá bronca, y yo no quiero eso.” Le dije, “¿Así que te casaste, Luisita? Seguramente con algún indio pobretón y pata rajada, ¿No?”
   El alcohol que me empapaba las entrañas, hizo que me creyera con derecho a abrazar a aquella mujer, a quien yo había hecho tanto daño. Ella se resistía, y forcejeando, entramos a su casa. Yo la apretaba, diciendo, “Un besito y me voy. ¡Anda chula! Antes no eras tan rejega.” Ella decía, “¡Déjeme por favor!” En la lucha de ella por desprenderse, y de mi estúpido orgullo por lograr aquel beso, caímos en la cama. Y yo dije, “¡Ja, Ja, Ja! ¡Ahora sí que se puso bueno!” De pronto sentí un agudo dolor en la espalda. Oí a Luisa gritar, “¡Nooo!” El marido de Luisa era un hombretón moreno y duro de genio.
    Había llegado a tiempo, para escuchar que su mujer gritaba, y sacó el cuchillo para defenderla. La hoja afilada era lo que sentía dentro de mi cuerpo. Ella se levantó y lo detuvo, diciendo, “¡No, Ramón, no lo mates! ¡Te meterán preso!” Yo supliqué, “¡Ahhh ti˗tiene razón…no me mates!” Un grupo de vecinos acudió y sujetó al furioso Ramón. Eso evitó que me matára. Mientras sujetaban a Ramon, uno de los vecinos salio diciendo, “¡Iré por los guardias para que se lleven a este cerdo!” Me llevaron al hospital. Di las disculpas necesarias a Luisa y a su marido, y luego de veinte días de bárbaras curaciones, salí infeliz pero vivo.
   El cura de San Miguel que me había confesado cuando me creí próximo a la muerte y su sacristán, me acompañaban.  Viví en aquella parroquia por un tiempo. Me daban alimento y cobijo, pero de dinero nada. Sin embargo, tardé poco en ingeniarme para conseguirlo. Recogía los cabos de velas aún útiles y los vendía, con eso sacaba algunos céntimos. Una tarde auxiliamos el sacristán y yo al cura para que oficiara una misa de difuntos. La muerta era una viuda rica muy conocida en la ciudad.
  Tuvimos luego que pasar el cuerpo de la difunta a otro ataúd, y llevarlo a la cripta de su familia situada en nuestra iglesia. Una mano quedó fuera y vi en su anular una hermosa sortija de piedras preciosas que sin duda valía una fortuna. Entonces dije, “¡Vaya despacio, señor sacristán! ¡Mire aquí lo que tenemos!” El sacristán dijo, “Una joya de ese precio poco le servirá a una muerta.” Le arranqué el anillo y me lo guardé. El sacristán para entonces se mostraba entusiasmado, diciendo, “Como ya está tiesa la pobre, podremos ponerla en pie y quitarle la ropa y las otras joyas que traigan encima.”
   Sin pensar ni un momento en él sacrilegio que cometíamos, pusimos a la pobre mujer de pie recargada en una columna. El sacristán dijo, “Por lo pronto le quitaré el escapulario.” Desesperado, aquel hombre trataba de arrancarle una hermosa camisa de encaje, pero la difunta resbalaba. Entonces el sacristán dijo, “Trate de abrirle los brazos, Perico y sosténgala.” Logré hacer con dificultad lo que el sacristán me pedía, exclamando, “¡Uff! ¡Apúrese porque está dura como piedra!”
    Jalo hacia atrás la camisa, y yo tuve que soltar las muñecas de la muerta. El sacristán dijo, “Ya casi la tengo.” De pronto, y por efecto del aire retenido en los pulmones o el estómago, la difunta dio un fétido resoplido justo en mi cara, y sus brazos me atraparon bruscamente. El sacristán entonces se llenó de pánico, y comenzó a gritar, “¡Está viva, su espectro ha vuelto para castigarnos! ¡Perdóname, Dios mío!” Lleno de terror grite, 
“¡Auxilio!” El párroco acudió al oír aquel estruendo, y al llegar exclamó, “¡Santo Cristo!”  
   -El sacristán comenzó a decir, “No quisimos robarle nada, señora difunta, se lo juro.” Entre el sacerdote y el aterrado sacristán, me liberaron de los brazos de la muerta. Luego de ponerla de nuevo en el ataúd, fuimos a la sacristía. Entonces dije, “¡Ah, que susto espantoso me llevé padre!” El sacristán me dijo, “Te lo merecías Pedro. Los ladrones de los difuntos van a la horca, ¿Lo sabías? Sin embargo, te aprecio, y no voy a denunciarte. Pero tendrás que irte ahora mismo de mi parroquia.” Fue así como de nuevo me vi en la calle.
     Después de mucho caminar, por casualidad, cansado me metí en un edificio que creí vacío, y que estaba habitado por una multitud de mendigos y ladrones. Un trapiento, o sea, un hombre vestido con harapos, de mediana edad y aspecto vivo y autoritario, me ofreció un poco de atole caliente, diciendo,
“Venga rotito, siéntese aquí conmigo. Tal vez su desdicha termine, si se une a nosotros, y se convierte en mi discípulo.” Me explicó cómo aparentaban ser ciegos, tarados, o inválidos, y cómo cada cual pedía limosna a los viandantes en un lugar especial de la ciudad.
    Asi, cuando me llevó a una esquina para que aparentara ser un ciego, me dijo,
“No deje de poner en blanco los ojos, para que le crean que es ciego, Perico. Hable poco y lloriquée. Ésta es su esquina.” Pasaba todo el día pidiendo limosna y simulando ceguera, por la noche, volvía a la guarida. Mi latita estaba llena de monedas, pero aquel trapiento, abusivo con eso de que se le autonombraba mi maestro, y era el jefe de aquella corte de milagros, se quedaba con casi todo, y me daba solo unos céntimos, a manera de propina, diciendo, “Tome Perico, para su pulquito. Comida, bebida, y sustento aquí lo tiene, y gratis con nosotros.”
   A la noche siguiente, harto de los abusos del maestro, decidí delatarlo al subdelegado de la guardia, y llevándolo a nuestra guarida, le dije, “Mire señor, allí es donde se esconden todos los falsos mendigos.” Y aquellos falsos ciegos, inválidos, y enfermos, fueron a dar a, San Juan de Ulúa, donde purgaron sus engaños y fraudes. Yo tuve la suerte de serle simpático al subdelegado, y éste me llevó con él al poblado de Tixtla, como su secretario.
    Enseguida fui testigo de los abusos que cometía el funcionario particularmente con los indios, a quienes mandaba a apresar o llamar con cualquier pretexto. Los amenazaba con la cárcel para luego obligarlos a trabajar sin cobrar un centavo. Permitió salir de la cárcel a un temible asesino dejándose cohechar con quinientos pesos de plata. Extorsionaba también a los comerciantes que tenían que pagarle en semillas o en diversos géneros una iguala por respetar sus permisos o licencias de venta.
   Hasta que un día, leyó una carta que le llegó, y dijo, "¡Esto es el colmo, el pueblo de Tixtla se ha quejado ante el virrey de mí. Me acusan de abusos y no sé cuántas cosas! Tendré que ir a México a aclarar esto, Perico. Mientras regreso de la capital, tú te quedarás encargado de impartir justicia." Los abusos de mi amo no fueron nada, al lado de los que yo cometí. Cuando menos lo pensé, ya daba ordenes a una jovencita, diciendo, "Ya te he dicho que me gustas, y que debes venir a vivir conmigo, muchacha. Si no lo haces, mandaré encerrar en la cárcel a tu marido, por desacato a la autoridad." 
     Como la linda mestiza se negó a complacerme, la eché del pueblo, y mandé encarcelar al esposo, diciéndome a mi mismo, "¡La autoridad es la autoridad!" Mis diabluras fueron de mal en peor, y empecé a robar el dinero del tesoro del pueblo, diciendo, "Si con mis pocos realitos gané una buena cantidad anoche, ahora con todo el dinero de la caja de la comunidad, seré rico, y mañana lo volveré a poner en su lugar." Sin embargo, a la hora de irlo a apostar, me di cuenta del error, y pensé, "¡Lo he perdido todo! ¿Ahora que voy a hacer?" 
    La noticia se regó como pólvora por todos Tixtla, y el cura, los guardias, los comerciantes, y hasta la indiada irrumpieron en la subdelegación, y me ataron a una silla. Un hombre me gritaba, "¡Jugaste el dinero del pueblo, eso es el colmo!" 
   Por fin decidieron llevarme hasta la Ciudad de México sobre una mula y con grilletes en los pies, no sin antes pasearme por todo el pueblo. La gente me gritaba, "¡Largo de aquí, rata!" ¡Deberían colgarlo de un árbol seco!" "¡Ladrón!" Volví a la cárcel. y algunas semanas después se me dictó sentencia. "Pasará ocho años en las milicias de Manila, al servicio de nuestro señor el rey."
     Fui acuartelado y quedé a las órdenes de un hombre enérgico y firme, que me llevaría a Acapulco, para allí tomar la nao de China, hacia las islas. Mientras el coronel pasaba lista a los soldados, dijo, "Soldado Pedro Sarmiento, será usted desde ahora mi asistente." Yo contesté, "Muy honrado, coronel." 
    Algunos días después, nos embarcamos. Manila me pareció desde el primer momento un lugar grato y amable. El coronel poseía una casita cómoda. Allí me sacó del cuartel para que viviera en ella, pues había comenzado a tomarme cariño.
    Allí flojeaba yo de lo lindo, mientras mis compañeros trabajaban, pero cuando el coronel se hallaba cerca, me desvivía por atenderlo y ganarme su afecto, lo que ya había logrado. Cada vez que lo atendía, me decía, "Gracias Pedro, tú siempre tan diligente." Sin embargo, a pesar de que realmente no hacía nada útil ni provechoso, tampoco hice en todo este tiempo nada malo, lo que ya era ganancia. Pasaron los años, y llegué a acostumbrarme a una vida sobria y amable, siempre cerca de mi amigo el coronel.
     Finalmente se cumplió el plazo marcado en mi sentencia, y el coronel me dijo, "Ahora volverás a la vida civil, Perico. Espero, sin embargo, te quedes conmigo. Te ayudaré a hacerte de una regular fortuna en la isla." Yo le dije, "No había pensado en irme, coronel. Por nada del mundo me alejariá de usted." Sin embargo, la tranquilidad y la dicha durarían poco.
     Pues un hombre filipino llegó, y me dijo, "¡Señor Perico, el coronel se ha puesto muy malo! El médico dice que no le queda mucho de vida." Mi protector murió ese mismo día una semana después se leyó el testamento, "...y como no tengo más familia que un tío y una sobrina en España, dejo a estos las dos terceras partes de mi fortuna, y la tercera parte restante a don Pedro Sarmiento que ha sido como mi hijo, y ha alegrado los últimos años de mi vida."
    Conmovido por aquel noble gesto y sabiendo que su ausencia me haría triste la existencia en Manila, decidí volver a México. Durante la travesía me llené de sueños y de buenos propósitos, pensando, "Con la fortuna que heredé del coronel, pondré un buen negocio, me casaré con una bella joven que posea una dote regular, me relacionaré con gente de alcurnia, y quién sabe quizás llegue a ser hasta virrey." 
    Pero mi destino no sería nunca tan brillante. Justo me hallaba sumergido en aquellas ensoñaciones, cuando el barco se ladeo peligrosamente, y todo pareció ponerse en terrible movimiento. Unos marineros comenzaron a gritar, "¡Alerta, arrecife!" "¡El barco encalla!" "¡Moriremos!" "¡Socorro!" Me arrojé al agua aferrado a un barril y logré nadar y alejarme lo suficiente para que el barco al hundirse, no me arrastrará al fondo.
   Después de flotar a la deriva por horas y horas, llegué a la playa de una isla cercana. Los isleños eran gente amable y generosa. Su cacique sabía hablar mi idioma, y me recibió lleno de contento. "¡Bienvenido a nuestra Tierra, español!" 
    Sólo viví unas semanas en aquella isla, pero fueron felices y llenas de cordialidad. Un barco español me recogió, y me llevó de regreso a México. En el momento de la despedida, llegué a dudar si debía quedarme con aquella gente hermosa y apacible para siempre. Había perdido en el naufragio mi fortuna. Todo volvía a comenzar. La mala suerte me perseguía.
    Desembarqué en Acapulco, desanimado y lleno de malos presagios. Conseguí viajar en carretas, pagando con los escasos centavos que me quedaban, pensando, "¿Qué voy a hacer ahora? Después de tantos años, ya no tengo ni amigos en la Ciudad de México." De pronto, y ya acerca de nuestro destino, el dueño de la carreta se detuvo y señaló, diciendo, "¡Mire joven! ¡Un ahorcado!" La curiosidad malsana, había reunido a un grupo de mirones.
     Me acerqué pensando, "¡Pobre sujeto! ¡Qué mal acabó!" Ya de cercas, me quedé pasmado al reconocer al hombre que colgaba del árbol, y pensé, "¡Dios mío, no puede ser!" "¡Januario, mi antiguo mi querido camarada y compañero de aventuras. Mira dónde y cómo te vine a encontrar, luego de tantos años! Ajusticiado.  Afrentosamente colgado de un árbol, junto al camino real, para que todos vean tus despojos." 
   Seguí sin embargo mi camino hacia la ciudad, sin atreverme a bajarlo, y darle cristiana sepultura. Temía que los guardias me relacionaran con Juan Largo, Januario, quien seguramente había seguido su carrera de delincuente. Anochecía cuando llegué a la capital de la Nueva España, y el poco dinero que me quedaba, me lo gasté en mezcal, y en una cuerda.
   Sali de aquel lugar, pensando dentro de mi, "¡Hip! ¡Ay Januario de mi alma! ¡Soy un maldito cobarde!" Tambaleándome de borracho, me adentré en la alameda, pensando, "Debí bajarte de ese árbol, y enterrarte como Dios manda, ¡Hip! Pero soy una basura." Tiré la cuerda a la rama baja de un álamo, diciéndome a mi mismo, "Y como no tuve el valor de reconocerme tu amigo, allá en el Camino Real, lo haré aquí, colgándome yo mismo de ésta rama, y muriendo como tú, mi hermano."
   Coloqué una piedra, me subí a ella, y me puse la cuerda en el cuello, pensando, "¡Que Dios nos perdone a los dos, Januario, por no haber sabido ser hombres de bien!" Empujé la piedra con el zapato, y exclamé, "¡Adiós, vida!" Un cura que pasaba, se persignó al ver aquello, y exclamó, "¡Salva su alma, señor!" Pero el nudo en la rama, no estaba bien hecho, y caí como plomo al suelo, con todo y cuerda.
   El cura corrió a auxiliarme, y exclamó, "El señor escuchó mis oraciones. ¡Por Cristo! ¡Pero si eres tú, Perico!" Jamás hubiera reconocido, en aquel párroco sordo y bondadoso, a mi antiguo camarada, Martín Pelayo. Pero era él. Me recogió del arroyo, y me llevó a su casa, en donde me dio un café cargado. En cuanto me recuperé de la borrachera, le conté el desgarriate que había sido mi vida, desde que tiré los hábitos de novicio, y murió mi padre. "...en el naufragio perdí la única fortuna que tenía. Ahora no sé hacer nada, ya no tengo edad para aprender, y además, he estado preso lo que hará que nadie confíe en mi."
    El padre Pelayo me dijo, "No te angusties, Perico, yo sí confío en tí, y haré que otros lo hagan. Por ahora continuarás viviendo aquí conmigo. Yo entré al convento, creyendo, como tú, que aquella sería una manera de obtener el sustento sin esfuerzos, pero poco a poco la oración y la disciplina fueron entrando en mi corazón, y cambiando mi frivolidad, por mi deseo real de acercarme a Dios.
   Y
 aquí me tienes, convertido en párroco, y deseoso de hacer el bien. Me siento feliz de haber vuelto a encontrarte. Si entonces no te aconsejé correctamente, ahora me encargaré de que vuelvas a encarrilarte, tomes la senda mejor, y rehagas tu vida, Periquillo." 
     Poco después, Pelayo me presentó a un hombre rico y poderoso, diciendo, "Mire usted, don Agustín, éste es mi amigo don Pedro Sarmiento, de quien tanto le he hablado." Don Agustín me dijo, "Aquí, el padre Pelayo, me dice que usted es bachiller, y que ha trabajado en numerosos ramos del comercio, y la industria."  Yo le contesté, "¡Ah sí, claro que sí, señor!" Don Agustín dijo, "Pues si le interesa, le contrato para administrar el mesón que poseo en, San Agustín de las Cuevas." Yo le dije, "Me interesa, y mucho, señor." 
    Cuando estuve preparado, arriba de mi caballo, listo para partir, le dije a Pelayo, "Gracias por todo, Martín. Espero que nunca te llegues a arrepentir de haberme ayudado." Martin Pelayo me dijo, "Uno solo debe arrepentirse de los pecados que comete, Perico, y no del bien que hace a los demás. ¡Hasta pronto y mucha suerte, amigo mío!" Tras un camino largo y polvoso, llegué a San Agustín de las Cueva, pensando, "Este será mi hogar, presiento que por mucho tiempo, quizás por todo el que me queda de vida." 
    Y en efecto, llevé aquel negocio con tal honradez y limpieza, que funcionó muy bien. La gente rica y principal de San Agustín de las Cuevas, me acogió con simpatía, y conocí a varias lindas jovencitas. Y en una ocasión, en una reunión social a la que fui invitado, el padre de una de ellas, me dijo cuando la presentó, "Esta es mi hija Gracia, don Pedro." La muchacha se inclinó, y dijo, "A sus órdenes."
   Pero a los pocos minutos pensé dentro de mi, "¡Qué extraño! No hace mucho me hubiera entusiasmado la sola idea de pedir la mano de una de esas muchachas, cuyas dotes deben ser apetecibles, sin embargo, ahora solo puedo recordar en cada una de ellas, a la infeliz Mariana. ¡Qué infeliz la hice, pobre criatura! Hasta la vida le costó el casarse con un vago oportunista como yo." Las fiestas y saraos, no alegraban ya mi corazón. Me sentía solo, pero no sabía qué era lo que buscaba.
   Mi desolación terminó, cuando conocí a aquella jovencita dulce y tierna, que cuidaba de su padre viejo y enfermo. Busqué la manera de entrar como amigo en su casa, que era muy humilde. Finalmente, un día, ella me dijo, "Pase usted don Pedro." Procuré ampararla en lo que pude, pero no le dije nada respecto a los amorosos sentimientos que abrigaba en mi corazón. Hasta que una tarde, el anciano la envió a un mandado para quedarse a solas, y hablar de hombre a hombre conmigo.
   "Mire usted, don Pedro, usted es un caballero, y deseo que mi hija se case con alguien que tenga bondad y principios para hacerla feliz. Sé que ella no le es indiferente. Yo estoy próximo a morir, dígame, ¿Se casará con mi niña? ¿Hará usted lo que le pido?" En ese momento, la hermosa criatura volvió, y pareció adivinar enseguida de lo que hablábamos, porque sus ojos se llenaron de lágrimas. Entonces le dije, "¿Aceptará ser mi esposa, querida Guadalupe? Sólo puedo ofrecerle una vida honrada, y mi amor." Ella dijo, "Me honra usted, y me hace muy feliz, don Pedro." Por fin, el destino me había puesto en la senda correcta.
   Allí, en San Agustín de las Cuevas, conocí el verdadero amor. Tuve cuatro hijos, que contribuyeron a aumentar mi dicha, y trabajé por años, con gran honradez y agrado, junto a mi mujer. Ahora que soy viejo, y mis hijos están casados a su vez, quise narrar mi vida, y poner con sinceridad en este cuaderno cuánto hice de bueno y de malo. A ellos quizás les sirva de lección para el porvenir.
   Entonces, don Pedro Sarmiento, estando en su lecho de muerte, dijo a Lizardi, "Tome amigo Fernández de Lizardi. Son mis memorias. Creo que pueden ser las de cualquier jovencito atolondrado, que se dio muchos golpes contra los muros, y causó mucho mal, antes de encontrar su camino, y convertirse en un hombre. No me queda mucho de vida. Entrégueselas a mis hijos. Y si cree que tengan algo valioso para alguien más, publíquelas." Al salir publicada su biografía, Pedro Sarmiento ya había muerto. Pero sus palabras quedarán vibrando en nuestros oídos por mucho tiempo todavía, y él continuará alentando a cada joven mexicano. En su tumba, se lee el siguiente epitafio grabado en la lapida, 
"Mira, considera, advierte, 
por si vives descuidado, 
que aquí yace un extraviado, 
que al fin logró santa muerte. 

No todos tienen tal suerte. 
Antes debes advertir, 
que si es lo común morir, 
según ha sido la vida, 
para no errar la partida, 
lo seguro es bien vivir."
Tomado de, Joyas de la Literatura, Año, IV. No. 50, enero 15 de 1987. Adaptación: Remy Bastien. Guión: Dolores Plaza. Segunda Adaptación: José Escobar.

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