Club de Pensadores Universales

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domingo, 12 de octubre de 2014

Un Árbol de Navidad de Charles Dickens

Un Árbol de Navidad
de Charles Dickens
     Al llegar a su casa una noche, y ver el gran árbol de navidad, Dickens se sintió invadido por las añoranzas, emocionado por los recuerdos, pensando, “¡Ah, otro árbol!¡Otro año que se va!¿Cuántos árboles como este he visto yo rodeados de regalos y del regocijo de los niños? El mágico árbol que se levanta todos los inviernos en medio de una sala como esta, ha fascinado siempre a los niños.” 
      Los pequeños cantores de villancicos fueron incitados a entrar, pues su familia sabia que Dickens adoraba aquellos canticos tradicionales, “♪Bienvenida la Noche Buena♫ ♪Bienvenido el amor y la dicha toda♫♪Ha nacido el Dios niño♫♪Con una estrella que los pastores buenos vienen y adoran♪” Dickens pensó, “¿Qué imágenes asócio con estos hermosos villancicos?” 
     Antes que nada, en la mente del escritor Dickens, apareció una estrella enorme y preciosa, más brillante que ninguna otra, dando la señal a los pastores del desierto. Luego, un ángel, apareciéndose a los sencillos pastores, para explicar el misterio dijo, “¡Esa estrella os señalará el camino para adorar al Dios!¡El Mesías ha nacido!” 
     Pastores y viajeros siguieron la ruta marcada por la maravillosa estrella. Tres reyes poderosísimos, venidos de oriente, fueron atraídos también por el celeste milagro. 
     Allí sobre un pesebre, recibiendo el calor de un burro y una vaca, estaba el Dios niño recién nacido. Los pastores se postraron a sus plantas y los reyes viajeros le obsequiaron oro, incienso, y mirra. 
    Aquel niño más sabio que ninguna otra criatura sobre la tierra, asombraría con su prematura inteligencia a los sacerdotes del templo de Jerusalén. Y ya adulto, resucitaría a una pequeña muerta en una pequeña calle de Galilea. 
     El joven y único hijo de una desconsolada viuda, volvería también a la vida, bajo el toque de su mano, cerca de la muralla de Jerusalén. Y resucitaría también  Lázaro, hermano de sus seguidoras Martha y María de Bethania, ante los ojos incrédulos de la multitud. Tampoco Pedro pudo creerlo cuando le vio venir caminando sobre las aguas del lago de Genazaret, a su encuentro y al del resto de sus discípulos.
     Aquel hombre predico la palabra de Dios a los hombres en todo lugar y momento, diciendo, “Perdonad a vuestros enemigos. Amaos los unos a los otros, eso os manda mi Padre Celestial.” Bendijo a los niños. Se rodeó de ellos y los amó profundamente. 
     Por ese mismo amor a los hombres curó inválidos, devolvió la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el habla a los mudos. Pero sobre todo, víno a este mundo a redimirnos y a regalarnos su sabiduría, su palabra sagrada, diciendo, “¡Benditos sean los pobres de espíritu porque ellos verán a Dios.” 
     En pago a sus maravillosas bondades, aquellos a quienes venia a redimir, lo escarnecieron, lo golpearon y se burlaron cruelmente de él. Un centurión le dijo al colocarle una corona de espinas, “¡Ahora serás realmente el rey de los judíos, nazareno!¡Ja, Ja, Ja, Ja!” Se le hizo cargar su propia cruz y recorrer con ella el camino hacia el Gólgota. Al morir Él, crucificado en medio de dos ladrones, sobre la cima del monte, la tierra tembló y el cielo se vio oscurecido por nubes amenazadoras. Pero antes de expirar, aún tuvo alientos para legarnos su perdón, “Padre mío, perdónalos porque no saben lo que hacen!”
     Toda aquella historia sagrada había llenado por algunos minutos la mente de Charles Dickens, al escuchar los villancicos, y pensó, “Sin embargo, por esta época del año, lo que se recuerda es el nacimiento de Jesús, y no su pasión y muerte. Por eso vivimos días de regocijo.” Los niños cantaban, “♪¡Aleluya!¡Aleluya!♫¡El Señor ha nacido, Aleluya, aleluya!♪ Vino a traernos dicha bondad y bienestar!♫” 
     Dickens pensó, “Por eso en navidad se acostumbra a hacer regalos, obsequiar a los demás golosinas, con juguetes, con sonrisas, con alegrías.” Una señora ofrecía bocados a los cantantes, diciendo, “Descansen pequeños y tomen galletas y dulces que he preparado.” Uno de los niños decía, “¡Oh, gracias señora!” Dickens dijo en voz alta, “Siempre será la navidad una fiesta especialmente dedicada a los niños. Quizás sea porque lo que se rememora, es precisamente el nacimiento de un niño, el niño más importante y amado de la cristiandad. Todos queremos estar en casa, reunirnos con nuestros seres queridos en esta noche.” Uno  de los niños se despidió junto con otro, diciendo, “¡Gracias por todo, señora! Debemos volver a casa para la cena. ¡Feliz Navidad a todos!” Uno de los niños que se quedaba en casa dijo, “¡Feliz Navidad!”
     Dickens tenía razón, pues cada uno de aquellos cantores de villancicos, volvió a su casa esa noche. Con especial regocijo todos recibieron algún regalo y fueron rodeados de amor. En un hogar, no muy lejano de ahí, un padre de familia decía,“¡Mira hijo, ya hemos colocado allí el árbol de navidad!” En otro hogar, un abuelo decía, “¡Mi nieto consentido, que alegría que venga a visitarme!” En otro hogar, una niña recibía una muñeca, diciendo, “¿Es para mí? ¡Oh, qué linda!” Sin embargo, no todo era regocijo y dulzura en la Nochebuena. 
     También puede ser la noche más fría del invierno, y el viento helado arrastra los objetos más lejos por las calles solitarias, silbando lúgubremente. Y, como los pequeños suelen permanecer esa velada despiertos hasta más tarde de los acostumbrado, no dejan de sentir a veces un escalofrió ante ese entorno siniestro. La atmosfera invernal que por un momento apareció amenazante y desolada, vuelve a caldearse al alba de las castañas asadas al fuego. Comer castañas calientes y reunirse toda la familia en torno a fuego, para narrar historias de duendes, de aparecidos, de fantasmas, era algo que se hacía también cada navidad.
     La abuela solía hablarnos una vez más del espectro de la mujer decepcionada, que se aparecía, y gritaba junto a la torre, o del caballo fantasma que recorría siempre el mismo sendero, o del niño abandonado en el bosque, todo ello cerca del fuego. Ya avanzada la noche, el cansancio triunfaba. Entonces Dickens decía, “Subiré a mi alcoba, ¡Buenas Noches a todos!” Y todos se preparaban a dormir. 
     La recamara de Dickens era de estilo muy antiguo. Colgado en la pared, había un antiguo cuadro que reproducía la imagen de un caballero del siglo XVII, vestido de verde. Nunca le había inquietado mayormente al escritor, pero aquella noche advirtió de pronto, que nadie en la casa sabia la identidad de aquel caballero ni el porqué su cuadro estaba allí. Dickens pensaba, “¿Quién habrá sido este hombre? ¡Qué extraño! ¡El cuadro lleva años aquí, y apenas si lo había observado! Ahora, sin embargo, me parece notar en el rostro de ese hombre vestido de verde, algo siniestro, algo cruel, algo terrible.” Dickens se acostó, y trató de pensar en otra cosa, para que no se le espantara el sueño. Se cambió de ropas y se dispuso a dormir. Sin embargo, una figura de una mujer tallada en la madera, de una de las columnas de su lecho, fue lo que lo distrajo. Dickens pensó, “¡Vaya! Tampoco me había fijado antes, pero…¡Ahora esa mujer me parece que expresa una gran tristeza! Su rostro es conmovedor, dolorido.”
     Era verdad, la hermosa dama esculpida en la columna de madera parecía estar a punto de gritar de angustia y de miedo. Y los ciervos tallados en la otra columna parecían a su vez, mirarla a ella con lastima. Dickens pensó, “¡Bah! ¡Todo se debe a que mi imaginación ha sido exaltada por los cuentos de aparecidos que contó la abuela hace un momento, cerca de la lumbre! No dejare que me inquieten. ¡Yo no soy supersticioso, así que voy a dormirme!” 
     El escritor cerró lo ojos, pero aún así, le pareció “sentir” cómo el siniestro caballero vestido de verde sonreía maliciosamente desde aquel lienzo colgado en la pared. De pronto, se vio vestido a sí mismo como aquel caballero y cabalgando entre la nevasca de noche, hacia un siniestro castillo. En el interior de la antigua fortaleza, un numeroso grupo de gente noble le esperaba, sentados alrededor de una fastuosa mesa navideña. Se le indicó que se sentára junto al señor de la casa, que no era otro que el caballero vestido de verde; aunque carecía de aquel aire maléfico que en el retrato se hacía evidente. El caballero le dijo, “Coma, coma, sir Charles. Debemos festejar la navidad amorosa y alegremente.”
     Después del festín, Dickens fue conducido a una recamara que reconoció como idéntica a la suya, aunque el retrato no estaba y las columnas de la cama, habían sido pintadas de negro. Se puso ropas de dormir y se acostó fatigado y somnoliento. Advirtió estupefacto que las columnas de esa cama, aunque pintadas de negro, reproducían también a la misma mujer y a los mismos ciervos. Dickens pensó, “¡Qué extraño!” y trató de que aquel hallazgo no estropeara su descanso, ni le inquietára tanto, y pensó, “¡Bah!¡A dormir!¡Yo no soy supersticioso!” Aunque sus cabellos se erizaron cuando escuchó que la puerta de la habitación se abría, ¡RIIIP! Dickens se levantó, y dijo, “¿Q-quién es?” 
     Vio con terror que una mujer joven, de cabellos largos y rubios, entraba a la habitación con un manojo de llaves oxidadas en la mano. Deambulaba como sonámbula, ante la mirada atónita del escritor y sin responder a ninguna pregunta. Dickens dijo, “¿Q-quien es usted, señora?¿Q-qué es lo que quiere?” Observó que los cabellos de la dama estaban manchados de barro y enredados con hojas y ramas marchitas de algunas plantas acuáticas. Su vestido estaba empapado, y sus pequeños y delicados pies iban dejando en el piso una húmeda huella.
   La mujer dejó de caminar y se sentó en una silla cerca del fuego de la chimenea, como si estuviera muy fatigada y llena de angustia. Su angustia fue aumentando y miraba obsesivamente aquellas llaves que ahora descansaban en su húmedo regazo. Se levantó de pronto y fue hacia un armario. Probó en la cerradura del mueble cada una de las llaves. Decepcionada al ver que ninguna entraba en la cerradura del armario, se apartó de él para dirigirse a un secreter. Y con mano temblorosa trató de meter aquellas enormes llaves en la pequeña cerradura de la tapa. Al no conseguirlo, se mesó los rubios y mojados cabellos desesperada. Dickens podía sentir en carne propia la angustia, el desasosiego de la extraña, y dijo, “¿Qué busca, señora? ¡Dígamelo! Tal vez yo pueda ayudarla.” 
     Sin responderle y como si él no existiera, la fantasmagórica figura se dirigió a la pared, en la que ahora colgaba el retrato del caballero vestido de verde con su sonrisa malvada. La mujer se detuvo ante el retrato y lo miró con cierto aire de reproche. Y exclamó junto a él, en voz baja y con acento aterrador, “¡Los ciervos lo saben todo!” Tristísima de nuevo, se dirigió a la puerta. Dickens se levantó y dijo, “¡Espere!¿Qué quiso decir?¡Explíquese, por favor!” Entonces ella atravesó suave, etérea la puerta cerrada y se alejó. 
     Dickens entonces se apresuró a examinar el suelo de la habitación, y dijo, “¡No puede ser! Yo mismo vi las huellas, las gotas de barro que caían por donde ella pasaba. ¡Y ahora ya no están!” Abrió la puerta y se dispuso a seguirla, donde quiera que ella hubiera ido. Pero fue inútil, ni por el oscurísimo pasillo, ni por los otros corredores del castillo encontró a nadie. Vagando y buscando, Dickens pasó varias horas hasta que le sorprendió la luz azulosa del amanecer. Decidió entonces volver a su cuarto. Y se durmió profundamente, hasta que un criado le despertó ya avanzada la mañana, diciendo, “Aquí esta su desayuno, señor.”
     Después de comer y beber algo, Dickens se sintió más despejado. El mayordomo le dijo al retirar la vajilla, “Mi amo le espera en el salón de armas.” Ya vestido, salió en busca del dueño de aquella extrañísima mansión, dispuesto a interrogarle sobre el significado de los antinaturales sucesos que había presenciado. Lo más extraño de todo era el parecido que aquel hombre, su anfitrión, tenía con el caballero vestido de verde del maligno retrato. El caballero del traje verde le dijo, “¿Durmió usted bien señor mío?” Dickens dijo, “La verdad es que dormí poco, pues me visitó una dama, cuya identidad ignoro y que más bien creo que fue una visión o un sueño.” El hombre dijo, “¿Cómo era esa dama, señor Charles?” Dickens le dijo, “Era joven, bella, rubia, su pelo larguísimo le caía por la espalda y estaba empapada y machada de lodo al igual que su vestido. Llevaba un llavero en las manos y parecía desesperada por abrir algunas de las cerraduras de mi habitación.” 
     El hombre pregunto, “¿Qué más hizo ella además de intentar abrir la cerradura?” Dickens le dijo, “Dijo algo que no comprendí. Algo como, ‘Los ciervos lo saben todo.’ ¡Sí! Eso dijo de pie frente al retrato de un caballero parecido a usted.” El hombre se acercó al cuadro y dijo, señalándolo, “¿Fue este retrato, sir Charles?” Dickens dijo, “¡Sí! Ella le miró con terror y…con rencor también, ¿Quién es ese hombre?” El hombre dijo, “Era un antepasado mío; dueño autentico de éste castillo. Se quedó viudo muy joven.”
     Al parecer, no había amado a su esposa, porque en cuanto ella murió, él se dedico a divertirse, asistiendo a fiestas, paseos y bailes. Fue precisamente en una de esas reuniones donde conoció a la linda y delicada joven, a quien le dijo, “¿Me haría usted el honor de bailar conmigo?” Ella le dijo, “Encantada caballero.” Ella se enamoró de él desde el primer momento, pensando, “Ah, que apuesto y gentil es.” Él pensó, “¡Vaya, he fascinado a esta tonta!” 
     Continuaron viéndose en secreto. Y su relación se volvió cada vez mas apasionada. Un día ella le dijo, “¿Porqué no pides a mis padres el permiso para casarte conmigo, amor mío?” Él le dijo, “¡Oh, pues…! Hace un año apenas soy viudo. Esperemos un poco mas mujer.” Lo cierto es que él no deseaba atarse a ninguna persona. Solo pensaba en divertirse y se iba cada noche a una taberna de los alrededores para dar rienda suelta a su ambición de placer. Entre tanto, la dulce joven que se llamaba Amanda, languidecía por él. Su madre le decía, “¿Qué te ocurre hija mía? Has comido y no haces más que suspirar.” 
     Ella le dijo, “¡Oh, madre! ¡Solo un paseo por el bosque, alrededor del lago, me alegraría! ¡Sé bondadosa y déjame ir!” Su madre le dijo, “¡Oh Amanda! Sabes que a tu padre no le agrada que vagues sola por la orilla del lago, pues se cuenta que el caballero Green suele hacerlo también, y que ese hombre solo piensa en mancillar el honor de las mujeres que se cruzan en su camino.” Amanda dijo, “¡Eso no es verdad, madre! ¡Las pocas veces que he visto a ese caballero en el bosque, solo me ha saludado de lejos y se ha ido.” Su madre le dijo, “Esta bien, pero no dejes que te anochezca en la arboleda.” Amanda dijo, “Gracias, gracias madre.”
     La hermosa Amanda se internó corriendo una vez más, en aquel bosque. Había mentido a su madre como en tantas otras ocasiones, pues el caballero de verde la esperaba, y ella cayó directamente en sus brazos, diciendo, “¡Querido mío! Cada vez me cuesta más trabajo convencer a mi madre de que me deje venir al bosque.” El caballero le dijo, “Sera mejor que nos veamos desde ahora en mi castillo. Toma estas llaves, una de ellas abre la puerta trasera de la ala norte.” 
     Amanda dijo, “P-pero…¿Y si alguien me descubre?¡Mi honor quedaría para siempre destruido!” El caballero le dijo, “Nadie lo hará, querida mía, y yo te estaré esperando.” Pasaron varios días sin que Amanda se atreviera a ir al castillo de Green. Amanda pensaba, “¡Tengo miedo! Si mi padre llegára a saberlo me mataría. Mi amado pensará que mis temores han podido más que lo que siento por él. Dijo que me estaría esperando, aunque tal vez se haya convencido ya de que no iré a su castillo.” En efecto, eso era lo que Green estaba pensando, “Amanda no se ha atrevido a desafiar el peligro de ser descubierta para verme aquí. Solo piensa en casarse y debe creer que yo me pasaré la vida aguardando. ¡Ja! ¡Pero está muy equivocada esa chiquilla!¡Esta noche me divertiré en grande!”
     Poco después, mientras el caballero Green entraba en una cantina pueblerina, Amanda salía de la casa de sus padres con las llaves del castillo de Green en la mano. Atravesó el bosque. Llegó al castillo y localizó una pequeña puerta en la parte trasera. Allí comenzó a probar, una a una, las llaves que él le había dado. De pronto, se sobresaltó al escuchar risas y voces tras ella. “¡Ja, Ja, Ja!¡Qué noche tan hermosa!” Se escondió temerosa de que algún conocido de su familia la sorprendiera en aquel lugar y casi a la media noche. 
     Descubrió entonces, con inmenso dolor y vergüenza, que era el propio Green quien reía de aquella fatua manera, mientras ayudaba a una muchacha a bajar de la grupa de su propio caballo, diciendo, “¡Ja, Ja, Ja! ¡Ven preciosa! ¡Ven a mis brazos!” Tomando por el talle a la jovencita, la introdujo por la puerta secreta, diciendo, “¿Lo ves? ¡Nadie te ha visto pequeña! Ahora podremos amarnos tan loca y libremente como yo lo deseo.”
     Aquello había masacrado todas sus esperanzas y, para ahondar más su dolor, aún pudo ver por la única ventana iluminada del castillo, cómo su amado abrazaba apasionadamente a la otra mujer. Amanda dijo, “¡Oh, no!¡Esto es demasiado para mí!” La humillación y la desilusión habían sido tremendas y ella se alejo de aquel lugar, llena de rabia y dolor. Mientras huía dijo, “¡Me engañó!¡Siempre me engañó, nunca estuvo enamorado de mi!” Llego a la orilla del lago y lloro ahí desconsoladamente, diciendo, “¡Solo fui una diversión más! ¡Oh, y yo lo amo, lo amo tanto! Nunca pude abrir la puerta con ninguna de estas llaves, pero gracias a ellas descubrí quien era realmente el hombre que adoro y cómo me engañaba jurando compartir mis sentimientos. ¡Estas llaves me abrieron las puertas del desengaño y del dolor! Me desharé de ellas o me recordaran siempre a cada minuto, que no soy nada ni nadie para él.” Sin embargo, no se arrojó, sino que se introdujo lenta, casi sensualmente sus manos en el agua del lago, como si no pudiera desprenderse de aquellas llaves malditas.
     Como la joven no volvió nunca a su castillo durante los días siguientes el padre y todos los que quisieron ayudarle, la buscaron por el bosque por todas las áreas cercanas, gritando, “¡Amandaaaa!” Pero todo fue inútil. Cuando su padre llegó a casa, le dijo a su esposa, “Lo siento querida, no hayamos ni siquiera su rastro, ¡Dios sabe lo que le ha sucedido!” La mujer dijo, “¡Oh, mi pobre hija!” Algún tiempo después, durante una cacería, el caballero escuchó a uno de sus ayudantes decir, “Señor, sucede algo extraño. Llevamos apostados varas horas cerca del lago, para disparar sobre los primeros ciervos que se aproximen a beber. Y los animales se acercan, huelen el agua y se retiran. No se atreven a tocarla ni a beber de ella.” 
     Intrigados, el señor del castillo y los monteros dragaron el lago con perchas. Hasta que uno de los monteros dijo, “¡Oh, no puede ser!” Allí, sumergida y con sus largo y dorados cabellos enredados en las plantas subacuáticas, se hallaba Amanda, quien aún muerta, conservaba en sus manos, aquel manojo de llaves oxidadas. El caballero dijo, “¡Dios!¡Es mi hija!” Un montero dijo, “¡Pobrecilla!” Al sacarla del agua, numerosos fragmentos de ramas, flores, y hojas se quedaron entre los cabellos y el barro del lodo del estanque impregnó para siempre su vestido. El cuerpo fue retirado y los ciervos volvieron a beber, una vez que el cuerpo de la desdichada Amanda fue rescatado.
     Tras terminar la narración, el caballero le dijo a Dickens, “Ésta era la habitación del señor Green, ésta su cama, y estos sus muebles. Se dice desde hace mucho tiempo que Amanda vuelve en las noches y vaga tratando de abrir las cerraduras con aquellas llaves mohosas.” Dickens dijo, “Ahora comprendo porque musita frente al retrato con tanto rencor, ¡Los ciervos lo saben todo! Y porque luce tan desdichada.” En ese momento la puerta de la habitación se abrió sola chirriando. Dickens comenzó a gritar aterrado, “¡No!¡Es ella!¡Viene otra vez con el pelo lleno de musgo y las malditas llaves!¡No la deje entrar!¡No!” 
     Sin embargo, Dickens abrió los ojos, y se encontró que la mujer que entraba en su habitación, era la amable joven que vimos antes y le traía la bandeja del desayuno. Dickens gritó, “¡No!¡Qué no entre!” La mujer entró con la bandeja y dijo, “¿Porqué no quiere que entre?” Dickens dijo, “¡Oh, perdona, querida! Por lo visto he tenido un largo y terrible sueño. Creí que era el fantasma de una mujer ahogada…¡Olvídalo!” La mujer dijo, “Fue seguramente por tanto pavo que cenó anoche. Además, las historias de la abuela nos han hecho soñar a todos con fantasmas.”
     Después de tomar un desayuno, Dickens decidió dar un paseo. Tomó por una larga calle poco transitada y desembocó a las afueras de Londres, pensando, “Es curioso que los fantasmas casi siempre paséen o se aparezcan por los mismos sitios donde una vez fueron seres vivos, y que los marquen con su presencia...” Las viejas casonas suelen tener algún corredor o cuarto maldito. Recuerdo haber oído cuando niño la historia de que en esta vieja mansión, un hombre se había quitado la vida. Aquel hombre se disparó un tiro en la sien, y su sangre manchó el suelo de madera. Los familiares se mudaron. La casa se vendió, y los nuevos dueños se esmeraron en limpiar y raspar aquel piso. Pero fue inútil. Aquellas manchas contra toda lógica, volvían a aparecer marcando el lugar siniestro. 
     También recuerdo aquel cuento que narraba siempre doña María, una mujer que había sido en su juventud doncella de la reina. Ella había visitado en una ocasión a los McDoodle, que poseían una hermosa mansión en los montes de Escocia. Los McDoodle eran una joven pareja formada por un acaudalado heredero de nobles escoceses y su amable y débil esposa. El joven McDoodle dijo al recibir a la señora, “¡Nos alegra tanto que haya aceptado pasar la navidad con nosotros doña María!” Aquella noche, después de la cena con sus anfitriones, doña María decidió retirarse a descansar, diciendo, “¡Ah perdónenme, pero estoy rendida por el viaje!” El joven McDoodle le dijo, “Descuide querida. ¡Que duerma bien!” A media noche, sin embargo, doña María fue despertada por un ruido de los caballos y carruajes. Doña María pensó, “¡Oh!¿Quién o quiénes habrán llegado?” Se asomó a la ventana y vio con asombro que numerosos carruajes negros se habían detenido frente a las puertas de la mansión McDoodle, y bajaban de ellos hombres y mujeres elegantes. Doña María dijo, “¡Qué extraño!”
     Aún por la mañana, doña María continuaba muy desconcertada. McDoodle le preguntó, “¿Paso la noche bien?” Así que decidió salir de dudas y preguntar a su anfitrión, “¿Por qué no me avisaron anoche que iban a celebrar una gran fiesta? Vi llegar los carruajes y a los elegantes invitados.” Al oír McDoodle aquello, se demudó. La señora McDoodle dijo, “¿Carruajes, invitados?¿De qué están hablando?¡No hubo ninguna fiesta!” McDoodle dijo, “¡Ejem, ejem!” No se habló más de aquello, hasta que la joven esposa de McDoodle salió a disponer el servicio de té, entonces él le dijo muy nervioso a doña Maria, “¡Se lo suplico, no mencione esos carruajes otra vez! En mi familia ha habido siempre una muerte cuando ellos han aparecido. ¡No existen!¡Son solo emisarios del más allá!” Y en efecto, tal como el joven escocés lo temía, el augúrio se cumplió. Su mujer, que siempre había estado delicada de salud, murió, dos meses después de que doña María abandonára la mansión.
     Otro caso frecuente, ha sido el que se basa en un pacto o juramento entre dos niños o jóvenes que se despiden al terminar un periodo escolar. Uno de ellos le dijo al otro, “¿No te olvidaras de nuestra promesa? Si alguno de los dos muere, se lo hará saber al otro apareciéndosele.” El otro le dijo, “Estoy en lo dicho.” Cada uno tomó un camino distinto. Pasaron veinte años sin que volvieran a verse. Uno de ellos, que ya había olvidado por completo aquella lúgubre promesa, tuvo que hacer un viaje por el norte de Inglaterra, y se hospedó en una posada de Yorkshire. 
     Cuál no sería su sorpresa al hallar ahí esperándolo al compañero, aquel de la escuela, quien parecía tener la misma edad que cuando le había visto por última vez. El hombre al verlo dijo, “¿Tú?” El niño aparecido le dijo, “No te acerques a mí, estoy muerto y solo he venido a cumplir mi promesa. Mi deceso ocurrió hace años; pero solo hoy, y en este lugar, me era posible volver a presentarme ante ti. Vengo del mas allá del lugar de los secretos que no puedo revelar.” El niño solo agregó tres palabras y comenzó a desvanecerse, “Adiós amigo mío.” El hombre le dijo, “Espera, no te vayas.” Cuando el hombre se acercó al lugar en que su amigo había aparecido, éste ya no estaba, y dijo, “¡Era él!¡Dios mío!”
     Esta hermosa casa también tiene su historia de fantasmas. Una mañana de verano, ella que era una hermosa y lozana jovencita de solo diecisiete años salió al jardín a cortar algunas flores. De pronto levantó la cara y vio algo que la paralizó de terror, y dijo, “¡N-no, no puede ser!” En cuanto pudo moverse de nuevo, entró en la casa gritando, “¡Padre, Padre!¡La he visto, he encontrado a mi propia imagen!” 
     Su padre le dijo, “Estabas nerviosa y habrás creído ver algo, querida. ¡Cálmate!¡Ha sido solo tu imaginación!” Pero la chica insistió, “¡No fue mi imaginación, papá! Levante la cara mientras cortaba las flores y…de pronto…¡ella estaba ahí!” La joven describió a aquella otra que no era sino ella misma…transparente, pálida, sonriéndole con una extraña tristeza. Esa misma noche la jovencita murió.
     Aquella curiosa y tétrica historia se trató de fijar en un cuadro que no se concluyó nunca de pintar, y que dicen que aún se halla colgado en la casa con la pintura vuelta hacia la pared. Es casi la hora del almuerzo y debo regresar. 
     A propósito de regresos, esto me recuerda aquella aventura extraña que le sucedió al tío de mi esposa cuando volvía a su casa un atardecer. Ya estaba muy cerca cuando percibió a un hombre joven de abrigo largo y negro, parado en medio del camino. El tío, arriba del caballo pensó, “¿Quién será ese tipo? ¡No se mueve!” De repente el tío dijo, “¡Eh, usted!¡Quítese de allí!¿O es que quiere que le pase con mi caballo por encima?” Como el sujeto aquel seguía sin moverse, se aproximo lentamente para verle mejor. Entonces dijo, “¡Oh no!¡N-no puede ser!” Cuando el hombre volvió el rostro hacia el tío, enseguida lo reconoció, diciendo, “¡Pero si es Harry, mi sobrino, el que vivía en Bombay!” De pronto, el caballo se encabritó. Cuando pudo controlarle de nuevo, el tío vio que su sobrino…había desaparecido. Entonces se encaminó a trote lento hacia su casa y creyó ver la silueta de su sobrino, asomándose por una de las ventanas. Dijo, “¡Oh, allí esta!” Enseguida entró a la casa y encontró a su hermana con una carta en sus manos y el rostro lleno de lágrimas. Él le dijo, “¡Alice!¿Dónde está Harry John? Acabo de encontrarle en el camino.” La mujer le dijo, “¡Oh, Harry John, mi pobre hijo!¡Lee esta carta que acabo de recibir desde Bombay!” El hombre la tomó en sus manos y dijo, “¡Dios santo, está muerto! Entonces…¡Lo que yo vi fue su fantasma!”
     Uno mismo no sabe qué pensar cuando le cuentan algunas de esas historias tétricas. Uno mismo trata de convencerse a sí mismo de que son solo fantasías, supersticiones. Pero hay algo en ellas que conmueve profundamente los sentimientos, como me conmueve a mí cada vez que la recuerdo. Aquella historia del niño huérfano, que contó una vez por navidad, mi tía abuela. Cuando ella, que nunca se casó a pesar de haber sido una mujer muy bella, tenía cuarenta y tantos años y se fue a vivir a un suburbio de Kent, con su hermano Walter, que había hecho fortuna comerciando en la India. Llevaba tiempo residiendo allí, y una tarde que regresaba de hacer compras con Walter, se sintió muy cansada. Se dispuso a dormir una corta siesta para reponer las fuerzas. Comenzaba a dormitar cuando escuchó claramente que la puerta del antiguo ropero se abría. Ella pensó, “¡Qué raro! Juraría que dejé ese mueble cerrado con llave.” Iba a cerrarlo de nuevo cuando, vio que un niño de unos seis años se hallaba escondido en el interior del ropero. 
     Sigilosamente con la mirada tímida, el niño tenía huellas de golpes en el rostro y su ropa estaba algo sucia y desaliñada. Ella dijo, “¿Quién eres pequeño? Ven, acércate. No te hare ningún daño.” La puerta del armario se cerró entonces bruscamente. Ella pensó, “¡Oh pobre criatura! Se ve que tiene mucho miedo.” Decidió bajar a la cocina y llamar a la servidumbre, “¡Por favor vengan a mi recamara! Hay un niño pequeño encerrado en el armario.” Dos institutrices subieron a la recamara y cuando abrieron de nuevo aquella puerta, una de ellas, la cocinera dijo, “¡Líbranos del mal, oh Espíritu Santo!” Mi tía dijo, “¿Qué te ocurre Elsa?¿Porque te persignas? ¡Estás muy asustada!” La institutriz dijo, “¡Ese pobre niño que usted vio está muerto, señora!¡Murió en esta habitación encerrado por un perverso tutor!”
     La cocinera narró entonces cómo hacía varios años, los primeros dueños de la casa que eran muy ricos, murieron en un trágico accidente dejando huérfano a un pequeño de solo seis años. En el testamento habían dejado como albacea y tutor del pequeño heredero, a un hombre que ellos creían justo, pero en verdad era ambicioso y malvado, y pensaba, “Ja Ja Ja. Este mocoso me servirá de pretexto para disfrutar de los bienes y del dinero.” Maltrataba constantemente al pobre niño y lo dejaba encerrado, diciendo, “Te quedarás aquí todo el día por haberme desobedecido.” 
     Despidió a la servidumbre por avaricia, y comenzó abandonar al chiquillo solo en la casa, por días y noches enteras para irse a gastar aquella fortuna ajena en diversiones y correrías. La pobre criatura pasaba hambre y sed, miedo y frio. Y en una ocasión, aterrado se metió dentro de un ropero para abrigarse un poco. Cuando el tutor regreso, y abrió el armario, exclamó, “¡No puede ser!¡Esta muerto!” El despreciable hombrecillo fue a dar a la cárcel. El niño está enterrado en el cementerio, pero algunas noches en invierno, el espíritu del huerfanito se aparece en este cuarto y espía tímidamente desde el interior del ropero. 
     Dickens terminó su narración y dijo, “Recordar todas estas historias macabras me ha abierto el apetito. ¡Ojalá que hayan preparado algo realmente bueno para el almuerzo!” Dickens fue al comedor, y para la alegría del escritor, se encontraban sobre la mesa los restos del pavo, la ensalada, y los pasteles de la noche anterior. Después del almuerzo, los niños salieron a jugar a la nieve. 
     Dickens pensó, “¡Dichosos ellos que aun viven en un mundo de fantasía, poblado de hadas, juguetes y muñecos de nieve! Cada año aumentan para mí el frio y la nostalgia por mi niñez y mi juventud ya idas. La estrella que preside estas fiestas, esa estrella dorada que brilla en la punta del árbol es el símbolo universal de la esperanza en una vida mejor, en un año mejor, en un mundo mejor. 
     Te miro siempre y en cada navidad con alegría por lo que significas y a la vez con tristeza, ¡Oh árbol! Porque sé que ojos que yo ame también te miraron, y sonrieron y sin embargo partieron ya. Ojala consiga conservar la inocencia suficiente para seguirme sintiendo fascinado por las pequeñas figuritas que cuelgan de ti y por las velas que se mueven al más leve roce del aire y lo iluminan todo. ¡Ojala que tus ramas sean para siempre símbolo de bien y esperanza, y nunca arrojen sobre el ánimo de nadie una oscura sombra!”
Tomado de, Novelas Inmortales, Año IX No. 422, 18 de diciembre de 1985. Adaptación: H. Arce. Segunda adaptación: José Escobar.                                                                                                            

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